Muy al norte, mientras la sangre del cadáver de Webber se mezclaba con el vino derramado y se coagulaba en el suelo de la cocina, y Herodes volvía a adentrarse en las sombras de las que había salido, el timbre de un teléfono resonó en el claro de un bosque.
Un hombre aovillado sobre unas sábanas mugrientas se vio arrancado de su sopor por ese sonido. Supo de inmediato que eran ellos. Lo supo porque había desenchufado el teléfono antes de acostarse.
Tendido en la cama, sólo movió los ojos, dirigiendo la mirada lentamente hacia el aparato, como si ellos ya estuvieran allí y el mínimo cambio de posición pudiera revelarles que estaba despierto.
Marchaos. Dejadme solo.
La televisión cobró vida atronadoramente, y por unos momentos vio unas escenas de una antigua serie cómica de los años sesenta, una con la que recordaba haberse reído en compañía de sus padres, sentado en el sofá entre ambos. Sintió que se le saltaban las lágrimas al acordarse de ellos. Tenía miedo y deseaba que lo protegieran, pero los dos se habían marchado de este mundo hacía mucho tiempo y él estaba totalmente solo. De pronto la imagen se desvaneció. En la pantalla quedó sólo nieve, y las voces salieron de ella, igual que la noche anterior, y que la noche anterior a ésa, y que todas las noches desde la entrega del último lote. Pese a la tibieza del ambiente, empezó a temblar.
Basta. Marchaos.
En la cocina, en el otro extremo de la cabaña, se encendió la radio. Sonaba su programa favorito, A Little Night Music, o favorito en otro tiempo. Antes le gustaba escucharlo mientras conciliaba el sueño, pero ya no. Ahora, cuando ponía la radio, los oía a ellos detrás de la música y en los silencios entre los movimientos sinfónicos, haciéndose oír por encima de la voz del locutor, sin ahogarla del todo, pero a volumen suficiente para impedirle concentrarse en los comentarios, y se le escapaban los nombres de compositores y directores en el esfuerzo por mantenerse ajeno a esa lengua extranjera que hablaba de manera tan meliflua. Y a pesar de que no entendía las palabras, la sensación que transmitían le llegaba con toda nitidez.
Deseaban liberarse.
Al final no aguantó más. Saltó de la cama, agarró el bate de béisbol que tenía siempre a mano y lo blandió con una fuerza y una determinación que él mismo, tiempo atrás, habría admirado. La pantalla del televisor estalló con un ruido sordo y una cascada de chispas. Al cabo de un momento la radio estaba hecha añicos en el suelo, y ya sólo le quedaba ocuparse del teléfono. Se plantó ante él, con el bate en alto, fijando la mirada en el cable eléctrico, que ni siquiera se hallaba cerca del enchufe, y en el cable conector de plástico, hipnóticamente cerca de la toma: desconectado. Y sin embargo el teléfono sonaba. Debería haberse sorprendido, pero no fue así. En los últimos días había perdido por completo la capacidad de sorpresa.
En lugar de reducir el aparato a esquirlas de plástico y circuitos, soltó el bate y volvió a conectar el teléfono a la red eléctrica y a la línea telefónica. Se acercó el auricular a la oreja, evitando tocarse con él por miedo a que de algún modo las voces saltaran del auricular a su cabeza y se instalaran allí, llevándolo a la locura, o más cerca de lo que ya estaba. Antes de marcar un número, escuchó por un momento, con los labios trémulos y las lágrimas resbalándole aún por el rostro. El teléfono al otro lado de la línea sonó cuatro veces, y después se activó un contestador. Siempre saltaba un contestador. Intentó serenarse en la medida de lo posible y empezó a hablar.
– Está pasando algo -dijo-. Tienes que venir y llevártelo todo. Dile a los demás que lo dejo. Pagadme lo que se me debe. Podéis quedaros con el resto.
Colgó, se puso un abrigo y unas zapatillas de deporte y cogió una linterna. Tras vacilar un instante buscó a tientas bajo la cama y localizó la funda universal verde M12 del ejército. Extrajo la Browning, se la metió en el bolsillo del abrigo, cogió el bate de béisbol para mayor paz de espíritu y abandonó la cabaña.
