30

Herodes, de pie junto a su coche, observó el almacén de Rojas. Había luz en los dos pisos, y detrás del cristal en la planta baja veía moverse siluetas. Delante había varios vehículos aparcados: furgonetas de Hermanos Rojas, un par de coches y un todoterreno blanco.

Herodes necesitaba su medicación, y a dosis considerables. El dolor se había agudizado conforme avanzaba el día, y ahora deseaba acabar con todo aquello para poder descansar un rato.

Experimentó un hormigueo en la base del cuello. Al principio apenas lo percibió en medio de la estridencia de su sufrimiento; era como intentar discernir una melodía entre el barullo cacofónico de una orquesta que afina sus instrumentos. La herida de la boca le palpitaba en el cálido aire nocturno, y los insectos se cebaban en él.

«Apesto a descomposición», pensó. «Si me tendiera y esperara a que la muerte se llevara mi último aliento, plantarían en mi carne sus huevos aun antes de mi fallecimiento. Incluso podría sentir cierto alivio en ello.» Imaginó los gusanos saliendo de los huevos y dándose un festín con sus tumores, consumiendo el tejido putrefacto y dejando el resto para que se regenerase, sólo que ya no quedaba carne sana, y por tanto lo devorarían íntegramente. En otro tiempo habría aceptado bien un fin así, porque al menos habría sido más rápido, y más natural, que la manera en que su cuerpo estaba canibalizándose a sí mismo. Sin embargo había encontrado otra salida al dolor. Si eso era un castigo divino, la penitencia por sus pecados -ya que había pecado, y se había deleitado en sus transgresiones-, él a su vez infligiría un castigo a los demás. El Capitán le había proporcionado los medios, lo había dotado de un objetivo más allá del simple dolor causado a otros en venganza por sus propios tormentos. El Capitán le había prometido que el mundo lloraría a causa de Herodes. Antes de verse arrancado de la oscuridad -arrancado quizá del infierno creado por otro y arrojado al infierno de las facultades de su propio cuerpo-, el Capitán le había proyectado a Herodes imágenes en su mente: la imagen del ángel negro oculto detrás de una pared, una presencia atrapada dentro de ella; cuerpos extinguiéndose lentamente sin llegar a morir nunca, cada uno con algo del Capitán dentro de sí…

Y la caja. El Capitán le había enseñado la caja. Pero para entonces ésta ya había desaparecido, y se inició la búsqueda.

El hormigueo persistía. Se frotó el cuello esperando sentir entre los dedos el reventón de una criatura atracada de sangre, pero no fue así. Entre Herodes y el almacén se extendía un descampado. En el límite más cercano se había formado una charca de agua estancada sobre la que se arremolinaba una nube de bichos. Herodes se acercó hasta ver en ella su reflejo: el suyo y el de otro. Detrás de él se alzaba un alto espantapájaros con traje negro y chistera negra aplastada en la cabeza. El rostro era un saco con dos cuencas toscamente recortadas, sin boca. El espantapájaros flotaba en el aire. No disponía de una cruz de madera en la que sostenerse.

El Capitán había vuelto.


***

Vernon y Pritchard se hallaban en una pequeña elevación, ocultos tras zarzas y ramas colgantes. Tenían buena visibilidad de las casas contiguas al almacén de Rojas. Los dos permanecían totalmente inmóviles; incluso vistos de cerca, apenas parecía que respirasen. Pritchard tenía el ojo derecho en la mira con visión nocturna del M-40. El fusil era preciso hasta un alcance de mil metros, y Pritchard se hallaba más o menos a ochocientos de los objetivos. Junto a él, Vernon vigilaba puertas y ventanas mediante un monocular ATN Night Spirit.

