9

Al despertar, no me sentía descansado y me dolían mucho la garganta, la nariz y los pulmones. La mano derecha me temblaba sin cesar, y me salpiqué la camisa de agua caliente mientras intentaba prepararme un café. Al final, para nada, porque el café me supo igualmente a agua inmunda. Me senté en una silla con la mirada fija en la marisma; mi ira de la noche anterior se había desvanecido dando paso a una lasitud, que sin embargo no era tan profunda como para anular el miedo. No deseaba pensar en Bennett Patchett y su hijo muerto, ni en Joel Tobias, ni en barriles llenos de oscuridad turbulenta. Ya otras veces había experimentado shocks de efecto retardado, pero nunca como en esa ocasión. Al dolor y al temor se añadía la vergüenza por haber dado el nombre de Bennett Patchett. A todos nos gusta creer que, a fin de proteger a otra persona y salvar una pequeña parte de nosotros mismos, seríamos capaces de soportar la tortura, pero no es así. Todo el mundo acaba sucumbiendo, y yo, para no morir ahogado en agua estancada, les habría dicho lo que quisieran. Habría confesado delitos que no había cometido, y jurado cometer delitos contrarios a mi naturaleza. Tal vez incluso habría traicionado a mi propia hija, y me encogí sólo de pensarlo. Me habían arrebatado la hombría entre los escombros del Blue Moon.

Al cabo de un rato telefoneé a Bennett Patchett. Sin dejarme hablar, me contó que Karen Emory no se había presentado a trabajar ese día, y no había obtenido respuesta al llamarla a su casa. Estaba preocupado por ella, prosiguió, pero lo interrumpí. Lo puse al corriente de lo ocurrido la noche anterior, y admití lo que había hecho. No pareció inquietarlo, ni sorprenderlo siquiera.

– ¿Eran militares? -preguntó.

– Ex militares, creo, y sabían lo de Damien. Por eso supongo que no van a causarte problemas, siempre que llores a tu hijo en silencio.

– ¿Eso harías tú, Parker? ¿Eso me propones? ¿Vas a echarte atrás?

– No lo sé. Ahora mismo necesito tiempo.

– ¿Para qué? -Pero parecía resignado, como si le sirviese cualquier respuesta.

– Para recuperar la ira -contesté, y tal vez, en cierto modo, era ésa la única respuesta satisfactoria para él.

– Cuando la recuperes, ya sabes dónde me tienes -dijo, y colgó.

Ignoro cuánto tiempo permanecí en esa silla, pero al final me obligué a levantarme. Tenía que hacer algo, o de lo contrarío me hundiría igual que si los hombres del Blue Moon me hubiesen dejado caer de cabeza en el fondo de un barril de agua estancada.

Cogí el teléfono y llamé a Nueva York. Había llegado el momento de solicitar ayuda de verdad. Después me duché, forzándome a mantener la cara bajo los chorros de agua.


***

Jackie Garner se puso en contacto conmigo pasada una hora.

– Parece que Tobias se pone en marcha -informó-. Ha cargado una bolsa de viaje y está delante de su camión, echándole un último vistazo.

Tenía su lógica. Probablemente habían llegado a la conclusión de que me habían asustado y podían llevar a cabo sus planes, cualesquiera que fuesen, y no andaban muy desencaminados.

– Síguelo mientras puedas -dije-. Va a Canadá. ¿Tienes pasaporte?

– En casa. Llamaré a mi madre para que me lo traiga. Aunque Tobias salga a la carretera, puedo pegarme a él, y ella ya me alcanzará. Mi madre conduce como un demonio.

Eso me lo creí.

– ¿Estás bien? -preguntó Jackie-. Pareces enfermo.

Le conté por encima lo sucedido la noche anterior, y le advertí que se mantuviera a distancia de Tobias.

– Cuando deduzcas la ruta que va a tomar, adelántalo y espéralo al otro lado de la frontera. A la menor señal de problemas, déjalo estar. Esos individuos no se andan con chiquitas.

– ¿No abandonas, pues?

– Supongo que no -contesté-. De hecho, voy a tener visita.

– ¿De Nueva York? -preguntó Jackie, y no pudo disimular un asomo de esperanza en la voz.

– De Nueva York.

– Tío, no veas cuando se lo cuente a los Fulci -exclamó con el mismo tono que un niño en Navidad-. ¡Se van a poner como locos!


