Herodes puso las manos bajo el grifo y dejó que el chorro de agua le limpiase la sangre. Observó los dibujos que formaba, el vórtice de color carmesí que se arremolinaba sobre el acero inoxidable como los brazos de una lejana nebulosa hundiéndose en espiral. Una gota de sudor cayó de su nariz y desapareció. Cerró los ojos. Le dolían los dedos, y la cabeza, pero al menos era un dolor distinto, el dolor del trabajo duro. Torturar a otro ser humano era agotador. Miró su imagen y vio, en el cristal, al hombre desplomado en la silla, las manos atadas a la espalda. Herodes le había quitado la mordaza para oír lo que tenía que decir. No se molestó en volver a colocársela cuando terminó de hablar. Apenas le quedaban fuerzas para respirar, y pronto incluso ésas se le habrían agotado.
Detrás del hombre desmadejado se alzaba otra figura, con las manos levemente apoyadas en el respaldo de la silla. El Capitán había adoptado, una vez más, la forma de la niña del vestido azul, con el pelo largo y recogido en trenzas que le colgaban entre los pechos. Como antes, la niña no debía de contar más de nueve o diez años, pero tenía unos pechos sorprendentemente desarrollados; casi rayanos en lo obsceno, pensó Herodes. Tenía el rostro de una palidez asombrosa, pero estaba inacabado. Los ojos y la boca eran óvalos negros, desdibujados en los contornos como si los trazos de un lápiz de punta gruesa hubiesen sido emborronados con una goma sucia. Permanecía muy quieta, con la cabeza casi a la misma altura que la del hombre sentado.
El Capitán esperaba a que Joel Tobias muriese.
No habría sido cierto afirmar que Herodes era un hombre inmoral. Tampoco era amoral, ya que discernía entre un comportamiento moral e inmoral, y era consciente de la necesidad de equidad y honradez en todos sus tratos. Él se lo exigía a los demás y a sí mismo. Pero en Herodes existía un vacío, como el hueco en ciertas clases de fruta una vez retirado el hueso, hecho que aceleraba su descomposición, y de ese vacío salía la capacidad para ciertas clases de conducta. No había extraído ningún placer al causar daño al hombre que ahora agonizaba en la silla, y en cuanto Herodes averiguó todo lo que deseaba saber, dejó de manipular el interior de su cuerpo, aunque los daños infligidos eran tan grandes que el sufrimiento había continuado pese a cesar las acciones violentas e invasivas. Ahora, mientras se enjuagaba la sangre, Herodes se sentía obligado a poner fin a ese sufrimiento.
– Señor Tobias -dijo-. Creo que hemos acabado.
Cogió la pistola que estaba al lado del fregadero, ya con la intención de volverse de espaldas al cristal.
Cuando se disponía a hacerlo, la figura de la niña se movió. Cambió de posición de manera que quedó ligeramente a su derecha. Tendió una mano mugrienta y acarició el rostro a Tobias. Éste abrió los ojos al notar el contacto. Parecía confuso. Sentía unos dedos en la piel y sin embargo no veía nada. La niña se inclinó hacia él. Del óvalo oscuro de su boca asomó una lengua, larga y gruesa, y lamió la sangre en torno a la boca del moribundo. Él intentó apartar la cabeza, pero la niña reaccionó al movimiento aferrándose a la ropa de él, colocando las piernas entre las suyas, arrimando su cuerpo. Al cambiar de posición, Tobias vio su propio reflejo en el cristal ahumado de la puerta del horno: su reflejo, y también la naturaleza del ser que se abalanzaba sobre él. Gimió de miedo.
Herodes se acercó a la silla, apoyó la pistola en la cabeza de Tobias y apretó el gatillo. El Capitán desapareció y cesó todo movimiento.
Herodes dio un paso atrás. Era consciente de la presencia del Capitán en las inmediaciones. Sentía su rabia. Se aventuró a mirar de soslayo la puerta del horno, pero no vio nada.
– No era necesario -dijo a la oscuridad que escuchaba-. Ya había sufrido suficiente.
¿Suficiente? Suficiente ¿para quién? Para él, sí, pero para el Capitán ningún sufrimiento bastaba. Herodes encorvó los hombros. No le quedó más remedio que volver a mirar hacia la ventana.
El Capitán se hallaba justo detrás de él, pero ya no era una niña. Era una forma asexuada envuelta en un largo abrigo gris. Su rostro era una mancha borrosa, una sucesión de muecas en continuo cambio, y en ellas vio Herodes a todos aquellos por quienes alguna vez había sentido afecto: su madre y su hermana, ya desaparecidas; su abuela, adorada y enterrada hacía mucho tiempo; amigos y amantes, vivos y muertos. Todos en pleno suplicio, los rostros contraídos por el martirio y la desesperación. Y al final apareció la cara de Herodes entre las otras, y comprendió.
Eso era lo que podía suceder. Si volvía a contrariar al Capitán, era eso lo que ocurriría.
El Capitán se marchó y dejó a Herodes a solas con el cadáver. Herodes volvió a enfundar la pistola en la hombrera y echó un último vistazo al muerto. Se preguntó cuánto tardarían en descubrirlo sus amigos, e incluso cuántos de ellos quedaban. No tenía mucha importancia. Ahora Herodes sabía quién tenía la caja, pero debía actuar deprisa. El Capitán le había avisado: venía el Coleccionista.
Herodes había oído historias sobre el Coleccionista mucho antes de que éste empezara a perseguirlo, un individuo extraño y harapiento que se consideraba segador de almas y atesoraba recuerdos de sus víctimas. A través del Capitán había averiguado más cosas. El Coleccionista querría la caja para sí. Eso había dicho el Capitán, y Herodes lo creyó. Herodes había tomado la precaución de esconderse bien, actuando bajo diversos alias, empleando empresas fantasma, abogados sin escrúpulos y misteriosos transportistas a quienes traía sin cuidado el papeleo y los documentos aduaneros siempre y cuando hubiera dinero suficiente por medio. Pero debido al carácter único de algunas de sus adquisiciones, y las averiguaciones realizadas en el transcurso de sus búsquedas, por discretas que hubieran sido, inevitablemente había atraído el interés del Coleccionista. Ahora era esencial permanecer alejado de él, porque tardaría un tiempo en desentrañar las complejidades de los cierres de la caja. Una vez abierta, ya ni el Coleccionista ni nadie podría hacer nada. El triunfo del Capitán sería la venganza de Herodes, y por fin podría morir y reclamar su recompensa en el otro mundo.
Pasando ante los cadáveres de Pritchard y Vernon tendidos en el jardín, Herodes abandonó la casa y entró en su coche. Se acercaban unas sirenas, aún lejanas. Cuando introdujo la llave en el contacto, oyó el aporreo en el maletero hasta que quedó ahogado por el ruido del motor.