22

Bobby Jandreau vivía aún en Bangor, a poco más de una hora al norte de Augusta, en una casa en lo alto de Palm Street, a un paso de Stillwater Avenue. Una vez más, Ángel y Louis me siguieron en todo momento, pero llegamos a casa de Jandreau sin percances. Desde fuera no parecía gran cosa: una sola planta, con la pintura levantada como piel enferma y una franja de césped que pronto quedaría invadida por las malas hierbas pero hacía lo posible por disimularlo. Lo mejor que podía decirse del exterior era que no despertaba ninguna expectativa que el interior no pudiera cumplir. Jandreau acudió a la puerta en su silla de ruedas. Vestía un pantalón de chándal gris, con las perneras pinzadas a la altura de los muslos, y una camiseta a juego, tan manchado lo uno como lo otro. Estaba echando tripa y la camiseta ni siquiera pretendía camuflarla. Llevaba el pelo casi rapado, pero estaba dejándose una barba descuidada. La casa olía a rancio: en la cocina, a sus espaldas, vi platos amontonados en el fregadero, y cajas de pizza tiradas en el suelo junto al cubo de la basura.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó.

Saqué mi licencia y me identifiqué. Él la cogió y la sostuvo en el regazo, fijando la mirada en ella igual que si examinara la fotografía de un niño desaparecido presentada por la policía, como si a fuerza de observarla al final fuera a recordar dónde había visto al chico. Al terminar, me la devolvió y dejó caer las manos entre los muslos, donde las vi retorcerse nerviosamente como animales pequeños luchando entre sí.

– ¿Lo envía ella?

– ¿Quién?

– Mel.

– No. -Habría deseado preguntarle por qué iba Mel a mandar a un detective privado a su casa, ya que no había percibido señal alguna de ese nivel de conflicto en mi conversación con ella, pero no era el momento, todavía no. Así pues, dije-: Quería hablar con usted sobre el tiempo que estuvo sirviendo en el ejército.

Esperé a que preguntara la razón, pero no lo hizo. Se limitó a retroceder con su silla y me invitó a pasar. Se advertía en él cierta cautela, quizá por la conciencia de su propia vulnerabilidad y el hecho de que, hasta el día de su muerte, estaba condenado a alzar la vista para mirar a los demás. Conservaba unos brazos fuertes y musculosos, y, cuando entramos en la sala de estar, vi un soporte con mancuernas al lado de la ventana. Siguió mi mirada y dijo:

– Las piernas ya no me sirven, pero no por eso voy a abandonar el resto de mi cuerpo. -No habló con hostilidad ni a la defensiva. Era una simple afirmación-. Con los brazos es fácil. Con el resto… -se dio una palmada en el vientre- no tanto.

Como no supe qué decir, no dije nada.

– ¿Quiere un refresco? No tengo nada más fuerte. He decidido que no me conviene tener a mano ciertas tentaciones.

– No me apetece nada. ¿Le importa que me siente?

Señaló una silla. Vi que, en cuanto al interior, mi primera impresión había sido errónea, o al menos injusta. La sala estaba limpia, aunque un poco polvorienta. Había libros -sobre todo de ciencia ficción, pero también de historia, relacionados en su mayoría con Vietnam y la segunda guerra mundial, por lo que pude ver, y algunos sobre mitología sumeria y babilónica-, y tenía allí la prensa del día, el Bangor Daily News y el Boston Globe. Pero advertí una mancha en la moqueta, donde recientemente se había derramado algo y luego no había quedado del todo limpio, y otra en la pared y el suelo entre la sala de estar y la cocina. Me dio la impresión de que Jandreau se esforzaba por mantener las cosas en orden, pero un hombre en silla de ruedas tenía sus limitaciones en cuanto a lo que pudiera hacer con una mancha en la moqueta, a menos que volcara la silla.

Jandreau me observaba atentamente, calibrando mis reacciones a su espacio vital.

– Mi madre viene un par de veces por semana para ayudarme con las cosas que yo no puedo hacer. Estaría aquí a diario si la dejara, pero no hace más que dar la lata. Ya sabe cómo son las madres.

Asentí con la cabeza.

– ¿Qué pasó con Mel?