***

Llamé tres veces a la puerta con los nudillos, aguardando un minuto entre llamada y llamada, hasta que Karen Emory me abrió. Iba en bata y zapatillas, despeinada, y daba la impresión de que no había dormido mucho. Supe cómo se sentía. Además, había llorado.

– ¿Sí? -dijo Karen Emory-. ¿Qué…? -Se calló y entornó los ojos-. Es usted, el que estaba en el restaurante.

– El mismo. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.

– Lárguese.

Cerró de un portazo, y yo no había interpuesto el pie para impedirlo. Introducir el pie por una puerta ajena es una buena manera de acabar mutilado, o con los dedos rotos. Por otro lado, equivale a entrar en una propiedad particular sin permiso, y yo a esas alturas ya me había granjeado bastante mala fama entre la policía. Procuraba no meterme en más líos.

Llamé otra vez, y seguí llamando hasta que Karen volvió a abrir.

– Si no me deja en paz, llamaré a la policía, se lo advierto.

– No creo que llame a la policía, señorita Emory. A su novio no le gustaría.

Eso fue un golpe bajo, pero, como la mayoría de los golpes bajos, dio de pleno en el blanco. Se mordió el labio.

– Por favor, váyase.

– Me gustaría hablar con usted un momento. Créame, soy yo quien más riesgo corre. No voy a causarle ninguna complicación. Serán sólo unos minutos, y luego me marcharé.

Echó un vistazo por encima de mí para asegurarse de que no había nadie en la calle. A continuación se apartó y me dejó pasar. La puerta daba directamente a la zona de estar. Había una cocina al fondo y una escalera a la derecha, y debajo de ésta lo que parecía la entrada a un sótano. Cerró la puerta a mis espaldas y se quedó allí con los brazos cruzados, esperando a que yo hablara.

– ¿Podemos sentarnos? -pregunté.

Parecía decidida a negarse, pero cedió y me llevó a la cocina, un espacio luminoso y alegre de colores blancos y amarillos. Olía a pintura reciente. Me senté a la mesa.

– Tiene una casa bonita -comenté.

Ella asintió.

– Es de Joel. La reformó toda él. -Se apoyó en el fregadero, sin sentarse, manteniendo la mayor distancia posible entre nosotros-. ¿Ha dicho que es detective privado? Imagino que debería haberle pedido que se identificara antes de dejarlo entrar.

– En general, es buena idea -respondí. Abrí la cartera y le enseñé la licencia. Ella la examinó expeditivamente, sin tocarla.

– Conocí un poco a su madre -dije-. Fuimos al mismo instituto.

– Ah. Ahora mi madre vive en Wesley.

– Me alegro por ella -contesté a falta de algo mejor que decir.

– La verdad es que no hay ninguna razón para alegrarse. Su actual marido es un gilipollas.

Se llevó la mano al bolsillo de la bata y sacó un mechero y un paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y se guardó otra vez el paquete y el mechero. No me ofreció. Yo no fumaba, pero siempre es de buena educación preguntar.

– Dice Joel que lo contrató Bennett Patchett.

La verdad era que no podía desmentirlo, pero como mínimo confirmaba que los hombres del Blue Moon habían hablado con Tobias después de lo ocurrido la noche anterior, y él, a su vez, había hablado con su novia.

– Así es.

Alzó la vista con cara de exasperación.

– Lo hizo con buena intención -añadí-. Estaba preocupado por usted.

– Dice Joel que, en su opinión, yo no debería seguir allí, que tengo que dejar ese trabajo y buscar otro. Hemos discutido por eso.

Me lanzó una mirada iracunda, de donde se desprendía que me culpaba a mí.

– ¿Y usted qué dice?

– Yo quiero a Joel, y me encanta esta casa. Si no queda más remedio, puedo encontrar otro empleo, supongo, pero preferiría seguir trabajando para el señor Patchett.

Se le empañaron los ojos, y una lágrima resbaló por su mejilla derecha. Se apresuró a enjugársela.

Aquel caso no tenía pies ni cabeza. A veces las cosas son así. Ni siquiera sabía bien por qué había ido allí, como no fuera para asegurarme de que Joel Tobias no hacía con Karen Emory lo que Cliffie Andreas había hecho con Sally Cleaver en su día.

