26

Llegaron al anochecer. Una suave brisa insufló movimiento al bosque y ocultó la aproximación de aquellos hombres, pero Ángel y Louis los esperaban sabiendo que se presentarían. Cambiaban de posición cada hora para mantenerse alertas, y fue Ángel quien vigilaba el Mustang cuando, al aparecer las siluetas, captó con su fina vista una leve alteración en las sombras proyectadas por los árboles oscilantes. Tocó la manga de su compañero, y Louis desvió la atención de la casa para fijarla en el coche. En silencio, observaron a los dos hombres mientras descendían. Sus brazos se veían anormalmente largos por efecto de las armas que empuñaban, y los silenciadores semejaban tejido tumefacto a punto de reventar.

Eran buenos: eso fue lo primero que pensó Louis. Debía de haber un vehículo cerca, pero no lo había oído, ni Ángel había percibido su presencia hasta que se hallaban casi encima mismo del coche. Si hubiese habido alguien en el Mustang, habría muerto sin darse cuenta de lo que ocurría. Los dos hombres volvieron a confundirse con las sombras en cuanto comprobaron que el Mustang estaba vacío, e incluso Louis tuvo que aguzar la vista para seguir su avance. No iban enmascarados, de donde se desprendía que no les preocupaban los testigos, porque sólo llegarían a verlos quienes estuviesen en la casa, o sea, sus víctimas, y sólo durante el tiempo que tardasen en morir.

Víctimas: ésa era la otra cuestión. En la casa de Bobby Jandreau se había complicado la situación con la llegada, dos horas antes, de Mel Nelson, la novia con quien había reñido. Por increíble que pareciese, la espontánea terapia de pareja ofrecida esa tarde parecía haber surtido efecto. Louis los había observado impasiblemente mientras conversaban en la sala de estar, hasta que Mel se acercó despacio a Bobby, se arrodilló ante él y lo abrazó. Después se retiraron a lo que, suponía Louis, era el dormitorio, y desde entonces no había vuelto a verlos.

Más sombras distorsionadas. En ese momento los hombres armados ya se encontraban detrás de la casa, donde no existía la menor posibilidad de que los viera un vecino asomado a una ventana o alguien que sacaba a pasear al perro antes de acostarse. Uno a cada lado de la puerta. Un gesto de asentimiento. Cristales rotos. Una silueta en actitud de cubrir a la otra, la pistola en alto, mientras la segunda introducía la mano por el agujero para descorrer el pestillo. Movimiento dentro de la casa en respuesta a la irrupción. Un grito. Un portazo en el dormitorio.

Louis alcanzó al primer hombre con dos disparos en la espalda y con un tercero, el tiro letal, en la base del cráneo. No hubo advertencia, ni invitación a volverse con las manos en alto, ni opción a rendirse. Esos gestos eran para los buenos en las películas del Oeste, los que llevaban sombreros blancos y al final se quedaban con la chica. En la vida real, los buenos que daban una oportunidad a los asesinos acababan muertos, y Louis, que ignoraba si él era de verdad bueno o no, cosa que le traía sin cuidado, no tenía la menor intención de morir por un ideal romántico. Al caer abatido ese primer hombre, Louis desviaba ya el arma hacia la derecha. El segundo asesino potencial forcejeaba por retirar la mano introducida a través del cristal roto: por lo visto, se le había enganchado una manga en el borde dentado, con lo que su propio cuerpo le impedía responder a la inminente amenaza. Pero dos armas lo apuntaban ya, y se quedó paralizado por un instante al tomar conciencia de la imposibilidad de sobrevivir. Sintió un repentino dolor y después, inmediatamente, un sonido, y se desplomó contra la madera, con el brazo izquierdo aún por encima de la cabeza, asomando el cristal a través de la tela de la cazadora. Todavía le quedaron fuerzas para alzar la pistola, pero no apuntaba a nada, y la nada era lo que le esperaba.

La puerta del dormitorio permaneció cerrada. Ángel llamó a Jandreau mientras Louis desprendía de la puerta al hombre enganchado al cristal.

– Bobby Jandreau, ¿me oye? -preguntó-. Me llamo Ángel. Mi compañero y yo estábamos antes aquí con Charlie Parker.

– Le oigo -contestó Jandreau-. Tengo un arma.

– Ah, estupendo -dijo Ángel-. Bravo por usted. Nosotros, por nuestra parte, tenemos aquí un par de cadáveres, y usted y su novia están vivos sólo gracias a nosotros. Así que prepárense porque vamos a trasladarlos a los dos a otro sitio.

Dentro se oyó una conversación en susurros. Al cabo de un momento la puerta se abrió y Bobby Jandreau apareció en el vano, sentado en su silla de ruedas y sin más ropa que un calzoncillo boxer, sosteniendo la Beretta ante sí con actitud vacilante. Miró a Louis, que metía a rastras el primer cadáver mientras Ángel vigilaba. Dejó un rastro de sangre en el suelo de pino.

– Necesitamos bolsas de basura y cinta adhesiva -pidió Louis-. También una fregona y agua, a menos que considere que el rojo queda bien con el color de las paredes.

Mel se asomó a la puerta. Al parecer, iba desnuda, salvo por una toalla colocada estratégicamente.

– Señorita -dijo Ángel, saludándola con la cabeza-. Quizá quiera ponerse algo encima. Se ha acabado el recreo…


***

Para cuando Jandreau y su novia terminaron de vestirse, y hubieron metido algo de ropa y artículos de tocador en una bolsa, los dos cadáveres estaban envueltos en bolsas de basura negras y cinta adhesiva. Jandreau los miraba fijamente desde su silla. Los había identificado en el acto, mientras la muerte empezaba a forjar sus cambios en ellos: Twizell y Greenham, ex infantes de Marina.

– Eran de RDO -explicó Jandreau-. Reconocimiento y Detección de Objetivos, código de especialización militar ochenta y cuatro cincuenta y uno.

Ángel lo miró perplejo.

– Francotiradores de avanzada -aclaró Louis-. Esta noche han venido en plan chapuza.

– Pertenecían a uno de los dos equipos de francotiradores de la Infantería de Marina que infiltramos en Al-Adhamiya -prosiguió Jandreau-. Fue poco antes…

Ahí estaba: ésa era la historia. Bobby Jandreau quería hablar. Quería contárselo todo porque al final sus compañeros se habían vuelto contra él, pero Ángel le dijo que se lo guardase para más tarde. Mel Nelson tenía una furgoneta vieja y enorme con la caja cubierta, y le pidieron que la acercara a la parte de atrás de la casa para cargar los cadáveres. Luego acomodaron a Jandreau y Mel en el Mustang, tomando antes la precaución de retirar y desactivar el GPS, y Ángel los llevó a un motel de las afueras de Bucksport mientras Louis, siguiendo las indicaciones de Jandreau, llevó la furgoneta a una cantera de granito cerrada cerca de Frankfort. Allí, utilizando cuerda y cadenas del garaje de Jandreau, lastró los cadáveres y los echó al agua oscura. Cuando estaba a punto de tirar el localizador al Penobscot, cambió de idea. Era un artefacto interesante, la verdad, como ni él mismo habría construido. Lo echó a la parte de atrás de la furgoneta de Mel y se reunió en el motel con los demás.

Y allí, a falta de algo mejor que hacer, dejaron que Bobby Jandreau empezara a contar su relato.

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