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Había llegado el verano, la estación de los despertares.

Esta región, este lugar norteño, no se parecía en nada a su equivalente meridional. Aquí la primavera era una ilusión óptica, una promesa hecha y jamás cumplida, un simulacro de nueva vida recubierta de nieve ennegrecida y hielo en lenta fusión. La naturaleza había aprendido a aguardar su oportunidad en las playas y a orillas de los pantanos, en los grandes bosques del norte del condado y en las marismas de Scarborough. Daba igual que el invierno se enseñorease de todo en febrero y marzo, retirándose palmo a palmo hacia el paralelo 49, negándose a ceder sin luchar un solo centímetro de tierra. Al acercarse abril, los sauces y los álamos, los castaños y los olmos, habían brotado entre los trinos de los pájaros. Llevaban esperando desde el otoño, sus flores cerradas pero a punto, y enseguida los alisos revistieron los pantanales de un marrón violáceo, y las ardillas listadas y los castores se pusieron en marcha. El cielo se pobló de becadas, y ocas, y zanates, esparcidos como semillas en un campo azul.

Y ahora mayo había traído por fin el verano, y todas las criaturas estaban despiertas.

Todas las criaturas.


***

El sol se derramaba por la ventana, calentándome la espalda, mientras me llenaban la taza de café recién hecho.

– Mal asunto -comentó Kyle Quinn. Kyle, un hombre bien proporcionado que vestía un uniforme blanco impecable, era el dueño del Palace Diner de Biddeford. También era el cocinero, y casualmente el cocinero más limpio que he visto en la vida. He comido en cafeterías donde después de ver al cocinero no he podido por menos de plantearme la conveniencia de someterme a un tratamiento de antibióticos. Kyle, en cambio, ofrecía un aspecto tan impoluto, y tenía una cocina tan inmaculada, que ciertas unidades de cuidados intensivos presentaban niveles de higiene inferiores a los del Palace, y había cirujanos con las manos más sucias que Kyle.

El Palace era la cafetería más antigua de Maine, construida por la Pollard Company de Lowell, Massachusetts; conservaba intacta y perfecta la pintura roja y blanca, y en la ventana el letrero dorado que confirmaba que las señoras eran, ciertamente, bienvenidas resplandecía como si estuviera escrito a fuego. La cafetería abrió sus puertas en 1927, y desde entonces había tenido cinco dueños, de los que Kyle era el último. Sólo servía el desayuno, y cerraba antes del mediodía, pero era uno de esos pequeños tesoros que hacían un poco más soportable la vida cotidiana.

– Sí -coincidí-. Malo en el peor sentido de la palabra.

Tenía el Portland Press-Herald abierto sobre la barra. En la mitad inferior de la primera plana, por debajo del pliegue, se leía el titular:


NINGUNA PISTA EN EL HOMICIDIO DE UN AGENTE DE LA POLICÍA DEL ESTADO


El agente en cuestión, Foster Jandreau, había aparecido muerto a tiros en su furgoneta detrás del Blue Moon, un antiguo bar en el término municipal de Saco, casi en las afueras. No estaba de servicio en ese momento, y vestía de paisano cuando encontraron su cuerpo. Nadie se explicaba qué hacía en el Blue Moon, sobre todo porque, según la autopsia, su muerte se había producido entre las doce de la noche y las dos de la madrugada, horas a las que nadie tenía por qué rondar cerca del armazón calcinado de un bar que en general despertaba pocas simpatías. El cadáver de Jandreau fue descubierto por una cuadrilla de peones camineros, que había hecho un alto en el aparcamiento del Moon para tomar un poco de café y fumar un pitillo a primera hora de la mañana, antes de iniciar la jornada. Le habían disparado dos veces a bocajarro con una pistola del calibre.22, una en el corazón y otra en la cabeza. El crimen presentaba todos los indicios de una ejecución.

– Ese sitio atraía problemas como un imán -comentó Kyle-. Deberían haber demolido lo que quedó después del incendio.

– Sí, pero ¿qué habrían puesto en su lugar?

– Una lápida -contestó Kyle-. Una lápida con el nombre de Sally Cleaver.

Se alejó para servir café a los demás rezagados, la mayoría de los cuales leía o charlaba tranquilamente, sentados en hilera como los personajes de un cuadro de Norman Rockwell. En el Palace no había reservados, y tampoco mesas, sólo quince taburetes. Yo ocupaba el último, el más alejado de la puerta. Eran más de las once, y en rigor la cafetería ya había cerrado, pero Kyle no obligaría a nadie a marcharse en breve. Era de esa clase de establecimientos.

