Al despertar, Kate Emory descubrió que Joel no estaba en la cama Aguzó el oído por un momento, pero no oyó nada. A su lado, el reloj de la mesilla de noche marcaba las 4:03.
Había soñado, y ahora, allí despierta, mientras intentaba percibir algún indicio de la presencia de Joel en la casa, sintió cierta gratitud por no seguir dormida. Era una estupidez, sin duda. En menos de tres horas tendría que levantarse y vestirse para ir al trabajo. Había decidido que de momento continuaría trabajando para el señor Patchett, y así se lo había dicho a Joel cuando, al llegar a casa, lo encontró allí, de vuelta ya de su viaje, con un apósito en la cara cuya causa se negó a explicar. Él no se opuso, cosa que la sorprendió, pero quizá lo había convencido con sus argumentos, o eso pensó al principio: que era difícil encontrar trabajo; que si se quedaba en casa de brazos cruzados se volvería loca; que no le daría más motivos al señor Patchett para meterse en su vida, o en la de Joel.
Necesitaba dormir. Pronto las piernas y los pies le dolerían por las horas de trabajo, pero la verdad era que los pies siempre le dolían. Incluso llevando los mejores zapatos del mundo, que en todo caso ella no habría podido permitirse, no con su paga, habría experimentado el inevitable dolor en los talones y las plantas tras una jornada de ocho horas de pie. Pero el señor Patchett era mejor jefe que la mayoría, mejor, de hecho, que cualquiera de los que ella había tenido antes, y ésa era una de las razones por las que deseaba quedarse en la cafetería Downs. Ya había trabajado al servicio de suficientes canallas para reconocer a una buena persona cuando la encontraba, y sentía gratitud por el número de horas que el señor Patchett le permitía trabajar. La cafetería podía prescindir sobradamente de una camarera, y ella, por ser una de las empleadas más recientes, estaría entre las primeras en ver la puerta, pero él la mantenía en el puesto. Cuidaba de ella, igual que cuidaba de todas las personas que trabajaban para él, y eso, en una época en que las empresas reducían el personal a la más mínima, decía mucho de un hombre dispuesto a recortar un poco las ganancias a fin de permitir vivir al prójimo.
Pero el interés del señor Patchett por ella era un problema, sobre todo desde que el detective privado había empezado a «meter la nariz», como decía Joel. Tendría que llevar cuidado en sus conversaciones con el señor Patchett, igual que había intentado andarse con pies de plomo cuando el detective se presentó en la casa, y aun así acabó hablando más de la cuenta.
El primero en detectar la presencia del detective fue Joel. Joel tenía un sexto sentido para esas cosas. Para ser hombre, era muy perspicaz. Cuando ella estaba triste, o cuando le rondaba por la cabeza alguna preocupación, se daba cuenta sólo con mirarla, y ella nunca había conocido a un hombre así. Quizá no había tenido suerte al elegir pareja hasta que apareció Joel y en realidad la mayoría de los hombres estaban tan en sintonía como él con sus mujeres, pero lo dudaba. Joel no era un hombre corriente en ese sentido, ni en otros.
Así y todo, Karen había preferido no mencionarle a Joel la visita del detective. No habría sabido decir por qué exactamente, no al principio, salvo por una vaga sensación de que Joel no era franco con ella en cuanto a ciertos aspectos de su vida, y por sus propios temores respecto a la seguridad de él, motivo por el que se le había escapado alguna que otra cosa en la conversación con el detective. Karen había visto cómo lo afectaban las muertes de sus amigos: Joel tenía miedo, aunque no quisiera exteriorizarlo. Y ahora había vuelto a casa con la tirita en la cara y las heridas en las manos, negándose a hablar de lo que le había pasado. En lugar de eso, empezó a bajar al sótano cajas que descargaba del camión, y a veces hacía muecas de dolor si alguna le rozaba las heridas.
Y cuando por fin se acostó Joel…
Bueno, la cosa no fue muy bien.
