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Karen no perdió el conocimiento, no del todo. Se dio cuenta, pues, de que la arrastraban por el pelo y la arrojaban a un rincón. Le dolía el lóbulo desgarrado de la oreja y sentía cómo le goteaba la sangre de la herida. Oyó cerrarse la puerta y vio correrse parcialmente las cortinas. Tenía náuseas y problemas de visión, porque cuando el hombre se acercó a la ventana, Karen creyó ver dos reflejos en el cristal. Uno era el intruso, y el otro…

El otro era Clarence Buttle. Algo en su andar y su postura había quedado grabado en la memoria de Karen para siempre, y lo habría reconocido aun cuando la figura reflejada no hubiese llevado la raída cazadora oscura que vestía Clarence aquella noche en el dormitorio de Karen, ni la camisa a cuadros rojos y negros remetida en unos vaqueros holgados que habrían sentado mejor a una persona más gorda. Un cinturón de piel marrón ceñía los vaqueros de Clarence, y la hebilla plateada medio rota tenía forma de sombrero vaquero. Así lo recordaba ella, porque ésa era la imagen de las fotografías que le tomaron al revelarse su verdadera naturaleza durante la investigación policial.

Pero Clarence Buttle estaba muerto. Había fallecido en la cárcel, aniquilado por un cáncer de estómago que le devoró las entrañas. El reflejo de Clarence parecía sin duda el de alguien devorado, sólo que en este caso lo corroído era la cara, porque el Clarence que ella había atisbado en el cristal antes de correrse las cortinas tenia agujeros allí donde deberían haber estado los ojos, y sus labios habían desaparecido y dejado a la vista encías negras y las raíces de dientes podridos. Pero en esos segundos finales, su boca sin labios se había movido, y Karen oyó las palabras, y olió la fetidez de sus entrañas que contaminaba la habitación.

He sido un niño muy, muy malo -dijo el reflejo Clarence y no Clarence a la vez; y Karen, intentando retener la bilis, supo, muy dentro de sí, en ese lugar oculto donde guardaba todo aquello que era verdaderamente ella, que lo que veía era la entidad que había convertido a Clarence Buttle en lo que era, la voz que le había hablado de los placeres de jugar con niñas en viejos canales de desagüe, el visitante maligno que había puesto el nombre de Karen Emory en la cabeza de Clarence.

«Ella jugará contigo, Clarence. Le gustan los chicos, y le gustan los sitios oscuros. Y no gritará. No gritará hagas lo que hagas con ella, porque es una niña muy, muy buena, y una niña muy, muy buena necesita a un niño muy, muy malo que saque de ella lo mejor que lleva dentro…»

El intruso la miraba con expresión risueña, y Karen supo que había visto algo de lo que ella había vislumbrado, porque también él estaba pudriéndose, por dentro y por fuera, y se preguntó si la entidad traía el cáncer consigo, si ese grado de degeneración espiritual y mental debía encontrar de algún modo expresión física. Al fin y al cabo, la maldad era una especie de veneno, una infección del alma, y otros venenos, absorbidos lentamente a lo largo del tiempo, introducían cambios en el cuerpo: la nicotina teñía de amarillo la piel y ennegrecía los pulmones; el alcohol dañaba el hígado y los riñones y estropeaba la piel; la radiación provocaba la caída del cabello; el plomo, el amianto, la heroína, tenían todos un efecto u otro en el cuerpo, quebrantándolo hasta su destrucción final. ¿No era posible que la maldad, en su estado más puro, la quintaesencia de la maldad, actuara del mismo modo? Porque la enfermedad había estado en Clarence, igual que lo estaba en el hombre que ahora la tenía en su poder.

– ¿Cómo se llamaba? -preguntó él, y ella se sintió obligada a contestar.

– Clarence -dijo-. Se llamaba Clarence.

– ¿Le hizo daño?

Ella negó con la cabeza.

Pero ésa era su intención. Ah, sí, Clarence quería jugar, y Clarence se empleaba a fondo cuando se trataba de jugar con niñas.