Sally Cleaver: su nombre aparecía mencionado en el artículo sobre el asesinato de Jandreau, un pequeño apartado de la historia local que la mayoría de la gente habría preferido olvidar, y el último clavo en el ataúd del Blue Moon, por así decirlo. Después de la muerte de Sally Cleaver, el bar se tapió, y al cabo de un par de meses el fuego lo redujo a cenizas. Se interrogó al dueño por un posible caso de incendio intencionado y estafa a la compañía de seguros, pero fue por pura rutina. Quien más, quien menos, sabía que la familia Cleaver había pegado fuego al bar Blue Moon, y nadie se lo echó en cara.

El bar llevaba cerrado casi una década, cosa que no lamentaba nadie en absoluto, ni siquiera los bichos raros que antes lo frecuentaban. En su día los lugareños lo llamaban el Blue Mood, «Tristeza», ya que ningún cliente salía de allí con el ánimo más alto que al entrar, incluso sin haber probado la comida ni bebido nada que no hubieran desprecintado delante de sus ojos. Era un local lúgubre, una fortaleza de ladrillo coronada por un rótulo pintado a mano que alumbraban cuatro bombillas, de las que nunca funcionaban más de tres. Dentro mantenían una iluminación tenue para disimular la mugre, y los taburetes de la barra estaban atornillados al suelo a fin de proporcionar cierta estabilidad a los borrachos. Tenía un menú salido de la escuela de cocina de la obesidad crónica, pero la mayoría de los parroquianos preferían atiborrarse de frutos secos, que se servían gratuitamente acompañando a la cerveza, con dosis de sal apopléjicas para fomentar el consumo de alcohol. Al final de la tarde los frutos secos que quedaban sin comer, pero considerablemente manoseados, volvían al enorme saco que el camarero, Earle Hanley, tenía al lado del fregadero. Earle era el único camarero. Si se ponía enfermo, o si reclamaba su atención cualquier otro asunto más importante que suministrar bebida a un grupo de borrachos, el Blue Moon no abría. Observando a la clientela cuando llegaba allí para su ración diaria, a veces era difícil saber si, al encontrarse alguna que otra vez con la puerta atrancada, sentían alivio o pesar.

Eso hasta que murió Sally Cleaver, y el Moon murió con ella.

Su muerte no encerró el menor misterio. Tenía veintitrés años y vivía con un tal Clifton Andreas, «Cliffie» para los amigos, un pájaro de cuenta. Por lo visto, Sally llevaba un tiempo apartando cada semana un poco de dinero de sus ingresos como camarera, quizá con la esperanza de ahorrar lo suficiente para contratar a un matón que liquidase a Cliffie Andreas, o convencer a Earle Hanley para que espolvorease con matarratas los frutos secos que le servía con la cerveza. Yo conocía a Cliffie Andreas de vista, y sabía que convenía eludirlo. Cliffie era de esos que al ver un cachorro desean ahogarlo, y al ver un bicho se mueren por aplastarlo. Si encontraba trabajo, era temporal, pero Cliffie nunca reunió méritos para ser el empleado del mes. El trabajo era algo a lo que recurría cuando no quedaba dinero, y lo veía como la ultimísima opción si no era posible pedir prestado, robar o simplemente chuparle la sangre a alguien más débil y necesitado que él. Tenía un vago encanto de chico malo para esas mujeres que en público adoptan la pose de considerar débiles a los hombres buenos, aun cuando en secreto sueñen con uno normal y corriente que no esté atrapado en el lodazal del fondo del estanque y decidido a arrastrar consigo a alguien a las profundidades.

Yo no conocí a Sally Cleaver. Al parecer tenía poca autoestima, y aún menos expectativas, pero de algún modo Cliffie Andreas consiguió mermarle todavía más lo primero y ni siquiera estuvo a la altura de lo segundo. Pero el caso es que, una noche, Cliffie encontró los pequeños ahorros reunidos por Sally con el sudor de su frente y no se le ocurrió nada mejor que disfrutar de una velada gratis en el Moon en compañía de sus amigos. Sally llegó a casa del trabajo, vio que el dinero había desaparecido y fue en busca de Cliffie a su tugurio preferido. Lo encontró rodeado de sus compinches ante la barra, tomándose a cuenta de ella la única botella de coñac del Moon, y decidió hacerse valer por primera y última vez en su vida. Le gritó, le arañó, le tiró del pelo, hasta que por fin Earle Hanley dijo a Cliffie que se llevara de allí a su mujer, junto con sus problemas domésticos, y no volviera hasta tenerlo todo bajo control.

Así que Cliffie Andreas agarró a Sally Cleaver por el cuello de la blusa y la sacó a rastras por la puerta trasera, y los hombres presentes en el bar oyeron cómo él la molía a palos. Cuando volvió, tenía los nudillos en carne viva, las manos manchadas de rojo y la cara salpicada de sangre. Earle Hanley le sirvió otra copa y salió a ver cómo estaba Sally Cleaver. Para entonces ella se asfixiaba ya en su propia sangre, y murió en el aparcamiento trasero antes de que llegara la ambulancia.