Vernon y Pritchard habían sido francotiradores de elite en la Infantería de Marina, llamados CHA en el argot de su oficio: cazadores de hombres armados. Eran veteranos de los combates entre francotiradores que se producían en Bagdad, un conflicto en gran medida oculto que había ido en aumento a partir de la pérdida de dos equipos de francotiradores de la Infantería de Marina, un total de diez hombres caídos a manos de los haji. Habían jugado al gato y al ratón con el casi mítico «Juba», un francotirador anónimo que, según algunos, era checheno, o acaso el nombre colectivo de una célula de francotiradores armados con los fusiles Tabuk, de fabricación iraquí, una variante del Kaláshnikov. Juba, disciplinado, esperaba a que los soldados se pusieran en pie en sus vehículos, o se apearan, y buscaba huecos entre los protectores personales, sin disparar nunca más de un tiro desde la misma posición. Vernon y Pritchard discrepaban en cuanto a si Juba era un hombre o muchos. Pritchard, el mejor tirador de los dos, tendía a creer lo primero, basándose en la preferencia de Juba por disparar en un radio de trescientos metros, y su reticencia a disparar más de una vez, aun cuando le pusieran cebos. Vernon disentía, aduciendo que si bien el Tabuk era fiable hasta un alcance de novecientos metros, daba mejores resultados a trescientos metros, de modo que los francotiradores Juba armados con Tabuks se veían condicionados por su equipo. Vernon, además, atribuía bajas a Juba provocadas por el uso de otras armas, como el Dragunov y el Izhmash de 0.22, lo que inducía a pensar en varios francotiradores, y en cambio Pritchard optaba por no tomar siquiera en consideración esas bajas. Al final, los dos fueron blanco de los disparos de Juba, ya fuera un solo hombre o varios. Al igual que sus compañeros, desarrollaron el hábito de «recortar cuadrados»: zigzaguear, agacharse, moverse hacia delante y hacia atrás y balancear la cabeza para ofrecer un blanco más difícil. Pritchard lo llamaba el «boogie del campo de batalla», y Vernon, el «jitterbug de la yihad». Lo curioso era que ninguno de los dos era capaz de bailar en una pista de baile normal ni aunque les fuera la vida en ello, y, sin embargo, bajo la amenaza de un asesino experto se habían movido como Gene Kelly y Fred Astaire.

Vernon y Pritchard conocían a los cuatro hombres de la Compañía Echo caídos en Ramadi en 2004. Tres de ellos murieron por disparos en la cabeza, y un cuarto quedó literalmente destrozado por las balas. Además, un infante de Marina fue degollado. El ataque se produjo a plena luz del día, a ochocientos metros de un puesto de mando. Más tarde supieron que, probablemente, los autores habían sido un equipo de asalto compuesto por cuatro hombres, y que los infantes de Marina llevaban un tiempo bajo sus miras, pero en todo caso esa matanza dio inicio al desencanto de Vernon y Pritchard respecto al carácter del conflicto en Iraq. Sólo uno de los muertos había sido adiestrado como francotirador. Los demás eran simples soldados, y teóricamente no era así como se hacían las cosas. No menos de dos francotiradores expertos en ningún equipo, ésa era la regla de oro. Cuando el equipo de francotiradores formado por seis hombres del Tercer Batallón de la Reserva cayó en Hadithah un año después, y los demás tiradores se vieron obligados a actuar con arreglo a normas de combate más restrictivas, Vernon y Pritchard decidieron que la Infantería de Marina podía irse a la mierda, decisión reforzada más tarde por una explosión que le provocó a Vernon un desprendimiento de retina en el ojo derecho, con la consiguiente pérdida de visión permanente y un billete de vuelta a casa.

Pero para entonces ya conocían a Tobias, y habían estado presentes la noche de la incursión en el almacén. Ellos eran el Equipo 1, que cubría los avances desde el sur. Twizell y Greenham eran el Equipo 2, que cubría el lado norte. Nadie había puesto en tela de juicio la finalidad de la misión: las unidades de tiradores planeaban y ejecutaban sus propias operaciones, y habían anunciado su inserción en la zona unos días antes a fin de que las unidades de patrulla pudieran actuar en torno a ellos. Sólo Tobias y Roddam sabían exactamente dónde estarían. Al final, no tuvieron que disparar un solo tiro la noche de la incursión, lo cual fue una decepción para ellos.

