¿Confiaba yo en Jimmy Jewel? No estaba muy seguro. Mi abuelo lo había descrito una vez como un hombre que mentiría por omisión pero prefería no mentir. Por supuesto, Jimmy hacía una excepción con la aduana estadounidense y las fuerzas de la ley y el orden en general, pero incluso con ellos tendía a evitar confrontaciones en la medida de lo posible, eludiendo así la necesidad de recurrir a falsedades.
En todo caso ahora quedaba claro, por lo que el propio Jimmy Jewel me había dicho, que Joel Tobias se hallaba en su radar, lo cual era en cierto modo como ser el objetivo de un vehículo aéreo militar no tripulado: en general éste podía limitarse a volar por encima de ti, pero nunca sabías cuándo se te echaría encima con toda su furia.
Tras comprobar que el camión de Tobias seguía ante el almacén, y que la Silverado aún estaba aparcada frente a su casa, pasé por el Bayou Kitchen, en Deering, para tomar una sopa de quingombó. Según Jimmy, Joel Tobias recibía ayuda de ex soldados, y eso planteaba toda una serie de nuevos problemas. Maine era un estado de veteranos: vivían allí más de ciento cincuenta mil, y eso sin contar los que habían sido reincorporados a filas para combatir en Iraq y Afganistán. Casi todos residían lejos de las ciudades, refugiados en zonas rurales como el condado de Aroostook. Sabía por experiencia propia que a muchos de ellos no les hacía ninguna gracia hablar con personas ajenas a sus actividades, lícitas o no.
Telefoneé a Jackie Garner desde mi mesa y le dije que tenía un encargo para él. Pese a haber cumplido ya los cuarenta y tantos, Jackie aún vivía con su madre, quien hacía gala de una benévola tolerancia ante la pasión de su hijo por los explosivos de fabricación casera y otras municiones improvisadas, aunque le había prohibido terminantemente meterlos en casa. En los últimos tiempos enturbiaba esa entrañable relación edípica cierto grado de tensión, precipitado por el hecho de que Jackie había empezado a salir con una tal Lisa, que parecía tenerle mucho cariño a su nuevo pretendiente y lo presionaba para que se fuera a vivir con ella, si bien no estaba claro qué sabía Lisa del asunto de las municiones. Para la madre de Jackie, la recién llegada representaba una contrincante no deseada por el afecto de su hijo, y había empezado a representar el papel de madre frágil y anciana, con la cantinela de «¿Quién cuidará de mí cuando tú no estés?», papel en el que difícilmente encajaba, ya que existían grandes tiburones blancos peor equipados para la vida en soledad que la señora Garner.
Así las cosas, Jackie, atrapado entre estos dos polos afectivos opuestos, como un reo con los brazos atados a un par de caballos de tiro, cada uno con un látigo a punto sobre el lomo, pareció agradecer mi llamada, y estuvo más que dispuesto a asumir un trabajo de vigilancia, por lo demás aburrido, que lo eximía momentáneamente de tratar con las mujeres de su vida. Le dije que no perdiera de vista a Joel Tobias, pero si éste se reunía con alguien, entonces debía seguir a la segunda persona. Entretanto, pensaba telefonear a Ronald Straydeer, un indio penobscot que andaba muy metido en asuntos de veteranos. Tal vez él pudiera decirme algo más sobre Tobias.
Pero de momento yo tenía otras obligaciones: Dave Evans me había pedido que fuera a sustituirlo durante la entrega semanal de cerveza en el Bear y luego actuara como supervisor del bar durante el resto del día. Sería un turno largo, pero Dave se hallaba en un apuro, así que aplacé el encuentro con Ronald Straydeer para el día siguiente y llegué al Bear a tiempo para recibir el camión de Nappi. Y como el Bear estaba muy concurrido, la tarde enseguida dio paso a la noche, sin que cambiara apenas la iluminación interior, hasta que por fin, pasadas las doce, oí que la cama me llamaba.
