34

Karen se detuvo ante la puerta del sótano y escuchó. Se sentía como sonámbula, aturdida aún por el somnífero y la hierba, y los efectos de pasarse el día entero dormida. Todo se le antojaba un poco desajustado. Cuando volvía la cabeza, tenía la impresión de que los ojos tardaban unas décimas de segundo en seguir el movimiento, y la consecuencia era una visión un tanto borrosa y una sensación de mareo. Vacilante, apoyó la palma de la mano en la puerta del sótano y se arrodilló para acercar el oído al ojo de la cerradura. Curiosamente, el volumen de las voces no cambió, pese a que tenía la certeza de que los susurros procedían de detrás de la puerta. Las voces se encontraban dentro y fuera de ella al mismo tiempo, y a causa de eso se producía una alteración en la percepción que visualizó en términos casi matemáticos: un triángulo equilátero, con ella en un vértice, el origen de las voces en otro vértice, y el sonido transmitido por ellas en un tercero. Oía una conversación mantenida sin conocimiento de su presencia o, más exactamente, con pleno conocimiento de que la presencia de Karen era intrascendente. Eso le trajo a la memoria una situación de su infancia: los días despejados, su padre y los amigos de éste se reunían y se sentaban en torno a la mesa del jardín a beber cerveza, y mientras tanto ella se quedaba a la sombra de un árbol, observándolos y distinguiendo ciertas palabras y frases, pero incapaz de seguir o entender del todo el contenido de sus conversaciones.

Pese a que le desagradaban los lugares oscuros, y le preocupaba la posible reacción de Joel si descubría que ella había entrado sin permiso en su sótano -porque sabía que él lo interpretaría así si llegaba a enterarse-, deseaba averiguar qué había allí abajo. Sabía que él había almacenado algo nuevo allí porque el día anterior, al regresar del trabajo, lo había visto trasladar las últimas cajas desde su camión. Experimentó un amago de euforia al pensar en la incursión, sazonado con cierto grado de recelo, incluso miedo.

Empezó a buscar la llave del sótano. Si bien Joel guardaba una en una cadena junto con sus otras llaves, supuso que debía de haber otra copia a mano. Conocía todas las zonas compartidas de la casa. En uno de los cajones de la cocina había un revoltijo de cachivaches, incluidas llaves sueltas, candados de combinación y tornillos. Lo revolvió todo, pero no encontró ninguna llave que pudiera encajar en la cerradura del sótano. Después miró en los bolsillos de los abrigos de Joel que colgaban en el vestíbulo, pero sólo descubrió polvo, un par de monedas y un recibo antiguo del gas.

Por último, consciente de que estaba a punto de traspasar una línea, registró el armario personal de Joel. Hurgó con los dedos en los bolsillos de los trajes y dentro de los zapatos, bajo pilas de camisetas y entre montones de calcetines y calzoncillos. Todo estaba limpio y bien plegado, vestigio de los tiempos de Joel en el ejército. Al cabo de un rato empezó a olvidarse de la llave y a disfrutar del carácter íntimo de su búsqueda, y lo que le revelaba sobre el hombre a quien quería. Descubrió fotografías de su servicio en el ejército, y cartas de una antigua amante, de las que sólo leyó unas cuantas, consternada ante la posibilidad de que alguien pudiera haber pensado que quería a Joel tanto como ella, e irritada por el hecho de que él conservara las cartas. Las pasó de una en una hasta encontrar la que buscaba, una encabezada con un sencillo «Querido Joel» donde ella le comunicaba que le costaba mucho sobrellevar su separación forzosa y continuada a causa del servicio militar y deseaba por tanto poner fin a la relación. La carta tenía fecha de marzo de 2007. Karen se preguntó si la mujer, que se llamaba Faye, había encontrado a otro hombre antes de escribir esa carta. Un sexto sentido le indicó que así era.