Y ahí se acabó la historia del Blue Moon, y la de Cliffie Andreas. Le cayeron de diez a quince años en Thomaston, cumplió ocho, y cuando no hacía ni dos meses que estaba en libertad, lo mató un «agresor desconocido» que robó a Cliffie el reloj, dejó intacta la cartera y luego se desprendió del reloj en una cuneta cercana. Corrió la voz de que los Cleaver nunca olvidaban.

Ahora Foster Jandreau había muerto a pocos metros del lugar donde Sally Cleaver pereció asfixiada, y las cenizas de la historia del Moon volvían a removerse. Entretanto, la policía del estado no estaba muy contenta ante el hecho de haber perdido a un agente, como no lo había estado en 1924, cuando Emery Gooch falleció en un accidente de motocicleta en Mattawamkeag, ni en 1964, cuando Charlie Black se convirtió en el primer agente caído a tiros durante un atraco a un banco en South Berwick. Pero el homicidio de Jandreau tenía su lado turbio. Por más que el periódico dijera que no había pistas, los rumores apuntaban en otra dirección. Se habían encontrado ampollas de crac en el asfalto junto al coche de Jandreau, y fragmentos del mismo cristal dispersos en el suelo junto a sus pies. No se detectaron drogas en su organismo, pero ahora la mayor preocupación en el cuerpo de policía era que Foster Jandreau tal vez estuviera trapicheando bajo mano, y eso sería malo para todos.

Poco a poco la cafetería empezó a vaciarse, pero yo me quedé, y al final era el único ante la barra. Kyle me dejó solo, asegurándose de que tenía la taza llena antes de empezar a limpiar. Los últimos parroquianos, en su mayoría hombres mayores para quienes la semana no era lo mismo sin un par de visitas al Palace, pagaron la cuenta y se fueron.

Yo nunca he tenido despacho. Nunca lo he necesitado, y en caso contrario seguramente no habría podido justificar el gasto, ni siquiera con un alquiler razonable en Portland o Scarborough. Sólo unos pocos clientes habían dejado caer algún comentario al respecto, y si alguna vez me había surgido la necesidad de privacidad o de discreción, las circunstancias me habían permitido reclamar el pago de algún favor para disponer de un espacio adecuado. De vez en cuando recurría al bufete de mi abogada en Freeport, pero a más de uno le desagradaba la idea de poner los pies en el despacho de un abogado, casi tanto como les desagradaban los abogados en general, y yo había observado que la mayoría de quienes acudían a mí en busca de ayuda preferían un planteamiento más informal. Normalmente iba a visitarlos yo y hablaba con ellos en su propia casa, pero a veces una cafetería como el Palace, vacía y discreta, era tan buen sitio como el que más. En este caso, el lugar de encuentro lo eligió el potencial cliente, no yo, y a mí me pareció bien.

Poco después de las doce del mediodía se abrió la puerta del Palace y entró un hombre, ya setentón. Parecía la viva imagen del estereotipo del yanqui entrado en años: gorra de visera, cazadora de L.L. Bean encima de una camisa a cuadros, pantalón vaquero azul limpio y botas de trabajo. Fibroso como un cable de alta tensión, tenía la tez curtida y arrugada y llevaba unas gafas de montura metálica asombrosamente modernas tras las que resplandecían unos ojos de color castaño claro. Saludó a Kyle por su nombre, se quitó la gorra y dirigió una leve reverencia a Tara, la hija de Kyle, que, limpiando detrás de la barra, le devolvió la sonrisa y el saludo.

– Me alegro de verlo, señor Patchett -dijo la muchacha-. Cuánto tiempo. -La ternura perceptible en su voz y el brillo de sus ojos lo decían todo acerca del sufrimiento reciente del hombre que acababa de llegar.

Kyle asomó la cabeza por el pasaplatos situado entre la cocina y el espacio posterior a la barra.

– ¿Has venido a ver cómo es una auténtica cafetería, Bennett? -preguntó-. A juzgar por tu aspecto, no te vendría mal comer algo.

Bennett Patchett se rió y agitó la mano derecha, como si las palabras de Kyle fueran insectos zumbando en torno a su cabeza. Luego vino a sentarse a mi lado. Patchett era dueño, desde hacía ya más de cuarenta años, de la cafetería Downs, junto a la carretera Federal 1, cerca del hipódromo de Scarborough Downs. La heredó de su padre, que la había abierto poco después de cumplir el servicio militar en Europa. Aún podían verse fotos de Patchett padre en las paredes de la cafetería, algunas de su época en el ejército, un sargento rodeado de hombres más jóvenes que lo miraban con admiración. No tenía aún los cincuenta cuando murió, y su hijo acabó asumiendo el control del negocio. Bennett había vivido ya más que su padre, del mismo modo que, aparentemente, yo estaba destinado a vivir más que el mío.

Aceptó una taza de café de Tara mientras se despojaba de la cazadora y la colgaba cerca de la vieja estufa de gas. Tara, discretamente, se fue a ayudar a su padre en la cocina para dejarnos solos a Bennett y a mí.