Karen dejó escapar un suspiro y se desperezó. El reloj había avanzado dos dígitos. Seguía sin oírse nada, ni la cadena del váter ni la puerta del frigorífico. Se preguntó qué estaría haciendo Joel, pero le daba miedo ir a buscarlo, y más después de lo sucedido horas antes. Karen se preguntó si Joel había mantenido oculto ese aspecto de él hasta entonces, y si ella se había equivocado al juzgarlo. No, no es que se hubiera equivocado. Había sido inducida a error. La habían tomado por tonta. La habían manipulado, y habían abusado de ella, y el responsable era un hombre al que apenas conocía.
Ella deseaba marcharse de los apartamentos de Patchett. Sí, había agradecido la habitación y la compañía de las otras mujeres, pero esos sitios eran siempre lugares de paso, pensaba, a pesar de que una de las camareras, Eileen, ya llevaba quince años allí. Eso no le sucedería a Karen; no quería vivir como una solterona, conforme a las anticuadas normas del señor Patchett, sin aceptar compañía masculina en la casa. Al principio creyó que quizá Damien le proporcionaría una escapatoria, pero él no mostró interés en ella. Karen llegó incluso a pensar que era gay, pero Eileen le aseguró que no. Damien había tenido un escarceo amoroso con la anterior jefa de camareras entre los dos periodos que estuvo de servicio, e inicialmente dio la impresión de que aquello podía cuajar en una relación permanente, pero ella no quiso convertirse en mujer de un soldado, o peor aún, en viuda de un soldado, y todo quedó en nada. Karen pensaba que al señor Patchett le habría gustado que ella y Damien formaran pareja, y cuando éste volvió a casa definitivamente, su padre hizo cuanto pudo para unirlos, invitando a Karen a cenar con ellos y mandándola con Damien a comprar género y hablar con los proveedores. Pero para entonces ella ya salía con Joel, a quien conoció por mediación de Damien. Cuando finalmente permitió que Joel fuera a buscarla al trabajo por primera vez, vio la decepción en el rostro del señor Patchett. Él no dijo nada, pero fue evidente, y a partir de entonces ya nunca la trató con la misma naturalidad que antes. Cuando murió su hijo, Karen sospechó que tal vez él la consideraba de algún modo culpable de lo ocurrido, que creía que si Damien hubiese tenido a alguien a quien querer, y que lo quisiera a él, no se habría quitado la vida. Quizás era eso lo que se escondía detrás de su decisión de contratar al detective: el señor Patchett le guardaba rencor por salir con Joel, pero la tomaba con éste, no con ella.
Joel ganaba un buen dinero con su camión, más del que, opinaba Karen, podía o debía ganar un camionero autónomo. Casi todos sus encargos implicaban el paso por la frontera canadiense. Ella había intentado sonsacarle algo más, y él le había dicho que transportaba lo que fuera necesario transportar, pero, por el tono que empleó, quedó muy claro que ese tema de conversación no era de su agrado ni tenía intención de seguir hablando, y ella lo dejó correr. Aun así, sentía curiosidad…
Pero quería a Joel. Eso lo había decidido un par de semanas después de conocerlo. Sencillamente lo sabía. Era un hombre fuerte, era amable, y era mayor, así que entendía el mundo mejor que Karen, y eso a ella le daba seguridad. Tenía su propia vivienda, y cuando le pidió que se instalara allí, ella contestó que sí casi sin dejarle acabar la frase. Además era una casa, no un apartamento donde andarían tropezándose con las paredes y sacándose de quicio uno al otro. Allí había espacio de sobra: dos dormitorios en el piso de arriba, y una habitación más pequeña; una amplia zona de estar y una cocina bonita, y un sótano donde él guardaba sus herramientas. Y Joel era limpio, más limpio que la mayoría de los hombres que había conocido. Sí, el cuarto de baño había requerido un buen repaso, y la cocina también, pero no estaban sucios, sino sólo desordenados. Ella lo había hecho de buena gana. Estaba orgullosa de la casa de los dos. Así la veía ella: la casa «de los dos». No sólo de él, ya no. Poco a poco, ella iba imponiendo elementos de su propia personalidad, y él se lo permitía gustosamente. Había jarrones con flores, y más libros que antes. Incluso había seleccionado cuadros para las paredes. Cuando le preguntó si le gustaban, él contestó que sí e hizo el esfuerzo de examinarlos uno a uno, como si los valorara para su venta en fecha futura. Pero Karen supo que sólo lo hacía por complacerla. En gran medida era un hombre sin interés por los adornos, y Karen dudaba que hubiera reparado siquiera en los cuadros si ella no se los hubiera señalado, pero agradecía que se hubiera tomado la molestia de aparentar interés.
