La guerra es un acontecimiento mítico. […] En el ámbito de la experiencia humana, ¿dónde, si no en el ardor del combate […], nos vemos transportados a una condición mítica y los dioses son más reales?
Un terrible amor por la guerra,
James Hilman
Bagdad
16 de abril de 2003
Fue el doctor Al-Daini quien encontró a la muchacha, abandonada y sola, en el largo pasillo central. Estaba enterrada casi por completo bajo cristales rotos y esquirlas de cerámica, bajo una pila de ropa desechada y muebles y periódicos viejos usados como material de embalaje. Apenas debía de vérsela entre el polvo y la oscuridad, pero el doctor Al-Daini había dedicado décadas a la búsqueda de muchachas como ella, y la distinguió allí donde a otros les habría pasado inadvertida.
Sólo asomaba la cabeza, con los ojos azules abiertos, los labios teñidos de un rojo desvaído. Se arrodilló junto a ella y retiró con cuidado parte de los escombros. Fuera oía voces, y el retumbo de los tanques al cambiar de posición. De pronto una luz intensa iluminó el pasillo y aparecieron hombres armados, vociferando, dando órdenes, pero llegaban demasiado tarde. Otros como ellos, anteponiendo sus propios intereses, habían permanecido de brazos cruzados mientras todo aquello ocurría. A esos individuos la muchacha les era indiferente, pero no así al doctor Al-Daini. La reconoció de inmediato, porque era una de sus preferidas. Su belleza lo cautivó desde el instante en que posó la mirada en ella, y en los años posteriores nunca dejaba de buscar algún momento de tranquilidad para pasarlo con ella durante el día, o para cruzar un saludo, o sencillamente para quedarse a su lado y devolverle la sonrisa.
Tal vez aún fuera posible salvarla, pensó, pero mientras apartaba con cautela maderas y piedras, comprendió que poco podía hacer ya por ella. Tenía el cuerpo destrozado, hecho añicos en un acto de profanación que para él carecía de todo sentido. Aquello no era un accidente, sino una agresión intencionada: vio en el suelo las huellas de las botas que le habían pisoteado las piernas y los brazos, reduciéndolos a fragmentos poco mayores que los granos de arena sobre los que ahora reposaba. Sin embargo, por alguna razón, la cabeza había escapado a la violencia más extrema, y el doctor Al-Daini no supo si el daño que le había sido infligido era, precisamente por eso, menos horrendo o más brutal.
– Pequeña mía -susurró mientras le acariciaba la mejilla con dulzura. Era la primera vez que la tocaba en quince años-. ¿Qué te han hecho? ¿Qué nos han hecho a todos?
Debería haberse quedado. No debería haberla abandonado, no debería haber abandonado a ninguna de ellas; pero los fedayines habían entablado combate con los estadounidenses cerca del Ministerio de Información, y ellos oían desde allí el tiroteo y las explosiones mientras protegían los frisos con sacos de arena y envolvían las estatuas con gomaespuma, alegrándose de haber podido poner a buen recaudo al menos parte de los tesoros antes de la invasión. Las escaramuzas habían llegado hasta el centro emisor de televisión, a menos de un kilómetro de allí, y a la terminal de autobuses, al otro lado del complejo, cada vez más cerca de ellos. El doctor Al-Daini, aduciendo que tenían alimentos y agua almacenados en el sótano, había abogado por quedarse; pero los demás, en su mayoría, consideraron que el riesgo era excesivo. Salvo uno, todos los vigilantes habían huido, dejando atrás armas y uniformes, y hombres vestidos de negro, armados, irrumpían ya en los jardines del museo. Así las cosas, habían cerrado las puertas de la entrada y escapado por detrás para cruzar a la orilla este del río, con la idea de esperar en casa de un compañero hasta el cese de hostilidades.
Pero el cese no se produjo. Cuando intentaron volver por el Puente de la Ciudad Sanitaria, se vieron obligados a retroceder, de modo que regresaron a casa de ese mismo compañero de trabajo, y tomaron café, y esperaron un poco más. Quizá se quedaron allí demasiado tiempo, planteándose una y otra vez si convenía o no salir de lo que, por el momento, era un lugar seguro, pero, en realidad, ¿qué otra opción tenían? Aun así, él no podía perdonarse, ni mitigar su culpabilidad. Había abandonado a la muchacha, y esa gente se había ensañado con ella.
Y ahora las lágrimas corrían por su rostro, no a causa del polvo y la mugre, sino por la rabia y el dolor y la pérdida. No dejó de llorar, ni siquiera cuando unos pies calzados con botas se acercaron a él y un soldado le iluminó la cara con una linterna. Había otros detrás de él, con las armas en alto.