– Charlie -dijo él a la vez que me estrechaba la mano.

– ¿Cómo le va, señor Patchett? -pregunté. Se me hizo raro hablarle de usted. Me sentí como si tuviera diez años, pero con hombres como él uno esperaba que le dieran permiso antes de tomarse ciertas confianzas en el tratamiento. Me constaba que todos sus empleados lo llamaban «señor Patchett». Para algunos de ellos tal vez fuese una figura paterna, pero era su jefe, y le mostraban el debido respeto.

– Puedes tutearme, hijo. Cuanto menos formal sea esto, mejor. Creo que nunca había hablado con un detective privado, salvo contigo, y únicamente cuando venías a comer a mi establecimiento. Aparte de eso, sólo los he visto en la televisión y el cine. Además, para serte sincero, tu reputación me pone un poco nervioso.

Me examinó, y vi que por un momento posaba la mirada en la cicatriz de mi cuello. Una bala me había herido ahí el año anterior, de refilón pero a profundidad suficiente para dejar una marca indeleble. Al parecer, de un tiempo a esa parte venía acumulando no pocos costurones y señales. Cuando muriese, podrían exhibirme en una vitrina como ejemplo disuasorio para otros que acaso sintieran la tentación de seguir una trayectoria de palizas, balazos y electrocuciones similar a la mía. Aunque, claro está, quizá todo eso hubiera sido simple cuestión de mala suerte. O de buena, según se mirase.

– No te creas todo lo que oigas -dije.

– No me lo creo, y aun así me preocupas.

Me encogí de hombros. En su rostro se advertía una sonrisa irónica.

– Pero no tiene sentido andarse con dudas -prosiguió- Quiero darte las gracias por dedicarme tu tiempo. Seguramente eres un hombre ocupado.

No lo era, pero fue una gentileza por su parte insinuar que tal vez lo fuese. Desde que me devolvieron la licencia a principios de año, tras ciertos malentendidos con la policía estatal de Maine, llevaba una vida más bien tranquila. Había hecho algún que otro trabajo para las compañías de seguros, encargos aburridos que en general no requerían mayor esfuerzo que permanecer sentado en un coche y pasar las hojas de un libro en espera de que un cretino con supuestas lesiones derivadas de su actividad laboral empezara a levantar piedras pesadas en su jardín. Pero el trabajo para las compañías de seguros, con la economía tal como estaba, era escaso. La mayoría de los detectives privados del estado sobrevivían a duras penas, y yo me había visto obligado a aceptar cualquier encargo, incluidos algunos tras los cuales me entraban ganas de bañarme en lejía. Había seguido a un tal Harry Milner mientras se trajinaba a tres mujeres distintas a lo largo de una semana en diversos moteles y apartamentos, manteniendo a la vez un empleo estable y llevando a sus hijos a los entrenamientos de béisbol. Su esposa sospechaba que tenía un lío, pero, como no es de extrañar, se llevó un verdadero chasco al enterarse de que el marido estaba envuelto en la clase de enredo sexual de amplio alcance relacionado normalmente con el vodevil francés. Con todo, la capacidad que tenía Harry para administrar el tiempo era casi admirable, como lo eran también sus niveles de energía. Milner tenía sólo un par de años más que yo, y si yo hubiese intentado mantener a cuatro mujeres satisfechas todas las semanas, habría muerto de enfermedad coronaria, probablemente mientras me daba un baño de hielo para reducir la hinchazón. Y aun así ése fue el encargo mejor remunerado que recibí en una temporada, y ahora volvía a trabajar tras la barra del Great Lost Bear en Forest Avenue un par de días al mes, más que nada para pasar el rato.

– No estoy tan ocupado como podría pensarse -contesté.

– Entonces tendrás tiempo para escucharme hasta el final, supongo.

Asentí, y dije:

– Antes de empezar, me gustaría decirte que lo sentí mucho al saber lo de Damien.

Yo no conocí a Damien Patchett más de lo que conocía a su padre, ni hice el menor esfuerzo por asistir al funeral. Los periódicos trataron el tema con discreción, pero todo el mundo sabía cómo murió Damien Patchett. Fue la guerra, sostenían algunos. Sólo en apariencia se quitó la vida él mismo. En realidad lo mató Iraq. Bennett contrajo el rostro en una expresión de dolor.

– Gracias. En cierto modo, como quizás hayas imaginado, es la razón por la que estamos aquí. Se me hace un poco raro plantearte esto a ti. Ya me entiendes, por las cosas a las que te dedicas: en comparación con los hombres a los que has perseguido y matado, lo que yo tengo que ofrecerte igual te resulta un tanto aburrido.

Estuve tentado de contarle mis experiencias ante la habitación de un motel mientras, dentro, la gente participaba en actos sexuales ilícitos; o sentado en un coche durante horas con una cámara en el salpicadero esperando a que alguien se agachara de repente a levantar piedras.

