Cuando aparqué en la estación marítima de Casco Bay, el barco correo zarpaba para el reparto matutino con un puñado de pasajeros a bordo, la mayoría de ellos turistas, que contemplaban cómo se alejaban del muelle en medio del ajetreo de pesqueros y transbordadores. El barco correo era un elemento esencial en la vida de la bahía, enlace dos veces al día entre tierra firme y los habitantes de Little Diamond, Great Diamond y Diamond Cove; los de Long Island, Cliff Island y Peaks Island; y los de Great Chebeague, la isla más extensa de Casco Bay, y Dutch Island, o «Refugio», como a veces se la llamaba, la isla más remota del archipiélago, conocido como «islas del Calendario». El barco era un punto de conexión no sólo entre quienes vivían junto al mar y quienes vivían en el mar, sino también entre los residentes de las localidades más inaccesibles de Casco Bay.
Al ver el barco correo, siempre sentía una punzada de nostalgia. Parecía pertenecer a otra época, y era imposible mirarlo sin imaginar cómo había sido antes, la importancia de ese enlace cuando viajar entre las islas y tierra firme no era tan fácil. El barco correo repartía cartas, paquetes y carga, pero también portaba y difundía noticias. Mi abuelo, el padre de mi madre, me llevó una vez en el barco correo mientras éste hacía el reparto; fue poco después de regresar mi madre y yo a Maine tras la muerte de mi padre, cuando huimos al norte para escapar de la creciente mancha generada por ese suceso. Por aquel entonces me pregunté si sería posible vivir en una de esas islas, abandonar tierra firme para siempre, pensando que así cuando la sangre llegara a la costa gotearía lentamente en el mar y se diluiría entre las olas. Volviendo la vista atrás, me doy cuenta de que yo siempre huía: del legado de mi padre; de las muertes de Susan y Jennifer -mi mujer y mi hija-, y en último extremo de mi propia naturaleza.
Pero ahora había dejado de huir.
El Sailmaker era, hablando en plata, un tugurio de mala muerte. Situado en los muelles de Portland, era uno de los últimos bares nacidos en su día para satisfacer las necesidades de los langosteros, los estibadores y todos aquellos cuya forma de vida dependía de los aspectos más ásperos de la actividad portuaria de la ciudad. Ya existía mucho antes de que a alguien se le pasara por la cabeza la idea de que un turista pudiera desear estar un rato frente al mar, y cuando, en efecto, al final llegaron los turistas, éstos rehuyeron el Sailmaker. Era como el perro callejero que dormita en un jardín: la piel salpicada de cicatrices de antiguas peleas, los dientes amarillentos siempre a la vista, incluso en estado de reposo, los ojos legañosos tras los párpados entornados, emanando todo él una amenaza contenida y augurando la pérdida de un dedo, o algo peor, si un desconocido, al pasar, cometía la insensatez de darle una palmada en la cabeza. En el letrero que pendía fuera del bar, descuidado desde hacía años, casi no podía leerse el nombre. Quienes lo necesitaban sabían dónde encontrarlo, y ésos eran los vecinos de la zona y cierta clase de recién llegados, aquellos a quienes no les interesaban las buenas cenas ni los faros marinos ni los pensamientos nostálgicos sobre barcos correo e isleños. Esa clase de gente localizaba por el olfato el Sailmaker y encontraba en él su lugar, después de hacer amago de morder a los demás perros y haber recibido a su vez alguna que otra dentellada.
El Sailmaker era el único establecimiento todavía abierto en su muelle. Alrededor, ventanas atrancadas y puertas con candados protegían locales donde no quedaba nada que robar. El mero hecho de entrar en ellos entrañaba el riesgo de hundirse en el suelo y precipitarse a las frías aguas de la bahía, ya que esos edificios, al igual que el propio muelle, se sumergían lentamente en el mar a causa de la podredumbre. Parecía un milagro que la estructura entera no se hubiese desplomado hacía ya muchos años, y si bien daba la impresión de que el Sailmaker era más estable que sus vecinos, se asentaba sobre los mismos pilotes precarios que todo los demás.
