Jimmy Jewel ocupaba su sitio de costumbre cuando Earle terminó de cerrar. Eran casi las doce de la noche y había sido una velada tranquila en el bar: unos cuantos borrachines para echarse un par de lingotazos después de los excesos de la noche anterior, pero sin energías ni fondos para embarcarse en otra curda; y un par de turistas de Massachusetts que, después de tomar el camino equivocado, habían ido a parar allí y decidido pedir unas cervezas a la vez que se congratulaban por la genuina sordidez del ambiente. Por desgracia, Earle se ofendía cuando la gente hacía comentarios desagradables acerca de su entorno de trabajo, y más si se trataba de pijos urbanos que, en otros tiempos, habrían acabado besando la tapa del cubo de la basura en el callejón trasero a modo de expiación por sus malos modales. Cuando los turistas intentaron pedir una segunda ronda, se encontraron con una mirada inexpresiva y la sugerencia de irse con la música a otra parte, a ser posible más allá de la frontera del estado, o incluso de las fronteras de varios estados.
– Tienes don de gentes -comentó Jimmy a Earle-. Deberías estar en la ONU, ayudando en las zonas de conflicto.
– Si quería usted que se quedaran, haberlo dicho -repuso Earle.
Su rostro no traslucía la menor malicia. Había ocasiones en que ni siquiera él sabía si Earle era sincero o no. «Del agua mansa líbreme Dios, y demás», pensó Jimmy. De vez en cuando Earle dejaba caer un comentario o hacía una observación, y Jimmy, interrumpiendo lo que tuviera entre manos, se devanaba los sesos para procesar lo que acababa de oír, obligándose a reevaluar a Earle justo cuando ya creía conocerlo. Últimamente, lo desconcertaban las lecturas de Earle: parecía estar poniéndose al día en literatura clásica, y no se reducía a Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Unas horas antes Earle estaba leyendo una antología de Tolstoi, Amo y criado y otros relatos. Cuando Jimmy le preguntó por el libro, Earle le contó la trama del relato que daba título a la recopilación, algo acerca de un rico que protege a su siervo al perderse ambos en una ventisca, de modo que el siervo vive y el rico muere. Pero como consecuencia de ello el rico va al cielo, así que todo en orden.
– ¿Se supone que hay un mensaje ahí? -preguntó Jimmy.
– ¿Dirigido a quién?
«Dirigido a quién»: ahora Earle hablaba como un profesor.
– No lo sé -contestó Jimmy-. A los ricos con mala conciencia.
– Yo no soy rico -dijo Earle.
– ¿Eres como el otro, pues?
– Supongo. Pero, bueno, yo no lo he interpretado así. No es necesario identificarse con uno ni con otro. Es sólo un cuento.
– Si tú y yo nos viéramos atrapados en una nevada, y uno de nosotros fuera a morir, ¿crees que no te usaría como manta para abrigarme? ¿Crees que me la jugaría por ti?
Earle se detuvo a pensar.
– Sí -contestó-. Creo que se la jugaría por mí, y no sería la primera vez.
Jimmy supo que Earle se refería a Sally Cleaver, porque intuía que eso le rondaba por la mente desde la primera visita del detective. A esas alturas, Jimmy conocía a Earle lo suficiente para adivinar cuándo ese fantasma en particular decidía susurrarle al oído.
– Tú estás mal de la cabeza -dijo Jimmy.
– Es posible -respondió Earle-. El caso es que yo no permitiría que usted se la jugara por mí, señor Jewel. Lo mantendría con vida, aunque para ello tuviera que asfixiarlo.
Jimmy creyó advertir una contradicción en eso, y también le inquietó vagamente la imagen de su delgado cuerpo perdido bajo los pliegues de la carnosa mole de Earle. Llegó a la conclusión de que ésa era una conversación que no tenía por qué repetirse. Como era poco probable que llegaran más clientes a importunarlos, y con otros asuntos más acuciantes en la cabeza, Jimmy indicó a Earle que cerrara la puerta por esa noche.