¿Era un buen hombre? Karen no lo sabía. Al principio pensaba que sí, pero en las últimas semanas Joel había cambiado mucho. Por otro lado, suponía que todos los hombres cambiaban una vez que conseguían lo que querían. Dejaban de ser tan afectuosos como antes, tan solícitos. Era como si adoptasen una imagen para atraer a las mujeres y luego se despojaran lentamente de ella una vez alcanzado el objetivo. Algunos se desprendían de esa imagen antes que otros, y bien sabía Dios que Karen había visto a algunos hombres pasar de cordero a lobo en un abrir y cerrar de ojos, después de una sola copa, pero en el caso de Joel el cambio había sido más gradual, y justo por eso resultaba en cierto modo más perturbador. Al principio, sólo se lo veía distraído. Ya no le hablaba tanto, y a veces reaccionaba bruscamente cuando ella insistía en mantener una conversación. Karen pensó que tal vez tenía algo que ver con sus heridas. A veces le dolía la mano. Había perdido dos dedos de la mano izquierda en Iraq, y no oía del todo bien con el oído izquierdo. Tuvo suerte. Ninguno de los otros soldados alcanzados por la bomba de fabricación casera sobrevivió. Joel casi nunca hablaba de aquello, pero ella ya sabía más que suficiente. Él se ausentaba mucho, por sus viajes en camión, y estaban también sus compañeros del ejército, los que antes visitaban la casa, aunque ya no. A ella apenas le hablaban, y uno en concreto, Paul Bacci, le ponía la carne de gallina por cómo recreaba la mirada en su cuerpo, deteniéndose en los pechos, en las ingles. Cuando llegaban, Joel cerraba la puerta de la sala de estar, y ella oía el monótono zumbido de sus voces a través de las paredes, como insectos atrapados en las cavidades.
– ¿Joel?
No hubo respuesta. Deseó ir a buscarlo, pero estaba asustada. Estaba asustada porque él había vuelto a pegarle. Había sido al interrogarlo sobre las heridas, cuando abrió la puerta del baño y vio que se aplicaba una pomada en las quemaduras de las manos, y en la otra quemadura espantosa de la cara. Él le contestó con otra pregunta:
– ¿Por qué no me has dicho nada de tu visitante? -inquirió, y Karen tardó un momento en caer en la cuenta de que se refería a Parker, el detective. Pero ¿cómo se había enterado? Ella aún buscaba una respuesta adecuada cuando Joel lanzó la mano derecha y la alcanzó. No con fuerza, y él mismo pareció sorprenderse tanto como ella, pero había sido una bofetada de todos modos, en la mejilla izquierda, y al tambalearse hacia atrás topó contra la pared. Esta vez fue distinto de la primera: en ese otro caso fue un accidente, de eso estaba segura. En esta ocasión, en cambio, el golpe contenía poder y veneno. Él se disculpó de inmediato, pero ella corría ya hacia el dormitorio. Tardó un par de minutos en seguirla. Intentó hablarle una y otra vez, pero ella se negó a escucharlo. Era incapaz de escucharlo de tanto como lloraba. Al final, se conformó con abrazarla, y ella notó que se quedaba dormido; al cabo de un rato también a ella la invadió el sueño, porque era una escapatoria para no pensar en lo que Joel acababa de hacerle. La despertó durante la noche para pedirle otra vez perdón, y la rozó con los labios, y buscó su cuerpo con las manos, y se reconciliaron.