Era una noche sin luna, muy encapotada, de modo que el cielo estaba negro y el mundo se le antojó muy oscuro. El haz de la linterna hendió la oscuridad mientras recorría la hilera de habitaciones tapiadas camino de la número 14. Volvió a acordarse de su padre, y se vio a sí mismo de niño, de pie con el viejo frente a esa misma habitación, preguntándole por qué no había una número 13, por qué las habitaciones saltaban del 12 al 14. Su padre le explicó que la gente era supersticiosa. Nadie quería alojarse en una habitación con el número 13, o en la planta número 13 de uno de esos grandes hoteles de la ciudad, y eran necesarios ciertos cambios para que los clientes se quedaran tranquilos. Por eso la 13 se convirtió en la 14, y así todo el mundo dormía un poco mejor, a pesar de que, en realidad, la 14 seguía siendo la 13, por mucho que se empeñaran en ocultarlo. Los grandes hoteles de la ciudad tenían una planta decimotercera, y los moteles pequeños como el suyo, una habitación 13. De hecho, había quienes no se alojarían en la habitación 14 precisamente por esa misma razón, pero en general casi ningún huésped se daba cuenta.
Ahora estaba solo frente a la 14. No se oía nada dentro, pero percibía su presencia. Esperaban que actuase, esperaban que hiciera lo que ellos querían, lo que venían exigiéndole por la radio, por la televisión, y por las llamadas nocturnas a un teléfono que no debería funcionar pero funcionaba: que los liberara.
Los pasadores que había en la puerta seguían en su sitio, y los cerrojos en perfecto estado, pero cuando comprobó los tornillos fijados al marco, descubrió que tres estaban sueltos y uno se había caído.
– No -dijo-. No es posible.
Recogió el tornillo del suelo y examinó la cabeza. Estaba intacta, sin la menor marca. Cabía la posibilidad, pensó, de que alguien se hubiera acercado por allí en su ausencia y lo hubiera extraído mediante un destornillador eléctrico, pero ¿por qué conformarse con uno? ¿Y por qué sólo aflojar los otros? No tenía sentido.
A menos que…
A menos que lo hubieran hecho desde dentro. Pero ¿cómo?
«Debería abrirla», pensó. «Debería abrirla para asegurarme.» Pero no quería abrirla. Temía lo que pudiera encontrar, lo que pudiera verse obligado a hacer, ya que sabía que si llegaba a realizar una sola buena acción más en su vida, sería pasar por alto esas voces. Casi las oía allí dentro, llamándolo, incitándolo…
Volvió a la cabaña, cogió su enorme caja de herramientas y regresó a la 14. Mientras introducía la punta en el taladro, un sonido de metal sobre madera llamó su atención. Bajó el taladro y enfocó la puerta con la linterna.
Uno de los tornillos aún colocados giraba lentamente, saliéndose por sí solo de la madera. Ante sus ojos, el tornillo quedó a la vista en toda su longitud y cayó al suelo.
Los tornillos no bastaban, ya no. Dejó el taladro y sacó la pistola de clavos. Con la respiración entrecortada, se acercó a la puerta, apoyó el extremo de la herramienta en la madera y apretó el gatillo. Sintió una ligera sacudida por la fuerza del retroceso, pero cuando dio un paso atrás, vio que el clavo, de sus buenos quince centímetros, estaba hundido hasta la cabeza en la madera. Siguió adelante, y al final tenía la puerta asegurada con veinte clavos. Sacarlos todos sería una pesadez, pero viéndolos allí clavados se sentía más tranquilo.
Se sentó en la tierra húmeda. Los tornillos ya no se movían, ni se oían más voces.
– Bien -susurró-. Eso no os ha gustado, ¿verdad que no? Pronto seréis problema de otro, y mi tarea habrá acabado. Voy a coger mi dinero y a marcharme. Ya llevo demasiado tiempo aquí metido. Buscaré un sitio cálido, un refugio donde pasar una temporada, sí, eso haré.
Miró la caja de herramientas. Pesaba demasiado para acarrearla otra vez hasta la cabaña, ¿y quién sabía?, a lo mejor volvía a necesitarla al cabo de un rato. La número 15 también estaba tapiada, pero sólo con un tablero. Haciendo palanca con el destornillador, extrajo los dos clavos que lo mantenían sujeto. Luego dejó la caja en la habitación a oscuras. Distinguió la silueta del viejo armario a la izquierda, y el somier desnudo de la cama, todo él muelles oxidados y patas rotas, como el esqueleto de una criatura muerta hacía mucho tiempo.
Volvió la cabeza y miró el tabique que separaba esa habitación de la 14. La pintura, descascarillada, se había abombado en algunos puntos. Apoyó la mano en una de las ampollas y notó que cedía bajo su piel. Esperaba sentirla húmeda al tacto, pero no fue así. De hecho, estaba caliente, más caliente de lo que debía, a menos que en la habitación contigua ardiese un fuego. Deslizó la mano hacia un lado, hasta una zona más fría, donde la pintura permanecía intacta.