Pritchard se había licenciado poco después de regresar Vernon a casa, de ahí que ahora Vernon y él estuvieran agazapados entre la maleza, listos para matar a mexicanos en lugar de a hajis. Los dos eran callados, pacientes, solitarios, como correspondía a los individuos con su vocación. Carecían de remordimientos. Cuando alguien preguntaba a Pritchard si le pesaba en la conciencia la vida que llevaba, respondía que él lo único que sentía era el retroceso del arma. Eso no era del todo cierto: matar le proporcionaba una excitación mejor que el sexo, y sin embargo era un hombre con valor y principios que consideraba noble su vocación, y poseía inteligencia suficiente para percibir la tensión implícita en el deseo de quitar vidas de una manera moral y al mismo tiempo experimentar placer al realizar el acto.

Vernon y él vestían trajes de camuflaje ghillie de fabricación casera, con orificios en la espalda para la ventilación. Se habían untado de barro y agua en un arroyo cercano y, como brillaba la luna, llevaban redecilla en las gorras para no delatar la forma del rostro humano. En vez de usar telémetros láser, realizaban automáticamente en la cabeza todos los cálculos necesarios: distancia, ángulo respecto al blanco, densidad del aire, velocidad y dirección del viento, humedad, e incluso añadían la temperatura del propelente del cartucho, ya que con una diferencia de diez grados, una bala alcanza el blanco cincuenta centímetros más arriba a una distancia de mil metros. Antes empleaban libros de datos, calculadoras con software de balística y tablas pegadas a la culata del rifle. A esas alturas se conocían ya de memoria tales detalles.

El terreno presentaba una ligera inclinación. Pritchard calculó que debía apuntar unos cinco metros por encima del blanco, y a la izquierda, para compensar la trayectoria descendente de la bala. Ya estaba todo listo. El único problema eran Twizell y Greenham. No estaban en su posición. Pritchard ignoraba dónde se habían metido. Tanto a Vernon como a él les preocupaba aún el hecho de que Tobias los hubiese mandado previamente a otro sitio, sin molestarse en consultárselo antes. Vernon había sido alférez, un E-6, el rango más alto entre los cuatro francotiradores, y Tobias y él aún chocaban en lo tocante a cuestiones operativas. Ahora contaban con un equipo menos, y eso no era bueno.


***

La camioneta estaba aparcada en una arboleda a unos ciento veinte metros de la parte de atrás del almacén de Rojas. Tenía abierta la puerta del conductor. Tobias, con un pasamontañas negro y traje de faena negro, escrutaba el almacén y los edificios cercanos con unos binoculares de visión nocturna. Se sobresaltó a causa de un ruido a corta distancia. Enseguida oyó un débil silbido y vio salir una silueta de la maleza frente a él.

– Cuatro, aparte de Rojas -informó Mallak- Tres armados con subfusiles MP5, uno con una escopeta de corredera enorme. Una Mossberg Roadblocker, probablemente. Dos Glocks de nueve milímetros en hombreras: una la tiene el de la escopeta; otra, el del MP5 situado más cerca de la puerta. No he visto alcohol. La tele está encendida, no muy alta. Hay restos de comida encima de la mesa.

Tobias asintió con la cabeza. Eso último era buena noticia. Los hombres se movían más despacio después de comer.

– ¿Y Rojas?

– En la pared oeste hay una escalera, cerrada, sin recodos. Va a dar a una puerta blindada que está entreabierta. Seguro que puede cerrarse al primer indicio de problemas. En la planta baja hay cristales antibalas, por lo que cabe suponer que arriba, en el piso de Rojas, son iguales. No tiene escalera exterior, pero sí una escalerilla accionada por gravedad en la fachada sur, accesible desde la ventana de encima.

– ¿Y las casas de alrededor?