– ¿La conoce?

No quería decirle que había hablado con ella sin preparar antes el terreno.

– Leí la entrevista que le hicieron a usted en el periódico el año pasado. Allí vi la foto de Mel.

– Se marchó.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Porque fui un gilipollas. Porque ella no pudo aceptar esto. -Se dio unas palmadas en las piernas, y luego rectificó-: Mejor dicho, porque yo no pude aceptarlo.

– ¿Por qué habría ella de contratar a un detective?

– ¿Cómo?

– Me ha preguntado si me enviaba Mel. Sólo sentía curiosidad por saber qué lo ha llevado a pensar eso.

– Tuvimos una discusión antes de irse, una discrepancia por dinero, por la propiedad de ciertas cosas. He pensado que quizá lo había contratado para llevar eso más lejos.

Mel había mencionado algo a ese respecto al hablar conmigo. La casa estaba a nombre de los dos, pero ella todavía no había buscado asesoría legal en cuanto a su situación. La ruptura era reciente, y aún albergaba esperanzas de reconciliación. Así y todo, algo en el tono de Jandreau delató que mentía, como si sus preocupaciones no se redujeran a una cuestión doméstica.

– ¿Y me ha creído cuando le he dicho que no me enviaba ella?

– Sí, supongo. No parece usted la clase de hombre que intentaría dar una paliza a un lisiado. Y si lo fuera, en fin…

Movió la mano derecha con gran rapidez. El arma era una Beretta, oculta en una funda improvisada sujeta a la parte inferior de la silla. La sostuvo en alto durante unos segundos, apuntada al techo, y la devolvió a su escondrijo.

– ¿Le preocupa algo? -dije, pese a antojárseme una pregunta superflua dirigida a un hombre con un arma en la mano.

– Me preocupan muchas cosas: caerme cuando voy al váter, cómo me las apañaré cuando llegue el invierno. Usted diga algo, lo que se le ocurra, y verá como para mí es una preocupación. Pero no me gusta la idea de ser una víctima fácil. Al menos por ese lado puedo hacer algo. Y ahora, señor Parker, ¿por qué no me dice a qué se debe su interés en mí?

– En usted, no -contesté-. En Joel Tobias.

– Imaginemos que le digo que no conozco a ningún Joel Tobias.

– Tendría que dar por supuesto que miente, ya que los dos sirvieron en Iraq, y él fue su sargento en Stryker C. Los dos asistieron al entierro de Damien y después usted se peleó con Tobias en el Sully's. ¿Sostiene aún que no conoce a ningún Joel Tobias?

Jandreau desvió la mirada. Vi que estudiaba las opciones, dudando si hablar conmigo o echarme sin más. Casi sentí la cólera reprimida que emanaba, oleadas de ira chocando contra mí, contra los muebles, contra las paredes manchadas, y la espuma que salpicaba su propio cuerpo mutilado. Cólera, dolor, pérdida. Sus dedos crearon retorcidas formas a partir de sí mismos, entrelazándose y desprendiéndose, formando construcciones que sólo él comprendía.

– Conozco a Joel Tobias, en efecto -dijo por fin-. Pero no somos amigos. Nunca lo hemos sido.

– ¿Y eso por qué?

– El padre de Joel era soldado, y Joel, por tanto, lo llevaba en la sangre. Le gustaba la disciplina, le gustaba ser el perro alfa. El ejército era una simple prolongación de su manera de ser.

– ¿Y usted?

Entornó los ojos.

– ¿Qué edad tiene?

– Cuarenta y tantos.

– ¿Alguna vez intentaron reclutarlo?

– Tanto como a cualquier otro. Vinieron a mi instituto, pero yo no piqué. En todo caso, por aquel entonces no era lo mismo. No estábamos en guerra.

– Ya, bueno, ahora sí lo estamos, y yo piqué. Me prometieron dinero, pagarme la universidad. Me prometieron el sol, la luna y las estrellas. -Sonrió con tristeza-. Lo del sol en parte era verdad. De eso vi mucho. Sol y polvo. He empezado a colaborar con Veteranos para la Paz. Me dedico al antirreclutamiento.