Karen flexionó las piernas, acercando las rodillas al mentón, y se las rodeó con los brazos. Aunque el reflejo ya no se veía, tenía miedo de aquello que lo había creado. Estaba allí dentro, en la casa. Lo percibía. Lo percibía porque existía un vínculo entre ella y Clarence Buttle. Ella fue la que escapó de él. Peor aún, ella fue la causante de que lo detuvieran, y él nunca la perdonaría por eso, nunca la perdonaría por dejarlo pudrirse dolorosamente en un hospital penitenciario sin nadie que lo visitara, nadie que se interesara por él, cuando lo único que él quería era jugar.

El intruso se aproximó a Karen, y ella se encogió.

– Me llamo Herodes -dijo-. No tenga miedo. No volveré a hacerle daño, no en tanto conteste a mis preguntas con sinceridad.

Pero ella miraba por detrás de él, dirigiendo la mirada aquí y allá, arrugando la nariz, alerta a la cercanía de No-Clarence, y su aliento canceroso, y sus dedos inmundos, sus dedos como sondas. El viejo la escrutó con curiosidad.

– Pero no me tiene miedo a mí, ¿verdad? -preguntó-. Porque lo ha visto a él, y ésa es la clave, ésa es la clave. Puede llamarlo Clarence, si quiere, pero tiene muchos nombres. Para mí, es el Capitán.

Acercó una mano a la cabeza de Karen y le acarició el pelo, y ella tembló, porque lo que fuera que habitaba en Clarence existía también en él.

– Y tampoco debe tenerle miedo al Capitán, no a menos que haya hecho algo malo, algo muy, muy malo.

Bajó la mano de la cabeza al hombro y le clavó las uñas con fuerza. Karen hizo una mueca y lo miró a la cara, atraída por la descomposición en forma de flecha de su labio superior, y la virulencia de la infección.

– Pero sospecho que ni siquiera una putilla como usted, toda aliento caliente y bragas sexy, tiene por qué preocuparse, porque al Capitán lo acucian otras preocupaciones. Usted carece de importancia, es joven, y mientras siga así, el Capitán se mantendrá a distancia. Y si no, en fin…

Ladeó la cabeza, como si escuchara una voz que sólo él podía oír, y esbozó una sonrisa desagradable.

– El Capitán me ha pedido que le diga que existe un canal de desagüe que lleva escrito su nombre, y que hay allí un amigo con muchas ganas de que alguien vaya a verle. -Guiñó un ojo-. Dice el Capitán que al viejo Clarence siempre le gustaron los sitios húmedos y calientes, y en eso el Capitán lo complació, porque el Capitán siempre cumple su palabra. Ahora Clarence tiene un agujero profundo, oscuro y húmedo sólo para él donde espera a la niña que escapó. Pero ése es el problema con las promesas del Capitán: hay que leer la letra pequeña antes de firmar en la línea de puntos. Eso Clarence no lo entendió, y por eso lleva solo tanto tiempo, pero yo sí lo he entendido. El Capitán y yo estamos muy unidos. Hablamos con una sola voz, podría decirse.

Sin soltarla, Herodes se irguió, obligándola a levantarse.

– Y ahora tengo una mala noticia que darle, pero se lo tomará como una mujer hecha y derecha: su novio, Joel Tobias, ya no volverá a ser la salsa de su vida por un tiempo. Él y yo hemos intentado mantener una charla, pero ha resultado ser un conversador reacio, y no me ha quedado más remedio que presionarlo un poco.

Herodes acercó la mano izquierda a su mejilla y se la pellizcó con suavidad. Tenía la piel fría al tacto, y Karen dejó escapar un débil gimoteo animal.

– Me parece que ya sabe usted de qué hablo. Si he de serle franco, fue una bendición para él cuando llegó el final.

A Karen le flaquearon las piernas. Se habría desplomado si Herodes no la hubiese tenido sujeta. Trató de apartarlo a empujones, pero él era más fuerte. Empezó a sollozar, y de pronto él la agarró otra vez por el pelo y le echó atrás la cabeza con tal violencia que ella se oyó crujir las vértebras.

– Eso ahora no -instó Herodes-. No es momento para llantos. Soy un hombre ocupado y no tengo el tiempo a mi favor. Primero hay cosas que hacer, luego ya le llorará tanto como quiera.

La condujo a la puerta del sótano. Alargó la mano derecha y la apoyó en la madera.

– ¿Sabe usted qué hay ahí abajo?

