Cuando Karen Emory era pequeña y hacía poco tiempo que dormía en su propia habitación, aunque con la puerta abierta y el dormitorio de su madre a la vista, un hombre entró en la casa poco después de las doce de la noche. Karen se despertó y se encontró con el intruso de pie en un rincón del cuarto, observándola desde la oscuridad. Permanecía en absoluto silencio -ella no le oía siquiera respirar-, y sin embargo su presencia la había arrancado del reposo, una percepción primitiva de que algo estaba fuera de lugar, de que una amenaza inminente se cernía sobre ella. La asaltó tal terror que no fue capaz de gritar al verlo. Muchos años después todavía recordaba la sequedad en la boca, el sonido asmático de su aliento cuando intentó pedir socorro, la sensación de que un gran peso la mantenía contra la cama, impidiéndole moverse. Aquellos dos desconocidos se hallaban atrapados en un estasis temporal: uno inmóvil, el otro incapaz de movimiento.
De repente, el hombre desplazó el peso del cuerpo de una pierna a otra, como si se dispusiera a saltar sobre Karen, a la vez que tendía hacia ella sus manos enguantadas, y entonces se rompió el hechizo. En ese momento gritó, tan alto que después le dolió la garganta durante días, y el intruso corrió hacia la escalera. Su madre salió de su dormitorio a tiempo de ver a una figura abrir la puerta de la calle y desaparecer. Después de comprobar que su hija estaba bien, telefoneó al 911. Llegaron varios coches al vecindario, y se inició la búsqueda. Al final encontraron a un vagabundo llamado Clarence Buttle, escondido detrás de un contenedor en un callejón. Karen dijo a la policía que no había alcanzado a ver bien al hombre en su habitación, y no recordaba nada de él. También su madre declaró que sólo lo había visto de espaldas en la oscuridad, y con la soñolencia y la conmoción no había percibido ningún detalle que le permitiera distinguir esa espalda de cualquier otra. El intruso había entrado en la pasa por una ventana, pero no había dejado huellas. Buttle se declaró inocente con contundencia, afirmando que se había escondido en el callejón sólo por miedo a la policía, temiendo que lo acusaran de algún delito que no había cometido. Hablaba como un niño y parecía reacio a mirar a los ojos a los inspectores que lo interrogaban.
Lo retuvieron veinticuatro horas. No solicitó la presencia de un abogado, ya que no se había presentado ningún cargo contra él. Les facilitó su nombre y les dijo que era de Montgomery, Alabama, pero llevaba casi doce años yendo de un lado a otro. No sabía con certeza su edad, pero rondaba, según creía, los treinta y tres años, «como nuestro Señor Jesucristo».
Durante el tiempo que Clarence Buttle estuvo retenido, se encontró un trozo de tela prendido de un clavo junto a la ventana de Karen. Coincidía exactamente con un agujero en la cazadora de Clarence Buttle. Fue acusado de allanamiento de morada, acceso no autorizado a propiedad ajena y tenencia de un arma mortífera: una navaja oculta en el forro del abrigo. Lo trasladaron a la cárcel del condado en espera del juicio, y allí seguía cuando sus huellas digitales, introducidas en el sistema de detección automática, coincidieron con las de otro delito. Un año antes, una niña de nueve años llamada Franny Keaton había sido secuestrada de la casa de sus padres en Winnetka, Illinois. Después de una semana de búsqueda, su cuerpo fue hallado en un canal de desagüe. La habían estrangulado, pero no presentaba señales de agresión sexual, pese a estar desnuda. La huella coincidente con la de Clarence Buttle procedía del ojo izquierdo de la muñeca hallada junto al cuerpo de Franny Keaton.
Cuando le preguntaron por Winnetka, Clarence Buttle sonrió pícaramente y dijo: «He sido un niño muy, muy malo…».
Muchos años después Karen Emory aún se despertaba al menos una vez al mes convencida de que Clarence Buttle, aquel niño muy, muy malo, regresaba para llevársela a un canal de desagüe y pedirle que jugara con él.