Tomar una copa en el Sailmaker conllevaba, pues, una sensación de peligro a muchos niveles, siendo la posibilidad de ahogarse en la bahía por pisar una tabla en mal estado una inquietud relativamente menor en comparación con la amenaza más inmediata de violencia física, grave o menos grave, por parte de uno de sus clientes o más de uno. En general, ni siquiera los langosteros frecuentaban ya el Sailmaker, y los que sí lo hacían estaban menos interesados en la pesca que en beber sin parar hasta que el líquido les salía por las orejas, Eran langosteros sólo de nombre, porque quienes acababan en el Sailmaker se habían resignado al hecho de que sus días como miembros útiles de la sociedad, personas que trabajaban afanosamente por un sueldo honrado, habían quedado atrás hacía mucho. El Sailmaker era el sitio en el que terminabas cuando no había ninguna otra parte adonde ir, cuando el único final a la vista era un funeral al que asistiría la gente que te conocía sólo por el asiento que ocupabas ante la barra y tu bebida favorita, y que lloraría por su propia vida tanto como por la tuya mientras tu ataúd descendía bajo tierra. Toda población costera tenía un bar como el Sailmaker; en cierto modo, en tales establecimientos había más posibilidades de que recordaran a los descarriados que entre los restos de su propia familia. Desde ese punto de vista, el Sailmaker era, tanto por su nombre -ya que en un barco el sailmaker era el «velero», el que confeccionaba las velas- como en sentido figurado, un lugar idóneo en el que acabar uno sus días, porque a bordo era el velero quien cosía el coy del marino muerto en torno a su cuerpo a modo de mortaja, y le daba al difunto una última puntada en la nariz para asegurarse de que había fallecido. En el Sailmaker, tales precauciones eran innecesarias: sus clientes se mataban a fuerza de beber, así que cuando dejaban de pedir copas, era señal casi inequívoca de que habían logrado su objetivo.
El dueño del Sailmaker era un tal Jimmy Jewel, aunque en su presencia yo siempre lo había oído llamar «señor Jewel». Jimmy Jewel tenía en propiedad muchos lugares como el Sailmaker y el muelle en el que éste se hallaba: bloques de apartamentos que apenas cumplían la normativa; edificios ruinosos en zonas portuarias y calles pequeñas de poblaciones desde Kittery hasta Calais; y solares que no se empleaban más que para almacenar charcos inmundos de agua de lluvia estancada, solares que no estaban a la venta ni parecían propiedad de nadie salvo por los carteles de PROHIBIDO EL PASO, algunos de aspecto razonablemente legítimo, otros simples tablones escritos de cualquier manera con versiones cada vez más alejadas y creativas de la palabra «Prohibido».
Lo que tenían en común esos edificios y solares era la posibilidad de alcanzar, en un futuro, un gran valor para un promotor inmobiliario. El muelle en el que se asentaba el Sailmaker era uno de tantos que, según todos los pronósticos, pasaría a formar parte del proyecto de reconversión urbanística del Nuevo Puerto de Maine, un esfuerzo con un coste de ciento sesenta millones de dólares para revitalizar el frente marítimo comercial que incluía un nuevo hotel, altos bloques de oficinas y una terminal para cruceros, proyecto ahora aparcado y considerado cada vez más remoto. El puerto sobrevivía a duras penas. La Estación Marítima Internacional, en otro tiempo llena de contenedores en espera de ser cargados en buques y gabarras o transportados tierra adentro en camión o tren, estaba más silenciosa que nunca. El número de pesqueros que llevaban sus capturas a la lonja del Muelle de Pesca de Portland había disminuido de trescientos cincuenta a setenta en el transcurso de quince años, y el medio de vida de los pescadores se veía ahora aún más amenazado por la reducción de los días de pesca autorizados. Pronto se suspendería el servicio de transbordadores de alta velocidad entre Portland y Nueva Escocia, llevándose consigo puestos de trabajo e ingresos muy necesarios para el puerto. Según algunos, la supervivencia de la zona portuaria dependía del mayor número de bares y restaurantes permitidos en los muelles, pero el peligro residía en que el puerto se convirtiera entonces en poco más que un parque temático, con sólo un puñado de langosteros para ir ganándose la vida mal que bien y dar cierto color local de cara a los turistas, y la ciudad de Portland quedara reducida así a una sombra del gran puerto de aguas profundas en que se había basado su identidad durante tres siglos.
Y en medio de toda esta incertidumbre se hallaba Jimmy Jewel, valorando las distintas posibilidades, con el dedo húmedo y en alto para ver en qué dirección soplaba el viento. No sería exacto decir que a Jimmy no le importaba Portland, o sus muelles, o su historia. Era sólo que el dinero le importaba más.
