8

El cadáver de Jeremiah Webber fue hallado por su querida hija, que se alarmó al ver que él no acudía a su cita para comer, encuentro motivado tanto por el deseo de ella de sacarle a su viejo unos pavos y un buen almuerzo como por el afecto natural de toda hija hacia su padre. Suzanne Webber quería a su padre, pero era un hombre extraño, y su madre había insinuado que sus asuntos económicos no soportarían un examen riguroso. Sus defectos como marido eran sólo un aspecto más de sus deficiencias en general; a juicio de su primera ex mujer, no cabía esperar de él un comportamiento correcto en ninguna circunstancia, salvo en lo tocante a garantizar el bienestar de su hija. Por lo menos a ese respecto podía estar segura de que él actuaría conforme a lo que teóricamente era su mejor faceta. Y como ya se ha dicho, ella apreciaba a Jeremiah Webber. Su segunda ex mujer, que no conservaba el menor afecto residual hacia él, lo tenía por un reptil.

Cuando su hija encontró el cadáver en el suelo de la cocina, primero pensó que había sido un robo, o una agresión. Luego vio el revólver en su mano, y dada la supuesta precariedad de su situación económica, se preguntó si se habría quitado la vida. Pese a hallarse en estado de shock, mantuvo el suficiente dominio de sí misma para avisar a la policía con su móvil y no tocar nada en la casa. Luego, mientras esperaba a la policía, habló con su madre. Se sentó fuera, no dentro. El olor en el interior de la casa le causaba malestar. Era el hedor de la mortalidad de su padre, y había algo más, algo que no acababa de identificar. Más tarde se lo describiría a su madre como el tufillo dejado por un fósforo encendido para disimular las secuelas de una nefasta visita al cuarto de baño. Se fumó un cigarrillo, y lloró, y escuchó a su madre que, entre sus propias lágrimas, negaba la posibilidad de que Webber se hubiera pegado un tiro.

– Era egoísta -afirmó-, pero no tanto.

Para los inspectores a cargo de la investigación, enseguida quedó claro que Jeremiah Webber en realidad no se había quitado la vida, no a menos que fuera un perfeccionista y, después de fallar el primer disparo en la cabeza, hubiese reunido la voluntad y la fuerza necesarias para descerrajarse otro más a fin de rematar la faena. Dado el ángulo de entrada de la bala, además habría tenido que ser contorsionista, y posiblemente sobrehumano, habida cuenta de las catastróficas lesiones infligidas ya por el primer tiro. Daba la impresión, pues, de que Jeremiah Webber había sido asesinado.

Y aun así, aun así…

Se advertían residuos de pólvora en su mano. Cierto que su asesino, o asesinos, podría haberle acercado la pistola a la cabeza y presionarle el dedo para obligarlo a apretar el gatillo, pero eso normalmente sólo sucedía en las películas, y era más fácil decirlo que hacerlo. Ningún profesional correría el riesgo de dejar un arma en las manos de alguien que no quería morir. En el mejor de los casos, existía la posibilidad de que antes de dejarse inducir a meterse una bala en la cabeza, disparase al techo, o al suelo, o a la cabeza de otra persona. Por otra parte, no se advertían pruebas de forcejeo, ni señales en el cadáver que indicaran que Webber pudiera haber sido inmovilizado en algún momento.

«¿Y si se pegó un tiro», sugirió uno de los inspectores, «erró, y luego otra persona lo remató por compasión?» Pero ¿quién se queda de brazos cruzados viendo matarse a un hombre? ¿Estaba Webber enfermo, o tan agobiado por las dificultades, ya fueran económicas o de cualquier otro tipo, que no vio más escapatoria que quitarse la vida? ¿Acaso había encontrado a alguien tan leal como para permanecer a su lado mientras él se disparaba el pretendido tiro fatal y luego, ante la evidencia de que había fallado, darle el golpe de gracia? Parecía poco probable. Más lógico era presuponer que lo obligaron a suicidarse, que otras manos le colocaron el dedo en el gatillo y aplicaron la presión necesaria para meterle la primera bala en el cerebro, y que esas mismas manos lo remataron para no dejarlo agonizando en el suelo de la cocina de su casa.

Y aun así, aun así…

¿Quién intenta presentar un asesinato como suicidio y luego echa a perder el buen trabajo previo disparando una segunda vez?

