El Coleccionista estaba sólo a unos pasos detrás de Herodes. Se sentía cada vez más cerca de él, y conforme se aproximaba, sus temores crecían.
El caso de Herodes se salía de lo común. El Coleccionista incluso habría podido considerarlo simplemente un reto interesante, como el cazador que descubre una inesperada astucia en el animal al que persigue, si no fuera porque le preocupaba cada vez más el objetivo final de ese hombre, y la inminencia de su realización. Herodes se había escondido bien, y el Coleccionista sólo había podido encontrar rastros de él: tratos y amenazas; vidas arruinadas y cadáveres sin enterrar; objetos adquiridos o arrebatados a los muertos. Era el carácter de esos objetos -ocultos, arcanos- lo que primero había captado la atención del Coleccionista. Con sumo esmero, había intentado distinguir una pauta. Herodes no parecía interesarse en un periodo histórico concreto, y era desconcertante la diversidad y el valor relativo de las propias piezas. El Coleccionista sólo tenía la extraña sensación de que eso era el reflejo de un convencimiento, como si Herodes estuviese decorando una habitación en previsión de la llegada de un distinguido invitado, a fin de que el visitante se viese rodeado de tesoros y curiosidades que le resultaran familiares o de interés; o preparando una exposición en un museo que sólo cobraría sentido para el espectador cuando por fin el elemento principal ocupase su lugar.
El Coleccionista había estado a punto de enfrentarse a Herodes en varias ocasiones, pero éste siempre se había escabullido. Era como si le hubiesen prevenido sobre la proximidad del Coleccionista y hubiese encontrado maneras de eludirlo, aun cuando eso implicase sacrificar un objeto que deseaba, ya que el Coleccionista había cebado bien sus trampas. El Coleccionista había decidido eliminar a Herodes hacía ya unos años. Herodes había matado a un niño, un chico cuyo padre había incumplido un acuerdo, y con esa acción Herodes, a ojos del Coleccionista, se había condenado. Al parecer, una de las peculiaridades de Herodes era que consideraba que las personas con quienes trataba y él se hallaban comprometidos por una retorcida idea del honor, cuyas reglas establecía Herodes, y sólo Herodes.
Pero si el Coleccionista tenía alguna duda sobre la legitimidad de matar a Herodes, ésta se disipó por completo en cuanto llegó a sus oídos que Herodes estaba indagando acerca de los tesoros desaparecidos en el saqueo al Museo de Iraq. A partir de eso el Coleccionista empezó a sospechar qué buscaba. Había oído rumores sobre la caja, pero los había desechado. Corrían muchas historias como ésa, remontándose a la leyenda original de Pandora. Y sin embargo ésta era distinta, porque había despertado el interés de Herodes, y Herodes no emprendía búsquedas infructuosas. Herodes tenía una meta a la vista, y todo cuanto hacía estaba en función de eso.
Herodes se había puesto en contacto con Rochman en París, deseoso de determinar la procedencia de los sellos que había adquirido. Rochman se había resistido a cooperar, ya que Herodes carecía de los fondos necesarios para participar en una puja seria por los objetos, aun cuando le hubiese interesado adquirirlos, y no era el caso. Curiosamente, Herodes, por su parte, no mostró la menor inclinación a amenazar a Rochman para sonsacarle la información. El Coleccionista había observado que Herodes sólo empleaba la violencia contra los débiles, como un matón de patio de colegio. La Casa de Rochman era toda una institución y poseía influencia. Si Herodes la contrariaba, corría el riesgo de indisponerse con una camarilla de tratantes ricos y sin escrúpulos que, en el mejor de los casos, lo condenarían al ostracismo o, más probablemente, emprenderían acciones contra él. El Coleccionista no dudaba que todo aquel que entrase en conflicto con Herodes tarde o temprano sufriría las consecuencias, pero un enfrentamiento con hombres decididos a proteger una industria multimillonaria que dependía del movimiento secreto de antigüedades robadas sólo podía concluir con la aniquilación de Herodes.
Así que Herodes había dado marcha atrás para dejar pasar el tiempo. Ahora habían aparecido varios sellos en un pueblo de Maine, pues en cuanto Rojas empezó a buscar la manera de hacer efectivos el oro y las piedras preciosas, corrió la voz. No sólo atraerían a los tratantes y a Herodes. El Gobierno federal mostraba ya interés, porque Rochman había empezado a hablar tratando de salvar el pellejo y el negocio. Los sellos en su haber procedían del Armario 5 del sótano del Museo de Iraq, al igual que los sellos actualmente a la venta en Maine. Los sellos de Rochman eran un anticipo por haber asesorado en las tasaciones y por ayudar en la localización de compradores. A su debido tiempo, facilitaría todo lo que sabía a los investigadores, y en cuestión de días estrecharían el cerco en torno a todos los implicados.
El Coleccionista había oído hablar del doctor Al-Daini, y creía que si bien el iraquí se había propuesto recuperar los otros tesoros perdidos en 2003, lo que buscaba en último extremo era la caja. El Coleccionista había hecho indagaciones y averiguado que Al-Daini iba camino Estados Unidos. Viajaría en avión a Boston, y de allí lo llevarían directamente a un motel abandonado en el pueblo de Langdon, Maine.
Los hombres que transportaban las piezas robadas desde el motel habían sido descuidados. Se habían hallado un par de estatuillas de alabastro entre la hierba y se las identificó de inmediato como parte de un tesoro descubierto en Tell es Sawwan, en la orilla izquierda del Tigris, en 1964, y que fueron robadas posteriormente en el saqueo del Museo de Iraq. En el motel había aparecido asimismo el cadáver de un hombre, encerrado por dentro en una habitación, muerto de un balazo autoinfligido, después de abrir fuego, al parecer, contra una amenaza desconocida.
El cadáver lo había encontrado el detective, Charlie Parker.
No existían las coincidencias, como el Coleccionista sabía, no por lo que se refería a Parker. Éste formaba parte de algo que él mismo no comprendía, algo que, en realidad, el propio Coleccionista tampoco comprendía plenamente. Ahora, una vez más, Parker y él giraban en torno a la misma presa, como lunas gemelas orbitando alrededor de un planeta oscuro y desconocido.
El Coleccionista telefoneó a su abogado. Quería saber dónde estaba Parker. Su abogado, un anciano que despreciaba los ordenadores y los móviles y la mayoría de las innovaciones técnicas importantes de los últimos años, llamó a su vez a un caballero especializado en asuntos de triangulación, y el móvil de Parker fue localizado en un motel cerca de Bucksport.
Bucksport estaba a una hora.
El Coleccionista se puso en camino.