– Pero ¿qué…?
Pronunció las palabras en voz alta, y el sonido de su propia voz en la penumbra lo sobresaltó, como si no hubiese hablado él sino una versión de sí mismo que en cierto modo estaba separada de él y lo observaba con curiosidad, viendo a un hombre que aparentaba más años de los que tenía, estragado por la guerra y la pérdida, obsesionado con teléfonos que sonaban en plena noche y voces que le hablaban en lenguas desconocidas.
Y es que, mientras la palma de su mano descansaba en la pintura, sintió que esa zona fría de la pared empezaba a calentarse. No, no sólo empezaba a calentarse: abrasaba. Cerró los ojos por un momento y una imagen asaltó su mente: una presencia en la habitación contigua, una figura encorvada y deforme que ardía por dentro y, apoyando una mano en la pintura, seguía los movimientos que él realizaba en el lado opuesto, como un metal atraído por un imán.
Retiró la mano y se la frotó en la pernera del pantalón de chándal. Tenía la boca y la garganta secas. Sintió deseos de toser pero se contuvo. Era absurdo, lo sabía: a fin de cuentas, acababa de usar un taladro y una pistola de clavos para cerrar una puerta a cal y canto, así que no podía decirse que se hubiera andado con mucho sigilo hasta el momento, pero existía una diferencia entre esos ruidos metálicos y la simple intimidad humana -y, aceptémoslo, la fragilidad- de una tos. Así que se tapó la boca con la mano y salió de la habitación, dejando allí su caja de herramientas. Volvió a colocar el tablero, pero no se molestó en fijarlo. Era una noche apacible y no había viento que pudiera derribarlo. No dio la espalda al motel hasta llegar a su cabaña. Una vez dentro, cerró con llave; bebió un poco de agua, seguida de un vaso de vodka y un poco de jarabe Vicks Nyquil para ayudarlo a dormir. Volvió a marcar el número al que había llamado antes y dejó un segundo mensaje.
– Una noche más -repitió-. Quiero mi dinero, y quiero todo eso fuera de aquí. No puedo seguir haciéndolo. Lo siento.
A continuación destrozó el teléfono a pisotones antes de quitarse las zapatillas y el abrigo y quedarse hecho un ovillo en la cama. Escuchó el silencio, y el silencio lo escuchó a él.
Los ninguneaban, así lo veía él; los ninguneaban desde el primer día. Incluso se las habían arreglado para escribir mal su nombre en las placas de identificación nuevas: Bobby Jandrau en lugar de Jandreau». Ni loco pensaba irse a la guerra con el nombre mal escrito, eso traía mal karma de todas todas. ¡Y la que montaron cuando reclamó! Cualquiera habría dicho que quería que lo llevaran a Iraq en palanquín.
Pero los ricos, claro, siempre joden a los pobres, y ésa era una guerra de ricos en la que combatían pobres. No había ningún rico esperando para luchar junto a él, y si lo hubiera habido, le habría preguntado qué hacía allí, porque era absurdo meterse en aquello si uno tenía otra opción mejor. No, sólo había hombres como él, y algunos aún más pobres, y eso que él sabía lo que era pasar estrecheces; así y todo, en comparación con algunos de los tipos que conocía, gente hundida en la pobreza antes de alistarse, él nadaba en la abundancia.
Los mandos les anunciaron que estaban en condiciones de marchar al frente, en condiciones de combatir, pero ni siquiera tenían chalecos antibalas.
– Eso es porque los iraquíes no van a dispararos -dijo Lattner-. Sólo usarán el sarcasmo, y dirán cosas feas sobre vuestras mamis.
Lattner, que era una auténtica torre, quizás el hombre más alto que había conocido, siempre hablaba de sus «mamis» y sus «papis». Cuando agonizaba, preguntó por su mami, pero ella se encontraba a miles de kilómetros de allí, probablemente rezando por él, cosa que quizá le sirviese de algo. Estaba sedado para aliviarle parte del dolor, y no sabía dónde se hallaba. Creía que había vuelto a Laredo. Le dijeron que su mami no tardaría en llegar, y él murió creyendo que así era.