– ¿Quién es usted? -preguntó el soldado.
El doctor Al-Daini no contestó. No podía. Tenía puesta toda su atención en los ojos de la muchacha rota.
– ¿Habla usted inglés? Se lo preguntaré otra vez: ¿quién es?
El doctor Al-Daini detectó nerviosismo en la voz del soldado, pero también un amago de arrogancia, la superioridad natural del conquistador en presencia del conquistado. Dejó escapar un suspiro y alzó la mirada.
– Soy el doctor Mufid Al-Daini -dijo, enjugándose los ojos-, y soy el conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas de este museo. -Reflexionó por un momento-. Mejor dicho: era el conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, porque ahora el museo ya no existe. Sólo quedan fragmentos. Ustedes han permitido que esto ocurra. Se han cruzado de brazos y lo han consentido…
Pero hablaba más para sí mismo que para ellos, y las palabras se hicieron ceniza en su boca. El personal del museo había abandonado el recinto el martes. El sábado se enteraron de que el museo había sido saqueado y empezaron a regresar en un esfuerzo por evaluar los daños y prevenir más robos. Alguien contó que el saqueo ya se había iniciado el jueves, cuando centenares de personas se concentraron ante la valla que circundaba el museo. Durante dos días dieron rienda suelta al pillaje. Corrían ya rumores de que algún que otro miembro del personal había colaborado en el saqueo, de que ciertos vigilantes del museo habían ayudado a identificar las piezas más valiosas. Los ladrones arrasaron con todo aquello que podían llevarse a cuestas e intentaron destruir gran parte de lo que era imposible acarrear.
El doctor Al-Daini y unos cuantos más se presentaron en el cuartel general de la Infantería de Marina y suplicaron protección para el edificio, ya que el personal temía que los saqueadores regresaran, y los tanques del ejército de Estados Unidos apostados en el cruce, a sólo cincuenta metros del museo, se habían negado a acudir en su auxilio, so pretexto de que obedecían órdenes. Al final, los norteamericanos prometieron un destacamento de guardia, pero no habían acudido hasta ese mismo día, el miércoles. El doctor Al-Daini había llegado poco antes que ellos, ya que actuaba como enlace con el ejército y los medios de comunicación y llevaba varios días yendo de un despacho militar a otro y proporcionando contactos a la prensa.
Con sumo cuidado, levantó la cabeza rota, juvenil y sin embargo antigua, la pintura visible aún en el pelo y la boca y los ojos después de casi cuatro mil años.
– Miren -dijo, todavía con lágrimas en los ojos-. Miren lo que le han hecho.
Y los soldados observaron por un momento a aquel viejo cubierto de polvo blanco, con una cabeza hueca entre las manos, antes de pasar a apostarse en las salas saqueadas del Museo de Iraq para su protección. Eran jóvenes, y esa operación tenía que ver con el futuro, no con el pasado. No habían sufrido bajas, allí no. Y esas cosas pasaban.
Al fin y al cabo, estaban en guerra.
El doctor Al-Daini se quedó mirando a los soldados mientras se alejaban. Luego echó una ojeada alrededor y vio un paño salpicado de pintura junto a una vitrina caída. Lo examinó y, viendo que estaba relativamente limpio, colocó encima la cabeza de la muchacha. La envolvió en el paño y anudó los cuatro ángulos para acarrearla con más facilidad. Con ademán cansino, se irguió, sosteniendo la cabeza en la mano izquierda como un verdugo dispuesto a presentar ante su soberano la prueba del trabajo del hacha, pues tan real era la expresión de la muchacha, y tan afligido y conmocionado se sentía el doctor Al-Daini, que no se habría sorprendido si el cuello cercenado hubiese empezado a sangrar a través de la tela, derramando gotas rojas como pétalos sobre el suelo polvoriento. En torno a él todo eran recordatorios de lo que aquello había sido antes: ausencias como heridas abiertas. Se habían apoderado de las joyas de los esqueletos y habían esparcido sus huesos. Habían decapitado las estatuas a fin de que el elemento más llamativo de éstas pudiera transportarse con facilidad. Resultaba raro, pensó, que hubiesen pasado por alto la cabeza de la muchacha, con lo exquisita que era, o acaso al autor del estropicio le bastara con dañar su cuerpo, con eliminar un poco de belleza de este mundo.
