Cuarta parte

MENELAO: Los dioses me habían engañado, y lo que yo abrazaba era una triste imagen hecha de nube.

MENSAJERO: ¿Qué dices? ¿Estábamos sufriendo inútilmente penalidades por una nube?

Helena, II, 704-707

Eurípides


Había pasado demasiado tiempo en casi todos los vehículos de que disponía el ejército, y conocía sus puntos fuertes y débiles, pero al final acabó ocupando una vacante en el pelotón Stryker de Tobias.

Se habían dicho muchas chorradas sobre el Stryker, y normalmente salían de la clase de tarados que se suscribían a revistas de armas y mandaban cartas a la redacción sobre la «clase guerrera». Sin embargo, a los soldados les gustaba el Stryker. Los cojines de los asientos daban pena, el aire acondicionado refrescaba menos que el aleteo de una mosca, y no había tomas suficientes para conectar los reproductores de DVD o los iPods de todo un pelotón, pero era superior al Humvee, incluso al modelo con blindaje suplementario. El Stryker ofrecía protección integral de 14,5 milímetros ante todo aquello que pudieran lanzar los haji, con cobertura adicional para los lanzagranadas gracias a una rejilla blindada dispuesta a cuarenta y cinco centímetros del casco. Iba provisto de la ametralladora M240 en la parte de atrás, y de otra de calibre 0.50 que tiraba de espaldas. En comparación, el Humvee era como envolverse en papel de seda y blandir una calibre 0.22.

Y esas cosas eran importantes, ya que contra toda norma sobre la guerra urbana que le hubieran enseñado, el ejército los obligaba a patrullar por las mismas rutas a las mismas horas diariamente, con lo que los haji podían poner en hora sus relojes y, por extensión, los relojes de sus artefactos explosivos tomando como referencia la hora a la que pasaban. A esas alturas, la cuestión ya no era si los alcanzaban, sino cuándo los alcanzaban. El lado positivo era que, después de ser alcanzados, el vehículo se devolvía automáticamente a la base para repararlo, y el pelotón descansaba el resto del día.

Su traslado al pelotón Stryker había sido obra de Tobias; Tobias y el tal Roddam. Tobias se había ganado los galones de sargento y era jefe de pelotón. Así y todo, no era un capullo: incluso les conseguía cervezas, y beber alcohol, si te pillaban, era un delito grave. Podían aplicarte el Artículo 15 por una pelea, o por coger prestado un vehículo sin permiso, pero la bebida y la droga implicaban penas judiciales. El propio Tobias se jugaba el cuello con esas cervezas, pero confiaba en ellos. Aunque él ya se había familiarizado para entonces con la manera de actuar de Tobias, y sabia que las cervezas eran una manera de preparar el terreno con ellos. Tobias tenía su propia y peculiar versión sobre la tercera ley del movimiento de Newton: para toda acción cabía prever una reacción igual o mayor. Ellos acabarían pagando esas cervezas, de una manera u otra, y era Roddam quien se las cobraría.

Roddam era espía o algo así. Bagdad estaba plagado de espías, tanto auténticos como charlatanes, y Roddam era lo uno y lo otro. Trabajaba en el sector privado, no al servicio de la CIA, y, como buen espía, no hablaba mucho de sus cosas. Según él, colaboraba con una empresa pequeña, Interpretación y Recuperación de Información Secreta o IRIS, pero Tobías dio a entender que en esencia era un negocio de un solo hombre. El logo de IRIS, previsiblemente, era un ojo, con un globo terráqueo en lugar de pupila. La tarjeta de visita de Roddam mencionaba oficinas en Concord, New Hampshire y Pont-Rouge, Canadá, pero la oficina de Pont-Rouge resultó ser poco más que un subterfugio fiscal cerca de un aeródromo, y la de Concord era un teléfono y un contestador.