Yo ignoraba en qué consistía eso, así que se lo pregunté.

– A los reclutadores del ejército los preparan para contestar sólo las preguntas oportunas -explicó-. Si uno no plantea la pregunta oportuna, no recibe la respuesta oportuna. Si uno es un chico de diecisiete o dieciocho años con unas perspectivas de futuro pobres, se tragará todo lo que le diga un tío uniformado con mucha labia, sin atender a la letra pequeña. Nosotros le señalamos la letra pequeña.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, que no garantizan el pago de la universidad, que el ejército no está en deuda con el soldado, que menos del diez por ciento de los reclutas reciben íntegramente las bonificaciones o retribuciones prometidas. Oiga, no me malinterprete. Es un honor servir a la patria, y muchos de esos chicos no tendrían una profesión a no ser por el ejército. Yo fui uno de ellos. Mi familia era pobre, y yo sigo siendo pobre, pero estoy orgulloso de haber servido. Habría preferido no acabar en una silla de ruedas, pero conocía los riesgos. Es sólo que pienso que los reclutadores deberían explicar a los chicos más claramente dónde se meten. Es una llamada a filas obligatoria en todo menos el nombre: está orientado a los pobres, a los que no tienen trabajo, ni perspectivas, los que no conocen nada mejor. ¿Cree que Rumsfeld no lo sabía cuando introdujo una disposición relativa al reclutamiento en la ley destinada a combatir el fracaso escolar, esa que se conoció por su lema: «Que ningún niño se quede atrás»? ¿Cree que impuso a los colegios públicos la obligación de suministrar a los militares toda la información de los alumnos porque así los chicos aprenderían a leer mejor? Hay cuotas que cumplir. De algún modo han de cubrirse las bajas en las filas.

– Pero si los reclutadores fuesen del todo sinceros, ¿quién se alistaría?

– Joder, yo mismo habría firmado igualmente en la línea de puntos. Habría hecho cualquier cosa con tal de alejarme de mi familia y de este lugar. Aquí lo único que tenía era un empleo con un sueldo mínimo y las cervezas de los viernes después del trabajo. Y a Mel. -En ese punto guardó silencio por un momento-. Supongo que aún tengo el empleo con un sueldo mínimo: cuatrocientos dólares al mes, pero al menos ahora incluye la asistencia sanitaria, y me embolsé la mayor parte de mi bonificación. -Hizo una mueca-. Muchas contradicciones, ¿no?

– ¿Por eso se peleó con Joel Tobias, por su colaboración con Veteranos para la Paz?

Jandreau desvió la mirada.

– No, no fue por eso. Intentó invitarme a una cerveza para aplacarme, pero yo no quise beber a su costa.

– Repito: ¿por qué?

Pero Jandreau eludió la pregunta. Como él mismo había dicho, era un hombre plagado de contradicciones. Quería hablar, pero sólo de lo que le interesaba. Parecía cortés, pero bajo ese barniz se percibía vehemencia. En ese momento entendí lo que había querido decir Ronald Straydeer al comentar que Jandreau era un hombre que parecía en pleno declive. Si no empleaba esa pistola con alguien, cabía la posibilidad de que la usara contra sí mismo, igual que sus compañeros.

– Por cierto, ¿a qué viene su interés por Joel Tobias? -preguntó.

– Me contrataron para averiguar por qué se suicidó Damien Patchett. Llegó a mis oídos lo del altercado después del funeral. Deseaba saber si existía alguna relación.

– ¿Entre una pelea en un bar y un suicidio? Es usted un mentiroso del carajo.

– Eso, o soy un pésimo detective.

Se produjo un silencio y, a continuación, Jandreau se rió por primera vez. La risa cesó, y a continuación esbozó una triste sonrisa.

– Al menos es sincero. Damien no debería haberse matado. No lo digo desde un punto de vista religioso, o moral, o porque se echase a perder una vida. Quiero decir que no era propio de él. Dejó su dolor en Iraq, o la mayor parte. No estaba traumatizado ni sufría.

– Hablé con una psiquiatra en Togus y dijo eso mismo.

– ¿Ah, sí? ¿Con quién?

– Carrie Saunders.