Un aficionado, ¿quién si no? Un aficionado o alguien a quien le traían sin cuidado las apariencias. Por otro lado, estaba la cuestión de las copas de vino, tres en total: una hecha añicos en el suelo; las otras dos en la mesa de la cocina. Habían bebido de las dos, y en las dos había huellas digitales. No, eso no era del todo cierto. Las dos presentaban con claridad las huellas digitales de Webber, y la segunda tenía unas manchas que eran casi huellas digitales pero, como se demostró al examinarlas, carecían de espirales, curvas o arcos. Eran totalmente lisas, lo que llevaba a pensar que al menos otra persona presente en la habitación con Webber calzaba guantes, o más bien algún tipo de parche para ocultar las huellas, quizá con la intención de no inquietar a Webber en un principio, pues ¿qué clase de asesino dejaría en una copa de vino rastros de su presencia en el lugar del crimen? Se envió la copa al laboratorio para examinarla con la esperanza de encontrar restos de ADN. A su debido tiempo, las pruebas realizadas detectarían saliva que, una vez analizada, revelaría la presencia de compuestos químicos poco habituales: algún tipo de fármaco. Un técnico de laboratorio sagaz, movido por poco más que una corazonada, aisló el fármaco y los metabolitos hallados en la saliva mediante un proceso sol-gel, con base de metal dopado inmovilizado en un tubo capilar de vidrio, y descubrió que era 5-fluoruoracilo, o 5-FU, usado normalmente para el tratamiento de tumores sólidos.

Se demostró, pues, que la otra persona que se encontraba en la habitación con Jeremiah Webber la noche en que éste murió era varón, sometido a quimioterapia, lo que llevó a una posible explicación del detalle de las huellas dactilares: ciertos fármacos empleados para combatir el cáncer, entre ellos la capecitabina, provocaban la inflamación de las palmas de las manos y las plantas de los pies, lo que daba origen a peladuras y ampollas en la piel y, finalmente, la pérdida de las huellas dactilares. Por desgracia, para cuando se conoció este dato, habían transcurrido semanas desde el hallazgo del cadáver, y los posteriores acontecimientos se habían desarrollado hasta su desenlace final.

Por tanto, al día siguiente de descubrirse el cadáver, la policía empezó a investigar a las ex mujeres de Webber, a su hija y a sus relaciones profesionales. Con el tiempo llegarían a más de un callejón sin salida, pero el más extraño de todos fue la correspondencia en los archivos de Webber relativa a una institución descrita como «Fundación Gutelieb» o, más a menudo, sólo como «la fundación», porque al parecer dicha fundación no existía. Los abogados que supuestamente la representaban eran picapleitos de poca monta, que, según ellos, nunca habían tratado en persona con nadie de la fundación. Todas las minutas se pagaban mediante giros postales, y toda comunicación se llevaba a cabo a través de Yahoo. La telefonista que recibía los mensajes en nombre de la fundación trabajaba desde un locutorio en un rincón de un centro comercial de Natick, sentada junto con otras cinco mujeres, todas ellas secretarias y ayudantes personales, en teoría, de empresas u hombres de negocios cuyo despacho era su coche, o su dormitorio, o una mesa en una cafetería. La empresa de servicios administrativos, SecServe (cuyo nombre, según los inspectores a cargo de la investigación de la muerte de Webber, podía dar pie a malentendidos, sobre todo si se pronunciaba en voz alta: «SexServ»), informó a la policía de que todas las facturas correspondientes a la fundación se pagaban, igualmente, mediante giro postal. SecServe nunca había planteado objeción alguna a esta forma de pago: al fin y al cabo, era del todo legal. Se sabía que otros clientes de la empresa pagaban con sacas de monedas de veinticinco centavos, y para el jefe de SecServe, un tal Obrad, en el clima actual era un alivio el mero hecho de que la gente pagara.

– ¿Qué nombre es ése: Obrad? -preguntó uno de los inspectores.

– Es serbio -contestó Obrad-. Significa «dar felicidad».

Incluso lo había añadido a las tarjetas de visita: OBRAD DAR FELICIDAD. Los policías sintieron la tentación de corregirle el error gramatical y señalar que afirmaciones como ésa, unida a los posibles malentendidos inherentes al nombre de la empresa, muy probablemente le acarrearía problemas tarde o temprano, pero se abstuvieron. Obrad se mostró servicial y entusiasta. No quisieron herir sus sentimientos.

– ¿Y usted nunca habló con nadie de esa fundación?

Obrad negó con la cabeza.

– Hoy día todo por Internet. Rellenan formulario, pago por adelantado, y yo dar felicidad.

Obrad sí consiguió mostrar una copia del contrato original rellenado por Internet. El rastro los llevó a un cibercafé de Providence, en Rhode Island, y ahí terminó. Los giros postales procedían de distintas oficinas de correos de toda Nueva Inglaterra. Nunca se usaba la misma dos veces, y no era posible rastrear las transacciones porque el Servicio de Correos de Estados Unidos no aceptaba el pago con tarjeta de crédito para los giros postales. Decidieron solicitar órdenes judiciales para exigir las imágenes captadas por las cámaras de los circuitos cerrados de seguridad de las oficinas de correos en cuestión.