– Dos familias en A y B -contestó Mallak, usando los dedos para señalar los edificios en cuestión-. En A, dos menores de sexo femenino, una adulta, dos hombres adultos; una Glock, al cinto. En B, dos mujeres adultas, un menor de sexo masculino, un hombre adulto; una Glock, al cinto. En C, tres hombres; dos AK47, una Glock, al hombro. Vernon y Pritchard tienen la información, pero aún nos falta un equipo.

Tobias echó una ojeada más al objetivo a través de los binoculares y luego los dejó en el asiento del conductor. Podían esperar a Greenham y Twizell, o actuar de inmediato. En todo caso, cuanto más tiempo permanecieran en la posición, más probabilidades había de que los descubriesen. Se inclinó por encima del respaldo y miró hacia el interior de la camioneta. Bacci le devolvió la mirada desde dentro, con el rostro sudoroso y el pasamontañas enrollado en la frente por el calor.

– De acuerdo -dijo Tobias a la vez que Mallak se recostaba contra la camioneta-, escuchadme…


***

Herodes no iba armado. Tenía la pistola en el coche. Sólo llevaba un par de sobres marrones. El primero contenía un papel con una cifra escrita a máquina. Representaba la suma de dinero que Herodes estaba dispuesto a traspasar a cualquier cuenta indicada por Rojas a cambio de la información sobre cómo, y de quién, había obtenido los sellos. Si Rojas se negaba a proporcionar esa información, Herodes sabía dónde vivía la querida norteamericana de Rojas, junto con el hijo ilegítimo de ambos, que contaba cinco años. Herodes los eliminaría a los dos. Si hacía falta, mataría primero a la mujer, para demostrar a Rojas la seriedad de sus intenciones, pero no creía que esa acción fuese necesaria, en especial después de ver Rojas las fotografías del segundo sobre, donde aparecían otros que habían contrariado a Herodes en el pasado, porque Herodes tenía una habilidad especial con las mujeres. Su conocimiento del cuerpo femenino podía haberlo convertido incluso en un amante diestro, pero Herodes era un ser asexuado. Tampoco era cruel. Para él, el dolor y el sufrimiento eran un medio para alcanzar un fin, e infligirlos no le producía especial placer. Herodes no carecía de empatía, y debido a sus propios padecimientos era poco propenso a alargar el dolor de los demás. Por eso mismo esperaba que Rojas prefiriese el dinero.

Volvió a observar el reflejo del Capitán. No sentía inquietud. Le complacía la presencia del Capitán. Se preguntaba si el Capitán lo acompañaría al almacén de Rojas. Se disponía a averiguarlo cuando, en la superficie de la charca, el Capitán se movió. Sus dedos eran dos ramitas, y emitieron un leve susurro cuando levantó la mano y la apoyó en el reflejo del hombro de Herodes. Éste se estremeció de forma involuntaria al sentir la presión y el frío tacto del Capitán, percibiéndolo tan claramente como la tibieza del aire nocturno y las picaduras de los insectos, pero no se movió, y juntos montaron guardia ante el edificio.


***

En la planta baja del almacén de Rojas había toda una pared revestida de cajas de salsa picante Fuego Sagrado de los Hermanos Rojas. Si alguien se tomaba la molestia de indagar, la importación y la distribución de la salsa era el motivo de la existencia del almacén, y uno de los medios de vida de Antonio Rojas. Éste había perdido la cuenta del número de veces que las fuerzas del orden locales y federales habían registrado los camiones en que se transportaba la salsa, pero a él no le importaba. Así no se fijaban en todos los demás camiones y coches con cargamentos mucho más valiosos, aunque, a decir verdad, Rojas también obtenía unos ingresos más que respetables con la salsa, a pesar de que al otro lado de la frontera había quienes consideraban el nombre, y el envasado, casi blasfemo. Tenía una etiqueta muy peculiar, una cruz de un rojo intenso sobre fondo negro, y se comercializaba como producto de primera calidad entre las tiendas gastronómicas y los mejores restaurantes mexicanos de toda Nueva Inglaterra. El margen de beneficio era casi tan alto como el de la hierba o la cocaína, y Rojas declaraba religiosamente a Hacienda todos los ingresos generados por la salsa. Con la ayuda de un contable creativo, daba la impresión de que Antonio Rojas obtenía unas ganancias razonables, pero no excesivas, como proveedor de salsa picante de calidad.