– A veces lo aburrido viene bien, para variar.

– Ya, en eso te creo -convino Patchett.

Posó la mirada en el periódico desplegado ante mí y torció de nuevo el gesto. «Sally Cleaver», pensé. «Maldita sea, debería haber apartado el diario antes de llegar Bennett.»

Sally Cleaver trabajaba en la cafetería Downs cuando murió.

Tomó un sorbo de café y no volvió a hablar durante al menos tres minutos. La gente como Bennett Patchett no llegaba a aquella edad con una salud casi intacta por haberse andado con prisas. Funcionaban al ritmo de Maine, y si uno tenía que tratar con ellos, cuanto antes aprendiese a adaptar el reloj al de ellos, tanto mejor.

– Trabaja para mí cierta camarera -dijo por fin-, una buena chica. Puede que recuerdes a su madre, una tal Katie Emory.

Katie Emory había estudiado conmigo en el instituto de Scarborough, si bien nos movíamos en círculos distintos. Era una de esas chicas a quienes les gustaban los deportistas, y a mí no me interesaban mucho ni los deportistas ni las chicas que los rondaban. Cuando regresé a Scarborough en la adolescencia, tras la muerte de mi padre, no estaba de humor para andar en compañía de nadie, y solía ir a la mía. Todos los chicos del pueblo habían formado pandillas muy estables, y aunque uno quisiera, no era fácil introducirse en ellas. Al final entablé algunas amistades y en general no irrité a demasiada gente. Aunque yo sí me acordaba de Katie, dudo que ella se hubiese acordado de mí, al menos en circunstancias normales. Pero mi nombre había saltado a la prensa más de una vez en el transcurso de los años, y quizás ella, y otros como ella, lo leyeron y se acordaron del muchacho que había llegado a Scarborough para estudiar los dos últimos cursos de secundaria, arrastrando ciertas historias acerca de su padre policía, un policía que había matado a dos adolescentes antes de quitarse él mismo la vida.

– ¿Cómo le va?

– Vive en algún pueblo de la Aerolínea, más al norte. -La Aerolínea era el nombre que los lugareños daban a la carretera Estatal 9, que iba de Brewer a Calais-. Se ha casado tres veces. Ahora se ha juntado con un músico.

– ¿De verdad? Yo apenas la conocía.

– Mejor. Ahora podrías ser tú quien se hubiese juntado con ella.

– No es mala idea. Era guapa.

– Tampoco ahora es una mujer fea, supongo -afirmó Bennett-. Un poco más ancha de cintura de lo que quizá tú recuerdes, pero quien tuvo, retuvo. Y la hija ha salido a ella.

– ¿Cómo se llama, la hija?

– Karen. Karen Emory. Hija única del primer matrimonio de su madre, nació después de largarse el padre. Por eso lleva el apellido de la madre. Hija única de todos sus matrimonios, ahora que lo pienso. Lleva trabajando para mi cerca de un año. Como te he dicho, es buena chica. Tiene sus problemas, pero creo que saldrá del paso, siempre y cuando reciba la ayuda que necesita y tenga el sentido común de pedirla.

Bennett Patchett era un hombre poco común. Él y su mujer, Hazel, fallecida hacia un par de años, siempre habían visto a quienes trabajaban para ellos no como simples empleados, sino como miembros de una especie de amplia familia. Se encariñaban sobre todo con las mujeres que pasaban por la cafetería, algunas de las cuales se quedaban durante años, otras sólo unos meses. Bennett y Hazel poseían un sexto sentido para las chicas que se hallaban en apuros o necesitaban un poco de estabilidad en sus vidas. No se entrometían, no sermoneaban, pero sí escuchaban con atención cuando acudían a ellos y prestaban ayuda siempre que estaba en sus manos. Los Patchett tenían varías casas en la zona de Saco y Scarborough, que habían convertido en alojamientos económicos tanto para sus empleados como para los de un selecto grupo de sólidos establecimientos cuyos propietarios compartían una misma concepción de la vida. Los apartamentos no eran mixtos, de modo que se exigía a hombres y mujeres que vivieran con los de su propio sexo. Inevitablemente se producía algún que otro acercamiento entre ambos, pero menos de lo que cabría pensar. Por lo general, quienes aceptaban el lugar para alojarse ofrecido por los Patchett se sentían a gusto con el espacio -no sólo físico, sino también psicológico y emocional- que se les brindaba. Con el tiempo, casi todos acababan yéndose, unos con la vida rehecha y otros no, pero mientras trabajaban para los Patchett, estaban al cuidado tanto del matrimonio como de los otros empleados de mayor edad. La muerte de Sally Cleaver fue un duro golpe, pero, si acaso, los volvió más solícitos con sus empleados. Aunque a Bennett le afectó mucho el fallecimiento de su mujer, la pérdida no cambió ni un ápice su actitud respecto al personal. Además, ahora era lo único que le quedaba, y él veía a Sally Cleaver en el rostro de todas esas jóvenes, y tal vez ya había empezado a ver a Damien en los chicos.