La existencia de dicha fundación inquietó a los investigadores, pero no consiguieron ir más allá de cibercafés y oficinas de correos. Resultó que la fundación era Herodes, y ése era sólo uno de los nombres que él utilizaba para camuflar sus asuntos. Tras la muerte de Webber, la fundación dejó de existir a todos los efectos. A su debido tiempo, decidió Herodes, la reactivaría bajo otra fachada. Webber había recibido su castigo, y la pequeña comunidad en la que los dos hombres se habían movido durante un breve periodo conocería la razón. A Herodes no le preocupaba que algún miembro de esa comunidad hablara con la policía. Todos tenían algo que esconder, del primero al último.


***

Dos noches después de la muerte de Webber, la cinta amarilla señalaba aún el lugar del crimen, pero no había presencia policial en la casa. Habían activado el sistema de alarma y las patrullas de la zona pasaban regularmente para disuadir a los curiosos.

La alarma de la casa sonó a las 0:50. La policía local se presentó justo cuando el reloj marcaba la 1:10. La puerta estaba cerrada, y todas las ventanas parecían intactas. En la parte de atrás de la casa encontraron un cuervo con el cuello roto. Por lo visto, se había estrellado contra la ventana de la cocina y había disparado la alarma, pese a que ninguno de los policías recordaba haber visto nunca un cuervo en plena noche.

La alarma volvió a sonar a la 1:30, y por tercera vez a la 1:50. El sistema de control de la compañía de seguridad indicó que, en cada ocasión, el origen de la alarma era la ventana de la cocina bajo la que había aparecido el cuervo muerto. Sospecharon que se había producido algún tipo de avería, que comprobarían a la mañana siguiente. A petición de la policía desactivaron la alarma.

A las 2:10, abrieron la ventana de la cocina desde fuera empleando una varilla de metal doblada por la mitad en dos secciones perpendiculares, que permitía, con sólo girarla, deslizar el pasador y abrir la ventana. Un hombre penetró y saltó con suavidad al suelo de la cocina. Olfateó el aire con actitud vacilante y a continuación encendió un cigarrillo. Si la luz hubiese sido mejor, y si allí hubiese habido alguien para verlo, habría quedado a la vista que era un individuo desaliñado, con una chaqueta y un pantalón negros y viejos que casi hacían juego pero no del todo. Su camisa quizá fue blanca en otro tiempo, pero ahora, de puro desvaída, presentaba un color gris hueso y tenía el cuello raído. Llevaba el pelo largo, alisado hacia atrás, sin disimular las profundas entradas. Después de décadas de tabaquismo, sus dientes y sus uñas habían adquirido un tono amarillento. Se movía con soltura, aunque era la soltura depredadora de una mantis o una araña.

Se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una linterna Maglite. Corrió las cortinas de la ventana de la cocina, amplió el foco de la linterna girando la parte superior y dirigió el haz hacia la mesa, las sillas y la sangre seca en el suelo. Inmóvil, se limitó a seguir la luz con la mirada, fijándose en todo cuanto aparecía ante sus ojos sin tocarlo. Cuando concluyó la inspección de la cocina, pasó a las demás habitaciones de la casa, sin tocar tampoco nada, sólo mirando. Finalmente volvió a la cocina, encendió un segundo cigarrillo con el primero y tiró la colilla al fregadero. Luego retrocedió hasta la puerta que comunicaba la cocina con el pasillo y se apoyó en el marco, tratando de identificar la causa de su malestar.

La muerte de Webber había sido una sorpresa sólo hasta cierto punto. El hombre en la cocina seguía de cerca las actividades de Webber y otros como él. La falta de escrúpulos que demostraban alguna que otra vez no le asombraba. Todos los coleccionistas eran iguales: en ocasiones sus deseos se imponían a sus buenas intenciones. Pero en realidad Webber no era un coleccionista. Si bien era cierto que había conservado algunos objetos a lo largo de los años, se ganaba la vida como intermediario, como facilitador, una fachada para otros. En esos individuos se esperaba cierto grado de buena fe. A veces podían beneficiar a un comprador en detrimento de otro, pero rara vez engañaban de forma activa. Hacerlo era poco sensato, ya que un trato manejado con deshonestidad sólo por las ganancias a corto plazo podía menoscabar el buen nombre. En el caso de Webber, ese menoscabo, revelado ahora en una mancha de sangre y materia gris, había sido letal. El visitante dio una larga calada al cigarrillo, arrugando la nariz. El olor que había molestado a la hija de Webber, relacionándolo, para su vergüenza, con la relajación de los músculos de su padre después de la muerte, casi se había desvanecido, pero el intruso tenía los sentidos muy agudos, prácticamente indemnes pese a su afición al tabaco. Ese olor lo inquietaba. No se correspondía con aquel lugar. Era ajeno.