En el suelo del armario, dentro de un estuche de acero, había una pistola Ruger y varias armas blancas, incluida una bayoneta. Al ver los cuchillos se estremeció, al pensar en la temible intimidad de su capacidad de penetración, la posibilidad de contacto brutal entre la víctima y el asesino, seres independientes unidos por unos segundos mediante un fragmento de metal.

Junto a los cuchillos encontró lo que parecía la llave de la puerta del sótano.

Se la llevó abajo y la introdujo en la cerradura. Giró la llave con la mano izquierda, empuñando la pequeña Lady Smith con la derecha. La llave giró fácilmente, y la puerta se abrió. La empujó, y de pronto tomó conciencia del profundo silencio que reinaba en la casa.

Los susurros se habían interrumpido.

Ante ella, la escalera del sótano descendía hacia la oscuridad, y sólo los tres primeros peldaños quedaban iluminados por la luz del pasillo. Buscó a tientas con los dedos el cordón que colgaba del techo. Tiró y se encendió el plafón por encima de ella. Ahora veía hasta el pie de la escalera. Allí abajo había otro cordón, el de la luz que iluminaba el resto del sótano.

Bajó despacio y con cuidado. No quería tropezar, allí no. No sabía cuál de las dos posibilidades era peor: que Joel llegara y la encontrara en el suelo con la pierna rota, o que Joel no volviera y ella se quedara allí, esperando a que las voces reanudasen sus susurros, sola en su presencia.

Apartó esa idea de su cabeza. No contribuía a aliviar su nerviosismo. En el penúltimo escalón, se puso de puntillas, bien sujeta a la baranda, y tiró del segundo cordón. No ocurrió nada. Lo intentó de nuevo: tiró una vez, y luego otra. Ante ella sólo había oscuridad, y también reinaba la oscuridad detrás y a su izquierda, ya que el sótano se extendía bajo la casa casi en toda su anchura.

Maldijo, y de pronto se acordó de que Joel, con su sentido práctico, guardaba una linterna en un estante situado poco más allá del último peldaño, en previsión precisamente de esa eventualidad. Ella la había visto cuando él le enseñó el sótano por primera vez, el día que se trasladó allí. Recorrió con los dedos una viga de acero, sorprendida por lo frío que estaba el metal, y luego deslizó la mano despacio, con un movimiento horizontal sobre el estante, temiendo empujar la linterna y tirarla al suelo. Al final; cerró la mano en torno a ella. La volvió del revés, y, al hacerlo, un haz de luz enfocó el techo, iluminó telarañas y obligó a una araña a escabullirse hacia un rincón. No obstante, la luz era débil. Había que cambiar las pilas, pero ella no iba a pasar allí abajo mucho tiempo, sólo el imprescindible.

Localizó casi de inmediato las nuevas incorporaciones. Joel había apilado cajas de madera y cartón en el rincón más apartado. Calzada con sus zapatillas, se acercó a ellas silenciosamente, temblando por el frío del sótano. Todas las cajas estaban abiertas y llenas de material de embalaje: paja en la mayoría de los casos, trozos de gomaespuma en el resto. Tendió la mano hacia la más cercana y palpó un pequeño objeto cilíndrico, protegido con plástico de burbuja. Lo sacó de la caja y lo desenvolvió bajo el haz de la linterna. La luz iluminó las dos piedras preciosas engastadas en los discos de oro de los extremos, y los signos desconocidos labrados en lo que, creyó, era marfil.

Siguió revolviendo en la caja y encontró otro cilindro, y un tercero. Cada uno era un poco distinto del anterior, pero todos tenían en común el oro y las piedras preciosas. Abajo había otros cilindros, dos docenas o más, y al menos la misma cantidad de monedas de oro en fundas de plástico individuales. Envolvió de nuevo los cilindros que había sacado y los colocó en su sitio. Luego pasó a la caja siguiente. Ésta pesaba más. Retiró parte de la paja y quedó a la vista un jarrón bellamente decorado. Junto a él, en una caja utilizada antes para el transporte de vino, asomaba una cabeza de oro de mujer con ojos de lapislázuli. Acarició con los dedos la cara, tan real en apariencia, tan perfecta. Aunque no era una visitante asidua de los museos, allí, en aquel sótano húmedo, empezó a entender el encanto de tales objetos, la belleza de algo que había perdurado tanto tiempo, un lazo con civilizaciones desaparecidas hacía mucho.