Pero no, en realidad, no fue así. Ella accedió por él, no por su propio deseo. No quería que se sintiera mal, ni quería que… le hiciera daño.
Sí, eso era. Eso era lo que la horrorizaba.
Ahora, tendida a oscuras, cayó en la cuenta de que su imagen de él había cambiado tanto como él. Al principio deseaba que Joel fuese un buen hombre, o al menos mejor que los otros con quienes había salido antes, pero en el fondo ahora pensaba que no lo era, no de verdad, no si era capaz de pegarle así, no si estaba cambiando tan radicalmente. En el sexo ya no había ternura. De hecho, él la había lastimado al despertarla un rato antes, y cuando ella le pidió que fuera un poco más delicado, se limitó a terminar con lo suyo y darse la vuelta, ofreciéndole la espalda desnuda.
– Te estoy hablando -dijo Karen, y le tiró del hombro para que la mirara. Notó que se ponía tenso, y cuando al final se volvió, la expresión de su rostro, incluso en la oscuridad, la indujo a retirar la mano y alejarse tanto de él como permitía la cama. Por un momento había tenido la certeza de que volvería a pegarle, pero no fue así.
– Déjame en paz -contestó, y ella vio algo en sus ojos que tal vez fuera miedo, y le dio la sensación de que se dirigía a ella y quizás a alguien más, a una entidad invisible cuya presencia sólo él advertía.
Después, Karen se adormiló y tuvo aquel sueño. No podía llamarlo pesadilla, en realidad no, pese a que la había inquietado. En él se veía atrapada en un espacio reducido, casi como un ataúd, pero que a la vez era mayor y menor que eso, a lo cual no le encontraba el menor sentido. Le costaba respirar y se le llenaban la boca y la nariz de polvo.
Pero lo peor de todo era que no estaba sola. Percibía allí una presencia, con ella, y le susurraba. Karen no entendía qué le decía, ni sabía siquiera si las palabras iban destinadas a ella, pero esa presencia no dejaba de hablar.
Llegó un ruido de abajo, un sonido anormal que no pertenecía a la oscuridad de su casa. Era una risa, interrumpida de inmediato. Tenía algo de infantil, y era a la vez desagradable. Parecía una espontánea efusión de alegría ante una palabra o un acto que causaba más conmoción que gracia. Era una risa ante algo de lo que uno no debería reírse.
Con cuidado, apartó las sábanas y bajó los pies al suelo. Las tablas no crujieron. Joel se había ocupado personalmente de casi todas las reformas de la casa, y se enorgullecía de su solidez. Avanzó con sigilo por la alfombra y abrió más la puerta. Entonces oyó susurros, pero era la voz de Joel, no las voces de los otros, las voces de su sueño. Los otros. No se había dado cuenta antes. No era uno solo, sino más de uno. Había muchas voces, y todas hablaban en la misma lengua, pero con palabras distintas.
Siguió hasta la escalera, y allí se arrodilló y miró a través de los balaustres. Joel estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, junto a la puerta del sótano. Tenía las manos en el regazo y se tironeaba de los dedos. Le recordó a un niño pequeño y casi sonrió al verlo.
Casi.
Conversaba con alguien situado al otro lado de la puerta del sótano. Siempre mantenía esa puerta cerrada con llave. A ella no le preocupaba demasiado, al menos al principio. Había bajado con él para ayudarlo a subir pintura durante su primera semana allí, y le había parecido que abajo no había nada aparte del habitual revoltijo de cajas, trastos y aparatos viejos. Desde entonces había bajado en muy raras ocasiones, y siempre con Joel. Él no le había prohibido entrar en el sótano. Era demasiado listo para eso y, en todo caso, ella no tenía ninguna razón para hacerlo. Además, nunca le habían gustado los espacios oscuros, y a eso se debía probablemente que aquel sueño la hubiese alterado tanto.