Pero si bien los edificios ruinosos constituían una porción considerable de su cartera de inversiones, no representaban el total de sus intereses comerciales. Jimmy controlaba una buena parte del transporte por carretera interestatal y fronterizo y era de quienes más sabían acerca del contrabando de estupefacientes en el litoral nordeste. El principal interés de Jimmy era la hierba, pero había sufrido varios golpes serios en los últimos años, y ahora, según los rumores, estaba retirándose del negocio de la droga en favor de empresas más legítimas, o empresas que conferían apariencia de legitimidad, que no era lo mismo. No es fácil erradicar las viejas costumbres, y por lo que se refería a la vida delictiva, Jimmy seguía metido en ella tanto por el dinero como por el placer de transgredir la ley.
No tuve que telefonear con antelación para concertar una cita con él. El núcleo del imperio de Jimmy era el Sailmaker. Tenía un pequeño despacho en la parte de atrás, pero se usaba básicamente como almacén. De hecho, Jimmy siempre rondaba por el bar, leyendo el periódico, atendiendo alguna que otra llamada en un teléfono antiguo y bebiendo una taza de café tras otra. Allí estaba cuando entré aquella mañana. No había nadie más, aparte de un camarero con una camiseta blanca llena de manchas que entraba cajas de cerveza desde el almacén. El camarero se llamaba Earle Hanley, el mismo Earle Hanley que atendía la barra del Blue Moon la noche que Sally Cleaver murió a causa de la paliza propinada por su novio, ya que el dueño del Sailmaker y el Blue Moon eran la misma persona: Jimmy Jewel.
Earle alzó la vista cuando entré. Si le gustó lo que vio, hizo un decidido esfuerzo para disimularlo. Contrajo el rostro, arrugándolo como una bola de papel recién apretujada; de hecho su cara, incluso en estado de reposo, parecía la última nuez en el cuenco una semana después de Acción de Gracias. Su otra función consistía en repartir leña entre los recalcitrantes que contrariaban a Jimmy y se granjeaban su antipatía. Daba la impresión de haber sido construido a base de bolas de lípidos incrustadas, con la bola superior orlada de pelo negro grasiento. Incluso sus muslos eran circulares. Casi me parecía oír el chapoteo de la grasa en torno a su cuerpo mientras se movía.
Jimmy, por su parte, vestía un traje negro de enterrador y, debajo, una camisa azul con el cuello desabrochado. Era delgado y tenía el pelo de distintos tonos grisáceos, mantenido en su sitio por una gomina que despedía un ligero olor a clavo. Medía un metro ochenta, pero estaba un poco encorvado, como si se hallase bajo una carga invisible para todos pero en extremo opresiva para él. El lado derecho de su boca apuntaba permanentemente hacia arriba, como si la vida fuese una graciosa comedia y él un simple espectador. Para lo que corría entre contrabandistas y narcotraficantes, Jimmy no era mal tipo. Había tenido algún encontronazo con mi abuelo, que era policía estatal y conocía a Jimmy desde hacía años, pero se respetaban mutuamente. Jimmy asistió al funeral de mi abuelo, y el pésame que me dio fue sincero. Desde entonces apenas trataba con él, pero nuestros caminos se habían cruzado en alguna que otra ocasión, y un par de veces me había indicado amablemente la dirección correcta al acudir a él con una pregunta que requería respuesta, siempre y cuando nadie saliera mal parado por su culpa y no interviniese la policía.
Apartó la vista del periódico, y su media sonrisa vaciló, como una bombilla por efecto de una interrupción momentánea en el suministro eléctrico.
– ¿No deberías llevar antifaz? -preguntó.
– ¿Por qué? ¿Tienes algo que merezca la pena robar?
– No, pero pensaba que todos los vengadores llevabais antifaz. Así, cuando desaparecéis en la noche, la gente puede decir: «¿Quién era ese vengador enmascarado?». Aparte de eso, no eres más que un hombre vestido de manera demasiado juvenil para su edad, que mete la nariz donde no le llaman y pone cara de sorpresa cuando le sangra.
Ocupé un taburete frente a él. Dejó escapar un suspiro y plegó el periódico.
– ¿Crees que llevo ropa demasiado juvenil para mi edad? -pregunté.
– Si quieres saber mi opinión, hoy día todo el mundo lleva ropa demasiado juvenil, y eso si lleva ropa. Todavía recuerdo los tiempos en que venían busconas a estos bares, y ni siquiera ellas se habrían puesto lo que se ponen algunas chicas que veo desfilar por delante, en verano y en invierno. Me entran ganas de comprarles abrigos a todas, para asegurarme de que no pasan frío. Pero ¿qué sé yo de modas? Para mí, cualquier traje que no sea negro parece una indumentaria propia del mismísimo Liberace. -Me tendió la mano y se la estreché-. ¿Cómo te va, muchacho?