– ¿Saunders? ¡Qué gracia! Ésa hace más peguntas que el Trivial, pero no da ninguna respuesta.

– ¿La conoce?

– Me entrevistó como parte de su estudio. No me impresionó en absoluto. En cuanto a Damien, serví a su lado. Lo quería. Era buen chaval. Siempre lo vi así, como un chico. Era inteligente, pero no tenía malicia. Procuré cuidar de él, pero al final fue él quien cuidó de mí. Me salvó la vida. -Apretó el brazo de la silla-. El puto Joel Tobias… -musitó, y el susurro pareció un grito.

– Cuéntemelo -insté.

– Estoy enfadado con Tobias. Pero eso no significa que vaya a delatarlo, ni a él ni a nadie.

– Sé que está al frente de cierta operación. Se dedica al contrabando, y creo que quizá le prometiera a usted parte de los beneficios. A usted, y a hombres y mujeres como usted.

Jandreau se volvió y se dirigió hacia la ventana.

– ¿Quiénes son esos de ahí fuera? -preguntó.

– Amigos.

– Sus amigos no tienen una pinta muy amistosa que digamos.

– Pensé que necesitaba protección. Si pareciesen muy simpáticos, no cumplirían su cometido.

– ¿Protección? ¿Contra quién?

– Tal vez contra los mismos que le han dado a usted motivos para llevar esa pistola: sus antiguos compañeros, encabezados por Joel Tobias.

Seguía de espaldas a mí, pero veía su reflejo en el cristal.

– ¿Por qué habría de tenerle yo miedo a Joel Tobias?

Miedo: interesante elección. El hecho mismo de emplear esa palabra representaba una admisión en cierto modo.

– Porque le preocupa que ellos lo consideren un eslabón débil.

– ¿A mí? Soy un simple ciudadano de a pie. -Se echó a reír de nuevo, y fue un sonido horrendo.

– Creo que a usted le preocupaba Damien Patchett. Estaba en deuda con él, y no quería que le pasara nada. Quizá Damien estaba metido hasta el cuello, o se negó a escucharlo, pero cuando murió, usted decidió tomar cartas en el asunto. O quizás usted no empezó a distinguir una pauta hasta lo de Brett Harlan y su mujer.

– No sé de qué me habla.

– Creo que habló con su primo. Llamó a Foster Jandreau, porque era policía, pero un policía en quien podía confiar, porque era de la familia. Probablemente usted le proporcionó algo de información, con la esperanza de que él averiguase el resto por su cuenta. Cuando su primo empezó a hacer indagaciones, lo mataron, y ahora piensa que vendrán a por usted, que sólo es cuestión de tiempo. ¿Van por ahí los tiros?

Se volvió hacia mí con un rápido giro. Tenía la pistola en la mano de nuevo.

– Eso usted no lo sabe. Usted no sabe nada.

– Bobby, hay que acabar con esto. No sé qué está pasando, pero ha empezado a morir gente, y eso no vale la pena ni por todo el dinero del mundo, a menos que haya puesto usted en venta su conciencia.

– ¡Salga de mi casa! -gritó-. ¡Salga!

Por la ventana, vi a Ángel y Louis echarse a correr al oír voces dentro de la casa. Si yo no encontraba la manera de distender el ambiente, la puerta de Bobby Jandreau terminaría en el suelo del recibidor, y quizás él tendría motivos para usar el arma, si era lo bastante rápido.

Me dirigí a la puerta y la abrí para que Ángel y Louis vieran que estaba bien, pero Bobby Jandreau eligió ese momento para impulsar su silla de ruedas hacia el recibidor con una sola mano. Por un instante me vi atrapado entre tres armas.

– ¡Tranquilos! ¡Todos! ¡Tranquilos! -Poco a poco me llevé los dedos al bolsillo de la chaqueta y saqué una tarjeta de visita. La dejé en la consola junto a la puerta.

– Usted estaba en deuda con Damien Patchett, Bobby -dije-. Él se ha ido, pero la deuda sigue vigente. Ahora la tiene con su padre. Piénselo.

– Piérdase -dijo, pero su ira se desvanecía ya, y sólo consiguió transmitir hastío. Le tembló la voz, una manera de reconocer que era él quien flotaba a la deriva hacia mares oscuros, desconocidos.