Eso la llevó a pensar en sus pendientes. Ignoraba de dónde los habría sacado Joel, pero ahora sabía que ése era el gran negocio del que había hablado, y en esas piezas había depositado sus esperanzas para el futuro de ambos. Se enfureció con él, y a la vez sintió un extraño alivio. Si hubiese encontrado drogas, o dinero falsificado, o relojes caros y piedras preciosas robados en una joyería, la habría defraudado. Pero aquellos objetos de gran belleza eran tan insólitos, tan inesperados, que se vio obligada a replantearse su opinión sobre él. Ni siquiera tenía cuadros en las paredes hasta que ella fue a vivir allí, ¿y era aquello lo que guardaba en el sótano? Le entraron ganas de reír. La risa brotó de lo más hondo de ella, y se tapó la boca para reprimirla, y al hacerlo se acordó de Joel sentado con las piernas cruzadas junto a la puerta del sótano, hablando con alguien al otro lado, muy concentrado. En ese momento recordó la razón por la que había bajado allí. La sonrisa se borró de su rostro. Estaba a punto de pasar a las otras cajas cuando una forma en el estante captó su atención. Sin duda era una caja, cubierta sin especial cuidado con plástico de burbuja, colocada ilógicamente entre botes de pintura y tarros de clavos y tornillos. Aun así, disfrazada como estaba, y en un entorno tan poco distinguido, la atrajo. Al tocarla con los dedos, la sintió vibrar. Le recordó el ronroneo de un gato.

Dejó la linterna en el estante y empezó a retirar el envoltorio. Para ello tuvo que levantar la caja, y dentro le pareció que algo se desplazaba ligeramente. Toda inquietud ante la posibilidad de que Joel descubriese que había bajado allí se esfumó: sintió un vivo deseo de ver la caja, de abrirla, y en cuanto la tocó comprendió que era eso lo que buscaba, que guardaba relación con las voces de su pesadilla, con las sensaciones de aislamiento y privación de libertad, con las conversaciones nocturnas de Joel. Cuando el plástico alveolar se quedó enganchado, lo rasgó con los dedos, mientras lo rompía oía cómo reventaban las burbujas, hasta que al final la caja quedó plenamente a la vista. La rozó con los dedos y la acarició, maravillándose ante el detallismo de las figuras labradas. La levantó y le sorprendió su peso. No imaginaba siquiera el valor sólo del oro empleado en su construcción, al margen de la antigüedad misma de la caja. Con la yema de un dedo examinó la compleja serie de cierres, en forma de arañas, que mantenían la tapa sujeta a la base. Por lo que vio, no había ningún ojo de cerradura, sino sólo cierres que no cedían. Su frustración fue en aumento mientras hurgaba el metal con las uñas, habiendo perdido todo sentido de la razón y la paciencia. De pronto se le rompió una uña, y el dolor la hizo poner los pies en el suelo. Soltó la caja como si de pronto le quemara las manos. Percibió una profunda sensación de maldad, de que estaba cerca de una forma de inteligencia que sólo le deseaba el mal, a la que le desagradaba el contacto con ella. Deseó echarse a correr, pero ya no estaba sola en el sótano; advirtió movimiento en el rincón a su izquierda, justo al otro lado de la escalera.