– Karen se ha liado con un hombre, uno que no acaba de convencerme -explicó Bennett-. Vivía en una de las casas del personal, muy cerca, en Gorham Road. Damien y Karen se llevaban bien. Llegué a pensar que quizá Damien estaba enamorado de ella, pero ella sólo tenía ojos para ese amigo de él, un compañero de Iraq que se llama Joel Tobias. Era el jefe del pelotón de Damien. Después de la muerte de Damien, o puede que incluso antes, Karen y Tobias se emparejaron. Me han contado que Tobias está un poco afectado por algunas de las cosas que vio en Iraq. Vio morir a amigos suyos, y lo digo literalmente: se desangraron entre sus brazos. Por las noches se despierta gritando y sudando. Karen cree que puede ayudarlo.

– ¿Eso te lo ha contado ella misma?

– No, lo sé por otra camarera. Karen no me hablaría de una cosa así. Supongo que, más que nada, prefiere tratar esos asuntos con otras mujeres y sabe que a mí no me pareció bien que se fuera a vivir con Tobias tan poco tiempo después de conocerlo. Quizás estoy un poco chapado a la antigua, pero en mi opinión le convenía esperar. Y de hecho se lo dije. No llevaban juntos más de dos semanas en ese momento y…, en fin, le pregunté si no le parecía un poco precipitado; pero es joven y cree que sabe lo que hace, y no era mi intención entrometerme. Quería seguir trabajando para mí, y por ese lado no había inconveniente. En los últimos tiempos hemos andado un poco apurados, como todo el mundo, pero a mí no me hace falta sacarle a la cafetería más rendimiento que el dinero para pagar las facturas, y eso aún lo consigo holgadamente. No necesito más personal y podría decirse, supongo, que tampoco necesito a todos los empleados que tengo, pero ellos sí necesitan el trabajo, y para un viejo es bueno tener jóvenes a su alrededor.

Se terminó el café y, con cierta avidez, miró la cafetera al otro lado de la barra. Como por telepatía, Kyle alzó la vista mientras limpiaba la encimera y dijo:

– Coge esa cafetera si quieres más, si no habrá que tirarlo.

Bennett rodeó la barra y sirvió un poco más de café para los dos. Cuando acabó, se quedó de pie, contemplando por la cristalera el viejo edificio del Palacio de Justicia a la vez que pensaba en lo que se disponía a decir.

– Tobias es mayor que Karen: tiene unos treinta y cinco años. Es demasiado mayor y está demasiado jodido para una chica como ella. En Iraq lo hirieron; perdió algún dedo y le ha quedado mal la pierna izquierda. Ahora conduce un camión. Es transportista independiente, o así se presenta, pero por lo visto trabaja de una manera muy informal. Siempre tenía tiempo para salir con Damien, y siempre anda rondando a Karen, más de lo que debiera una persona que teóricamente se gana la vida en la carretera. Da la impresión de que no le preocupa el dinero.

Bennett abrió una tarrina de leche y la añadió al café. Siguió otro silencio. No me cupo duda de que había reflexionado mucho sobre lo que iba a decir; aun así, noté su cautela a la hora de expresarlo todo en voz alta.

– Verás, siento el mayor respeto por los militares. ¿Cómo no, si mi propio padre lo era? De no ser por los problemas en la vista, seguramente yo mismo habría ido a Vietnam, y puede que ahora no estuviésemos manteniendo esta conversación. Tal vez yo no estaría aquí, sino enterrado bajo una losa blanca, a saber dónde. En todo caso, sería un hombre distinto, quizá mejor.

»No sé quién tiene razón y quién no en esa guerra de Iraq. En mi opinión, es ir demasiado lejos cuando, de hecho, por lo que yo veo, no hay una buena causa y la pérdida de vidas es tan grande, pero a lo mejor cabezas más sabias que la mía tienen datos que yo desconozco. Sin embargo lo peor de todo es que no cuidan de los hombres y mujeres que vuelven a casa, no como deberían. Mi padre regresó de la segunda guerra mundial con heridas, aunque él no era consciente. Había sufrido daños por dentro debido a algunas de las cosas que vio e hizo, pero por aquel entonces esos daños no tenían el mismo nombre médico, o la gente sencillamente no entendía lo graves que podían ser. Cuando Joel Tobias vino a Downs, también vi daños en él, y no sólo en la mano y la pierna. Traía heridas internas, estaba desgarrado por la rabia. Yo olí esa rabia, la detecté en sus ojos. No necesitaba que nadie me lo explicara.