Me esperaban en el aparcamiento. Eran tres, todos con pasamontañas negros y cazadoras oscuras. Advertí su presencia mientras abría la puerta del coche, pero para entonces ya los tenía encima. Lancé a bulto el brazo derecho y alcancé a alguien en la cara de refilón con el codo. Entonces hinqué la llave del coche y sentí que le atravesaba el pasamontañas y desgarraba la piel. Oí un juramento. Acto seguido recibí un fuerte golpe en la nuca y me desplomé. Me acercaron una pistola a la sien y una voz masculina dijo: «Ya basta». Un coche se detuvo al lado. Noté unas manos bajo las axilas: tiraron de mí hasta ponerme en pie. Me cubrieron la cabeza con un saco, me arrojaron a la parte trasera de un coche y me obligaron a tumbarme en el suelo. Sentí la presión de una bota en la nuca. Me sujetaron las manos por detrás de la espalda y en cuestión de segundos unas correas de plástico me ceñían dolorosamente las muñecas. El metal de un arma me rozó en el mismo punto donde antes me habían golpeado, y sentí cómo estallaban chispas detrás de mis ojos.
– Quédate ahí tirado, y en silencio.
Y como no tenía elección, obedecí.
Nos dirigimos hacia el sur por la 1-95. Lo deduje por la distancia recorrida a lo largo de Forest y el giro en el acceso a la interestatal. No habíamos circulado más de quince minutos cuando nos desviamos a la izquierda. Oí el crujido de la grava bajo los neumáticos cuando nos detuvimos. A continuación me sacaron del coche. Me levantaron los brazos maniatados por detrás hasta casi dislocármelos, obligándome a caminar encorvado. Nadie habló. Se abrió una puerta. A través del saco percibí el olor a humo viejo y orina. De un empujón y una patada en el trasero me echaron adentro y caí de bruces. Alguien rió. Noté unas baldosas ásperas, y el hedor a desechos humanos era de una intensidad nauseabunda. Mis captores ocuparon posiciones alrededor. Sus pisadas resonaban. Estaba entre cuatro paredes, pero algo en el sonido no se correspondía con un recinto cerrado, y me dio la sensación de hallarme en un espacio abierto por arriba. De hecho, ya tenía una idea bastante clara de dónde me hallaba. A pesar de los años transcurridos, el lugar seguía oliendo a quemado. Era el Blue Moon, y comprendí que habían establecido una conexión entre Jimmy Jewel y yo. Quienes me habían llevado allí estaban al corriente de nuestro encuentro y habían decidido, equivocadamente, que yo trabajaba para Jimmy. Iban a enviar un mensaje a Jimmy por mediación mía, e incluso antes de que empezaran a comunicármelo, tuve la certeza de que habría preferido que se lo transmitieran a Jimmy en persona.
Alguien se arrodilló junto a mí, y me levantaron el saco por encima de la nariz.
– No queremos hacerte daño. -Era la misma voz masculina que había hablado antes, una voz serena y comedida, sin animadversión, de un hombre más joven que yo.
– Quizá tendrías que habértelo pensado dos veces antes de tumbarme en el aparcamiento -dije.
– Has estado muy rápido con esa llave. Me ha parecido oportuno calmarte un poco. En todo caso, basta ya de cumplidos. Contesta a mis preguntas y estarás otra vez en tu bólido antes de que te duela de verdad la cabeza. Ya sabes de qué va el asunto.
– ¿Ah, sí?
– Sí, lo sabes. ¿Por qué sigues a Joel Tobias?
– ¿Quién es Joel Tobias?
Se impuso de nuevo el silencio hasta que la voz volvió a romperlo, esta vez más cerca. El aliento le olía a menta.
– Lo sabemos todo de ti. Eres un personaje, corriendo de aquí para allá con tu pistola, mandando bajo tierra a los malos. No me entiendas mal: te admiro y admiro lo que has hecho. Estás en el bando correcto, y eso cuenta. He ahí la razón por la que aún respiras en lugar de estar en el fondo de la marisma con un agujero nuevo en la cabeza para que entre el agua. Te lo preguntaré otra vez: ¿por qué sigues a Joel Tobias? ¿Quién te ha contratado? ¿La factura corre a cuenta de Jimmy Jewel? Habla ahora o te morderás la lengua eternamente.
