El almacén de Rojas se hallaba al norte de Lewiston, en las afueras. Antiguamente fue una gran panadería, propiedad de la misma familia durante medio siglo, y el rótulo blanco con el apellido, Bunder, ahora deslavazado, se leía aún en la fachada del edificio. El eslogan de la empresa -«Bunder, el pan de los campeones»- solía oírse en la radio local, entonado con una melodía casi igual a la de la serie de televisión Las aventuras de Campeón. Franz Bunder, la figura paterna del negocio en todos los sentidos, había concebido personalmente la idea de emplear esa melodía, y ni él ni el caballero responsable de la creación del anuncio se preocuparon demasiado por cuestiones como los derechos de autor o los royalties. Dado que el anuncio sólo se emitió en el este de Maine y ninguno de los admiradores agraviados de los dramas equinos en blanco y negro se quejó, la melodía siguió utilizándose hasta que Bunder horneó su última barra de pan, obligado a cerrar por las panificadoras a principios de los ochenta, mucho antes de que la gente empezara a entender el valor de los pequeños negocios familiares para una comunidad.
Antonio Rojas, conocido como Raúl, su seudónimo preferido, entre la mayoría de la gente de su entorno, nunca podría ser acusado de un error similar, porque su negocio dependía por entero de la familia, cercana y amplia, y era muy consciente de sus lazos con la comunidad, ya que le compraba hierba, cocaína, heroína y, más recientemente, cristal, por lo que se sentía muy agradecido. El cristal, o metanfetamina, era la droga más consumida en el estado, tanto en forma de polvo como de «hielo», y Rojas no tardó en ver los posibles beneficios, sobre todo porque era tan adictiva que garantizaba un mercado voraz y en continua expansión. También le favoreció la popularidad de la variedad mexicana de la droga, que le permitió recurrir a sus propios contactos al sur de la frontera en lugar de depender de los pequeños laboratorios locales de metanfetamina, que aun cuando pudieran acceder a las materias primas, incluida la efedrina y la pseudoefedrina, difícilmente podrían mantener la regularidad en el suministro a largo plazo que requería un negocio como el de Rojas. Así las cosas, Rojas la recibía por carretera desde México, y en la actualidad no sólo abastecía a Maine, sino también a los estados colindantes de Nueva Inglaterra. Cuando era necesario, acudía a los proveedores menores para aumentar sus propias existencias. Toleraba esos laboratorios siempre y cuando no representaran una amenaza para su negocio, y les exigía el correspondiente tributo.
Por otra parte, Rojas procuraba no enemistarse con nadie de la competencia. Los carteles dominicanos controlaban el tráfico de heroína en el estado, y eran los más profesionales, por lo que Rojas, escrupulosamente, Ies compraba al por mayor siempre que era posible en lugar de excluirlos por completo y arriesgarse a las represalias. Los dominicanos también comerciaban con cristal, pero Rojas había organizado una reunión años antes y juntos habían fraguado un pacto en cuanto a aéreas de influencia que hasta el momento había respetado todo el mundo. La cocaína era un mercado relativamente abierto, y Rojas trataba sobre todo con crack, que los adictos preferían porque su consumo resultaba más cómodo. De forma análoga, los laboratorios farmacéuticos ilegales de Canadá representaban dinero fácil, y había un mercado receptivo para la Viagra, el Percocet, el Vicodin y el OxyContin. En resumen: la venta de coca y fármacos era libre para todos, los dominicanos se reservaban la heroína, Rojas se ocupaba del cristal y la marihuana, y todos tan contentos.
O casi todos. Las bandas de moteros ya eran otro cantar. Rojas tendía a dejarlos en paz. Si querían vender cristal, o cualquier otra cosa, pues buena suerte y vayan con Dios, amigos. En Maine, los moteros se llevaban una buena parte del mercado de la marihuana, así que Rojas procuraba vender su producto, sobre todo la BC bud, fuera del estado. Complicarse la vida con los moteros implicaba mucho tiempo y era peligroso, y en último extremo contraproducente. A juicio de Rojas, los moteros eran unos chiflados, y sólo los chiflados discutían con chiflados.