– Bien, bastante bien.
– ¿Sigues con aquella mujer? -preguntó.
Se refería a Rachel, la madre de mi hija Sam. No sentí el menor impulso de expresar sorpresa. Nadie sobrevivía tanto tiempo como Jimmy Jewel si no se enteraba de los derroteros que tomaban las vidas de sus conocidos.
– No. Hemos roto. Ella está en Vermont.
– ¿Se llevó a la niña?
– Sí.
– Lamento oírlo.
No era un tema de conversación en el que me apeteciese ahondar. Olfateé el aire con cautela.
– Tu bar apesta -dije.
– Mi bar huele bien -repuso Jimmy-. Es mi clientela la que apesta, pero para librarme de la pestilencia, tendría que librarme de ellos, y entonces me quedaría solo con mis fantasmas. Ah, y Earle tampoco huele muy bien, pero eso quizá sea genético.
Earle permaneció callado, limitándose a añadir unas cuantas arrugas más a su semblante y seguir reordenando la mugre.
– ¿Quieres una copa? Invita la casa.
– Me parece que no. He oído que echas agua al alpiste para darle sabor.
– Hay que tener huevos para presentarse aquí y dejar caer comentarios insultantes sobre mi local.
– Esto no es un local, es una deducción tributaria. Si alguna vez entrara dinero de verdad, tu imperio se vendría abajo.
– ¿Yo tengo un imperio? No lo sabía. Si lo hubiera sabido, me habría vestido mejor, me habría comprado trajes negros más caros.
– Tienes a un hombre que te sirve el café sin pedírselo, y rompe cabezas conforme a la misma pauta. Supongo que eso será por algo.
– ¿Quieres un café, pues? -preguntó Jimmy.
– ¿Es tan malo como todo lo demás aquí?
– Peor, pero lo he preparado yo, y al menos sabes que tengo las manos limpias. Literal, no metafóricamente.
– Un café estaría bien, gracias. En cuanto a lo otro, para mí es demasiado temprano.
– En ese caso te has equivocado de lugar. ¿Te piensas que las ventanas son pequeñas porque no puedo pagar cristales más grandes?
El Sailmaker permanecía siempre a oscuras. A sus clientes no les gustaba que les recordaran el paso del tiempo.
Jimmy le hizo una señal a Earle, que se irguió, cogió un tazón de algún sitio, examinó el interior para asegurarse de que no estaba demasiado sucio, o tal vez suficientemente sucio, y lo llenó. Cuando dejó el tazón en la barra, el café se derramó y se encharcó en la madera. Earle me miró como si me retara a quejarme.
– Para ser tan grande, actúa con mucha delicadeza -observé.
– No le caes bien -explicó Jimmy-. Pero no te lo tomes como algo personal: nadie le cae bien. A veces pienso que ni siquiera yo le caigo bien, pero como le pago, gozo de cierto grado de tolerancia.
Jimmy me acercó una jarra de plata con leche, no crema de leche, y un azucarero. A Jimmy no le gustaba la leche uperizada, ni la crema de leche barata, ni las bolsitas de edulcorante. Cogí la leche, pero no el azúcar.
– Bien, pues, ¿es una visita de cortesía o he cometido alguna fechoría que debe enmendarse? Porque debo decirte que, viéndote aquí en mi local, me entran ganas de comprobar mi seguro.
– ¿Crees que me acompañan los problemas?
– Dios santo, seguro que la muerte en persona te manda una cesta de fruta por Navidad para agradecerte el trabajo que le das.
– Tengo una pregunta sobre el transporte por carretera.
– No te metas en eso, es mi consejo. Las jornadas son interminables y no se pagan las horas extras. Duermes en la cabina, comes mal y te mueres en un área de descanso. Aunque, por otro lado, nadie intentará matarte activamente, circunstancia que parece uno de los gajes de tu oficio, o de la versión de él que tú has elegido.
Hice caso omiso del consejo laboral.
– Se trata de cierto individuo, un autónomo. Tiene que pagar las letras de un bonito camión, la hipoteca, lo de siempre. Yo diría que, en total, sus gastos se acercan a los setenta mil anuales, y eso sin llevar una vida dilapidada.
– ¿Y con cierto margen para la contabilidad creativa?