– Señorita Emory, ¿Joel le ha pegado o la ha maltratado de alguna otra manera?

Siguió un largo silencio.

– No, no como piensa usted, o el señor Patchett. Tuvimos una bronca seria hace un tiempo y la cosa se nos fue de las manos, sólo eso.

La observé con atención. Pensé que Tobias no era el primer novio que le pegaba. Por su forma de hablar, daba la impresión de que, para ella, recibir alguna que otra bofetada era un gaje del oficio, un inconveniente de salir con ciertos hombres. Si ocurría con relativa frecuencia, una mujer podía empezar a pensar que la culpable era ella, que algo en ella, un defecto en su manera de ser, inducía a los hombres a reaccionar de un modo determinado. Si Karen Emory no pensaba ya algo por el estilo, le faltaba poco.

– ¿Fue ésa la primera vez que le pegó?

Ella asintió.

– Fue…, ¿cómo se dice?…, «impropio» de él. Joel es un buen hombre. -Al pronunciar las últimas tres palabras se le trabó la lengua, como si intentara convencerse también a sí misma-. Es sólo que ahora vive una época de mucho estrés.

– Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué?

Karen se encogió de hombros y desvió la mirada.

– Trabajar por cuenta propia no es fácil.

– ¿Le habla de su trabajo?

No contestó.

– ¿Esa fue la causa de la discusión?

Siguió sin contestar.

– ¿Él le da miedo?

Se lamió los labios.

– No. -Esta vez mintió.

– ¿Y sus amigos, sus camaradas del ejército? ¿Qué sabe de ellos?

Aplastó el cigarrillo a medio fumar en el cenicero.

– Tiene que irse ya -dijo-. Puede decirle al señor Patchett que estoy bien. Me despediré esta misma semana.

– Karen, no está sola en esto. Si necesita ayuda, puedo ponerla en contacto con las personas adecuadas. Son discretas, y le aconsejarán sobre lo que puede hacer para protegerse. Ni siquiera tiene que mencionar el nombre de Joel si no quiere.

Aun mientras hablaba, comprendí que mis palabras no surtirían el menor efecto. Karen Emory había ligado su suerte a la de Joel Tobias. Si lo abandonaba, tendría que regresar a los apartamentos de Bennett Patchett, y con el tiempo aparecería otro hombre, quizá peor que Tobias, y se marcharía con él sólo por escapar de allí. Esperé un momento, pero estaba claro que no iba a sacarle nada más. Me señaló la puerta y me siguió por el pasillo. Después de abrir, mientras yo salía al porche, volvió a hablar.

– ¿Qué haría Joel si supiera que usted ha estado aquí? -preguntó. Habló con el tono de una niña traviesa, pero era pura fachada. Le brillaban los ojos a causa de las lágrimas a punto de derramarse.

– No lo sé -contesté-, pero creo que sus amigos podrían matarme. ¿A qué se dedican, Karen? ¿Por qué les preocupa tanto que alguien se entere?

Tragó saliva y contrajo el rostro.

– Porque están muriendo -respondió-. Todos ellos están muriendo.

Y la puerta se cerró ante mi cara.


***

El Sailmaker seguía sin clientes cuando escruté a través de la puerta de cristal, y Jimmy Jewel seguía sentado en el mismo taburete junto a la barra, pero ahora tenía unos papeles esparcidos ante él, y repasaba unas cifras con una calculadora de escritorio.

La luz cambiaba continuamente dentro del bar. Destellos de sol traspasaban las sombras y eran engullidos de nuevo debido al movimiento de las nubes, como cardúmenes de sábalos plateados desapareciendo en la oscuridad del mar. Aunque a esas horas el Sailmaker ya debería haber abierto al público, Jimmy no había permitido a Earle retirar el cerrojo. El Sailmaker había heredado algunos hábitos del Blue Moon: podía abrir a las doce del mediodía o a las cinco de la tarde, o podía no abrir. Los clientes habituales sabían que no les convenía andar aporreando la puerta para que los dejaran entrar. Ya habría dentro un sitio para ellos cuando Jimmy y Earle estuvieran listos, y una vez instalados, nadie los molestaría a menos que se cayeran al suelo y lo pringaran todo.