– Y otra cosa -añadí, aprovechando mi ventaja sobre un veterano lisiado-. Haga las paces con su novia. Creo que la ahuyentó porque temía lo que se avecinaba y no quería que le hiciesen daño a ella si venían a por usted. Mel aún lo quiere, y usted necesita a alguien como ella en su vida. Usted lo sabe, y ella lo sabe. Ahí tiene mi tarjeta por si necesita algún otro consejo.

Salí con Ángel y Louis guardándome aún las espaldas. Oí cerrarse la puerta, y ellos ya estaban a mi lado.

– A ver si lo entiendo -dijo Louis cuando llegamos a los coches-. Un hombre te saca una pistola, ¿y tú le ofreces terapia de pareja?

– Alguien tenía que hacerlo.

– Ya, pero ¿tú? La última vez que echaste un cohete el hombre no había llegado aún a la luna.

No le presté atención. Cuando me metí en el coche, vi a Bobby Jandreau en la ventana, mirándome.

– ¿Crees que entrará en razón? -preguntó Ángel.

– ¿En cuanto a su novia o en cuanto a Tobias?

– En cuanto a los dos.

– No le queda más remedio, en ambos casos. Si no, es hombre muerto. Sin ella, está muriéndose ya. Sencillamente aún no lo ha admitido. Tobias y los otros se limitarán a acabar lo que él ya ha empezado.

– ¡Guau! -exclamó Ángel-. ¿Crees que saldrá ese lema en alguna tarjeta postal? «Enmiéndate o muere.»

Nos marchamos, Ángel y Louis detrás de mí, pero sólo hasta la siguiente calle. Parecían desconcertados cuando paré y me encaminé hacia ellos.

– Quiero que os quedéis aquí dije.

– ¿Por qué? -preguntó Ángel.

– Porque van a venir a por Bobby Jandreau.

– Se te ve muy seguro de eso.

Me acerqué al Mustang y señalé el guardabarros trasero, donde seguía instalado el localizador GPS.

– Esto los traerá hasta aquí. Por eso vosotros os tenéis que quedar y yo me iré en vuestro coche.

– Si tu coche se queda aquí -observó Louis-, pensarán que Jandreau te está contando la Biblia en verso, e intentarán liquidaros a los dos.

– Sólo que no lo conseguirán -dije-, porque vosotros los mataréis en cuanto se echen sobre Jandreau.

– Y entonces Jandreau hablará.

– Ése es el plan.

– ¿Y tú adónde vas? -preguntó Ángel.

– A un sitio cerca de Rangeley.

– ¿Qué hay en Rangeley?

– Un motel.

– ¿Así que nosotros tenemos que acechar entre la maleza mientras tú te instalas en un motel?

– Algo así.

– Mira qué listo.

Intercambiamos los coches, pero no antes de que Louis y Ángel sacaran el resto de sus juguetes de un compartimento en el maletero. Como se vio, viajaban ligeros de equipaje para lo que era habitual en ellos: dos Glocks, un par de navajas, un par de pistolas ametralladoras semiautomáticas y unos cuantos cargadores de repuesto. Louis buscó una posición en el bosque desde donde se veía claramente la casa de Jandreau, y se acomodaron allí a esperar.

– ¿Quieres que les preguntemos algo antes de matarlos? -deseó saber Louis-. En el supuesto de que tengamos que matarlos.

Me acordé del barril de agua estancada en el Blue Moon, y de la sensación del saco contra la nariz y la boca.

– A menos que sea necesario, no los matéis, pero la verdad es que me da igual. En cuanto a las preguntas, lo dejo en vuestras manos.

– ¿Y nosotros qué vamos a preguntarles? -dijo Ángel.

Louis se detuvo a pensar.

– ¿Ojos abiertos o cerrados? -respondió.


***

Todo era movimiento. Las piezas estaban en el tablero, y esa noche la partida tocaría a su fin.

Desde la ventana de su dormitorio, Karen Emory vio marcharse a Joel Tobias. Se había despedido de ella expeditivamente y la había besado en la mejilla con los labios secos. Ella lo había estrechado con fuerza, pese a sentir que él se apartaba, y antes de dejarlo ir rozó con las yemas de los dedos el arma oculta en su espalda.