Me dolían los brazos y la cabeza. Algo afilado se me hincaba en la palma de la mano. Podría haberles dicho sin más que me había contratado Bennett Patchett porque creía que Joel Tobias maltrataba a su novia. Podría haberlo hecho, pero no lo hice. No fue sólo porque me preocupara la seguridad de Bennett; también había un punto de obstinación en ello. Aunque, claro está, a veces la obstinación y los principios son casi indiscernibles.
– Como ya he dicho, no conozco a ningún Joel Tobias.
– Desnudadlo -ordenó otra voz-. Desnudadlo y dadle por el culo.
– ¿Lo has oído? -preguntó la primera voz-. A algunos de mis compañeros no les interesan las sutilezas de la conversación tanto como a mí. Podría salir a fumar un pitillo y dejarlos que se divirtieran contigo. -La hoja de un cuchillo me recorrió las nalgas hasta llegar a la entrepierna. Incluso a través del pantalón sentí el cortante filo-. ¿Eso quieres? Serás un hombre distinto después, te lo aseguro. De hecho, serás una zorra.
– Os equivocáis -dije, imprimiendo a mi voz más valor del que sentía.
– Eres tonto, Parker. Vas a contarnos la verdad de aquí a un minuto, eso te lo garantizo.
Me tapó la nariz y la boca con el saco. Unas manos me cogieron por las piernas, y oí el ruido áspero de la cinta de embalar mientras la despegaban del rollo y me ceñían con ella las pantorrillas. Me ajustaron el saco en torno a la garganta. Luego me llevaron en volandas al otro extremo de la habitación. Me colocaron cara arriba y me levantaron las piernas por encima de la cabeza.
La voz habló de nuevo.
– Esto no va a gustarte -dijo-, y preferiría no tener que hacerlo, pero la necesidad me obliga.
Apenas podía inhalar a través del tejido, y sin embargo ya estaba hiperventilando. Intenté mantener la respiración bajo control, contando lentamente hasta diez. Iba por el tres cuando percibí el olor del agua fétida, y acto seguido me hundieron de cabeza bajo su superficie.
Intenté resistir el impulso de tomar aire, intenté contener la respiración por completo, pero alguien me buscó a tientas el plexo solar con un dedo y aplicó una presión continua sobre él. El agua me penetró en la nariz y la boca. Empecé a asfixiarme. Después empecé a ahogarme. No era sólo una sensación de ahogo: la cabeza se me llenaba de agua. Cuando inhalé, la arpillera se tensó contra mi cara y tragué aquel líquido. Cuando tosí para expulsarlo, más agua me inundó la garganta. Comencé a perder la noción de si inhalaba o exhalaba, de qué estaba arriba y qué abajo. Sabía que me faltaba poco para perder el conocimiento cuando me sacaron y me tendieron en el suelo. De un tirón, me destaparon la mitad inferior de la cara. Me volvieron de costado y me permitieron arrojar agua y flema.
– Hay mucha más en el sitio de donde ha salido ésa, Parker -dijo mi interrogador, porque eso era: mi interrogador y mi torturador-. ¿Quién te ha contratado? ¿Para qué has ido a ver a Jimmy Jewel?
– No trabajo para Jimmy Jewel -prorrumpí con voz entrecortada.
– ¿Y por qué has ido hoy a su local?
– Pasaba por allí. Oye, yo…
Volvieron a cubrirme la cara con el saco, y me levantaron y me hundieron, me levantaron y me hundieron, pero no hubo más preguntas, más oportunidades de acabar con la tortura, y pensé que iba a morir. Cuando me sumergieron por cuarta vez, habría contado cualquier cosa con tal de poner fin a aquello, cualquier cosa. Me pareció oír decir a alguien «Vas a matarlo», pero sin el menor nerviosismo. Era una simple observación.