Aun así, los moteros representaban un factor fijo, y era posible contabilizarlos en la ecuación general de modo que se conservase el equilibrio. El equilibrio era importante, y en eso coincidían plenamente él y Jimmy Jewel, cuyos vínculos con el sector del transporte usaba Rojas desde hacía mucho tiempo, y era accionista minoritario en algunas de las empresas de Rojas. Sin ese equilibrio, existía riesgo de derramamiento de sangre, y de atraer la atención de la policía.
Pero últimamente a Rojas le preocupaban varias cuestiones, incluida la posibilidad de que fuerzas descontroladas hiciesen impacto contra su negocio. Rojas tenía lazos de sangre con el pequeño pero ambicioso cartel La Familia, y en esos momentos La Familia estaba enzarzada en una guerra cada vez más violenta, no sólo con los carteles rivales, sino también con el Gobierno mexicano del presidente Felipe Calderón. Implicaba el final de lo que se había denominado «Pax Mafiosa», un acuerdo de caballeros entre el Gobierno y los carteles por el que ambas partes desistían de acciones contra la otra siempre y cuando el movimiento del producto no se viese afectado.
Rojas no se dedicaba al narcotráfico para promover una insurrección contra nadie. Se dedicaba al narcotráfico para enriquecerse, y sus lazos por vía matrimonial con La Familia, así como su condición de ciudadano estadounidense nacionalizado gracias a su padre ingeniero, ya fallecido, lo convertían en una persona idónea para su actual función. El principal problema de La Familia, desde el punto de vista de Rojas, era su líder espiritual, Nazario Moreno González, también conocido, y no sin razón, como El Más Loco. Aunque a Rojas no le importaba aceptar algunas de las normas de El Más Loco, tales como la prohibición de venta de droga en su territorio, cosa que no repercutía en sus propias actividades, opinaba que los líderes espirituales no tenían cabida en los carteles de la droga. El Más Loco exigía a sus traficantes y asesinos que se abstuvieran del consumo de alcohol, hasta el extremo de que había fundado una red de centros de rehabilitación en los que La Familia reclutaba activamente a aquellos que conseguían atenerse a sus reglas. Incluso habían obligado a Rojas a aceptar a un par de esos conversos, aunque él había conseguido arrinconarlos mandándolos a la Columbia Británica para actuar como enlaces con los cultivadores de semillas canadienses. Que los canadienses se las apañasen con ellos, y si los jóvenes asesinos sufrían un desgraciado accidente en algún punto del camino… En fin, Rojas ya calmaría los ánimos a quien fuera necesario invitándolo a un par de cervezas, pues Rojas era un gran bebedor de cerveza.
El Más Loco también parecía dispuesto a tolerar, o incluso a fomentar, lo que, a juicio de Rojas, era un lamentable gusto por lo teatral: en 2006, un miembro de La Familia había entrado en un club nocturno de Uruapán y arrojado a la pista de baile cinco cabezas decapitadas. Rojas no veía con buenos ojos la teatralidad. Tras muchos años en Estados Unidos, había aprendido que cuanta menos atención atrajese, más fácil sería llevar adelante el negocio. Además, consideraba a sus parientes del sur unos bárbaros que se habían olvidado de comportarse como hombres corrientes, si es que de verdad alguna vez habían sabido actuar con discreción. Evitaba a toda costa visitar México, y sólo iba cuando era absolutamente imprescindible, prefiriendo dejar esos asuntos en manos de uno de sus subalternos de confianza. A esas alturas, le parecía absurda, incluso cómica, la imagen de los narcos con sus grandes sombreros y sus botas de piel de avestruz, y esa predilección suya por la decapitación y la tortura correspondía a otros tiempos. Por otra parte, se hallaba sometido a una creciente presión por sus contactos en el mundo del transporte por carretera para que agilizase el traslado de armas, adquiridas con facilidad en las armerías de Texas y Arizona, al otro lado de la frontera. Por lo que Rojas veía, tarde o temprano acabaría convertido en blanco de los rivales de La Familia o del DEA, y ninguna de las dos posibilidades lo atraía.