La magnitud de la destrucción era abrumadora. El vaso de Warka, obra maestra del arte sumerio, la vasija ritual de piedra labrada más antigua del mundo, datado en el año 3500 a. de C. aproximadamente, había desaparecido, arrancado de su base. Una hermosa lira con una cabeza de toro había quedado reducida a astillas al despojarla del oro. El pedestal de la estatua de Bassetki: desaparecido. La estatua de Entema: desaparecida. La máscara de Warka, la primera escultura naturalista de un rostro humano: desaparecida. Recorrió una sala tras otra, sustituyendo con fantasmas, fantasmas de sí mismos, todo aquello que se había perdido -aquí un sello de marfil, allí una corona con piedras preciosas incrustadas-, superponiendo lo que antes existía sobre los estragos del presente. Incluso en ese momento, aturdido aún por el alcance de los daños, el doctor Al-Daini catalogaba ya la colección en su cabeza, intentando recordar la antigüedad y procedencia de cada preciada reliquia por si los archivos del museo no estaban ya a su disposición cuando iniciaran la tarea, en apariencia imposible, de recuperar lo que se habían llevado.
Las reliquias.
El doctor Al-Daini se detuvo. Se tambaleó ligeramente y cerró los ojos. Un soldado que pasaba junto a él le preguntó si se encontraba bien y le ofreció agua, un detalle amable que el doctor Al-Daini no pudo apreciar de tan hondo como era su desasosiego. Por el contrario, se volvió hacia el soldado y lo agarró de los brazos, movimiento que habría podido poner fin en el acto a sus zozobras si el soldado en cuestión hubiese tenido el dedo en el gatillo de su arma.
– Soy el doctor Mufid Al-Daini -dijo al soldado-. Soy conservador adjunto aquí en el museo. Necesito que me ayude, por favor. Tengo que llegar al sótano. Debo comprobar una cosa. Es importantísimo. Debe ayudarme a llegar allí.
Señaló las siluetas de hombres armados frente a ellos, figuras de color beige en los pasillos a oscuras. El joven que tenía delante pareció dudar, hasta que finalmente hizo un gesto de indiferencia.
– Antes tendrá que soltarme -respondió. Apenas debía de contar veinte o veintiún años, pero poseía un aplomo, una desenvoltura, propios de un hombre de más edad.
El doctor Al-Daini dio un paso atrás, disculpándose por su presunción. En el uniforme del soldado se leía su nombre: «Patchett».
– ¿Puede identificarse? -preguntó Patchett.
El doctor Al-Daini buscó su placa del museo, pero estaba escrita en árabe. En su cartera encontró una tarjeta de visita, en árabe por un lado y en inglés por otro, y se la entregó. Entornando un poco los ojos bajo la débil luz, Patchett la examinó y se la devolvió.
– De acuerdo, veamos qué puede hacerse -dijo.
El doctor Al-Daini ocupaba dos cargos en el museo. Además de ser conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, título profesional que no hacía justicia a la profundidad y amplitud de sus conocimientos, ni siquiera de hecho a las responsabilidades asumidas y no remuneradas con que había cargado de manera extraoficial, también era conservador de las piezas no catalogadas, otro nombre que no describía ni remotamente el alcance de los esfuerzos hercúleos que aquello exigía. El sistema que tenía el museo para inventariar era antiguo y complicado, y existían decenas de millares de objetos pendientes de consignarse. Una parte del sótano del museo era un laberinto de estanterías llenas a rebosar de piezas, algunas metidas en cajas y otras no, la mayoría de escaso valor monetario, o al menos la mayoría de las ya catalogadas -una pequeña parte- por el doctor Al-Daini y sus predecesores, y sin embargo cada una era una huella, un vestigio de una civilización transformada en el presente hasta un punto irreconocible, o erradicada ya de este mundo por entero. En muchos sentidos ese sótano era la parte del museo que el doctor Al-Daini prefería, porque quién sabía qué podía descubrirse aún allí, qué tesoros insospechados podían salir a la luz. De momento, a decir verdad, había encontrado pocos, y el fondo de objetos pendiente de catalogar seguía siendo tan grande como siempre, ya que por cada fragmento de cerámica, por cada trozo de estatua que se añadía formalmente a los archivos del museo, llegaban otros diez mil, y así, a la vez que aumentaba el volumen de lo conocido, crecía también la masa de lo desconocido. Un hombre inferior a él podía haberlo considerado una labor infructuosa, pero el doctor Al-Daini era un romántico en lo que atañía al conocimiento, y la idea de que la cantidad de aquello que quedaba por descubrir se incrementara permanentemente lo llenaba de júbilo.