Me sacaron del agua y me dejaron otra vez en el suelo, pero seguía sintiendo que me ahogaba. El tejido se me adhería a la nariz y la boca, y no podía respirar. Me sacudí en el suelo como un pez moribundo, intentando desprenderme el saco, indiferente a los arañazos en la cara contra el suelo a través de la arpillera. Por fin, gracias a Dios, me lo quitaron. Mi organismo, en previsión de la entrada de agua en lugar de aire, parecía haberse cerrado, así que tuve que obligarme a inhalar. Boca abajo, sentí la presión de unas manos en la espalda para forzarme a expulsar el líquido. Al salir, me abrasó la garganta y las fosas nasales, como si fuera ácido, no agua inmunda.
– Dios mío -exclamó la misma voz que poco antes había hecho un comentario sobre mi posible muerte-. Casi se ha tragado medio barril.
El primer hombre volvió a hablar.
– Por última vez, Parker, ¿quién te ha contratado para seguir a Joel Tobias?
– No más -dije, y aborrecí el tono suplicante de mí voz. Había sucumbido-. No más…
– No nos mientas. Ésta es tu última oportunidad: a la próxima, dejaremos que te ahogues.
– Bennett Patchett -dije. Me avergoncé de mi debilidad, pero no quería sentirme otra vez bajo el agua. No quería morir así. Volví a toser, pero en esta ocasión salió menos líquido.
– El padre de Damien -aclaró una tercera voz, una que no había oído hasta ese momento. Era más grave que las otras, la voz de un negro. Parecía cansado-. Se refiere al padre de Damien.
– ¿Por qué? -preguntó la primera voz-. ¿Por qué te ha contratado?
– La novia de Joel Tobias trabaja para él. Estaba preocupado por ella. Sospecha que quizá Tobías le pega.
– Mientes.
Percibí que aquel hombre tendía otra vez la mano hacia el saco y aparté la cabeza.
– No -dije-. Es la verdad. Bennett es un buen hombre. Sólo le preocupa la chica.
– Joder -exclamó el negro-. Todo esto porque Joel es incapaz de meter en cintura a su nena.
– ¡Callaos! ¿La chica le ha dicho algo a Patchett para llevarlo a pensar eso?
– No. Sólo son sospechas suyas.
– Pero hay algo más, ¿no? Habla. Ya hemos llegado hasta este punto. Casi hemos terminado.
No me quedaba dignidad.
– Quiere saber por qué murió su hijo.
– Damien se pegó un tiro. Saber el porqué no se lo devolverá.
– Eso a Bennett le cuesta aceptarlo. Ha perdido a su hijo, a su único hijo. Sufre.
Por un momento nadie dijo nada, y vi un primer rayo de esperanza: quizá saliese de allí con vida y Bennett no pagase las consecuencias de mi debilidad.
El interrogador se inclinó más hacia mí. Sentí el calor de su aliento en la mejilla y la siniestra intimidad que forma parte del pacto entre torturado y torturador.
– ¿Por qué seguiste a Tobias hasta el camión?
Dejé escapar un juramento. Si Tobias me había descubierto, significaba que yo estaba en peor forma de lo que me creía.
– A Patchett no le cae bien, y quería pruebas que presentar a la chica para ver si así ella lo abandonaba. Pensé que a lo mejor salía con otra a escondidas. Por eso lo seguí.
– ¿Y Jimmy Jewel?
– Tobias conduce un camión. Jimmy Jewel conoce el mundo de los camioneros.
– Jimmy Jewel conoce el mundo del contrabando.
– Me dijo que intentó fichar a Tobias, pero Tobias no picó. Es lo único que sé.
Se detuvo a reflexionar.
– Es casi verosímil -afirmó-. Un poco cogido por los pelos, pero verosímil. Estoy tentado de concederte el beneficio de la duda, sólo que me consta que eres un hombre inteligente. Eres curioso. Estoy casi seguro de que los hábitos sexuales de Joel Tobias no son la única faceta suya que has estado tentado de investigar.