Pero como yo no era un cliente habitual, llamé a la puerta. Jimmy alzó la vista, me observó por un momento mientras contemplaba la posibilidad de librarse de mí mandándome a jugar con las líneas blancas de la I-95, y por fin hizo una seña a Earle para que me dejara entrar. Earle obedeció y luego continuó llenando las neveras, lo cual no representaba una gran complicación, ya que el bar no servía nada que pudiera considerarse exótico en lo tocante a cerveza. En el Sailmaker aún podía pedirse una Miller High Life, y la gente bebía PBR porque era barata, no por la pose bohemia.

Ocupé un taburete ante la barra, y Earle se fue a por una jarra de café recién hecho para Jimmy. Si yo hubiese bebido tanto café al día como Jimmy, habría sido incapaz de escribir mi nombre sin temblar. A Jimmy, en cambio, parecía no hacerle efecto. Tal vez poseía inmensos depósitos de calma a los que recurrir.

– Oye, parece que fue ayer cuando estuviste aquí por última vez -comentó-. O el tiempo pasa más deprisa de lo normal, o no me das tiempo para empezar a echarte de menos.

– Tobias está otra vez en la carretera, como dice la canción -anuncié.

Jimmy mantuvo la mirada en sus papeles, añadiendo cifras y anotaciones en los márgenes.

– ¿Por qué te preocupa tanto eso? ¿Acaso trabajas para el Estado?

– No, prefiero un plan de pensiones privado. En cuanto a por qué me preocupa, te diré que anoche hice amigos nuevos.

– ¿Ah, sí? Estarás contento. Yo diría que no te vendrá mal algún que otro amigo.

– Éstos intentaron ahogarme hasta que les dije lo que querían saber. Puedo prescindir de amigos así.

El bolígrafo de Jimmy se detuvo.

– ¿Y qué querían averiguar?

– Les interesaba saber por qué ando haciendo preguntas sobre Joel Tobias.

– ¿Y qué contaste?

– La verdad.

– ¿No sentiste el impulso de mentir?

– Estaba demasiado ocupado tratando de sobrevivir para inventarme algo.

– Te han intentado disuadir una vez, no precisamente con delicadeza, ¿y sigues haciendo preguntas?

– He ahí la cuestión: no fueron muy corteses.

– Corteses. ¿Y tú qué eres? ¿Una duquesa?

– Por otro lado, está el detalle del sitio elegido para interrogarme.

– ¿Dónde fue?

– En el Blue Moon, o lo que queda de él.

Jimmy apartó la calculadora.

– Ya sabía yo que me traerías mala suerte. Lo supe en cuanto entraste la primera vez.

– Creo que tú contribuiste al presentarte ante Joel Tobias en el Dewey's; pero sí, me relacionaron contigo, o viceversa. Llevarme al Blue Moon fue una advertencia para los dos, sólo que tú no recibiste el lado feo del mensaje.

Earle había regresado y nos observaba. No parecía alegrarse de que el tema del Blue Moon volviera a salir a la conversación, pero con Earle nunca se sabía. Su cara era como un tatuaje mal hecho. Entre tanto, Jimmy tenía la cabeza en otra parte. Cuando por fin habló, se le notaba cansado y viejo.

– Quizá debería dejar el negocio -comentó.

No sabía si se refería al bar, al contrabando o a la propia vida. Con el tiempo lo dejaría todo, por si servía de consuelo, pero no se lo planteé. Me limité a escucharlo.

– Verás, tengo dinero metido en este muelle. Pensé que daría dividendos cuando empezara a moverse el proyecto urbanístico, pero ahora, tal como está el panorama, el único dinero que puedo llegar a sacar de aquí es la indemnización del seguro cuando todo esto se hunda en Casco Bay, y probablemente yo me vaya al fondo con el local, así que tampoco entonces lo disfrutaré. -Dio unas palmadas en la barra con delicadeza y afecto, quizá tal y como uno acariciaría a un perro viejo y muy querido pero cascarrabias-. Siempre me he considerado un comerciante honorable. Para mí, era un juego pasar cosas por la frontera, intentar robarle unos centavos al Tío Sam. A veces alguien salía mal parado, pero yo hacía lo posible para que eso no ocurriera con frecuencia. Entré en las drogas casi a mi pesar, no sé si me entiendes, y encontré maneras de acallar la voz de la conciencia. Pero, en general, si he de ser sincero, apenas pienso en ello, ni me inquieta demasiado. Lo mismo me pasa con el transporte de gente: tanto me da si son chinos que buscan trabajo en la cocina de un restaurante de Boston, como si son putas de Europa del Este. Yo sólo soy el intermediario. -Se volvió para calibrar mi reacción-. Dirás que soy un hipócrita, o sencillamente que me engaño.