Mientras observaba desde arriba contuvo el aliento, esforzándose por oír lo que Joel decía. Susurraba, pero Karen no oía respuesta alguna a sus palabras. Hablaba durante un momento y luego escuchaba antes de contestar. A veces asentía en silencio, como si siguiera un diálogo que sólo él oía.
Volvió a reírse, tapándose la boca con las manos para ahogar el sonido. Levantó la vista instintivamente, pero Karen quedaba oculta entre las sombras.
– Eso no se hace -dijo Joel-. Sois muy malos.
A continuación pareció escuchar una vez más.
– Lo he intentado -respondió-. No puedo. No soy capaz.
Volvió a callarse. Adoptó un semblante serio. Karen lo oyó tragar saliva y creyó percibir su miedo incluso desde esa altura por encima de él.
– No -dijo Joel con determinación-. No, eso no lo haré. negó con la cabeza-. No, por favor. Me niego. No podéis pedirme eso. No podéis.
Se llevó las manos a los oídos en un intento de aislarse de la voz que sólo él oía. Se puso en pie, sin apartar las manos de la cara.
– Dejadme en paz -dijo levantando la voz-. Callad. Basta ya de susurros. Dejad de susurrar.
Al empezar a subir por la escalera chocó contra la pared.
– Basta -dijo, y ahora ella notó su voz distorsionada por el llanto-. ¡Basta, basta, basta!
Karen retrocedió hasta la habitación y se arrebujó entre las sábanas segundos antes de que él abriera la puerta. Entró tan ruidosamente que ella no pudo evitar reaccionar, pero se esforzó en fingir somnolencia y sorpresa.
– Cariño -dijo ella, levantando la cabeza de la almohada-. ¿Estás bien?
Él no contestó.
– ¿Joel? -insistió ella-. ¿Qué pasa?
Lo vio avanzar hacia ella y tuvo miedo. Joel se sentó en el borde de la cama y le acarició el pelo.
– Siento haberte pegado -se disculpó-. Pero nunca te haría daño de verdad. Eso no.
Karen sintió que el vientre se le contraía de tal manera que temió tener que ir corriendo al baño para no ensuciarse. El efecto lo causaron esas dos palabras, «de verdad», como si en cierto modo no hubiese nada de malo en hacer daño a alguien un poco de vez en cuando, pero sólo si se lo merecía, sólo si se trataba de una tontuela entrometida que hacía preguntas innecesarias o recibía a fisgones en la cocina. Sólo en esos casos. Y el castigo sería acorde con la falta, y después ella se abriría de piernas ante él y harían las paces, y todo estaría en orden porque él la quería, y así se comportaba la gente que se quería.
– Cuando te pegué -prosiguió-, no era yo. Era otro. Era como si yo fuera un títere y alguien tirase de los hilos. Yo no quiero hacerte daño. Te amo.
– Lo sé -contestó Karen, procurando disimular el temblor en su voz, y consiguiéndolo sólo en parte-. Cariño, ¿qué te pasa?
Joel se inclinó, y ella sintió sus lágrimas cuando la rozó con la mejilla. Lo abrazó.
– He tenido una pesadilla -dijo él, y Karen oyó al niño que llevaba dentro. Aun entonces bajó la vista y lo sorprendió mirándola fijamente, y por un momento advirtió en sus ojos una expresión fría y recelosa, e incluso, pensó Karen, risueña, como si los dos estuvieran jugando a algo pero sólo él conociera las reglas. Al cabo de un instante esa expresión desapareció, y él cerró los ojos mientras le acariciaba los pechos con los labios. Ella lo estrechó pese a sentir el impulso de apartarlo, de salir corriendo de la casa y no volver nunca más.
El estrés daña la mente: eso era lo que nadie entendía, nadie que no hubiera estado allí, nadie entre quienes se habían quedado en casa. Ni siquiera el ejército lo entendía, no hasta que fue demasiado tarde. Descansa y relájate, decían. Pasa un tiempo con la familia. Haz el amor con tu novia. Mantente ocupado. Busca un empleo, establece una rutina, acógete a la normalidad.