Aunque Roddam había pertenecido a la CIA, eso sí: tenía contactos, y tenía influencias. Parte de su función en Bagdad consistía en actuar de intermediario entre el ejército y los contratistas menores, los que no disponían de sus propias redes de transporte y procuraban reducir costes para poder embolsarse una tajada mayor de los sablazos que le daban al Tío Sam. Roddam organizaba el transporte de cualquier cosa sobre la que los peces gordos, como Halliburton, no tuvieran ya una primera opción, desde una vulgar caja de tornillos hasta armas que, por la razón que fuera, debían soslayar los cauces habituales del transporte.

Con eso pagaba las facturas, y más, pero no era su verdadera especialidad: resultó que Roddam era un experto en análisis de información e interrogatorios, lo que explicaba el origen del nombre IRIS. Había demasiados iraquíes bajo custodia para ser procesados por los servicios de inteligencia corrientes, y por tanto echaban la morralla a Roddam. Si uno conseguía suficiente morralla, y correlacionaba toda la información que pudiera sacársele. era posible componer una imagen amplia a partir de los fragmentos aislados. Roddam era una especie de genio en el análisis de información extraída de los prisioneros, a veces sin que ellos supiesen siquiera que habían revelado algo vital. En ocasiones, Roddam trataba personalmente con los prisioneros, por lo regular en un esfuerzo para esclarecer un detalle, o en un esfuerzo para establecer una relación sólida entre dos datos en apariencia inconexos. Lo suyo no era la empulguera ni el submarino. Tenía paciencia, hablaba bien y era considerado. Todo lo que averiguaba se introducía en un programa informático creado por él, y para el que Iraq debía ser el banco de pruebas: cotejaba frases clave, detalles operativos menores, incluso giros verbales, y encontraba las correspondencias con la esperanza de determinar patrones. Los servicios de inteligencia del ejército y la CIA le suministraban también fragmentos, de modo que, con el tiempo, Roddam llegó a saber más sobre el día a día de la insurgencia que prácticamente cualquier otra persona sobre el terreno. Era el tipo a quien acudir, en quien se confiaba casi tanto como en un oráculo. A cambio, todo lo que Roddam quería lo recibía.

Nunca supo cómo entablaron contacto Roddam y Tobias. Suponía que sencillamente era inevitable que dos hombres como ellos se encontraran. Así que cuando Tobias les llevó la cerveza, Roddam apareció con él. De hecho, era muy probable que Roddam fuera el proveedor de la cerveza.

Para entonces, el pelotón había sido blanco de unos cuantos ataques: Lattner había muerto, y también Cole. Edwards y Martinez estaban heridos y, para sustituirlos, habían llegado Harlan y Kramer, y parecía que Hale, alcanzado por un francotirador, no iba a salir del paso. Había recibido un balazo en la cabeza, y morirse era lo mejor que podía pasarle. El pelotón había sido destinado a misiones de protección de efectivos hasta que se le asignaran nuevos hombres para cubrir las bajas: nada de patrullas, sólo turnos de guardia en la torre, lo que implicaba hora tras hora de controles de radio con el Frente Yanqui, repitiendo una y otra vez la misma respuesta, «Alto y Claro», y tal vez agachándose alguna vez cuando alguien en la oscuridad decidía disparar un mortero, o un lanzagranadas, o simplemente un par de tiros para que no te aburrieras.

Esa noche, Tobias -o Roddam- se las había ingeniado para que los relevaran en Protección de Efectivos, de modo que eran ocho los que estaban en la CHEW, la unidad de vivienda, de Tobias: él, el propio Tobias, Roddam, Kramer, Harlan, Mallak, Patchett y Bacci. Tras un par de cervezas para preparar el terreno, Tobias empezó a hablar. Les habló de Hale, y dijo que, en el mejor de los casos, el resto de su vida sería una lucha. Habló de otros hombres que conocía. Les contó que todos se las veían y se las deseaban para conseguir subsidios del Departamento de la Vivienda, de la asistencia social, de la Administración de Veteranos, de quien fuera, y que la Administración de Veteranos había denegado a Keys, el artillero auxiliar a quien Patchett había sustituido, una solicitud de ayuda por la pérdida de la pierna, comunicándole que su nivel de discapacidad era sólo del sesenta por ciento. Keys había acudido a la prensa, y su nivel ascendió meteóricamente, pero sólo para mantenerlo callado. Él había tenido suerte, pero muchos otros heridos no tenían tanta, o no encontraban un periódico compasivo que defendiese su causa. Tobias dijo que Roddam quería proponerles algo, y si aceptaban, podrían ayudar a algunos de sus hermanos y hermanas heridos y disfrutar de una vida más cómoda al volver a casa. Les pidió que lo escucharan, y eso hicieron.

