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Al día siguiente volví a apostarme ante la casa de Joel Tobias. En lugar del Saturn, el automóvil que a veces utilizaba para labores de vigilancia -como, por ejemplo, la noche anterior-, me vi obligado a usar el Mustang, por si Tobias, después de nuestro encuentro, sospechaba que lo seguían. El Mustang no era un coche precisamente discreto, pero lo estacioné detrás de una furgoneta en el aparcamiento de Big Sky Bread Company, en la esquina de Deering Avenue, y me coloqué en ángulo, de modo que, desde donde me hallaba, veía por muy poco la casa de Tobias en Revere, pero a él le sería difícil advertir mi presencia a menos que viniese a buscarme. Su Silverado continuaba en el camino de acceso cuando llegué, y las cortinas estaban aún corridas en la ventana del piso de arriba. Poco después de las ocho Tobias apareció por la puerta con una camiseta negra y vaqueros negros. Tenía un tatuaje en el brazo izquierdo, pero desde tan lejos no lo distinguí. Se metió en su furgoneta y giró a la derecha. En cuanto dejé de verlo, salí tras él.

La circulación era densa y conseguí quedarme muy por detrás de Tobias sin perderlo de vista. Casi se me escapó en Bedford al cambiar el semáforo, pero lo alcancé un par de manzanas más adelante. Al final entró en una zona de almacenes adyacente a Franklin Arterial. Pasé de largo y me metí en el aparcamiento contiguo, desde donde vi a Tobias estacionar junto a uno de los tres grandes camiones próximos a una alambrada. Dedicó una hora a tareas de mantenimiento rutinarias en el camión; luego volvió a subir a la Silverado y regresó a su casa.

Llené el depósito del Mustang, entré en Big Sky por una taza de café y me planteé qué hacer. De momento sólo sabía que algo no cuadraba en las cuentas de Tobias, y que tal vez tenía problemas con su novia, como Bennett había comentado, pero no podía quitarme de encima la impresión de que, en último extremo, nada de eso era asunto mío. En teoría, podría haberme quedado pegado a él hasta que emprendiese el viaje previsto a Canadá, haber cruzado la frontera detrás de él y haber esperado a ver qué ocurría, pero las probabilidades de que no me detectase si lo seguía a lo largo de todo el camino eran escasas. Al fin y al cabo, si él andaba metido en una actividad ilegal, probablemente permanecía alerta a cualquier clase de vigilancia, y una persecución como es debido requería dos vehículos o quizá tres. Podría haberme llevado a Jackie Garner como segundo conductor, pero Jackie no trabajaba de balde, no a menos que se le garantizase un poco de diversión y la posibilidad de pegarle a alguien sin consecuencias penales, y seguir a un camión hasta Quebec no coincidía con la idea que tenía Jackie de pasarlo bien. Y si Tobias se dedicaba al contrabando, ¿qué más daba? Yo no estaba al servicio de la Aduana estadounidense.

La cuestión de si pegaba o no a su novia ya era otro asunto, pero no veía cómo mi intervención podía mejorar las cosas en eso. Bennett Patchett se encontraba en mejor situación que yo para abordar con discreción a Karen Emory, quizá por mediación de alguna de sus compañeras en la cafetería, ya que difícilmente se ganaría su confianza un desconocido que se acercara a ella y le preguntara si su novio le había pegado en los últimos tiempos.

Llamé al móvil de Bennett. Saltó el buzón de voz y dejé un mensaje. Probé en Downs, pero no estaba allí, y la mujer que atendió el teléfono me dijo que ese día no lo esperaban. Colgué. Se me había enfriado el café. Abrí la ventanilla y lo tiré; después lancé el vaso de papel a la parte de atrás del coche. Me reconcomía de aburrimiento y frustración. Saqué una novela de James Lee Burke, me recosté en el asiento y empecé a leer.

Al cabo de tres horas me dolía el culo y había terminado el libro. El café también había completado su recorrido por mi organismo. Como todo buen detective, llevaba una botella de plástico en el coche en previsión de tal eventualidad, pero aún no había llegado a ese punto. Volví a telefonear a Bennett al móvil, y una vez más saltó el buzón de voz. Al cabo de veinte minutos, apareció en el cruce el Subaru verde de Karen Emory, con Karen al volante. Ya llevaba su camiseta azul de la cafetería Downs. No parecía viajar nadie más en el coche con ella. La dejé ir.

Transcurrida media hora, pasó por allí la Silverado de Tobias camino de la carretera. Lo seguí hasta el cine Nickelodeon de Portland, donde sacó una entrada para una comedia. Esperé veinte minutos, pero no salió. De momento, por lo visto, Joel Tobias no partía rumbo a Canadá, o al menos no ese día. Aun cuando estuviese preparándose para viajar de noche, yo poco podía hacer para seguirlo. Además, esa noche me esperaban en el Bear, y a la siguiente, y no podía fallarle a Dave Evans. Tenía la sensación de haber perdido el día, de que Bennett no iba a obtener de mí el servicio por el que había pagado, no así. Ya eran las cinco de la tarde y entraba en el Bear a las ocho. Antes quería ducharme e ir al baño.