Por la abertura en la parte inferior del saco le veía las botas, negras y bien lustradas. Se alejaron de mí. Se inició una conversación, a corta distancia pero en un tono de voz tan bajo que no distinguí lo que decían. Opté por concentrarme en la respiración. Temblaba y tenía la garganta en carne viva. Al cabo de un momento, oí acercarse unos pasos, y las botas negras aparecieron de nuevo en mi campo de visión.
– Ahora escúchame bien, Parker. El bienestar de la chica no tiene por qué preocuparte. No está en peligro, te lo garantizo. Esto no tendrá mayores repercusiones para ti o el señor Patchett, siempre y cuando lo dejéis correr. Te doy mi palabra. Aquí nadie saldrá herido. ¿Queda claro? Nadie. En cuanto a lo que sospechas, o lo que crees saber, sea lo que sea, te equivocas.
– ¿Palabra de soldado? -pregunté. Percibí su reacción y me preparé para el golpe, pero no lo hubo.
– Ya imaginaba yo que te las darías de listillo -comentó-. No te hagas fantasías. Doy por hecho que estás cabreado, o que lo estarás en cuanto te soltemos, y tendrás la tentación de buscar venganza, pero yo que tú no lo haría. Si vienes a por nosotros a causa de esto, te mataremos. No es asunto tuyo. Repito: no es asunto tuyo. Lamento lo que ha tenido que hacerse aquí esta noche, de verdad. No somos animales, y si hubieses cooperado desde el principio, no habría sido necesario. Considéralo una lección aprendida con dolor. -Volvió a cubrirme toda la cara con el saco-. Hemos terminado. Llevadlo a su coche, y tratadlo con delicadeza.
Cortaron la cinta que me inmovilizaba las piernas. Me ayudaron a levantarme y me acompañaron hasta el vehículo. Me sentía desorientado y débil, y tuve que parar a medio camino para vomitar. Unas manos me sujetaban con fuerza por los codos, pero al menos no me obligaban a caminar encorvado con los brazos en alto por detrás de la espalda. Esta vez me metieron en el maletero, no en la parte trasera. Cuando llegamos al Bear, me tumbaron boca abajo en el aparcamiento y me retiraron las correas de las muñecas. Oí el tintineo de las llaves de mi coche al caer al suelo a mi lado. La voz que antes había hablado de la nena de Joel Tobias me ordenó que contara hasta diez antes de quitarme el saco de la cabeza. Me quedé donde estaba hasta que el coche arrancó; luego me levanté poco a poco y, tambaleándome, me acerqué al borde del aparcamiento. Vi alejarse a toda velocidad las luces traseras. Era un automóvil rojo, me pareció. Quizás un Ford. Ya demasiado lejos para distinguir la matrícula.
El Bear estaba a oscuras, y mi coche era el único vehículo en el aparcamiento. No llamé a la policía. No llamé a nadie, no en ese momento. Preferí marcharme a casa, conteniendo las náuseas todo el camino. Tenía la camisa y los vaqueros sucios y rotos. Los tiré a la basura en cuanto llegué. Quería ducharme, arrancarme de la piel la mugre del Blue Moon, pero opté por lavarme a restregones en el lavabo. Aún no estaba en condiciones de experimentar otra vez la sensación del agua cayéndome por la cara.
Esa noche me desperté dos veces al notar el roce de la sábana en la cara y, aterrado, la aparté de un manotazo. A la segunda, decidí dormir encima, no debajo, y permanecí despierto mientras barajaba nombres como naipes: Damien Patchett, Jimmy Jewel, Joel Tobias. Reproduje en mi cabeza las voces que había oído, la sensación de humillación que me asaltó cuando amenazaron con violarme, para reconocerlas cuando volviera a oírlas. Dejé que la ira me recorriese como una descarga eléctrica.
Deberíais haberme matado. Deberíais haber permitido que me ahogara en esa agua. Porque ahora iré a por vosotros, y no iré solo. Los hombres que me acompañarán valen lo que una docena de vosotros, con instrucción militar o sin ella. No sé a qué os dedicáis, no sé qué tinglado os traéis entre manos, pero, sea lo que sea, voy a echarlo abajo y a dejaros morir entre los escombros.
Por lo que me habéis hecho, voy a mataros a todos.