Karen negó con la cabeza. Seguía llorando, pero su aflicción quedaba amortiguada por una especie de insensibilidad, como cuando un dolor pugna por abrirse paso a través del efecto decreciente de un anestésico.

– Miente otra vez -dijo Herodes-, pero en cierto modo también dice la verdad, porque no creo que sepa qué hay ahí abajo, no en realidad. Pero usted y yo, los dos, vamos a averiguarlo juntos. ¿Dónde está la llave?

Lentamente, Karen se llevó la mano al bolsillo de la bata y le entregó la llave.

– No quiero volver al sótano -dijo ella. Le pareció que hablaba como una niña pequeña, sollozando y suplicando.

– En fin, señorita, comprenderá que no puedo dejarla aquí sola, ¿verdad? -contestó él. Hablaba con tono razonable, incluso considerado, pero ése era el mismo hombre que la había llamado «putilla» poco antes, que le había dejado marcas en la piel al hincarle los dedos en los hombros, que le había desgarrado el lóbulo de la oreja, que había matado a Joel y por tanto la había dejado sola en el mundo una vez más-. Pero no debe preocuparse, no teniéndome a mí para cuidar de usted. -Le devolvió la llave-. Venga, abra. Yo me quedaré detrás de usted.

Para persuadirla aún más, le enseñó la pistola, y ella obedeció, temblándole la mano sólo un poco al introducir la llave en el ojo de la cerradura. Él dio un paso atrás mientras ella abría la puerta y revelaba la oscuridad al otro lado.

– ¿Dónde está la luz? -preguntó él.

– No funciona -contestó Karen-. Se ha estropeado mientras yo estaba abajo.

«La han estropeado ellos», casi añadió. «Querían que yo tropezara y me cayera, para que así tuviera que quedarme ahí abajo con ellos.»

Herodes echó una ojeada alrededor y vio la linterna en el suelo. Cuando se agachó a recogerla, ella aprovechó para asestarle un puntapié con todas sus fuerzas a un lado de la cabeza, y él cayó de rodillas. Karen corrió hacia la puerta de la calle, pero forcejeaba aún con el pestillo cuando él se abalanzó sobre ella. Gritó, y él le tapó la boca con la mano y tiró de ella hacia atrás; luego la arrojó al suelo. Ella se desplomó de espaldas, y antes de que pudiera levantarse, él estaba de rodillas sobre su pecho. Le metió los dedos en la boca y le agarró la lengua con tal violencia que ella pensó que iba a arrancársela. No podía hablar, pero le suplicó con la mirada que no lo hiciera.

– Última advertencia -dijo. La herida del labio se le había abierto y empezaba a sangrarle-. No causo dolor sin motivo, y no es mi deseo hacerle más daño del que ya le he hecho, pero si me obliga, lo haré. Como vuelva a desobedecerme, echaré su lengua a las ratas y luego dejaré que se ahogue en su propia sangre. ¿Está claro?

Karen movió la cabeza en un mínimo gesto de asentimiento, temiendo perder la lengua si movía demasiado la cabeza. Herodes la soltó, y ella percibió el sabor de él en la boca, acre y químico. Se puso en pie, y él encendió la linterna.

– Parece que funciona -observó, y con un ademán le indicó que lo precediera-. Usted primero. Mantenga las manos separadas del cuerpo. No toque nada aparte de la barandilla. Si hace algún movimiento brusco mientras estamos ahí abajo, lo pagará caro.

Contra su voluntad, Karen avanzó. El haz de la linterna iluminó la escalera. Herodes la dejó descender tres peldaños y luego la siguió. A media escalera, Karen se detuvo y miró a la izquierda, donde la oscuridad era más profunda y la caja de oro descansaba en el estante.

– ¿Por qué para? -preguntó Herodes.

– Está ahí al fondo -dijo.

– ¿Qué?

– La caja de oro. Eso es lo que ha venido a buscar, ¿no? La caja de oro.

– Enséñeme dónde está exactamente.

– Ahí abajo hay algo -dijo ella-. Lo he visto.

– Ya se lo he dicho: no corre peligro. Siga adelante.

Ella continuó bajando hasta el pie de la escalera. Herodes llegó junto a ella y examinó con la linterna los rincones del sótano. Las sombras se agitaron, pero fue a causa de la luz, y Karen casi se habría convencido de que las siluetas anteriores habían sido imaginaciones suyas si no fuera porque empezaron a oírse de nuevo los susurros. Esta vez eran distintos: reflejaban perplejidad, quizá, pero también expectación.