– Tú ya sabes qué eres -respondí-. No estoy aquí para absolverte. Sólo busco información.

– En otras palabras: al grano.

– Eso mismo.

Earle cobró vida de pronto y, sabiendo instintivamente que su jefe necesitaba engrasar la maquinaria, rellenó la taza de Jimmy. Sacó otra taza y la colocó ante mí. Puse una mano encima para rehusar el ofrecimiento y por un instante creí que Earle se sentiría tentado de verter el café caliente sobre mis dedos, sólo para dejar bien claro que a él le traía sin cuidado lo que yo quisiera o dejase de querer. Al final se conformó con darme la espalda y marcharse al extremo opuesto de la barra, donde cogió un libro y empezó a leer, o a simular que leía. Era un ejemplar de bolsillo de Penguin, uno con portada negra, de la colección de clásicos, pero no vi el título. Me gustaría decir que no me sorprendió, pero sí me sorprendió. Earle no parecía un individuo con mucho interés por el mejoramiento personal.

Jimmy siguió la dirección de mi mirada.

– Me hago viejo -prosiguió-. Yo y todos. En otro tiempo, Earle jamás habría cogido un libro, a menos que fuese un listín telefónico y se propusiese sacudir a alguien sin dejarle marcas, pero a algunos los años nos reblandecen, supongo, para bien y para mal. En otro tiempo, Earle tampoco se habría dejado sorprender tan fácilmente por un hombre como Joel Tobias, y sin embargo el tipo pudo con él sin movérsele un pelo. De haber querido, podría haberle hecho mucho daño. Fue evidente.

– Pero no lo hizo.

– No. Era verdad que sólo quería que lo dejáramos en paz, pero sus necesidades no cuentan, podríamos decir. Quiero saber a qué se dedica. Para mi negocio es importante, pero también es vital que se mantenga la estabilidad existente. Los mexicanos, los colombianos, los dominicanos, los rusos, la policía, yo, y prácticamente cualquiera con intereses en el movimiento de mercancías a través de la frontera…, todos coexistimos en un estado de equilibrio. Es muy frágil, y si alguien no entiende las reglas y empieza a tontear, el tinglado se vendrá abajo y creará un sinfín de problemas para todo el mundo. No llegué a captar de qué palo iba Tobias, y me pone nervioso quedarme en ayunas. Así que…

– ¿Qué?

– Así que podría haber pasado aviso a la aduana, pero, tratándose de la policía, nunca hay que preguntar nada si no se sabe ya la respuesta. Si me conviene ponerles a Tobias en bandeja, lo haré, pero sólo cuando me conste qué trae del otro lado de la frontera. Hay gente que me debe favores, y ahora he reclamado que me devuelvan alguno. Cada vez que Joel Tobias recibe un encargo, me llega una copia de los formularios. Últimamente ha estado trabajando en Nueva Inglaterra, entre estados, y todo parece legal. Esta semana tiene que ir por un cargamento de pienso a Canadá, y eso implica cruzar la frontera.

– Y tienes a alguien detrás de él.

Jimmy sonrió.

– Digamos que convencí a unos amigos míos para que estén atentos a Joel Tobias.

Y eso fue todo lo que conseguí sonsacarle a Jimmy Jewel, aparte del nombre de la empresa de Quebec que suministraba el pienso, y la de Maine que lo había encargado, pero me pareció que su información sobre Joel Tobias se reducía prácticamente a eso. Estaba casi tan a oscuras como yo.

Volví a mi coche. Sentí otra vez el olor a agua fétida en la nariz, y en la ropa. Me di cuenta de que procedía del Mustang, que se había impregnado un poco del hedor del Blue Moon. Aunque quizá fueran imaginaciones mías, otro aspecto de mi reacción a lo sucedido.

Fui al Blue Moon. Tarde o temprano habría ido. Había un barril de petróleo en el centro del local, bajo lo que quedaba del techo calcinado. Contenía agua oscura, y unos insectos zumbaban sobre su superficie. Al verlo, sentí el impulso de retroceder y se me aceleró la respiración, la respuesta de mi organismo al recuerdo asociado al olor de aquel sitio. No obstante, saqué del bolsillo mi pequeña linterna y escruté los escombros, pero los hombres que me llevaron allí no habían dejado el menor rastro de su presencia.