A sus espaldas se hallaba la oscuridad del pasillo, pero no estaba vacío. Unas formas se movían en la penumbra, siluetas grises con la piel semejante a la de una fruta pasada, formas sin sustancia.

Hombres huecos.

Y aunque él los sintió congregarse, no se volvió. A pesar de lo mucho que lo odiaban, eran sus criaturas.

El hombre de la cocina se hacía llamar «Coleccionista». A veces se lo conocía por el nombre de Kushiel, el demonio a quien se atribuía la función de carcelero del infierno, lo que acaso fuese sólo una broma macabra por su parte. No era un coleccionista como aquellos para quienes Webber localizaba objetos. No, el Coleccionista se veía a sí mismo como un hombre que saldaba deudas, que ajustaba cuentas. Algunos incluso lo habrían llamado asesino, porque en último extremo lo que hacía era matar, pero eso hubiera sido malinterpretar la labor del Coleccionista. Aquellos a quienes liquidaba por sus pecados habían perdido el derecho a la vida. Es más, sus almas habían perdido todo derecho, y sin alma, un cuerpo no era más que un receptáculo vacío que debía romperse y desecharse. Cada vez que eliminaba a alguien se llevaba una prenda en recuerdo, a menudo un objeto de especial valor sentimental para la víctima. Era su manera de conmemorar, aunque además su colección le proporcionaba un gran placer.

¡Y vaya si habla crecido a lo largo de los años!

A veces esos seres sin alma permanecían con él durante un tiempo, y el Coleccionista les daba un objetivo, aun cuando ese objetivo fuera sólo sumarse a los otros como ellos. Ahora, mientras merodeaban cerca de él, percibió en ellos un cambio de humor, si es que podía decirse que esos hombres vacíos, extraviados y sin esperanza, conservaban algo vagamente cercano a una verdadera emoción humana aparte de la rabia. Estaban asustados, pero el suyo era un miedo atenuado por un asomo de…

¿Era expectación?

Parecían matones de tercera fila en un patio de colegio, amilanados por uno más fuerte que ellos pero esperando la aparición del perro grande, el cabecilla, el que pondría al usurpador en su sitio.

El Coleccionista rara vez sentía inseguridad. Conocía demasiado bien el funcionamiento de este mundo, un mundo como una colmena, y cazaba entre sus sombras. A quien debía temerse era a él, el depredador, el juez inmisericorde.

Pero allí, en esa cocina equipada con todo lo más caro en una casa de un barrio acomodado, el Coleccionista estaba nervioso. Volvió a olisquear el aire, y detectó el tufo residual. Se acercó a la ventana, alargó el brazo hacia las cortinas, y de pronto se detuvo como si temiese lo que tal vez apareciera al otro lado. Finalmente las descorrió, retrocediendo al hacerlo y con la mano derecha un poco en alto para protegerse.

Sólo vio su propio reflejo.

Pero allí se adivinaba la presencia de algo más, y no era la del hombre que disparó la bala que mató a Webber, porque el Coleccionista lo sabía todo de él: Herodes, a quien siempre buscaba y nunca encontraba; Herodes, el que vivía escondido detrás de distintos alias y empresas fantasma, tan astuto y tan diestro en el arte de la ocultación que incluso el Coleccionista había perdido su rastro. Tarde o temprano le llegaría su hora. A fin de cuentas, el Coleccionista llevaba a cabo la obra de Dios. Era el verdugo de Dios, ¿y quién podía pretender esconderse del Divino?

No, no era Herodes. Era otro, y el Coleccionista percibió su olor en la nariz y su sabor en la lengua, casi vio el levísimo rastro de su presencia como la condensación del aliento en un cristal. Había estado allí, viendo morir a Webber. ¡No, un momento! El Coleccionista abrió los ojos de par en par cuando ató cabos, y sus conjeturas adquirieron la firmeza de una convicción.

No viendo morir a Webber, sino viendo a Herodes mientras Webber moría.

El Coleccionista supo entonces por qué se había sentido atraído por aquel lugar, supo por qué Herodes, sin comprender aún plenamente el objetivo último de sus esfuerzos, había estado reuniendo su propia colección de material arcano.

Él estaba allí. Por fin había llegado: el Hombre Risueño, el Viejo Tentador.

Aquel que Espera Detrás del Cristal.

Загрузка...