Roddam era un cincuentón calvo y obeso. Siempre vestía camisas de manga corta y corbata. Llevaba unas gafas de montura negra. Parecía un profesor de ciencias. Roddam anunció que le había llegado cierta información. Les habló del saqueo del Museo de Iraq en 2003. Patchett lo interrumpió para decirle que él había estado allí poco después, y Roddam pareció interesarse. Más tarde se llevaría a Patchett aparte para hablar con él, pero de momento Roddam se limitó a tomar nota de ese dato y seguir con su historia. Habló de oro, y de estatuas, y de sellos antiguos. Kramer se burló un poco. Radio Macuto, la fábrica de rumores del ejército, de vez en cuando difundía cuentos sobre los tesoros ocultos de Saddam, o lingotes de oro enterrados en jardines, cuentos que solían empezar con iraquíes misteriosos que buscaban dólares con que untar manos, y luego desaparecían en la noche para no ser vistos nunca más, si había alguien tan tonto como para pagarles algo. Tobias dijo a Kramer que cerrase la boca y escuchase, y Kramer obedeció.

Para cuando Roddam acabó de hablar, los había convencido a todos, incluso a Kramer, porque Roddam emanaba cierta discreción, cierta seriedad. Le dijeron que contara con ellos, y Roddam se marchó para ultimar los detalles. Habían pasado a ser sus criaturas.


***

Ya ni se acordaba de cómo era una borrachera. En Estados Unidos, un paquete de seis cervezas apenas le habría servido para achisparse un poco, pero allí en Iraq, apartado del alcohol durante meses, con la boca siempre seca, el cuerpo siempre caliente, era como si se hubiera soplado la producción de Coors de toda una semana. Al día siguiente le dolía la cabeza, pero aún era consciente de la promesa que había hecho. Se alegraba de salir en el Stryker, y no en alguna de las carracas de reserva, a la vez que empezaba a albergar ciertas dudas acerca de lo que hacían. La noche anterior, con un par de cervezas entre pecho y espalda, y sin comida suficiente en el estómago, se había enardecido igual que los demás, pero ahora iba tomando conciencia de la realidad de la situación. En una misión normal, lo que se conocía como «maniobra para establecer contacto», el nuevo eufemismo para referirse a «buscar y destruir», la pequeña pantalla del sistema FBCB2 instalada detrás de la trampilla del comandante de vehículo empezaba a proyectar triángulos rojos una vez localizado el enemigo, y la voz de aquella mala puta, adorable y horrenda a la vez, se activaba para anunciar que había un enemigo en la zona; esta vez, no obstante, volarían a ciegas y solos.

Tobias lo planteó como una patrulla corriente: los palpó a todos para asegurarse de que llevaban la mochila de hidratación Camelbak; guantes; rodilleras; un arma limpia y engrasada, y pilas nuevas en los DVN, las gafas de visión nocturna. Todos habían llevado a cabo su propia inspección previa al combate, y tenían las instrucciones del Procedimiento Operativo grabadas en la cabeza, pero Tobias, por muchos defectos que tuviese, era muy riguroso a la hora de asegurarse de que todos conocían la tarea asignada y disponían del equipo adecuado para llevarla a cabo. Roddam observaba sin hablar, incómodo con su chaleco antibalas. Estaba nervioso, y miraba una y otra vez el reloj. Tobias comprobó la munición de reserva en la calibre 0.50 acoplada al lado derecho del Stryker. Resultaba de difícil acceso en situaciones de combate, pero no había otro sitio donde ponerla, y era preferible tenerla allí a no tenerla. Después de la comprobación, realizaron sus propios gestos personales, tocando medallas, crucifijos, retratos de la familia. Fueran cuales fuesen las rutinas que los habían mantenido vivos en el pasado, procuraban repetirlas. Todos los soldados eran supersticiosos. Iba con el oficio.