»No me malinterpretes: tiene tanto derecho a ser feliz como cualquiera, quizás incluso más por los sacrificios que ha hecho. El sufrimiento que sobrelleva, mental o físico, no lo priva de ese derecho, y podría ser que, en circunstancias normales, una chica como Karen le hiciera bien. También ella ha sufrido. No sé cómo, pero se nota, y eso la convierte en una persona sensible a otros como ella. Para un buen hombre eso podría tener un efecto curativo, siempre y cuando no se aprovechase. Pero dudo que Joel Tobias sea un buen hombre. En definitiva, a eso se reduce todo. Es malo para ella, y, además, es sencillamente una mala persona.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunté.

– No lo sé -contestó, y percibí la frustración en su voz-. No lo sé con seguridad. Es un presentimiento visceral, y algo más que eso. Conduce su propio camión, que se ve tan nuevo como un bebé en los brazos de la comadrona. Tiene una Silverado enorme, también nueva. Vive en una casa bonita en Portland y tiene dinero. Lo despilfarra, más de lo que debería. Eso no me gusta.

Esperé. Debía medir mucho mis siguientes palabras. No quería dar la impresión de que ponía en tela de juicio las afirmaciones de Bennett, pero al mismo tiempo me constaba que tal vez protegiera demasiado a los jóvenes a su cargo. Aún intentaba compensar su incapacidad para salvar a Sally Cleaver, pese a que no había estado en sus manos evitar lo que le ocurrió, ni la culpa era suya.

– Ya sabes que todo eso podría haberlo comprado a crédito -aventuré-. Hasta hace no mucho bastaba con una entrada ridícula para salir del concesionario con un flamante camión. Puede que recibiera una indemnización por sus heridas. Tienes que…

– Karen ha cambiado -me interrumpió Bennett. Lo dijo en voz tan baja que podría no haberlo oído, y sin embargo la intensidad con que habló indicaba que el comentario no podía pasarse por alto-. También él ha cambiado. Lo noto cuando viene a buscarla. Está aún peor que antes: parece enfermo, como si no durmiera bien. Y de un tiempo a esta parte veo eso mismo en ella. Hace un par de días se quemó: intentó coger una cafetera que se caía y acabó con el café caliente en la mano. Fue un descuido por su parte, pero un descuido de esos que se deben al cansancio. Ha perdido peso, y no es que antes le sobrara. Además, creo que él le ha puesto la mano encima. Le vi unos moretones en la cara. Me contó que había tropezado con una puerta, como si a estas alturas aún se creyera alguien ese cuento.

– ¿Has intentado hablar con ella de esto?

– Lo he intentado, pero se puso muy a la defensiva. Como ya te he dicho, me parece que no le gusta hablar con hombres de sus asuntos personales. Y no quise insistir, no en ese momento, por miedo a ahuyentarla del todo. Pero me tiene preocupado.

– ¿Qué quieres que haga?

– ¿Aún tratas con aquellos dos, los Fulci? Quizá podrías mandarlos a sacudirle un poco el polvo a Tobias, y que le digan que se busque a otra con quien compartir la cama.

Lo dijo con una sonrisa triste, pero advertí que parte de él habría deseado realmente ver a los Fulci, que en esencia eran armas de guerra con apetitos, emprenderla con un hombre capaz de pegar a una mujer.

– Eso no sirve -contesté-. O la mujer se compadece del individuo, o el individuo deduce que la mujer ha hablado con alguien, y la cosa se agrava.

– En fin, ha sido una idea agradable mientras ha durado -comentó-. Si descartamos esa opción, me gustaría que investigaras a Tobias, a ver qué averiguas de él. Sólo necesito algo para convencer a Karen de que se aparte de él.

– Eso sí puedo hacerlo, pero cabe la posibilidad de que ella no te lo agradezca.

– Estoy dispuesto a correr el riesgo.

– ¿Quieres saber mis honorarios?

– ¿Vas a cobrarme de más?

– No.

– En ese caso supongo que vales lo que pides. -Dejó un sobre en la barra-. Aquí hay dos mil dólares. ¿Eso cuánto cubre?

– Suficiente. Si necesito más, me pondré en contacto contigo. Si gasto menos, te lo reembolsaré.

– ¿Me dirás lo que averigües?

– Te lo diré. Pero ¿y si descubro que es un hombre decente?

– No lo es -declaró Bennett con firmeza-. Un hombre que pega a una mujer no puede considerarse decente.

Toqué el sobre con las yemas de los dedos. Sentí el impulso de devolvérselo. En lugar de eso, señalé el artículo de Jandreau.

– Viejos fantasmas -comenté.

– Viejos fantasmas -concedió-. A veces voy allí, ¿sabes? No podría decirte qué me empuja a ir, como no sea la esperanza de viajar atrás en el tiempo para salvarla. Normalmente me limito a rezar por ella al pasar por delante. Deberían borrar ese sitio de la faz de la Tierra.

– ¿Conocías a Foster Jandreau?