– Es probable. ¿Has conocido alguna vez a un hombre honrado?
– No en lo que se refiere a impuestos. Si lo conociera, le sacaría hasta el último centavo, igual que Hacienda, pero sin tanta saña. Y ese individuo… ¿se dedica a las largas distancias?
– Algún viaje a Canadá, pero sólo eso, creo.
– Canadá es muy grande. ¿De cuántos kilómetros hablamos?
– Hasta Quebec, que yo sepa.
– Eso no se considera larga distancia. ¿Trabaja muchas horas?
– No las suficientes, o esa impresión da.
– ¿Piensas, pues, que podría estar haciendo algún trabajito bajo mano?
– Cruza la frontera. O sea que sí: la idea se me ha pasado por la cabeza. Y con el debido respeto, dudo que cruce la frontera siquiera una ardilla sin que tú te enteres y te lleves tu diez por ciento de las nueces.
– Quince -rectificó Jimmy-. Y ése es precio de amigo. ¿El individuo en cuestión tiene nombre?
– Joel Tobias.
Jimmy desvió la mirada y chascó la lengua.
– No es de los míos.
– ¿Sabes de quién puede ser?
En lugar de contestar a la pregunta, Jimmy dijo:
– ¿Por qué te interesa?
De camino a Portland me había planteado qué estaba dispuesto a contarle a Jimmy. Al final decidí que tendría que contárselo casi todo, pero de momento quería omitir la muerte de Damien Patchett.
– Tiene novia -contesté-. Un ciudadano consciente sospecha que quizá no la trata bien, y que estaría mejor sin él.
– ¿Y qué? Si demuestras que es contrabandista, ¿ella lo abandonará para salir con un predicador? O bien mientes, y me extrañaría que te presentaras aquí para eso, o bien ese ciudadano consciente tiene mucho que aprender sobre las cosas de este mundo. La mitad de las chicas de la ciudad se echarían encima de cualquier hombre con un par de monedas en el bolsillo y lo dejarían a dos velas, sin importarles de dónde ha salido el dinero. De hecho, si les dijeras que es ilegal, más de una llamaría a sus hermanas para que se sumaran a la fiesta.
– ¿Y la otra mitad?
– Le robarían la cartera sin más. Objetivos a corto plazo, ganancias a corto plazo. -Se frotó la cara con la mano, y oí el roce de su incipiente barba-. Sé que no eres de los que aceptan consejos, pero tal vez me escuches en recuerdo de tu abuelo -prosiguió-. Este asunto no vale la pena, no si el único problema es un conflicto doméstico que se resolverá por sí solo de una manera u otra. Déjalo estar. Ahí fuera hay maneras más fáciles de ganar dinero.
Tomé un poco de café. Sabía a aceite de cárter. Si no hubiese visto a Earle servírmelo, habría pensado que había salido por la puerta de atrás y hundido el tazón en el agua de la bahía antes de dármelo. Aunque quizá, sencillamente, tenía guardados un par de tazones y vasos asquerosos para las visitas especiales.
– Las cosas no van así, Jimmy -dije.
– Sí, ya me parecía a mí que estaba hablándole al viento.
– ¿Sabes algo de Tobias, pues?
– Tú primero. Esto no va sólo de una chica que sale con el hombre que no le conviene.
– Me ha contratado una persona que sospecha que Tobias no es trigo limpio, y que quizá le guarde rencor.
– Y tú has acudido a mí porque te imaginas que Tobias aumenta su carga ilegalmente para llegar a fin de mes, y en tal caso yo debo de saberlo.
– Jimmy, tú sabes cosas que no sabe ni siquiera Dios.
– Eso es porque a Dios sólo le interesa su propia parte del botín, y ésa la pagaremos todos, tarde o temprano, así que Dios puede permitirse esperar. Yo, en cambio, siempre aspiro a la expansión.
– Volvamos a Joel Tobias.
Jimmy se encogió de hombros.
– No tengo gran cosa que contarte acerca de ese individuo, pero lo que sé no va a gustarte.
Jimmy sabía cómo funcionaban las cosas en la frontera. Conocía todas las carreteras, todas las ensenadas, todas las calas solitarias del estado de Maine. Trabajaba por su cuenta en el sentido de que actuaba como representante para varias organizaciones criminales que a menudo preferían mantenerse lo más lejos posible de las actividades ilegales con que se financiaban. Alcohol, drogas, personas, dinero: todo aquello que necesitara transporte, Jimmy encontraba la manera de moverlo. El soborno era una práctica arraigada, y había hombres de uniforme que sabían cuándo hacer la vista gorda. Jimmy solía decir que en nómina tenía a más gente que el Estado, y sus empleos eran más seguros.