Era domingo, a última hora de la tarde, y cuando se pusieron en marcha el sol declinaba. Todos iban bien comidos, porque la mejor comida se servía siempre los domingos, pero habían prescindido del café. Antes de una incursión les corría ya adrenalina más que suficiente por el organismo. Recordaba el sonido de sus botas en el polvo, los granos de arena compactándose bajo la suela, la solidez del terreno y la fuerza de sus piernas, y después, cuando fue a ocupar su asiento en el Stryker, la reverberación hueca del suelo. Una acción tan sencilla: dar un paso y después otro. Una acción ya imposible. Imposible para siempre.


***

El almacén estaba en Al-Adhamiya, el barrio antiguo de Bagdad, un bastión suní. Avanzaron por estrechos callejones, idóneos para una emboscada. En las ventanas de las casas se veían lámparas de queroseno, pero no había un alma en las calles. A dos manzanas del objetivo desaparecieron todas las luces, y sólo el resplandor de una luna creciente teñía los edificios de plata y diferenciaba sus líneas de la negrura situada por encima y por debajo.

Recorrieron los últimos treinta metros a pie. El almacén, en apariencia más moderno que los edificios que lo rodeaban, estaba a oscuras y tenía dos entradas: una puerta al sur, en la parte de atrás, y la otra en la fachada oeste. Había dos ventanas pequeñas a ras de suelo, protegidas mediante barrotes, tan sucias de polvo y mugre que era imposible ver a través del cristal. Las puertas eran blindadas, pero volaron las cerraduras con C4 e irrumpieron deprisa y con contundencia. Con los DVN puestos, vio moverse siluetas, armas en alto, y a la vez que disparaba pensó: aquí hay algo que no cuadra. ¿Cómo es posible que los hayamos cogido por sorpresa? En Al-Adhamiya, si aterriza una mosca, alguien corre a avisar a una araña.

Uno menos. Dos. A su izquierda oyó a alguien exclamar «¡Toma eso!», una voz que reconoció y no reconoció a la vez, una voz transformada por la furia y la confusión del combate. Se oía un televisor a todo volumen, su brillo casi cegador visto a través de las gafas de visión nocturna, y de pronto la pantalla estalló y quedó a oscuras. Oyó ordenar a Tobias «¡Alto el fuego!», y se acabó. Se acabó casi tan pronto como había empezado.

Registraron el edificio y no encontraron a ningún otro haji. Había tres muertos, y uno agonizante. Tobias se detuvo junto a éste mientras los demás se apostaban en torno al perímetro, y le pareció oír que cruzaban unas palabras. Los miembros del pelotón se quitaron las gafas a la vez que los haces de las linternas comenzaron a recorrer las paredes, revelando cajas de madera y cartón y formas extrañas envueltas en telas. El haji moribundo tenía las pupilas dilatadas, y sonreía y cantaba en voz baja para sí.

– Está colocado -dijo Tobias-. Con Artane, probablemente.

Artane era un antipsicótico empleado para el tratamiento del Parkinson, pero tenía mucho éxito entre los insurgentes más jóvenes. En Bagdad, formaba parte de la farmacopea asequible en lugares como la Babb al-Sharq, la Puerta Este. Producía en el consumidor de la droga una sensación de euforia y de invulnerabilidad. El haji levantó la voz para rezar, y en ese momento Tobias lo remató con un único disparo. Esa noche no retirarían a los muertos, no meterían los cadáveres en bolsas para dejarlos ante la comisaría más cercana. Estos permanecerían donde habían caído.

Todos los haji muertos llevaban cintas negras en la cabeza, la marca de los shaheed, los mártires. Se lo mencionó a Tobias, pero éste no mostró interés.