Tobias subió a la Silverado y partió hacia el norte, pero sólo llegó hasta Falmouth, donde estaban esperando los otros con la camioneta y dos motos. Vernon y Pritchard, los ex infantes de Marina, constituían el equipo principal de francotiradores. A su lado estaban Mallak y Bacci. Vernon y Pritchard eran igual de corpulentos, y pese a ser uno negro y el otro blanco, eran hermanos bajo la piel. Tobias no sentía mucho aprecio por ninguno de los dos, pero eso se debía tanto a la mutua aversión existente entre soldados e infantes de Marina, como a la aparente imposibilidad de que Vernon abriese la boca sin hacer una pregunta, y siempre con segundas.

– ¿Dónde están Twizell y Greenham? -preguntó Vernon, refiriéndose al segundo equipo de francotiradores.

– Se reunirán con nosotros más tarde -respondió Tobias-. Antes tienen que hacer otra cosa.

– Joder -dijo Vernon en respuesta-. Se diría que no tienes ganas de compartir detalles con la tropa.

– No -repuso Tobias, y sostuvo la mirada de Vernon hasta que el otro la apartó.

Mallak y Bacci, que habían servido en el pelotón de Tobias en Iraq, se miraron, pero no intervinieron. Sabían que no les convenía tomar partido en la permanente rivalidad entre Vernon y el sargento. Mallak había terminado el servicio con el rango de cabo, y nunca ponía en duda las órdenes, pese a que era consciente de que ahora existía una distancia cada vez mayor entre Tobias y él. En las últimas semanas Tobias actuaba de un modo cada vez más extraño, con un pragmatismo que rayaba en la crueldad. Fue Tobias quien propuso que liquidaran definitivamente a Parker, el detective, en lugar de limitarse a interrogarlo para averiguar qué sabía. Mallak se había mostrado a favor de la discreción, y después había asumido la responsabilidad de interrogar al detective. Él no se dedicaba a matar a ciudadanos estadounidenses en territorio nacional, ni en ninguna parte. Conseguir que Tobias echara marcha atrás respecto a Parker fue una pequeña victoria, nada más: Mallak había decidido simular que no sabía nada de la muerte de Foster Jandreau, ni de ninguna otra acción.

Bacci, por su parte, era un matón calvo que sólo quería su dinero, y tenía suerte de que Tobias no le hubiera roto aún la crisma por las miradas que lanzaba a Karen Emory.

«Somos una gran familia feliz», pensó Mallak, «y cuanto antes se acabe esto, mejor.»

– Bien -dijo Tobias-. En marcha.


***

Mientras tanto, dos hombres viajaban hacia el norte en un sedán marrón anónimo, acercándose lentamente a Bangor, tras dejar atrás Lewiston, Augusta y Waterville. Uno de ellos, el acompañante, llevaba un ordenador en el regazo. De vez en cuando recargaba el mapa en la pantalla, pero el punto parpadeante no se movía.

– ¿Eso aún funciona? -preguntó Twizell.

– Parece que sí -contestó Greenham. Mantenía la mirada en el punto parpadeante. Permanecía cerca del cruce de Palm y Stillwater, no muy lejos de la casa de Bobby Jandreau-. Tenemos un blanco fijo -confirmó, y Twizell dejó escapar un gruñido de satisfacción.


***

Mientras Greenham y Twizell pasaban por Lewiston, Rojas, todavía un tanto aturdido por el anestésico dental administrado recientemente, y ya con dolor en la boca, se hallaba sentado ante una mesa tallando la placa de roble rojo que emplearía como pedestal para los intrincados sellos. Los tenía al lado sobre un paño negro mientras trabajaba, sintiendo su reconfortante presencia, un recordatorio del potencial de belleza que existía en este mundo.


***

Y Herodes conducía hacia el norte, cada vez más cerca de Rojas, agradeciendo la ausencia del Capitán, agradeciendo que de momento su dolor fuera tolerable. Y mientras él avanzaba, otro se aproximaba a él.

Porque también el Coleccionista estaba en camino.

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