Rescataban de la basura trozos de metal y aplanaban latas para emplearlos a modo de placas de blindaje personal. Después empezaron a quitarles los chalecos antibalas a los iraquíes muertos. Los hombres y mujeres que llegaron más tarde estarían mejor equipados: coderas y rodilleras, protectores oculares, gafas de sol Wiley-X, e incluso tarjetas verdes con respuestas a posibles preguntas de los medios de comunicación, porque para entonces se estaba yendo todo al garete, la habían cagado del derecho y del revés, como decía su viejo, y no querían que nadie, en sus declaraciones, se saliera del guión.
Al principio no había duchas: ponían agua en los cascos para lavarse. Vivían en edificios en ruinas, y más adelante, cinco por habitación, sin aire acondicionado, a temperaturas de más de cincuenta grados. Sin dormir, sin ducharse, semanas sin cambiarse de ropa. Con el tiempo, llegaría el aire acondicionado, y las viviendas prefabricadas, y cagaderos como Dios manda, y un centro recreativo con Playstations y televisores de pantalla panorámica, y una tienda que vendía camisetas cutres con el rótulo ¿QUÉ TE HAN BAG-DADO?, y un Burger King. Habría terminales de ordenador con Internet, y locutorios abiertos las veinticuatro horas, excepto cuando mataban a un soldado: entonces los cerraban hasta comunicárselo oficialmente a la familia. Habría un búnker de hormigón con mortero junto a la puerta del pabellón prefabricado, para no tener que enfrentase a ellos a pecho descubierto.
Pero a él no le importaron las dificultades, no al principio. Uno no se alistaba porque quisiera quedarse en el país y dejar pasar el tiempo hasta el final del servicio. Se alistaba porque quería ir a la guerra… ¿Y qué fue lo que dijo el secretario de Defensa, Rumsfeld? Uno va a la guerra con el ejército que tiene, no con el que le gustaría tener. Pero, claro, el secretario Rumsfeld, la última vez que él lo vio, conservaba aún todas sus extremidades, así que para él era fácil decirlo.
Desde hacía un tiempo ciertos tatuajes estaban prohibidos en el ejército, y él tenía alguno que otro en los brazos: chorradas infantiles, pero nada relacionado con bandas. Ni siquiera sabía si en Maine había alguna banda digna de tatuarse el nombre, y aun cuando la hubiera, los tatuajes no habrían significado gran cosa para auténticos matones como los Bloodsy los Crips. El ejército acabaría añadiendo su propio tatuaje: su información personal la llevaba grabada en el costado, su «placa de carne», de manera que si alguna vez volaba en pedazos y sus placas de metal se perdían o eran destruidas, su identidad aún sería reconocible en su cuerpo. Cuando se alistó, un brigada le prometió una exención por los viejos tatuajes que le permitiría incorporarse a filas pese al reglamento; incluso se ofreció a borrar cualquier delito menor en sus antecedentes penales, pero él ni siquiera tenía una infracción por conducir bajo los efectos del alcohol. Le garantizaron una buena vida: gratificación por alistamiento, licencias retribuidas y educación universitaria, si la quería, una vez cumplido su periodo de servicio. Sacó más del ochenta por ciento en los tests de aptitud vocacional, la prueba de acceso al ejército, con lo que se convertía en candidato al reclutamiento por dos años, pero él se alistó para cuatro. De todos modos no tenía grandes planes a la vista y un alistamiento por cuatro años le aseguraba plaza en una división en concreto, y él deseaba servir, a ser posible, con otros hombres de Maine. Ser soldado le gustó. Se le dio bien. Por eso se reenganchó. De no haberlo hecho, las cosas habrían sido muy distintas. La segunda etapa fue el colmo. La segunda etapa fue el no va más.
Pero para eso aún faltaban años. Primero lo mandaron a Fort Benning para las catorce semanas de instrucción básica, y ya el segundo día creyó que se moría. Después de ese periodo de formación le dieron dos semanas de permiso, y luego lo incluyeron en el Programa de Colaboración para el Reclutamiento Local, donde debía vestirse un uniforme de Clase A y reclutar a sus amigos, el equivalente en el ejército a un plan de venta piramidal, pero sus amigos no mordieron el anzuelo. Fue en esa época cuando conoció a Tobias. Ya por entonces se las sabía todas. Tenía facilidad para establecer alianzas, para cerrar tratos, para hacer pequeños favores que podía reclamar posteriormente. Tobias lo acogió bajo su protección.
– Tú no tienes ni repajolera idea -le dijo Tobias-. Quédate a mi lado y aprende.
Y eso hizo. Tobias veló por él, igual que, a su debido tiempo, él veló por Damien Patchett, hasta que se intercambiaron los papeles, y llegaron las balas, y pensó:
Soy cebo. Soy carnada.
Voy a morir.