– ¿Y qué? -dijo- Si querían ser mártires, ya lo han conseguido.

Tobias no lo entendió. «Nos esperaban», eso era lo que él pretendía decir, «pero apenas han presentado resistencia. De haber querido, nos habrían atacado en la calle, donde éramos vulnerables, pero no lo han hecho. Nos han dejado llegar hasta ellos, y nos han dejado matarlos.»

Roddam se reunió con ellos. Hablaba por un teléfono vía satélite. Al cabo de unos minutos oyeron un retumbo y vieron luces, y fuera apareció un vehículo blindado Buffalo. Sabía Dios cómo habían pasado por aquellas calles, pero de algún modo lo habían logrado. Los seguía de cerca un único Humvee. No reconoció a los cuatro hombres que tripulaban los vehículos. Más tarde averiguaría que pertenecían a la Guardia Nacional, dos de Calais, los otros dos de algún rincón perdido del condado de Aroostook. Más hombres de Maine, más hombres en deuda con Tobias. Tres no volvieron a casa. El cuarto aún intentaba aprender a manejar sus brazos nuevos.

Sacaron dos elevadores neumáticos del Buffalo y empezaron a llevarse las cajas más pesadas del almacén. Tobias ordenó formar una hilera a cuatro hombres del pelotón, y apilaron los objetos más pequeños dentro del Humvee y los más grandes en el Buffalo. Tardaron cuatro horas. En todo ese tiempo, nadie se acercó al almacén, y se les permitió abandonar Al-Adhamiya sin percances. Por el camino recogieron a dos equipos de francotiradores. No tenía nada de raro: era su sistema de trabajo. Los francotiradores -Delta, Blackwater, Rangers, SEALs, infantes de Marina- estaban adscritos a una unidad de infantería en una misión de acordonamiento y búsqueda. Cuando la unidad se marchaba, los francotiradores se quedaban y permanecían ocultos. Más tarde una unidad regresaba y los recogía. En este caso, sabía que la misión de los francotiradores había sido organizada por Roddam, y sólo para encubrir la incursión en el almacén, porque su pelotón había dejado a los dos equipos días antes esa misma semana.

Debería haber habido un tiroteo, susurró para sí. Deberían haberles plantado cara. Nada de aquello tenía sentido.

Pero si lo tenía o no, daba igual, porque eran ricos.


***

Aun ahora lo asombraba la magnitud de lo que Roddam había conseguido organizar, pero Roddam era listo, eso desde luego: sabía cómo explotar el caos de la guerra, e Iraq era el caos al cuadrado. Sólo se concedía importancia a lo que entraba en el país, no a lo que salía: la mitad de lo que habían capturado en el almacén se mandó a Canadá, a veces vía Estados Unidos, en aviones por lo demás vacíos que volvían para cargar más equipamiento sobrevalorado con destino al esfuerzo bélico. Los objetos más grandes se enviaban a través de Jordania, y desde allí por mar. Cuando era necesario, se pagaban sobornos, pero no en Estados Unidos y Canadá. Incluso sin los contactos de Roddam en la CIA para allanar el camino, Iraq era una mina de oro para los contratistas. El equipo se necesitaba ayer, a cualquier precio, y nadie quería ser acusado de obstaculizar el esfuerzo bélico poniendo trabas por cuestiones de papeleo.

En los meses posteriores, todos empezaron a volver a casa gradualmente, unos más intactos que otros. Entregaron sus armas, rellenaron sus cuestionarios médicos en los PDAs, sin que ninguno admitiera ningún trastorno psicológico, no por entonces, cosa que alegró al ejército. Todos escucharon el mismo discurso del comandante del batallón, que les aconsejó no pegar a sus mujeres o novias cuando volvieran a casa, o algo por el estilo, y añadió que el ejército volvería a recibirlos con los brazos abiertos, un ramo de flores y cuarenta vírgenes de los estados del sur si decidían reengancharse.

O algo por el estilo.

Luego Kuwait, luego Francfort, pasando por Bangor, Maine, de camino a la base aérea de McCord, y luego de vuelta a Bangor, de vuelta a casa.