En ese momento, linterna en mano, seguido por el soldado Patchett, que a su vez llevaba otra luz, el doctor Al-Daini recorría los desfiladeros del archivo, al que había accedido sin necesidad de hacer uso de su llave, porque la puerta estaba reventada. En el sótano hacía un calor sofocante y aún se percibía en el aire el olor acre de la gomaespuma quemada, que los saqueadores habían empleado en la confección de antorchas, ya que el suministro eléctrico se había cortado antes de la invasión, pero el doctor Al-Daini apenas lo notaba. Concentraba toda su atención en un punto, en un único punto. Los saqueadores habían dejado su huella también allí, volcando estanterías, desparramando el contenido de cajas y cajones, incluso prendiendo fuego a algún archivo, pero pronto debieron de advertir que allí pocas cosas merecían su atención, y por consiguiente los daños eran menores. Aun así, saltaba a la vista que se habían llevado algunos objetos, y conforme el doctor Al-Daini se adentraba en el sótano, su inquietud iba en aumento, hasta que por fin llegó al lugar que buscaba y fijó la mirada en el espacio vacío del estante ante él. Estuvo a punto de rendirse, pero aún quedaban esperanzas.
– Aquí falta algo -dijo a Patchett-. Le ruego que me ayude a encontrarlo.
– ¿Qué buscamos?
– Una caja de plomo. No muy grande. -El doctor Al-Daini indicó con las manos una longitud de poco más de cincuenta centímetros-. Muy sencilla, con un cierre corriente y una cerradura pequeña.
Juntos rastrearon las zonas accesibles del sótano lo mejor que pudieron, y cuando Patchett fue reclamado por su jefe de pelotón, el doctor Al-Daini prosiguió la búsqueda, todo ese día y ya entrada la noche, sin hallar el menor rastro de la caja de plomo.
Si uno desea ocultar algo de gran valor, rodearlo de cosas insignificantes es una buena táctica. Y mejor aún si puede revestirlo de un atuendo más pobre, disfrazándolo tan bien que pueda hallarse a la vista sin atraer una sola mirada. Uno incluso podría catalogarlo como algo que no es: en este caso, un cofre de plomo, persa, del siglo XVI, que contenía una anodina caja sellada, algo más pequeña, aparentemente de hierro pintado de rojo. Fecha: desconocida. Procedencia: desconocida. Valor: mínimo.
Contenido: nada.
Todo mentira, en particular lo último, porque si uno se acercaba lo suficiente a esa caja dentro de una caja, casi habría pensado que en el interior había algo que hablaba.
No, no hablaba.
Susurraba.
Cape Elizabeth, Maine
Mayo de 2009
La perra oyó la llamada y se dirigió con paso cauto a lo alto de la escalera. Había estado durmiendo en una de las camas, cosa que sabía que no debía hacer. Aguzó el oído, pero no distinguió nada en la voz que le indicase que podía estar en un apuro. Cuando volvieron a llamarla, y la perra oyó el tintineo de su correa, bajó los peldaños de dos en dos y casi tropezó de la emoción al pie de la escalera.
Damien Patchett la calmó levantando un dedo y le prendió la correa al collar. Pese a que no hacía frío, llevaba un tabardo militar verde. La perra olfateó uno de los bolsillos, reconociendo un olor familiar, pero Damien la apartó. Su padre estaba en la cafetería, y en la casa reinaba el silencio. Pronto se pondría el sol, y mientras Damien paseaba a la perra por el bosque en dirección al mar, la luz empezó a cambiar, degradándose el cielo a sus espaldas en tonalidades rojas y doradas.
Poco habituada a verse contenida de ese modo, la perra mordisqueó la correa. Por lo general la dejaban suelta durante los paseos, y mostró su desagrado tirando con fuerza. Ahora ni siquiera le permitían detenerse a olisquear, y cuando intentó orinar, la obligaron a seguir de un tirón, ante lo que ella soltó un gañido de disgusto. En un abedul cercano había un nido de avispones cara blanca, una construcción gris, ahora apacible, pero durante el día una masa zumbadora de agresividad. A la perra la habían picado esa misma semana un día en que se acercó a investigar una lágrima de savia que destilaba el árbol allí donde un chupasavias pechiamarillo había arrancado la corteza para alimentarse, dejando una provechosa fuente de dulzor a diversos insectos, aves y ardillas. Empezó a gimotear en cuanto se acercaron al abedul, recordando el dolor de la picadura y deseosa de dar un amplio rodeo en torno a lo que le había causado dicho dolor, pero Damien la apaciguó dándole unas palmadas y cambiando de dirección para alejarla del lugar de su percance.