Ahora el suelo ya estaba barrido, los vasos limpios, y la magra recaudación de la jornada a buen recaudo en la caja fuerte del despacho de Jimmy. Este tenía un periódico a medio leer junto a la mano izquierda. Eso no era normal, pensó Earle. A esas horas, Jimmy generalmente ya había liquidado el diario completo, hasta el crucigrama, pero ese día lo notaba alterado, y en ese momento tenía la mirada fija en el lápiz que estaba en la barra ante él, como si esperara que se moviera por propia iniciativa y le proporcionara las respuestas que buscaba.
Jimmy tenía razón sobre Earle. Pese a su corpulencia y a dar la impresión de que en su árbol genealógico aún quedaba parte de la familia colgada de las ramas haciendo «ugh-ugh», Earle no era un hombre insensible. La rutina del bar imponía un orden en su vida que le permitía ir por el mundo con el mínimo de complejidades no deseadas, pero también le dejaba tiempo para pensar. Su función era levantar, acarrear, amenazar y vigilar, y realizaba todas esas tareas de buena gana y sin quejas. Se le pagaba relativamente bien por lo que hacía, pero también era leal a Jimmy. Jimmy velaba por él, y él, a su vez, velaba por Jimmy.
Con todo, como su jefe había adivinado, Earle andaba pensativo en los últimos días. No le gustaba que le recordasen a Sally Cleaver. Earle lamentaba lo que le había pasado a la chica, y consideraba que debería haberlo impedido, pero aquélla no había sido la primera disputa doméstica en el Blue Moon, y Earle tenía inteligencia suficiente para saber que la mejor actuación en tales casos era no intervenir más allá de sacar a las partes contendientes del local y dejar que resolvieran sus diferencias en la intimidad del hogar. Sólo cuando Cliffie Andreas volvió al bar con sangre en los puños, Earle empezó a tomar conciencia de que su actitud equivalía a una «abdicación de responsabilidad», como lo había expresado después uno de los inspectores, señalando que en un mundo justo Earle habría pasado una temporada entre rejas junto con Cliffie por lo ocurrido. En el fondo de su alma -que estaba a una profundidad mayor de lo que incluso Jimmy habría admitido-, Earle sabía que el policía tenía razón, y por eso cada año, en el aniversario de la muerte de Sally Cleaver, dejaba un ramo de flores en el aparcamiento salpicado de basura y cubierto de hierbajos del Blue Moon, y presentaba disculpas al fantasma de la muerta.
Pero Jimmy nunca había atribuido a Earle siquiera parte de la culpa de lo sucedido, pese a haber causado el cierre del Blue Moon. Se aseguró de que Earle dispusiera de los mejores representantes legales cuando la policía se planteó acusarlo de complicidad por omisión. Sólo hablaron de los sentimientos de Earle en relación con esos hechos una vez, y fue el día en que Jimmy le anunció que no reabriría el bar. Earle dedujo que debía buscar empleo en otro sitio, y que Jimmy se lavaba las manos con respecto a él, tal como le había aconsejado mucha gente, porque en la ciudad el nombre de Earle no valía ni la saliva que se gastaba en pronunciarlo. Earle empezó a disculparse de nuevo por consentir la muerte de Sally Cleaver, y al hacerlo descubrió que se le quebraba la voz. Intentaba construir frases coherentes, pero no le salían. Jimmy lo obligó a sentarse y escuchó mientras Earle describía el momento en que salió y vio la cara destrozada de Sally Cleaver, y cómo se arrodilló a su lado mientras ella movía los labios y susurraba las últimas palabras que alguien le oiría.
«Lo siento», musitó la chica cuando Earle, sin saber qué hacer, apoyó una de sus enormes manos en su frente y, con delicadeza, le apartó de los ojos el pelo manchado de sangre. Por las noches, le contó Earle a Jimmy, veía el rostro de Sally Cleaver y automáticamente tendía la mano para apartarle el pelo de los ojos. «Todas las noches», añadió Earle. «La veo todas las noches, poco antes de dormirme.» Y Jimmy le dijo que había sido una verdadera lástima, y lo único que podía hacer para compensarlo era asegurarse de que eso no volviera a sucederle a ninguna otra mujer, ni en su territorio ni fuera, no si podía evitarlo. Al día siguiente, Earle empezó a trabajar en el Sailmaker, pese a que apenas había clientela suficiente para el viejo Vern Sutcliffe, el camarero habitual. Cuando Vern murió, al cabo de un año, Earle se convirtió en el único camarero del Sailmaker, y así siguieron las cosas desde entonces.