Todos menos él, porque para entonces tenía las piernas destrozadas. Él siguió un camino distinto: una aeroambulancia Black Hawk hasta un hospital de apoyo en la Zona Verde, donde lo estabilizaron antes de trasladarlo a la unidad traumatológica del Centro Médico Regional de Landstuhl, cerca de Frankfurt, donde practicaron las amputaciones. De Landstuhl a Ramstein, de Ramstein a la base aérea de Andrews en un C-141 Starlifter, todos los hombres amontonados como leña dentro del avión, como cautivos en un barco esclavista, en literas separadas por quince centímetros, en medio de un nauseabundo olor a sangre y orina pese a las brumas de la medicación, el ruido del aparato ensordecedor incluso con tapones en los oídos. De Andrews a Walter Reed. El infierno de la terapia ocupacional; los intentos de acoplar unas prótesis, abandonados en el último momento debido al dolor que le causaban, y ya había experimentado dolor más que suficiente.

Luego la vuelta a Maine, y las discusiones con Tobias. Cuidarían de él, le aseguró Tobias; sólo tenía que mantener la boca cerrada. Pero no se preocupaba únicamente por sí mismo. Tenían un acuerdo: el dinero se destinaría a ayudar a sus hermanos y hermanas de armas, los que estaban heridos, los que tanto habían perdido. Pero Tobias contestó que eso había cambiado. Él no tenía intención de velar por la conciencia de los demás. Cada cual podía dar lo que le viniera en gana, cada uno por su cuenta. Era una situación complicada. Debían andarse con pies de plomo. Jandreau no lo entendió.

Y de pronto empezaron a morir. Fue Kramer quien le habló de la caja, Kramer quien le explicó las pesadillas que tenía, Kramer quien lo impulsó a ahondar en los rincones oscuros de la mitología sumeria, pero no descubrió la verdad sobre Roddam hasta que Damien Patchett murió. Roddam estaba muerto. Lo habían encontrado en la oficina de IRIS en Concord una semana después del regreso a casa de Tobias y Bacci, los primeros participantes en la incursión en Al-Adhamiya que volvían. Su muerte había pasado inadvertida a los demás, en el supuesto de que a alguno le hubiera importado, porque Roddam no era su verdadero nombre: se llamaba Nailon, Jack Nailon. Se había quedado dormido en el sofá de su despacho con un puro encendido en un cenicero colocado en el brazo del sofá, y con demasiado whisky en el organismo y la ropa. Había muerto abrasado, dijeron.

Sólo que Roddam, o Nailon, o comoquiera que se llamase en realidad, no bebía. Eso era lo que él recordaba de la noche de las cervezas en la base, cuando Roddam y él cruzaron un par de palabras después de ofrecerle a Roddam una cerveza. Roddam era diabético y tenía la presión alta. No podía beber alcohol, y no fumaba. Ignoraba por qué esos detalles no habían salido a la luz durante la investigación de la muerte de Roddam. Quizá su historial médico, como todo en él, era incierto, o estaba oculto. Pero entonces recordó algunas de las cosas que Tobias, antes de volver a casa, había empezado a decir acerca de Roddam: Roddam no era de fiar. Roddam no era de los nuestros. Roddam causaba problemas en Quebec. Roddam quería una parte mayor. Como si preparase el terreno para la eliminación de Roddam.

Él había sacado a relucir la muerte de Roddam en el funeral de Damien. Había sacado a relucir muchas cosas porque estaba triste, y bebido, y echaba de menos a Mel, y sin duda echaría de menos a Damien. Si Roddam no estaba al frente, ¿quién lo estaba? Tobias era el típico suboficial. Él no generaba ideas, simplemente las ponía en práctica, y aquello era una operación complicada.

Y Tobias lo había hecho callar, le había dicho que se ocupara de sus asuntos, porque un hombre en silla de ruedas era vulnerable, y los lisiados tenían muchos accidentes.

A partir de ese momento empezó a llevar la pistola bajo la silla.

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