Pero ahora otras pesadillas habían sustituido a las que tenían a Clarence Buttle por protagonista. Había vuelto a oír las voces que susurraban en una lengua extraña, pero esta vez le parecía que no intentaban comunicarse con ella. De hecho, percibía su absoluta indiferencia, incluso desprecio. Más bien aguardaban expectantes la llegada de otro, alguien que respondería a sus súplicas. Llevaban mucho tiempo esperando, y empezaban a impacientarse. Esta vez, en su sueño, vio a Joel bajar al sótano, adentrarse en la oscuridad, y entonces oyó las voces elevarse en un crescendo de bienvenida…
Pero Joel no estaba en casa. Antes de marcharse había dejado una caja pequeña en la almohada junto a ella.
– Los quería reservar para tu cumpleaños -dijo-. Pero al final he pensado: ¿por qué esperar?
Era una disculpa, supuso Karen, una disculpa por pegarle y hacerle daño. Abrió la caja. Los pendientes eran de oro mate, pero presentaban una compleja talla y una delicadeza tal que parecían de encaje más que de metal. Incluso antes de tocarlos supo que eran antiguos; antiguos y valiosos.
– ¿De dónde los has sacado? -preguntó, y en cuanto las palabras salieron de su boca supo que había reaccionado de manera indebida, que su tono reflejaba duda, no el asombro y la gratitud que Joel preveía. Pensó que le arrebataría la caja, o que tendría otro arranque de ira; sin embargo, él sólo pareció dolido.
– Son un regalo -respondió-. Pensaba que te gustarían.
– Y me gustan -aseguró ella con voz trémula. Alargó el brazo y los sacó de la caja. Pesaban más de lo que imaginaba-. Son preciosos. -Sonrió, intentando salvar la situación-. Realmente preciosos. Gracias.
Él asintió.
– Bueno, vale -dijo.
La observó mientras se los ponía, pero no mostró el menor interés cuando ella volvió la cabeza para que se reflejara en los pendientes la luz que se filtraba entre las cortinas. Lo había decepcionado. Peor aún, Karen tenía la sensación de que, con su comportamiento, había confirmado una sospecha que él albergaba respecto a ella. Cuando tuvo la certeza de que Joel se había ido, se quitó los pendientes y los dejó en la caja. Luego se tapó la cabeza con la sábana, anhelando dormirse. Deseaba descansar, sin soñar. Al final se tomó medio Ambien y llegó el sueño, y con él las voces.
Cuando se despertó, ya era media tarde. Tenía la cabeza embotada y se sentía desorientada. Estuvo a punto de levantar la voz para llamar a Joel, y cuando recordó que se hallaba ausente deseó, a pesar de la tensión entre ellos, no estar sola, tenerlo cerca. Él le había dicho que pasaría esa noche fuera, quizás incluso dos noches. Había prometido avisarla. Pronto cerraría un buen negocio, explicó, y después buscarían una casa mejor. Tal vez se marcharan a otra parte durante un tiempo, un sitio bonito y tranquilo. Ella respondió que se marcharía encantada con él, pero que también se sentía a gusto donde ahora estaban. Se sentiría a gusto, añadió, con tal de tenerlo a él a su lado, y en la medida en que él estuviese satisfecho. Tobias dijo que ésa era una de las razones por las que ella le gustaba tanto, que no pedía cosas caras, que tenía gustos sencillos. Pero no era eso lo que ella quería decir ni mucho menos, y la irritó que él interpretara mal sus palabras. Joel la había tratado con condescendencia, y ella detestaba la condescendencia ajena, igual que detestaba los absurdos secretos que él guardaba en su sótano, y el hecho de que no le contara todo acerca de sus viajes en el camión y las mercancías que transportaba.
Por otro lado, estaban los pendientes. Se dio la vuelta en la cama y abrió la caja. Ciertamente eran preciosos. Y antiguos. No, más que antiguos. Una antigüedad era un mueble o una joya del siglo XIX, o eso había pensado siempre ella. Aquellos pendientes, en cambio, eran antiquísimos. Casi sintió su remota antigüedad al tocarlos por primera vez.
Se levantó y corrió al baño. El día se acercaba a su ocaso, y decidió no molestarse en vestirse. Pasaría el resto de la tarde en bata, vería un poco la televisión y pediría una pizza por teléfono. Aprovechando la ausencia de Joel, se lió un porro con un pequeño alijo de hierba que tenía oculto en su cajón de efectos personales y se lo fumó en la bañera. Joel desaprobaba el consumo de drogas, y si bien nunca le había prohibido fumar porros, dejó muy claro que si lo hacía, él prefería no saberlo. Por esa razón tendía a fumar sólo cuando él salía, o cuando ella se reunía con sus amigos.