Regresé a Scarborough. Era una noche bochornosa, sin brisa. Para cuando acabé de ducharme y vestirme, había tomado una decisión: cobraría a Bennett las horas que había dedicado hasta el momento y le devolvería el resto del dinero a menos que él me presentara alguna razón de peso para disuadirme. Si él lo deseaba y actuaba como intermediario, yo estaba dispuesto a sentarme con Karen Emory sin cobrar y explicarle qué opciones tenía si padecía violencia doméstica. En cuanto a Joel Tobias, en el supuesto de que no compensara el déficit en su economía por un medio totalmente legal que yo desconocía, podía seguir haciendo lo que fuera que hiciese hasta que la policía, o la aduana, lo pillara. Era una solución intermedia, y no era la ideal, pero tales soluciones rara vez lo son.


***

Esa noche el Bear estaba de bote en bote. En el extremo de la barra, lejos de la puerta, bebían unos cuantos agentes de la policía estatal. Me pareció prudente eludirlos, y Dave coincidió conmigo. No me apreciaban mucho, y uno de los suyos, un inspector llamado Hansen, seguía de baja tras involucrarse en un asunto relacionado conmigo unos meses antes. No fue culpa mía, pero sabía que sus colegas no pensaban lo mismo. Durante la velada atendí los pedidos de los camareros y dejé que dos de los empleados habituales se encargaran de los clientes sentados ante la barra. La noche transcurrió deprisa, y a eso de las doce mi trabajo ya había acabado. Por probar, volví a pasar por delante de la casa de Joel Tobias. La Silverado seguía allí, junto con el coche de Karen Emory. Cuando fui a la zona de almacenes adyacente a Franklin, cerca de Federal Street, el camión de Tobias no se había movido.

El teléfono sonó cuando me hallaba a medio camino de casa. El identificador de llamada mostró el número de Bennett Patchett, así que me detuve en un Dunkin' Donuts y contesté.

– Llamas un poco tarde, Bennett -dije.

– He supuesto que eras ave nocturna, como yo -respondió-. Perdona que haya tardado tanto en devolverte la llamada. He estado todo el día liado con asuntos jurídicos, y al acabar, si quieres que te diga la verdad, no me apetecía comprobar mis mensajes. Pero he tomado una copa y ya me he relajado un poco. ¿Has averiguado algo digno de mención?

Le contesté que no, aparte de constatar que muy probablemente las cuentas de Joel Tobias no cuadraban, como Bennett ya sospechaba. Le planteé después mis propias dudas: que sería difícil seguir a Tobias sin más efectivos y que quizás existieran formas mejores de abordar la posibilidad de que Karen Emory fuera víctima de violencia doméstica.

– ¿Y mi hijo? -preguntó Bennett. Se le quebró la voz al decirlo, y me pregunté si de verdad había tomado sólo una copa-. ¿Qué pasa con mi hijo?

No supe qué decir. «Tu hijo se ha ido, y esto no te lo devolverá», pensé. «Se lo llevó el estrés postraumático, no su participación en lo que tal vez esté haciendo Joel Tobias tras la fachada de un negocio de transporte legítimo.»

– Oye -dijo Bennett-. A lo mejor piensas que soy un viejo chocho, incapaz de aceptar las circunstancias de la muerte de su hijo, y probablemente sea verdad, ¿sabes? Pero tengo intuición con las personas, y Joel Tobias no es trigo limpio. Ya no me gustó cuando lo conocí, ni me hizo ninguna gracia que Damien se metiera en sus asuntos. Te pido que sigas con este asunto. Da igual lo que cueste. Tengo dinero. Si necesitas contratar un poco de ayuda, hazlo, y lo pagaré también. ¿Qué dices?

¿Qué podía decir? Contesté que le dedicaría unos días más, pese a creer que no serviría de nada. Me dio las gracias y colgó. Me quedé un rato mirando el teléfono antes de lanzarlo al asiento contiguo.

Esa noche soñé con el camión de Joel Tobias. Estaba en un aparcamiento vacío, con el remolque desenganchado, y cuando lo abrí, dentro sólo vi negrura, una negrura que se extendía más allá del fondo del remolque, como si tuviese la vista fija en el vacío. Sentí acercarse una presencia surgida de la oscuridad, una presencia que se precipitaba hacia mí desde el abismo, y me desperté con la primera luz del alba y la sensación de que ya no estaba solo del todo.

En la habitación se percibía el perfume de mi mujer muerta, y supe que era una advertencia.

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