Los acontecimientos del 11-S cambiaron las cosas para Jimmy y otros como él. En la frontera aumentaron las medidas de seguridad, y Jimmy ya no podía garantizar las entregas sin percances. Los sobornos se encarecieron, y algunos de sus hombres le comunicaron discretamente que ya no podían correr el riesgo de trabajar para él. Un par de cargamentos fueron incautados, y la gente cuyas mercancías transportaba Jimmy no se lo tomó bien. Jimmy perdió dinero, y clientes. El declive económico también había contribuido: circulaba poco dinero, desaparecían puestos de trabajo, y en esas circunstancias el contrabando se convertía en una opción aceptable para hombres que intentaban capear los malos tiempos. Pero si bien Jimmy siempre estaba necesitado de buenos empleados, no contrataba a cualquiera. Quería gente de confianza, que no diera señales de pánico cuando los perros empezaban a olfatear en torno a sus camiones o sus coches, que no decidiera arriesgarse a timar a Jimmy y escapar con las ganancias. Sólo los novatos hacían cosas así. Los veteranos sabían que no les convenía. Acaso Jimmy pareciera un hombre cordial, pero Earle no lo era. Earle era capaz de romperle las patas a un gatito por derramar la leche.
Y si Earle no podía manejar la situación, cosa poco habitual, Jimmy tenía amigos en todas partes, la clase de amigos que estaban en deuda con él y sabían cómo encontrar a alguien tan tonto como para contrariar a Jimmy Jewel. Y dado que a los novatos sólo se les encargaba el transporte de cargas valoradas como mucho en cantidades de cinco cifras, eso mismo ponía un límite a su huida, en el supuesto de que pudieran acceder a los «nidos», los compartimentos de almacenaje ocultos. Incluso quienes huían regresaban al final de forma inevitable a su lugar de procedencia, porque Jimmy siempre daba empleo a personas con amigos y familia fácilmente accesibles. O bien el causante del agravio volvía por propia voluntad, en general porque echaba de menos la compañía, o bien cabía la posibilidad de inducirlo a volver para ahorrarle problemas a sus allegados. A eso seguiría una paliza, y un embargo de bienes o, a falta de dichos bienes, un par de trabajos sucios de alto riesgo realizados por poco dinero o ninguno a modo de expiación. Jimmy se oponía a los castigos de carácter terminal porque atraían una atención no deseada sobre sus actividades, aunque eso no equivalía a decir que nadie hubiera muerto por contrariar a Jimmy Jewel. En la región boscosa del norte había cadáveres bajo tierra, pero no era Jimmy quien los había enterrado allí. A veces ocurría que un cliente, molesto a causa del trastorno originado por alguien que se marchaba con su dinero o su droga, insistía en la necesidad de dar ejemplo pour décourager autres, como lo expresaban algunos de sus contactos quebequeses. En esos casos Jimmy hacía cuanto estaba a su alcance para interceder en su favor, pero si sus ruegos caían en saco roto, él había dejado muy claro desde el principio que no liquidaría a nadie, porque no era ésa su manera de trabajar, y el dedo en el gatillo no pertenecería a ninguno de sus hombres. Nadie se quejó nunca de la postura de Jimmy a este respecto, más que nada porque siempre había quien estaba sobradamente dispuesto a dar el pasaporte a un pobre desdichado, aunque sólo fuera para mantenerse en forma y seguir en activo.
Jimmy nunca obligaba a nadie a trabajar para él. Se conformaba con plantearlo de forma delicada, en ocasiones por mediación de un tercero, y si la respuesta era negativa, pasaban a otro candidato. Tenía paciencia. A menudo bastaba sembrar la semilla y esperar a que se produjera un cambio en las circunstancias económicas de determinada persona, momento en el que tal vez el ofrecimiento fuera reconsiderado. Pero siempre seguía de cerca las andanzas de los camioneros locales y permanecía atento a cualquier rumor de despilfarro, o de que alguien se había comprado un camión nuevo cuando el sentido común indicaba que a duras penas podía mantener el antiguo. Si algo no le gustaba a Jimmy era la competencia, o los listillos que intentaban operar por su cuenta, aunque fuese a pequeña escala. Había algunas excepciones a esa regla: se rumoreaba que tenía un acuerdo ventajoso con los mexicanos, pero no estaba dispuesto a intentar entenderse con los dominicanos, los colombianos, los moteros, o ni siquiera con los mohawk. Si querían disponer de sus servicios, como sucedía a veces, por él no había inconveniente, pero si a él le diera por cuestionar el derecho de todos ésos a mover la mercancía, Earle y él acabarían atados a sendas sillas en el Sailmaker con trozos de sí mismos esparcidos a sus pies, en el supuesto de que sus pies no estuvieran entre los trozos esparcidos, mientras el bar ardía hasta los cimientos en torno a sus orejas, en el supuesto de que aún tuvieran las orejas.