Ahora, después de rumiar durante horas cómo plantear el tema, Earle había llegado a una conclusión. Colocó las últimas botellas de cerveza en la cámara frigorífica, plegó la caja y se acercó con actitud vacilante a donde estaba Jimmy. Apoyó los puños en la barra y preguntó:
– ¿Le pasa algo, señor Jewel?
Jimmy salió de su ensoñación, un tanto sorprendido.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho: ¿le pasa algo, señor Jewel?
Jimmy sonrió. En todos los años desde que lo conocía, Earle no le habría preguntado más de dos o tres veces algo de carácter mínimamente personal. Y ahora allí estaba, con semblante preocupado, y sólo minutos después de declarar que expondría su vida por su jefe. A ese paso, acabarían reservando una iglesia para la boda y trasladándose a Ogunquit, o Hallowell, o algún otro sitio donde pendiesen de las ventanas demasiadas banderas con los colores del arco iris.
– Gracias por preguntar, Earle. No pasa nada. Es sólo que estoy dándole vueltas a la manera de resolver cierto asunto. Pero cuando la haya encontrado, es posible que te pida ayuda.
Earle se mostró aliviado. Había estado más cerca que nunca de expresar su afecto por el señor Jewel, y no sabía si podría hacer frente a mucha más intimidad. Se alejó pesadamente para tirar la caja aplastada a la pila de reciclaje, y dejó a solas a Jimmy. Este sacó una serie de fotografías de debajo del periódico y examinó una vez más las imágenes de los sellos con piedras incrustadas. Las gemas por sí solas valían una fortuna, pero unidas a los propios objetos… En fin, Jimmy no concebía siquiera cuánto podía llegar a pagar por aquello la persona indicada.
Ahora Jimmy sabía que Tobias y sus compinches no se dedicaban al contrabando de droga: se dedicaban al contrabando de antigüedades. Se preguntó qué otros objetos afines a ésos podían obrar en su poder. Se había pasado el día intentando ver el asunto desde todas las perspectivas, estudiando la manera de beneficiarse de lo que había descubierto y al mismo tiempo ampliar su información. Sólo lamentaba que Rojas estuviese involucrado. El mexicano había dejado caer que pretendía vender parte de las gemas y el oro, prometiendo a Jimmy una comisión del veinte por ciento en concepto de honorarios de descubridor, como si Jimmy no fuese más que un paleto a quien podía quitarse de encima con calderilla. Rojas no veía las cosas en su conjunto. El problema era que Jimmy tampoco, pero Rojas, a diferencia de él, no estaba dispuesto a esperar a que por fin se les mostrase una visión panorámica.
Jimmy hizo girar con el dedo el platillo de su taza de café, y al hacerlo se formaron ligeras ondas en el líquido ya frío de la taza. No andaba escaso de dinero, pero de eso nunca venía mal un poco más. Debido al declive de la economía y el paréntesis en la rehabilitación del frente marítimo, tenía capital inmovilizado en edificios que perdían valor día a día. El mercado se recuperaría -siempre era así-, pero Jimmy no iba a rejuvenecer. No quería que la recuperación llegase justo a tiempo de proporcionarle una lápida más grande.
Se estremeció. Desde el mar soplaba una brisa anormalmente fresca para esa época del año, y Jimmy era muy sensible al frío. Incluso en pleno verano llevaba chaqueta. Siempre había sido así, desde niño. No tenía carne suficiente sobre los huesos para darle calor.
– ¡Eh, Earle! -exclamó-. Cierra esa puerta del carajo.
No hubo respuesta. Jimmy dejó escapar un juramento. Atravesó el despacho y pasó por delante del almacén hasta una puerta que daba al pequeño aparcamiento del bar. Salió. No vio la menor señal de Earle. Ya inquieto, Jimmy volvió a llamarlo.