Pero él no podía, ni habría podido aunque las piernas no se le acabasen a medio muslo, porque el estrés es como un veneno, una toxina que se propaga por el organismo, sólo que afecta a un único órgano vital: el cerebro. Recordaba que a los trece años se había visto envuelto en un accidente de tráfico en la Federal 1, poco antes de la muerte de su padre. No fue un choque grave: un camión se había saltado un semáforo en rojo y había embestido el coche en el que viajaban por el lado del acompañante. Él iba detrás, en el lado del conductor. Por pura suerte, había un concesionario de automóviles en ese tramo de la carretera y, si hacía buen tiempo, colocaba enfrente unos cuantos coches antiguos bonitos. A él le gustaba mirarlos, imaginarse al volante de los mejores de ellos. En cualquier otro momento habría viajado en el lado del copiloto, para poder hablar con su padre, y a saber qué habría ocurrido entonces. Pero el hecho es que no les pasó nada, excepto por la sacudida que ambos se llevaron y, en su caso, algún que otro corte con los cristales rotos. Cuando la grúa se marchó y la policía de Scarborough los acompañó a casa, él palideció y empezó a temblar hasta vomitar el desayuno.
Ése era el efecto del estrés. Te trastornaba, física y mentalmente. Y si uno se veía sometido a situaciones de estrés un día tras otro, intercaladas con paréntesis de tedio, de matar el tiempo con juegos, o comiendo, o echando una cabezada, o escribiendo la tarjeta mensual obligatoria a casa para informar a los allegados y a los seres queridos de que aún no habías muerto, sin verle el final a eso porque el periodo de servicio se alargaba una y otra vez, al cabo de un tiempo las neuronas se te contaminaban tanto que ya no se recuperaban, y el cerebro empezaba a reconfigurarse, modificándose sus modos de funcionamiento. Las prolongaciones de las neuronas en el hipocampo, el responsable del aprendizaje y la memoria a largo plazo, comenzaban a deteriorarse. La capacidad de respuesta de la amígdala, que rige la conducta social y la memoria emocional, cambiaba. La corteza prefrontal media, que interviene en la formación del miedo y los remordimientos, y nos permite interpretar lo que es real y lo que es irreal, se alteraba. Se observaba un trastorno similar de la configuración en los esquizofrénicos, los sociópatas, los drogadictos y los reclusos con condenas largas. Te convertías en la escoria, y la culpa no era tuya, porque no habías hecho nada malo, simplemente habías cumplido con tu deber.
En la Guerra de Secesión, lo llamaron «corazón irritable». Para los soldados de la primera guerra mundial fue «ansiedad de combate», y en la segunda guerra mundial, «fatiga de batalla» o «neurosis de guerra». Más tarde se convirtió en «síndrome post Vietnam», y ahora era TEPT. A veces se preguntaba si también los romanos y los griegos tenían un término para eso. A su regreso había leído la Ilíada, parte de su esfuerzo por comprender la guerra a través de la literatura, y creyó ver, en el dolor de Aquiles por su amigo Patroclo y en la posterior rabia, algo de su propio dolor por los camaradas que había perdido, sobre todo por Damien.
Te dejan así. Pierdes el control de las emociones. Pierdes el control de ti mismo. Pasas a ser una persona deprimida, paranoica, alejada de quienes te quieren. Te crees que sigues en la guerra. Luchas con las sábanas por la noche. Te distancias de los seres queridos, y te abandonan.
Y tal vez, sólo tal vez, empiezas a creer que te persiguen, que te hablan demonios desde unas cajas, y cuando no puedes complacerlos, cuando no puedes hacer lo que ellos quieren, te vuelven contra ti mismo, y te castigan por tus deficiencias.
Tal vez, sólo tal vez, ese momento de destrucción se recibe con alivio.