Karen guió al hombre hasta donde se hallaban los tesoros, pero él no mostró el menor interés en los sellos, ni en la hermosa cabeza de mármol. Sólo tenía ojos para la caja. La enfocó con la linterna por un momento, dejando escapar leves chasquidos con la lengua al advertir los desperfectos que había sufrido, las pequeñas abolladuras y arañazos que empañaban la decoración de los costados. A continuación señaló una bolsa de lona que había encima de unas maletas viejas apiladas junto a la estantería.

– Cójala y métala en esa bolsa -ordenó-. Y tenga cuidado.

Karen no quería volver a tocarla, pero su deseo de terminar con aquello cuanto antes era aún mayor que su reticencia. Aquel hombre se marcharía cuando tuviese la caja. Si era un hombre de palabra, le perdonaría la vida. Pese al temor que le inspiraba, creía que no pretendía matarla, o de lo contrario ya estaría muerta.

– ¿Qué es? -preguntó Karen-. ¿Qué hay ahí dentro?

– ¿Qué ha visto usted antes al bajar? -contestó Herodes.

– He visto siluetas. Eran deformes. Como hombres, sólo que… no eran hombres.

– No, no eran hombres -corroboró Herodes-. ¿Ha oído hablar de la caja de Pandora?

Ella asintió.

– Era la caja que contenía el mal; al abrirse, el mal salió y se propagó por la Tierra.

– Muy bien -dijo Herodes-. Salvo que era un ánfora, un pithos. El término «caja» de Pandora se debe a un error en la traducción al latín.

Herodes se alegraba de que hubiera alguien con él ahora que tenía en su poder aquello que había buscado durante tanto tiempo. Quería explicarse. Quería que alguien más comprendiera su importancia.

– Esto -prosiguió- es una verdadera caja de Pandora, una prisión de oro. Siete cámaras, cada una con siete cierres que simbolizan las puertas del inframundo. -Señaló los broches en forma de arácnido-. Los cierres tienen forma de araña porque fue una araña lo que protegió al profeta Mahoma de los asesinos tejiendo una tela frente a la boca de la cueva en la que él se había escondido con Abú Bakr. Los hombres que construyeron la caja confiaban en que la araña los protegiera también a ellos. En cuanto al contenido de la caja… En fin, digamos que son espíritus antiguos, casi tan antiguos como el mismísimo Capitán. Casi.

– Son malos -dijo Karen. Se estremeció-. Lo he percibido en ellos.

– Ah, sí, lo son -confirmó Herodes-. Son muy malos, eso sin duda.

– ¿Y qué va a hacer con la caja?

– Voy a abrirla y a liberarlos -contestó Herodes, hablando como si se dirigiese a una niña.

Karen lo miró.

– ¿Por qué va a hacer una cosa así?

– Porque ése es el deseo del Capitán, y los deseos del Capitán se cumplen. Ahora coja la caja y métala en la bolsa.

Ella movió la cabeza en un gesto de negación. Herodes desenfundó la pistola y la apoyó en los labios de Karen.

– Tengo lo que quiero -explicó él-. Puedo matarla o podemos vivir los dos. Usted decide.

Renuente, Karen cogió la caja. Ésta vibró de nuevo entre sus manos. También percibió un golpeteo en el interior, como si hubiese allí atrapado un roedor arañando en vano la tapa. Al notarlo, casi se le cayó la caja al suelo. Herodes dejó escapar un resoplido de irritación, pero guardó silencio. Con cuidado, Karen la dejó en la bolsa de lona y corrió la cremallera. Hizo ademán de entregársela, pero él negó con la cabeza.

– La llevará usted -indicó-. Adelante. Ya casi hemos terminado.

Karen subió por la escalera, esta vez seguida de cerca por Herodes, que mantenía una mano apoyada suavemente en su hombro y la pistola en su espalda. Cuando Karen llegó a la sala de estar, se detuvo.

– Siga… -empezó a decir Herodes antes de ver lo que Karen ya había visto.

Había allí tres hombres, todos armados, apuntándole a la cabeza.

– Déjela ir -ordené.

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