Al avanzar un paso en el aparcamiento resbaló. Bajó la vista y vio una mancha oscura que se extendía. A su izquierda estaba la furgoneta de Earle. La sangre procedía de debajo. Jimmy se puso en cuclillas para mirar debajo de la furgoneta y se encontró con los ojos sin vida de Earle. El corpulento camarero se hallaba tumbado boca abajo al otro lado del vehículo, entre la puerta del acompañante y los cubos de basura colocados junto a la pared, con la boca abierta y el rostro paralizado en una última mueca de dolor.
Jimmy se irguió, y sintió cómo le hincaban un arma en el cráneo, como el primer contacto tentativo de la muerte.
– Adentro -ordenó una voz, y Jimmy no pudo ocultar su sorpresa al oírla, pero obedeció. Lanzó una mirada a la furgoneta y alcanzó a ver en la ventanilla el reflejo de una figura enmascarada. De pronto cayó sobre él una lluvia de golpes por haber tenido la temeridad de mirar. Después, a puntapiés, lo obligaron a recorrer el pasillo hasta el almacén. La agresión cesó cuando Jimmy se acercó a rastras a los estantes de las bebidas alcohólicas, buscando un punto de apoyo para levantarse. Notó el sabor de la sangre en la boca, y le costaba ver con el ojo izquierdo. Intentó hablar, pero en lugar de palabras salió de su garganta un murmullo ronco. Aun así, era evidente que suplicaba: un respiro para recuperarse, el cese de los golpes.
Más tiempo de vida.
Con uno de los puntapiés le habían roto una costilla, y sintió el roce del hueso al moverse. Se desplomó contra la estantería, tomando aire entrecortadamente. Alzó la mano derecha en un gesto conciliatorio.
– Has matado a un hombre por ciento cincuenta dólares y unas cuantas monedas -dijo Jimmy-. ¿Me oyes?
– No, lo he matado por mucho más.
Y Jimmy supo con certeza que aquello no tenía nada que ver con el dinero de la caja fuerte. Tenía que ver con Rojas, y con el sello, y Jimmy Jewel comprendió que estaba a punto de morir cuando vio abrirse ante sí la boca negra del silenciador como el vacío en el que pronto caería.
Lo contó todo después del primer balazo, pero su interrogador disparó dos veces más igualmente, para asegurarse de que no se guardaba nada.
– No más -rogó Jimmy-, no más. -La sangre de sus heridas corría por el suelo, y aquello era tanto una súplica como una admisión, un rechazo del dolor que aún podía padecer y una aceptación de que pronto todo acabaría.
Su interrogador asintió.
– Dios mío -susurró Jimmy-. Lo siento de todo corazón…
Llegó la última bala. No la oyó; sólo sintió su clemencia.
Tardarían días en encontrar su cuerpo y el de Earle. Esa noche cayó una tormenta de verano y limpió la sangre de Earle, que corrió por la superficie en pendiente del aparcamiento, resbaló por los pilotes de madera que sostenían el viejo muelle y fue a parar al mar, sal con sal. Dejaron la furgoneta de Earle en el centro comercial Maine Mall, y cuando llevaba allí dos días, despertó la curiosidad de los guardias de seguridad de las galerías. Posteriormente llegó la policía, porque para entonces ya estaba claro que Jimmy Jewel no daba señales de vida. Las llamadas quedaban sin atender y la cerveza no podía entregarse en el Sailmaker, y los borrachos que iban allí a rendir culto echaban de menos sus claustros.
Jimmy fue descubierto en el almacén. Le habían disparado en los dos pies, y en una rodilla, y para entonces, cabía suponer, había contado todo lo que sabía, y por tanto la cuarta bala le traspasó el corazón. Earle yacía a los pies destrozados de Jimmy, como un perro fiel sacrificado para hacerle compañía a su amo en la otra vida. Sólo un tiempo después alguien reparó en la correlación de fechas: Earle y Jimmy habían muerto el 2 de junio, exactamente diez años después de exhalar Sally Cleaver su último aliento en la parte de atrás del Blue Moon.
Y los ancianos se encogieron de hombros y dijeron que no les sorprendía.