– A veces venía a la cafetería. Como todos los policías: los estatales, los municipales. Los tratamos bien. Pagan la cuenta como cualquiera, eso por supuesto, pero nos aseguramos de que no se vayan con hambre. Aunque a Foster lo conocía un poco más. Su primo, Bobby Jandreau, sirvió con Damien en Iraq. Bobby perdió las piernas. Un horror.

Esperé antes de volver a hablar. Allí faltaba algo.

– Has dicho que en cierto modo esta reunión tenía que ver con la muerte de Damien. ¿El único vínculo es Karen Emory?

De pronto, Bennett pareció apesadumbrado. Toda mención a su hijo debía de afligirlo, pero no era sólo eso.

– Tobias volvió muy afectado de esa guerra, pero mi hijo no. Es decir, había visto atrocidades, y algunos días me daba cuenta de que le volvían a la memoria, pero seguía siendo el hijo que yo conocía. Me repitió una y otra vez que había tenido una buena guerra, si eso es posible. No mató a nadie que no intentara matarlo a él, y no sentía el menor odio por los iraquíes. De hecho, lamentaba la situación en la que estaban, e hizo lo que pudo por ellos. Perdió a algunos amigos allí, pero no estaba obsesionado con lo que había vivido, no al principio. Todo eso vino después.

– No sé gran cosa del estrés postraumático -comenté-, pero, por lo que he leído, puede tardar un tiempo en manifestarse.

– Esa es una posibilidad, sí -convino Bennett-; yo también lo he leído. Estuve leyendo sobre el tema antes de la muerte de Damien, con la idea de que quizá podría ayudarlo si comprendía mejor lo que le pasaba. Pero, verás, a Damien le gustaba el ejército. No creo que quisiera dejarlo. Sirvió en varios reemplazos, y habría vuelto. En realidad, cuando llegó sólo hablaba de reengancharse.

– ¿Y por qué no lo hizo?

– Porque Joel Tobias lo quería aquí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por lo que Damien me contó. Acompañó a Tobias a Canadá en un par de viajes, y me dio la sensación de que se traían algo entre manos, algún asunto que prometía un buen dinero. Damien empezó a hablar de montar su propio negocio, de dedicarse quizás a la segundad si no volvía al ejército. Ahí comenzaron los problemas. Ahí Damien empezó a cambiar.

– Cambiar ¿cómo?

– Dejo de comer. Le costaba dormirse, y cuando al final le vencía el sueño, hablaba dormido, gritaba.

– ¿Oías lo que decía?

– A veces. Le pedía a alguien que lo dejase en paz, que parase de hablar. No, que parase de susurrar. Se volvió más nervioso y agresivo. Estallaba conmigo por cualquier cosa. Cuando no estaba trabajando para Tobias, se quedaba solo en cualquier sitio, fumando, con la mirada perdida. Le sugerí que hablara con alguien del tema, pero no sé si lo hizo. Llevaba tres meses aquí cuando empezó todo, y se mató dos semanas después. -Me dio una palmada en el hombro-. Investiga a ese tal Tobias, y ya hablaremos.

Dicho esto, se despidió de Kyle y Tara y abandonó la cafetería. Lo vi encaminarse lentamente hacia su coche, un Subaru maltrecho con una pegatina de los Sea Dogs en el guardabarros trasero. Al abrir la puerta del coche, me sorprendió observándolo. Asintió con la cabeza y levantó la mano en un gesto de despedida, que yo le devolví.

Kyle salió de la cocina.

– Voy a cerrar ya -anunció-. ¿Has acabado?

– Sí, gracias -respondí. Pagué la cuenta y dejé una buena propina, tanto por la comida como por la discreción de Kyle. Eran pocas las cafeterías donde dos hombres podían reunirse y hablar de lo que Bennett y yo habíamos hablado sin temor a ser escuchados.

– Es un buen hombre -comentó Kyle mientras el coche de Bennett salía del aparcamiento.

– Sí, lo es.

En el camino de vuelta a Scarborough, di un rodeo para pasar frente al Blue Moon. La cinta amarilla del precinto policial, prendida de una cañería, aleteaba en la brisa, resplandeciente en contraste con el esqueleto ennegrecido del bar. Las ventanas seguían tapiadas, y la puerta atrancada con un robusto cerrojo, pero en el techo se veía el agujero abierto por las llamas hacía ya años, y si uno se acercaba, percibía el olor a madera húmeda y, aún ahora, chamuscada. Kyle y Bennett tenían razón: debería haberse demolido, pero allí permanecía, como una oscura célula cancerígena contra el campo de tréboles rojos que se extendía detrás.

Seguí adelante, y por el espejo retrovisor vi cada vez más lejos los escombros del Blue Moon, hasta perderse de vista. Sin embargo dio la impresión de que algo quedaba en el espejo, como la huella de un dedo ennegrecido, un recordatorio dejado por los muertos de la deuda que los vivos tenían con ellos.

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