Ya no llevaba placa, sin embargo, todavía conservaba un millar de hábitos e instintos que van con la placa. Como un ex fumador cuya mano va a buscar en el bolsillo de la camisa el paquete que ya no está, yo me descubría constantemente buscando de algún modo la seguridad de la placa. Durante casi treinta años de mi vida había formado parte de una organización que promovía el aislamiento, que cultivaba la ética del nosotros contra ellos. Había participado del culto a la religión azul y de la noche a la mañana estaba fuera, excomulgado, formaba parte del mundo exterior.
A medida que pasaban los meses, no hubo un solo día en que alternativamente no lamentara y me deleitara en mi decisión de abandonar el departamento. Fue un periodo en el que mi principal tarea consistió en separar la placa y lo que ella representaba de mi propia misión personal. Durante mucho tiempo pensé que ambas estaban unidas inextricablemente. No podía tener una cosa sin la otra. Pero con el transcurso de las semanas y los meses me di cuenta de que una identidad era más grande que la otra, que la superaba. Mi misión permanecía intacta. Mi trabajo en este mundo, con placa o sin ella, era dar la cara por los muertos.
Cuando colgué el teléfono después de hablar con Lawton Cross supe que estaba preparado y que era el momento de dar la cara otra vez. Me acerqué al armario del pasillo y saqué la caja que contenía los archivos polvorientos y las voces de los difuntos. Me hablaban en forma de recuerdo. En visiones de escenas de crímenes. De todas ellas, la que más recordaba era la de Angella Benton. Recordaba su cuerpo acurrucado en el suelo, sus manos extendidas de aquel modo, buscándome.
Y yo tenía mi misión.