Fue así como Joel Tobias captó la atención de Jimmy. Tenía un camión, una furgoneta, una casa, pero no realizaba la clase de viajes que le permitirían conservar todo eso durante mucho tiempo. Las cuentas no cuadraban, y Jimmy había empezado a hacer discretas indagaciones, porque si Tobias entraba droga de contrabando, esa droga procedía de algún sitio y acababa en algún otro, después de cruzar la frontera, y tanto para lo uno como para lo otro el número de opciones era limitado. El alcohol era poco manejable, y no reportaba pasta suficiente para compensar el riesgo, y por lo que Jimmy sabía, Tobias empleaba los pasos fronterizos controlados, lo que significaba que se veía sometido a registros habituales, y a menos que le proporcionasen documentación de muy alto nivel, su trayectoria como contrabandista de alcohol sería breve. Otra posibilidad era el dinero en efectivo, pero, una vez más, las grandes sumas de dólares tenían que salir de algún sitio, y en esa especialidad concreta Jimmy había acaparado el mercado. En todo caso, el movimiento físico real de dinero era también una parte muy pequeña de sus actividades, ya que existían maneras más fáciles de transportar dinero de un sitio a otro que en el maletero de un coche o la cabina de un camión. Por tanto, Jimmy sentía mucha curiosidad acerca de Joel Tobias, razón por la cual decidió planteárselo directamente a él un día que bebía solo en el Three Dollar Dewey's después de una entrega legal a un almacén sito en Commercial. Eran las cuatro de la tarde, así que en el Dewey's la hora punta no había empezado aún. Jimmy y Earle se colocaron junto a Tobias ante la barra, uno a cada lado, y le preguntaron si podían invitarlo a una copa.
– Ya estoy servido -contestó él, y siguió leyendo su revista.
– Sólo pretendíamos ser amables -dijo Jimmy.
A modo de respuesta, Tobias lanzó una mirada a Earle.
– ¿Ah, sí? Tu amigo lleva la palabra «amable» escrita en la cara.
Earle tenía la palabra «amable» escrita en la cara en igual medida que una rata pestífera lleva el rótulo «Abrázame» estampado en el pelo.
Tobias no parecía alterado ni asustado. Era corpulento, no tanto como Earle pero con mejor tono muscular. Jimmy sabía, por sus indagaciones, que Tobias era ex militar: había servido en Iraq. Tenía la mano izquierda como si se la hubiesen masticado y le faltaban dos dedos, el meñique y su compañero más cercano, pero estaba en buena forma, de donde se desprendía que había conservado los hábitos adquiridos en el ejército. Además, por lo que Jimmy pudo comprobar, permanecía en contacto con sus viejos camaradas, cosa que le inquietaba un poco. Fuera cual fuese el tejemaneje que se llevaba entre manos Tobias, no estaba solo. Los soldados, antiguos o en activo, implicaban armas, y a Jimmy no le gustaban las armas.
– Es un gatito -dijo Jimmy-. Soy yo quien debería preocuparte.
– Oye, estoy tomándome una cerveza y leyendo. ¿Por qué no coges a Igor aquí presente y os vais los dos a asustar a algún niño por ahí? Yo no tengo nada de qué hablar contigo.
– ¿Sabes quién soy? -preguntó Jimmy.
Tobias tomó un sorbo de cerveza, pero no lo miró.
– Sí, sé quién eres.
– Entonces sabes por qué estoy aquí.
– No necesito el trabajo. Las cosas me van bien.
– Mejor que bien, por lo que ha llegado a mis oídos. Tienes una virguería de camión. Cumples con tus pagos, y aún te queda para una cerveza al final de una dura jornada. Por lo que veo, te va de maravilla.
– Como tú mismo has dado a entender, trabajo mucho.