– ¿Joel? -dijo. Le tembló la voz. Se enfadaría mucho con ella. Imaginaba ya la pelea: la ira de él por su intromisión, la de ella por guardar objetos robados en el sótano de su casa. Los dos habían obrado mal, pero la transgresión de ella era una nimiedad en comparación con la de él, sólo que Karen sabía que él no lo vería así. No quería que volviera a pegarle. Empezó a recobrar el sentido común: aquello en lo que se había metido Joel era una actividad delictiva grave, y eso ya era de por sí bastante malo. Pero la caja… La caja era otro asunto muy distinto. La caja era malévola. Tenía que apartarse de esa caja. Los dos tenían que apartarse. Si Joel no se iba con ella, se marcharía sola.

«Si es que me deja marcharme», pensó. «Si es que se limita a pegarme cuando se entere de lo que he hecho.» Volvió a pensar en las armas del armario, y concretamente en la bayoneta. Joel se la había enseñado una vez cuando ella lo encontró desmoronado en el rincón de la habitación, con los ojos enrojecidos de tanto llorar por su camarada perdido, Brett Harlan. Era una bayoneta M9, igual que la empleada por Harlan con su mujer antes de abrirse él mismo la garganta.

Porque la caja lo indujo a hacerlo.

Se estremeció al dar semejante salto de la imaginación, a la vez que aguzaba la vista para escrutar la oscuridad. De pronto se acordó de la linterna. La agarró y enfocó el rincón. Unas sombras se movían: el contorno de las herramientas de jardinería y botellas apiladas, el armazón de las estanterías, y algo más, una figura que huyó de la luz y se fundió en la negrura bajo la escalera; una silueta deforme, distorsionada por efecto del haz de luz, pero también, como ella supo, antinatural en su esencia, contrahecha físicamente. Casi percibía su olor: a moho y vejez, con un toque acre, como el de una tela vieja quemada.

Ese no era Joel: ni siquiera era humano.

Intentó seguirlo con la linterna. Al notar que le temblaban las manos, trató de empuñarla con las dos acercándosela al cuerpo. Dirigió el haz bajo la escalera, y la silueta volvió a escapar, una sombra que no era proyectada por una forma sólida, sino como humo elevándose de una llama invisible. Ahora también se movía algo a su derecha. Desplazó el haz, y por un breve instante una figura quedó encuadrada ante la pared, tenía el cuerpo encorvado, los brazos y las piernas desproporcionadamente largos para el torso, lo alto del cráneo deformado por excrecencias de hueso. Era a la vez real e irreal, y parecía que la sombra se extendía desde la propia caja, como si la esencia de lo que ésta contenía se filtrara igual que un mal olor.

Y los susurros habían empezado de nuevo: las voces hablaban de ella. Estaban alteradas, coléricas. Ella no debería haber tocado la caja. Las voces no querían que la profanasen con sus dedos, con sus manos de mujer. Inmundas. Sucias.

Sangre.

Tenía la regla. Le había venido esa mañana.

Sangre.

Contaminada.

Sangre.

Lo sabían. La habían olido. Retrocedió, intentando llegar a la escalera, consciente ahora de que tres figuras se movían en círculo en torno a ella como lobos, de que permanecían fuera del alcance de la luz a la vez que estrechaban el cerco. Esgrimió la linterna como una antorcha, usándola para sondear la oscuridad, para mantenerlas a raya, de espaldas primero a los estantes, luego a la pared, hasta que al final se hallaba de cara al sótano y tenía el pie en el primer peldaño de la escalera. Subió lentamente sin volver la espalda. A medio ascenso, la bombilla sobre su cabeza parpadeó y se apagó, y entonces también la linterna pasó a mejor vida.

Esto es obra de ellas. Les gusta la oscuridad.

Se dio media vuelta y trepó a trompicones por los últimos peldaños, y cuando alargó el brazo hacia la puerta y la cerró, alcanzó a verlas por última vez, mientras subían hacia ella: formas sin contenido, malos sueños evocados a partir de huesos viejos. Giró la llave y la sacó de la cerradura, y al hacerlo tropezó y cayó dolorosamente sobre el coxis. Fijó la mirada en el picaporte de la puerta, esperando que empezara a girar como en las películas de terror antiguas, pero no fue así. Sólo oyó el sonido de su respiración, y los latidos de su corazón, y el roce de su bata contra su piel mientras se arrastraba por el suelo e iba a apoyarse en un sillón.