Fue el ruido de uno de esos frascos de salsa picante al romperse lo que alertó a Rojas. Levantó la vista de los papeles extendidos en el escritorio y deslizó la mano hacia la pistola que siempre tenía a su alcance. La puerta de su espacio de vivienda estaba entornada, o de lo contrario el material aislante del suelo habría absorbido todos los sonidos procedentes de abajo: cristales rotos, el chirrido de una silla al arrastrarla, la caída al suelo de algo pesado y sin embargo blando.

Rojas se puso en pie y se abalanzó hacia la puerta, pero llegó unos segundos tarde. El cañón de un arma asomaba ya por la abertura, y una ráfaga de fuego amortiguado lo alcanzó en los muslos y casi le cercenó las piernas. Se desplomó a la vez que la puerta se abría del todo, pero mientras caía tuvo tiempo de descerrajar dos tiros que dieron en el pecho a la silueta vestida de oscuro. El chaleco antibalas absorbió el impacto, que de todos modos hizo girar al hombre sobre sus talones. Al disparar por tercera vez, Rojas apuntó más arriba, y un salpicón de sangre brotó de la nuca de aquel hombre, como si un guijarro hubiese caído en un charco rojo. Rojas apenas había tenido tiempo de tomar conciencia de ello cuando se produjeron nuevas detonaciones, y sintió las punzadas calientes de los balazos en la espalda. Se quedó tendido, inmóvil, y aun así no murió. Vio las lustrosas botas negras que lo rodearon y captó algunas de las palabras pronunciadas alrededor: «disparado», «interrogarlo», «no he tenido más remedio», y «muerto, está muerto». Rojas dejó escapar una risa húmeda.

Más pisadas, retrocediendo y acercándose enseguida de nuevo. Unas rodillas negras junto a su cara. Unos dedos en su pelo, levantándole la cabeza. La bolsa con los sellos, sostenida por unas manos enguantadas, el pedestal que estaba tallando arrojado al suelo de baldosas, astillado. Unos labios rosados moviéndose en el agujero del pasamontañas. Unos dientes blancos, limpios y uniformes.

– ¿Dónde están los otros?

No comprendo.

Apareció un cuchillo.

– Todavía puedo hacerte daño.

– No, ya no puedes -respondió Rojas, y murió con una sonrisa, enseñando dos filas de oro antiguo y piedras preciosas recién engastados en sus dientes.


***

Desde el escondrijo oyeron una ráfaga de disparos procedente del almacén de Rojas, pero a continuación no hubo una segunda ráfaga.

– Mierda -maldijo Vernon. Ya sabía él que tenían pocas probabilidades de entrar y Salir del almacén sin problemas, pero había procurado conservar las esperanzas-. De acuerdo, listos.

Lentamente, recorrió con el monocular las tres casas, designadas Curly, Larry y Moe.

– Moe. Puerta, a la derecha -dijo, localizando la figura de un hombre armado con un AK47.

– Lo veo.

Tomar aire. Expulsarlo. Tensar el gatillo. Expulsar el aire.

Presión.

Fuego.

Vernon vio al objetivo alzar los brazos en un último saludo y caer

– Diana -dijo-. Curly, Puerta. Distancia: setecientos cincuenta metros. Viento cero. Sin corrección. Arriba dos y medio. -Esta vez, el pistolero se quedó dentro, a cubierto tras el marco de la puerta, intentando adivinar de dónde procedía el disparo.

– Tirador, listo.

– Observador, listo. Dispara.

Pritchard apretó el gatillo otra vez. Se vio una lluvia de astillas en la puerta, y el objetivo volvió a esconderse dentro.

– Lástima, fallo, creo -informó Vernon-. Pero eso debería inmovilizarlo.