– Yo diría que necesitas treinta horas al día para sacar la cantidad de dinero que al parecer ganas en estos tiempos difíciles. Un transportista autónomo, en competencia con los peces gordos… Joder, no debes ni dormir.
Tobias permaneció callado. Se acabó la cerveza, dobló la revista y cogió casi todo el cambio de la barra, dejando un dólar de propina.
– Te conviene olvidarte de esto -dijo.
– Y a ti te conviene mostrar un poco de respeto -replicó Jimmy.
Tobias lo miró con un asomo de sonrisa.
– Ha sido un placer hablar contigo -dijo mientras se ponía en pie.
Earle hizo ademán de obligarlo a sentarse de nuevo, pero Tobias era demasiado rápido para él. Esquivó a Earle y le asestó un fuerte puntapié a un lado de la rodilla izquierda. A Earle le flojeó la pierna, y Tobias lo agarró del pelo mientras caía y le estampó la cabeza contra la barra. Earle, aturdido, se desplomó.
– Esto no te interesa -advirtió Tobias-. Ocúpate de tus asuntos y yo me ocuparé de los míos.
Jimmy asintió, pero no fue un gesto conciliador, sino sólo una indicación de que había visto confirmadas sus sospechas.
– Conduce con prudencia -aconsejó.
Tobias retrocedió. Earle, que se tocaba la rodilla pero había recobrado la compostura, parecía dispuesto a llevar las cosas más lejos cuando Jimmy apoyó una mano en su hombro para aplacarlo.
– Déjalo marchar -ordenó mientras veía alejarse a Tobias-. Esto es sólo el comienzo.
De nuevo en el Sailmaker, Earle fingía muy bien no oír nuestra conversación.
– Tobias le hirió el orgullo profesional -explicó Jimmy.
– Ya, claro, no sabes la pena que me da.
– Más te vale. Earle no olvida una ofensa.
Observé al grandullón mientras limpiaba la barra, pese a que no había clientes, y a que para limpiar el Sailmaker habría sido necesario rociar con ácido las superficies. En ese sentido, aquel local tenía mucho en común con el Blue Moon.
– No cumplió ni un solo día de condena por lo que le pasó a Sally Cleaver -dije-. Quizá con un par de años en el trullo ahora no sería tan susceptible.
– Por entonces era más joven -afirmó Jimmy-. Ahora actuaría de otra manera.
– Eso no le devolverá la vida a Sally.
– No. Eres un juez severo, Charlie. La gente tiene derecho a cambiar, a aprender de sus errores.
Tenía razón, y yo no estaba en situación de señalar a nadie con el dedo, aunque no me gustase admitirlo.
– ¿Por qué has dejado en pie ese edificio? -pregunté.
– ¿El Moon? Por sentimentalismo, tal vez. Fue mi primer bar. Una mierda de bar, sí, pero todos son una mierda. Yo conozco mis locales, y conozco a mis clientes.
– ¿Y?
– Es un recordatorio. Para mí, para Earle. Si lo demolemos, empezaremos a olvidar.
– ¿Sabes algo de Jandreau, el agente que murió allí?
– No, y ya contesté a todas las preguntas que me hizo la policía sobre eso. La última vez que me fijé, no llevabas placa, o no a menos que fuese una que decía «Capullo Preguntón».
– ¿Y Tobias?
– Según parece, optó por llevar una vida discreta después de nuestra charla. No viajó fuera del estado durante un mes. Ahora ha vuelto a empezar.
– ¿Tienes idea de cuáles son sus destinos al otro lado de la frontera canadiense?
– Sitios normales: con cargamentos de pienso, productos de papelería, piezas mecánicas. Quizá podría conseguirte una lista, pero no te serviría de nada. Son encargos legales. O empecé a hacer preguntas demasiado tarde, o ésos son más listos de lo que parece.
– ¿Ésos? ¿Tiene socios?
– Unos camaradas del ejército. Lo han acompañado en algún viaje. A un hombre con tu talento no le resultará difícil dar con ellos. -Cogió el periódico y reanudó la lectura. Nuestra conversación había terminado-. Ha sido un placer hablar otra vez contigo, Charlie. Seguro que no hace falta que Earle te enseñe el camino.
Me levanté y me puse la chaqueta.
– ¿Qué mercancía transporta, Jimmy?
Jimmy contrajo los labios, y la comisura derecha se elevó hasta quedar a la altura de la izquierda, formando una sonrisa de cocodrilo.
– En eso estamos. Cuando tengamos algún resultado, puede que te lo diga…