Sonó el timbre de la puerta. Se llevó tal sobresalto que gritó. A la luz de la noche vio la figura de un hombre perfilarse tras el cristal. Miró el reloj de pared. Eran más de las tres. ¿Cómo había pasado tanto tiempo? Frotándose la base de la columna allí donde se había golpeado al caer tan torpemente, se acercó a la puerta y apartó la cortina a un lado para ver quién era. Un hombre de unos sesenta años permanecía de perfil al otro lado de la puerta. Llevaba un sombrero negro, que se levantó educadamente y dejó a la vista un cono calvo salpicado por volutas de pelo gris. Abrió la puerta, sintiendo alivio por la presencia de otro ser humano, aunque fuese un desconocido; así y todo, dejó puesta la cadena de seguridad.

– Hola -saludó el hombre-. Buscamos a Karen Emory.

Como aún no se había vuelto hacia ella, Karen sólo le veía un lado de la cara.

– No está -contestó Karen, escapándosele aquellas palabras incluso antes de darse cuenta de que las había pronunciado-. No sé cuándo volverá. Ya es tarde, así que probablemente no vendrá a casa hasta mañana.

No sabía por qué mentía, y era consciente de la debilidad de sus falsedades. El hombre no tenía un aspecto amenazador, pero el instinto de supervivencia de Karen se había activado por lo que había visto en el sótano, y aquel individuo le erizaba el vello. Había sido un error abrirle la puerta, y ahora era vital que la cerrase de nuevo cuanto antes. Quiso gritar: se hallaba atrapada entre ese hombre y las entidades del sótano. Deseó que Joel regresase, pese a ser consciente de que aquello era culpa de él, de que ese hombre estaba allí por él, y por lo que tenia almacenado en el sótano, ya que si no, ¿por qué iba a presentarse un individuo así ante su puerta a las tres de la madrugada? Joel sabría qué hacer. Ella estaría dispuesta a exponerse a los efectos de su cólera con tal de que regresase para ayudarla.

– Podemos esperar -dijo el hombre.

– Lo siento. Eso no es posible. Además, tengo compañía.

Las mentiras se amontonaban, y a ella misma le sonaban poco convincentes. Entonces pensó en lo que el hombre ante la puerta acababa de decir. «Buscamos» a Karen Emory: nosotros. «Podemos» esperar.

– No -dijo el hombre-. No creemos que tenga compañía. Creemos que está sola.

Karen miró alrededor para ver si había alguien más fuera, pero sólo estaba aquel hombre extraño y espeluznante con el sombrero en la mano. Y ella había dejado el arma en el sótano.

– Váyase -dijo-. Váyase o llamaré a la policía.

El hombre volvió la cabeza, y ella vio entonces lo maltrecho que estaba, lo estragado, y tuvo la sensación de que era una decadencia tanto física como espiritual. Intentó cerrar la puerta, pero él ya había metido el pie en la brecha.

– Unos pendientes muy bonitos -comentó Herodes-. Antiguos, y demasiado buenos para una mujer como usted.

Introdujo el brazo entre la puerta y el marco, su mano semejaba un borrón blanco, y le arrancó un pendiente, desgarrándole el lóbulo. La sangre le salpicó la bata. Intentó gritar, pero él la tenía sujeta por la garganta, hundiendo las uñas en su piel. Valiéndose de una fuerza brutal, empujó la puerta con el hombro y la cadena se desprendió del marco. Ella forcejeó, lo arañó, hasta que él le estampó la cabeza contra la pared.

Una vez:

– No…

Dos veces:

– … diga…

La tercera vez ella apenas sintió nada.

– … mentiras.

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