Después del baño y el porro se sintió bien, como no se sentía desde hacía mucho tiempo. Volvió a contemplar los pendientes y decidió probárselos. Se recogió el pelo en lo alto de la cabeza, se envolvió con una sábana blanca limpia, y se colocó ante el espejo para hacerse una idea de qué aspecto habría podido tener ella en otra época. Al hacerlo, se sintió como una tonta, pero debía admitir que estaba elegante, con los destellos de los pendientes a la luz de la lámpara, fragmentos de resplandor amarillo cayendo como motas de polvo ante su cara.
Era imposible que Joel pudiera permitirse un regalo así, lo sabía, no a menos que le mintiera aún más de lo que sospechaba respecto a cuánto ganaba con el camión. La única conclusión posible era que estaba involucrado en algo ilegal, y los pendientes formaban parte de eso: un trueque, quizás, o una adquisición con parte de las ganancias. Eso les restó algo de su belleza. Karen no había robado nada en su vida, ni siquiera un caramelo o un cosmético barato, los objetivos habituales de los ladrones menores entre sus amigos del instituto. En la cafetería, nunca se llevaba más comida de la que cada empleado tenía asignada. En todo caso, era una cantidad más que generosa, y no veía razón para dejarse llevar por la codicia, por más que hubiese un par de camareras que empleaban esa asignación como excusa para llevarse comida a casa y atracarse ellas, sus novios y probablemente cualquiera que pasara por allí.
Pero los pendientes eran en verdad preciosos. Nunca le habían regalado nada tan exquisito, tan antiguo, tan valioso. Ahora que los llevaba puestos, no quería quitárselos. Si él conseguía convencerla de que habían llegado a sus manos de manera honrada, se los quedaría, pero si le mentía, se daría cuenta. Si él decidía mentirle sobre los pendientes, la relación se hallaría bajo una verdadera amenaza. Ya había decidido perdonarlo por pegarle otra vez porque lo quería, pero había llegado el momento de que fuese sincero con ella, y quizá también consigo mismo.
Se sentó en la cama y encendió el televisor. Qué demonios, se dijo, y se lió un segundo porro. Vio una película, una comedia estúpida que ya había visto pero que se le antojó mucho más divertida ahora que estaba un poco colocada. Siguió otra película, ésta de acción, pero ella empezaba a amodorrarse. Se le cerraron los ojos. Oyó sus propios ronquidos y se despertó. Se tendió y apoyó la cabeza en la almohada. Volvieron a oírse las voces, pero ahora tuvo la extraña sensación de que ese sueño, y las pesadillas sobre Clarence Buttle, se habían fundido en un mismo sueño, porque en él percibía una presencia cercana.
No, no en el sueño.
En la casa.
Abrió los ojos.
– ¿Joel? -dijo, pensando que quizás él hubiera regresado antes de lo previsto-. ¿Eres tú?
No hubo respuesta, pero percibió que sus palabras habían provocado una reacción en alguna otra parte de la casa: quietud donde antes había habido movimiento, silencio donde había habido sonido.
Se incorporó. Arrugó la nariz. Percibió un olor raro: a humedad, pero un poco perfumada, como una vestidura antigua de iglesia impregnada aún del aroma a incienso. Cogió la bata y se la puso, cubriendo su desnudez, y ya se disponía a acercarse a la puerta del dormitorio cuando se lo pensó mejor. Regresó a su mesilla de noche y abrió el cajón. Dentro había una Lady Smith 60 readaptada para balas de calibre 0.38. Joel había insistido en que tuviera un arma en la casa, y le había enseñado a disparar en el bosque. A ella no le gustaba el revólver, y había accedido a tenerlo en gran medida para tranquilizarlo, pero ahora se alegraba de no estar indefensa del todo en ausencia de Joel.
Esperó en lo alto de la escalera, pero no oyó nada, no en un primer momento. Después, poco a poco, lo percibió.
Se oían otra vez los susurros, y esta vez no dormía.