Los problemas de Rojas se habían agravado a causa de la recesión económica internacional. Había puesto a buen recaudo considerables sumas, tanto de dinero al que tenía derecho en virtud de su papel en las actividades de La Familia, como de dinero al que no tenía derecho. Incluso en sus inicios invertía ya fondos en bancos fantasma de Montserrat, conocidos en todo el mundo por sus operaciones casi íntegramente fraudulentas, así como por su buena voluntad y su capacidad para el blanqueo de dinero. Sus «banqueros» trabajaban desde un bar de Plymouth, hasta que el FBI empezó a presionar al Gobierno de Montserrat, y tuvieron que trasladar la sede a Antigua. Allí las cosas siguieron como siempre bajo las administraciones de los dos Bird, padre e hijo, hasta que de nuevo el Gobierno de Estados Unidos comenzó a ejercer presión. Por desgracia, Rojas había descubierto demasiado tarde los inconvenientes de invertir en bancos fraudulentos: eran proclives al fraude, y por norma eran sus clientes quienes lo padecían. El principal banquero de Rojas languidecía actualmente en una prisión de máxima seguridad, y las inversiones de Rojas, canalizadas con sumo cuidado hacia paraísos fiscales a lo largo de dos décadas, ahora equivalían al veinticinco por ciento de su valor inicial. Buscaba una escapatoria antes de acabar muerto o en la cárcel, cosa que para él vendría a ser lo mismo, ya que entre rejas su esperanza de vida se mediría en horas. Si no lo liquidaban sus rivales, lo mataría su propia gente para asegurarse su silencio.
Quería huir, pero antes necesitaba un gran golpe. Ahora, según parecía, Jimmy Jewel iba a proporcionarle esa oportunidad. Ya había hablado dos veces ese día con el viejo contrabandista, primero para informarle de lo que se había hallado en el camión, y nuevamente después de mandarle unas fotografías de los objetos en cuestión. Ni Rojas ni Jimmy confiaban en el correo electrónico, conscientes de lo que eran capaces de hacer los federales en materia de vigilancia. La solución que habían encontrado era crear una cuenta de correo gratuita de la que sólo ellos conocían la contraseña. Escribían los mensajes pero no los enviaban. Los dejaban guardados como borradores, y así los podían leer sin atraer la atención de los fisgones federales. Después de ver los objetos, Jimmy aconsejó cautela hasta que evaluasen con precisión lo que tenían entre manos. Haría indagaciones, dijo Jimmy a Rojas. Y él debía mantener el material en lugar seguro.
Jimmy cumplió su palabra. Tenía contactos en todas partes, y no tardó mucho en conseguir que le identificaran los objetos: eran antiguos sellos cilíndricos de Mesopotamia. Rojas, a quien por lo general no le interesaban esos detalles, escuchó fascinado mientras Jimmy le contaba que los sellos en su haber databan aproximadamente del año 2500 a. de C., o del Primer Periodo Dinástico sumerio, fuera lo que fuese. Se empleaban para validar documentos, como los testamentos o escrituras de propiedad, y también como amuletos para dar suerte, salud y fuerza, cosa que atrajo a Rojas. Jimmy le dijo que los casquillos de los extremos parecían de oro, y las piedras preciosas engastadas en dichos casquillos eran esmeraldas, rubíes y diamantes, pero Rojas no necesitaba la ayuda de Jimmy para reconocer el oro y las piedras preciosas.
En el transcurso de su segunda conversación, que acababa de concluir, Jimmy también informó a Rojas de que el caballero con quien había hablado auguraba gran interés por los sellos entre los coleccionistas ricos, y cabía prever una puja enconada. El experto creía conocer asimismo la procedencia de esos objetos: unos sellos similares se encontraban entre los tesoros robados en el Museo de Iraq, en Bagdad, poco después de la invasión, lo que ofrecía alguna pista de cómo terminaron en manos de un ex militar convertido en camionero. El problema para Jimmy y Rojas consistía en cómo deshacerse de los sellos que Rojas quería vender como «tributo» suyo en la operación antes de que las autoridades descubriesen que los tenía y fuesen a llamar a su puerta.