De niño, Damien sentía verdadera fascinación por las abejas, por las avispas y por los avispones. Esa colonia se había formado en primavera, cuando la reina, al despertar después de dormir durante meses tras el apareo del otoño anterior, empezó a masticar fibra de madera para mezclarla con saliva y crear así un poste de pasta de papel al que gradualmente añadiría las celdillas hexagonales destinadas a las larvas: primero las hembras procedentes de los huevos fertilizados, luego los machos salidos de los huevos vírgenes. Damien había seguido de cerca cada fase de desarrollo, tal como hacía de niño. Era el matriarcado lo que siempre le había resultado interesante, ya que él procedía de una familia chapada a la antigua en la que los hombres tomaban las decisiones, o eso había pensado hasta que, de mayor, empezó a reconocer los sutiles e infinitos métodos por medio de los cuales su madre y sus abuelas, así como varias tías y primas, habían manipulado a los hombres a su antojo. Allí, en aquel nido gris, la reina ejercía su soberanía más a las claras, dando a luz, creando defensores del nido, alimentando y siendo alimentada, incluso manteniendo calientes a las larvas mediante su propia vibración, haciendo que el aire cálido que producían los movimientos de su cuerpo quedara atrapado en una cámara campaniforme creada por ella misma.
Como si de pronto se resistiera a marcharse, Damien volvió a contemplar la forma del nido, casi invisible entre el follaje. Con su fina vista, distinguió telarañas, y hormigueros, y una oruga verde que trepaba por una sanguinaria, y le dedicó un instante a cada criatura, y cada imagen pareció quedar grabada en su memoria.
Cuando Damien se detuvo, olieron el mar. Si alguien lo hubiese visto en ese momento, se habría dado cuenta de que lloraba. Tenía el rostro contraído y sacudía los hombros por la fuerza de los sollozos. Miró alrededor, a derecha e izquierda, como si esperase detectar presencias en movimiento entre los árboles, pero sólo se oían los trinos de los pájaros y el embate de las olas.
La perra se llamaba Sandy. Era mestiza, pero tenía más de perro cobrador que de cualquier otra cosa. Tenía diez años y era la perra tanto de Damien como de su padre, pese a las largas ausencias del hijo, y sentía igual afecto por los dos, el mismo que ambos sentían por ella. No entendía el comportamiento de su joven amo, ya que él le toleraba cosas que no admitía su padre. Meneó la cola con incertidumbre cuando él se acuclilló junto a ella y ató la correa al tronco de un pequeño árbol. A continuación, se irguió y sacó el revólver del bolsillo. Era un Smith & Wesson Modelo 10, 38 Special. Según el vendedor, el anterior propietario había sido un veterano de Vietnam que atravesaba malos momentos, pero que en realidad, como Damien descubrió después, lo había vendido para mantener la adicción a la cocaína que al final le costó la vida.
Damien se tapó los oídos, con el revólver en la mano derecha apuntado al cielo. Cabeceó y cerró los ojos.
– Basta, basta, por favor -dijo-. Os lo ruego. Por favor.
Moqueando y con los labios contraídos, apartó las manos de su cabeza y, tembloroso, apuntó a la perra con el arma. Sandy, a pocos centímetros del cañón, alargó el cuello y lo olfateó. Estaba habituada al olor del aceite y la pólvora, ya que Damien y su padre la habían llevado a menudo a cazar aves, y, una vez abatidas, ella iba a buscarlas y las traía entre los dientes. Meneó el rabo en actitud expectante, previendo ya el juego.
– No -suplicó Damien-. No me obliguéis a hacerlo. No, por favor.
Tensó el dedo en el gatillo. Le temblaba todo el brazo. Con un gran esfuerzo de voluntad, apartó el arma de la perra y gritó al mar, y al aire, y al sol poniente. Apretó los dientes y soltó a la perra.
– ¡Vete! -ordenó-. ¡Vete a casa! ¡Vete a casa, Sandy!
La perra metió el rabo entre las patas, pero aún lo meneaba un poco. No quería marcharse. Percibía que algo grave ocurría. De pronto Damien se abalanzó hacia ella e hizo amago de darle un puntapié en el trasero, conteniéndose en el último momento, justo antes de tocarla. La perra huyó por fin hacia la casa. Se detuvo donde aún veía a Damien, pero él echó a correr de nuevo hacia ella, y esta vez el animal siguió adelante y se detuvo sólo al oír el disparo.
Ladeó la cabeza y volvió lentamente sobre sus pasos, deseosa de ver qué había abatido su amo.