Fuera, telefoneé a Bennett Patchett y le pedí que me preparase una lista con los nombres de quienes habían servido al lado de su hijo en Iraq y habían vuelto a Maine, en concreto aquellos que habían asistido al funeral. Me contestó que se pondría en ello de inmediato.

– ¿Eso significa que ya has recuperado la ira? -preguntó.

– Por lo que se ve, tenía reservas sin explotar -contesté, y colgué.

Fuera psicológico o no, el Mustang aún olía. Lo llevé a un lugar de South Portland, el taller de Phil, que por lo general trabajaba bien, lavándolo a mano en lugar de usar la manguera, ya que con la manguera el agua se filtraba por cualquier poro en las juntas y la tapicería quedaba tan húmeda que se empañaban las lunas. Mientras me tomaba un refresco, limpiaron el Mustang por dentro y por fuera, quitando incluso la suciedad del interior del guardabarros.

Fue así como encontraron el artefacto.


***

En el mejor sentido posible, Phil Ducasse presentaba todo el aspecto de dueño de un taller de reparación y lavado de coches. Dudo que tuviera una sola prenda de ropa sin una mancha de aceite; a mediodía ya exhibía la sombra de barba propia de las cinco de la tarde, y sus manos parecían sucias incluso cuando las tenía limpias. A fuerza de alimentarse de hamburguesas acarreaba unos cuantos kilos de más, y en su mirada se advertía la cansina impaciencia de quien siempre sabría más acerca de los problemas de un motor que el vecino, y que podía arreglar cualquier cosa más deprisa que nadie, en el supuesto de que tuviera tiempo para arreglarla, cosa que no tenía. En ese momento, con una lámpara portátil, enfocó un objeto de unos treinta centímetros envuelto en cinta aislante negra y prendido al interior del guardabarros con un par de imanes.

– Ernesto ha pensado que quizá fuera una bomba -dijo Phil, refiriéndose al pequeño mexicano que trabajaba en el coche cuando se encontró el artefacto. Ahora Ernesto se hallaba a cierta distancia del taller, junto con la mayoría de los otros empleados, aunque nadie había llamado aún a la policía.

– ¿Y tú qué piensas?

Phil se encogió de hombros.

– Podría ser.

– ¿Y entonces cómo es que estamos aquí, con el artefacto ante nuestras narices?

– Porque lo más probable es que no lo sea.

– Ese «probable» es muy tranquilizador.

– ¿Por qué lo dices? ¿Tú crees que es una bomba?

Miré el artefacto con mayor detenimiento.

– Por la forma, parece contener sobre todo componentes electrónicos. No veo nada que parezca un explosivo.

– ¿Quieres saber mi opinión? -preguntó Phil-. Creo que están siguiéndote. Es un localizador.

Tenía lógica. Podrían habérmelo colocado en el coche mientras me interrogaban en el Blue Moon.

– Es grande -señalé-. No puede decirse que pase inadvertido.

– Pero nadie va a encontrarlo a menos que lo busque. Si quieres asegurarte, puedo hacer una llamada.

– ¿A quién?

– A un chico que conozco. Es un genio.

– ¿Es discreto?

– ¿Llevas la cartera?

– Sí.

– Entonces es discreto.

Al cabo de veinte minutos, un joven con rastas de color amarillo chillón y barba rala llegó en una moto roja, una Yamaha Street Tracker. Vestía una camiseta del grupo Rustic Overtones

– Del setenta y siete -informó Phil, radiante como un padre orgulloso en la graduación de su hijo-. La XS650, restauración integral. Yo me ocupé de la mayor parte. El chico me ayudó un poco, pero sudé sangre con esa moto.

El chico se llamaba Mike. De una cortesía escrupulosa, insistió en hablarme de usted, y me sentí como un jubilado.

– ¡Guau, qué guapo! -exclamó nada más ver el objeto instalado en mi coche.

Lo retiró con sumo cuidado y lo dejó en un banco de trabajo cercano. Usando sólo las yemas de los dedos, palpó el contorno de cada componente a través de la cinta. A continuación, realizó pequeñas incisiones en la cinta con un cuchillo para examinar el contenido. Cuando acabó, movió la cabeza en un gesto de aprobación.