Pero si bien Rojas sentía un gran aprecio por Jimmy Jewel, no se fiaba plenamente de él. El riesgo de secuestrar el camión había recaído en él, Rojas, y quería asegurarse de que eso quedaba debidamente compensado. Por otra parte, deseaba una valoración independiente de los sellos. Ya había separado el oro y las piedras de dos sellos, y los había mandado a tasar: incluso teniendo en cuenta la comisión del intermediario y el inconveniente de que no podían sacarse a la venta en el mercado abierto, había obtenido unas ganancias de 200.000 dólares por el mero hecho de asaltar al camionero. Cuando Jimmy le dijo que los sellos, intactos, poseían un valor mucho mayor, con lo que destruyéndolos había dejado de ganar cuatro o cinco veces esa cantidad, como mínimo, Rojas sólo experimentó una ligera punzada de pesar. La destrucción de piezas tan antiguas no le pesaba demasiado en la conciencia, porque sabía cómo sacarle dinero al oro y las piedras preciosas, en tanto que el mercado de los sellos viejos, por valiosos que fueran, era considerablemente menor y más especializado. Rojas se preguntaba ahora cuántos sellos más u objetos similares podrían tener en su posesión el tal Tobias y sus socios. No le gustaba la idea de que acaso hubieran estado transportando una mercancía así por lo que él consideraba su territorio sin levantar las sospechas de nadie, o al menos hasta que intervino Jimmy Jewel.
Rojas había transformado en un loft el piso superior del almacén Bunder, conservando las paredes de ladrillo y decorándolo de un modo resueltamente masculino: cuero, maderas oscuras y alfombras tejidas a mano. En un rincón tenía un enorme televisor de plasma, pero Rojas rara vez lo veía. Tampoco recibía allí a mujeres, prefiriendo usar una habitación de cualquiera de las casas cercanas, todas ellas propiedad de miembros de su familia. Incluso las reuniones se llevaban a cabo fuera del loft. Aquél era su espacio, y valoraba la soledad que le ofrecía.
En el piso de abajo había literas, y sofás y sillas, y un televisor que parecía emitir permanentemente culebrones mexicanos o partidos de fútbol. También incluía una estrecha cocina, y en todo momento había al menos cuatro hombres armados vigilando. El loft de Rojas estaba insonorizado, con lo que él apenas notaba su presencia. Aun así, sus hombres tendían a reducir al mínimo la conversación y mantener el televisor a bajo volumen para no molestar a su jefe.
Ahora, sentado a una mesa con una lámpara de inclinación regulable colocada de modo que alumbrara justo por encima de su hombro, Rojas examinaba uno de los sellos restantes, siguiendo con la yema del dedo la inscripción labrada y observando los destellos rojos y verdes que los rubíes y esmeraldas engastados lanzaban sobre su piel. No pensaba devolver todos los sellos indemnes a Tobias y a quienquiera que estuviese implicado en la operación; nunca había sido ése su propósito, y ya tenía planes para varias piedras preciosas. Sin embargo, por primera vez contempló la posibilidad de quedarse con algunos de los sellos intactos, sin dañarlos ni venderlos. En su loft, los muebles y adornos eran nuevos, y si bien todo era precioso, también era anónimo. No destacaba por nada, no había nada que no pudiese adquirir cualquiera con un mínimo de dinero y buen gusto. Pero aquello…, aquello era distinto. Miró a su izquierda, donde tenía una chimenea con repisa de piedra e imaginó los sellos expuestos sobre el granito. Encargaría un pedestal para ellos. No, mejor aún, tallaría uno él mismo, porque siempre había sido hábil para los trabajos manuales.
La repisa ya albergaba un santuario dedicado a Jesús Malverde, el Robin Hood mexicano y santo patrón de los traficantes de droga. La estatua de Malverde, con su bigote y camisa blanca, presentaba cierto parecido con el galán mexicano Pedro Infante, pese a que Malverde había muerto a manos de la policía en 1909, treinta años antes de nacer Pedro. Rojas creía que Jesús Malverde aprobaría la colocación de los sellos a su lado, y tal vez intercedería en favor de las actividades de Rojas.
Así, la posibilidad se convirtió en determinación, y decidió conservar los sellos.