Momentáneamente, dirigió el monocular hacia el almacén de Rojas, del que salían dos de sus hombres, llevando a cuestas a un tercero.

– Vale, ya están en marcha, pero tienen una baja. Vamos…

Se produjo una erupción de llamas blancas en Curly, en la ventana de la derecha, la más próxima a ellos

– Curly. Puerta.

Pritchard disparó, y Vernon vio al hombre saltar por el aire al alcanzarle la bala en la cabeza y provocar un espasmo en las piernas.

– Diana -informó Vernon.

Alguien abrió fuego desde Moe. Vernon desplazó el monocular justo a tiempo de ver desplomarse a un segundo miembro del equipo de asalto.

– Maldita sea -dijo Vernon-. Un segundo hombre abatido.

Pritchard reajustó la posición lo más deprisa posible y empezó a disparar a bulto a través de la ventana de la casa, pretendiendo sólo proporcionar cobertura mientras los heridos eran trasladados a lugar seguro, pero ya se oían gritos y se encendían luces en las otras casas. Vernon vio al último hombre en pie -pensó que podía ser Tobias- echarse al hombro a uno de los caídos, llevarlo de regreso a la camioneta y depositarlo en el suelo con la mayor delicadeza posible. Acto seguido volvió a por el segundo hombre.

– Vámonos -dijo Pritchard.

Corrieron hacia donde habían dejado un par de Harleys, junto a un camino de tierra lleno de baches. Dejaron en el suelo una cazadora vaquera embarrada de un motero canadiense, un camello al que Vernon y Pritchard habían liquidado y abandonado en Lac-Baker. Era un montaje más bien tosco, pero dudaban que los mexicanos se anduviesen con las sutilezas propias de una investigación formal. Querrían venganza, y la cazadora, junto con el rugido de las motos al marcharse, podía bastar para hacerlos perder el rastro durante un par de días.

Tobias se sentó al volante de la camioneta y arrancó. En los retrovisores laterales, el almacén de Rojas era una masa oscura recortándose contra el cielo nocturno, y vio acercarse por ambos lados las sombras danzantes de unos hombres. Era el único superviviente. Mallak había muerto en el almacén, y Bacci había recibido un balazo en la base del cuello mientras se llevaban el cuerpo de Mallak Era un desastre que podía haberse evitado si Greenham y Twizell hubiesen estado allí, pero él había dado la orden, y tendría que vivir con eso. Tal vez si el capullo de Pritchard hubiese sido más rápido al cambiar de blanco…

La explosión, amortiguada por los gruesos muros de ladrillo del viejo edificio, no fue muy sonora, pero la finalidad de la termita, compuesta en un veinticinco por ciento de aluminio y un setenta y cinco por ciento de óxido férrico, no era volar el almacén, sino incendiar su contenido, dejando las mínimas pruebas posibles. Serviría asimismo para distraer a sus perseguidores: muertos Mallak y Bacci, no quedaba nadie para cubrirlo, así que todo se reducía a llegar a la autovía cuanto antes y pisar el acelerador a fondo durante todo el camino. Vernon y Pritchard seguirían su propia ruta hasta el lugar de encuentro, pero Tobias tendría unas palabras con ellos cuando se reunieran, aunque sólo fuera para anticiparse a la inevitable ira de los francotiradores.

Tenía un mensaje en el teléfono. Lo escuchó mientras conducía, y supo que algo había salido mal en Bangor. Greenham y Twizell no habían rendido cuentas, y cabía suponer que la situación de Jandreau seguía sin resolverse. El localizador GPS instalado en el coche del detective ya no emitía señal, y el detective seguía vivo. Se había torcido todo, pero al menos había recuperado los sellos. También tenía, en el bolsillo, todos los dientes de Rojas que había podido arrancarle en el poco tiempo disponible. Había llegado la hora de desprenderse del botín, sacar la mayor suma de dinero posible cuanto antes y desaparecer.

No se fijó en el coche de Herodes, esperando al ralentí en una carretera adyacente, con las luces apagadas. Poco después Herodes seguía a la camioneta.

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