– ¿Y bien? -dije.

– Es un dispositivo de rastreo. Bastante sofisticado, aunque con toda esa cinta alrededor no lo parezca. Parte del material…, en fin, juraría que es de uso militar. Puede que las autoridades no le tengan a usted mucha simpatía. -Me miró esperanzado, pero no mordí el anzuelo-. En cualquier caso, quienquiera que lo haya puesto debía de andar con prisas. Si hubiera tenido tiempo, habría usado algo más pequeño, más fácil de esconder, y lo habría conectado a la batería del coche para que no necesitase suministro de energía autónomo. Pero para eso harían falta entre quince y veinte minutos, trabajando sin interrupciones.

Con un destornillador señaló un abultamiento en el centro del artefacto.

– Eso es un receptor GPS, como los que se utilizan normalmente para la navegación por satélite. Indica la localización del coche para poder seguirlo mediante un PC. Se alimenta con ocho pilas de doce voltios atornillables. Habría que cambiarlas con regularidad, por lo que si formase parte de una vigilancia a largo plazo, lo lógico sería volver y colocar la versión más pequeña conectada a la batería en cuanto se presentase la oportunidad, pero esta virguería basta y sobra para ir tirando. Los imanes no afectan a la posición transmitida, y es fácil de retirar una vez cumplida su función.

– ¿Quien lo ha puesto ahí sabe ahora que lo hemos desprendido?

– No lo creo. Por eso precisamente no lo he alejado mucho del coche, y dudo que el localizador sea tan sensible.

Me recliné contra el banco y solté un juramento. Debería haber sido más cuidadoso. Había permanecido atento a los retrovisores cuando fui a visitar a Karen Emory y a Jimmy Jewel y había dado muchos rodeos, entrado en calles sin salida y cambiado de sentido varias veces por si acaso, sin advertir la menor señal de que me siguieran. Ahora entendía por qué. Y tenía constancia de que los hombres que me habían interrogado en el Blue Moon ya sabían que había ido a ver a Karen y a Jimmy, y que por tanto sus advertencias habían caído en saco roto.

– ¿Quiere que vuelva a colocarlo donde estaba? -propuso Mike.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Phil-. ¿Y si se lo pega al pecho y así, de paso, también pueden seguirlo mientras se pasea por su casa?

– Esto…, no creo que eso le convenga -aconsejó Mike. Al parecer, era inmune al sarcasmo, por lo que me cayó aún mejor.

Dirigí la mirada hacia el aparcamiento. Un camión enorme se detuvo e indicó con una ráfaga de luz que necesitaba atención. Me acordé de Joel Tobias. Me pregunté dónde estaría en ese momento, y qué cargamento pasaría por la frontera. El camión llevaba matricula de Jersey. Jersey. Phil siguió mi mirada.

– Ah, no conozco al conductor -comentó-. Por mí, como quieras.

Al final, en lugar de mandar el dispositivo localizador a Jersey, pedí a Mike que volviese a colocarlo donde lo había encontrado. Pareció complacido al ver que por fin yo conseguía ponerme a la altura de sus procesos mentales: conocer la presencia del artefacto era un arma que podía emplear contra quienquiera que lo hubiese instalado, si surgía la oportunidad.

Pagué a Mike generosamente por su tiempo, y me dio su número de móvil por si alguna vez volvía a necesitar su ayuda.

– Buen chico -comenté mientras Phil y yo lo observábamos marcharse-. Y listo.

– Es hijo de mi hermana -dijo Phil.

– No te ha llamado «tío Phil».

– Ya te he dicho que es discreto.

También le ofrecí una propina a Ernesto. Me dio las gracias, pero a todas luces consideró que el susto que se había llevado merecía una propina mayor. Puesto que en realidad no había volado por los aires, pasé por alto su expresión de pena.

– ¿Tienes idea de quién te ha puesto eso en el coche? -preguntó Phil.

– Sí.

– ¿Crees que irán a por ti?

– Posiblemente.

– ¿Tienes ayuda?

– Viene en camino.

– Yo que tú, si alguien me pusiera artefactos de vigilancia de uso militar en el coche, buscaría ayuda de esa que viene con un arma. ¿Es esa clase de ayuda?

– No -contesté-. Es la clase de ayuda que viene con muchas armas.

Загрузка...