Secuestraron a Tobias en la Federal 27, a sólo unos kilómetros al sur de Moosehorn. Lo seguía un coche desde la frontera, pero él no le había prestado mucha atención. Había recorrido esa ruta tantas veces que no se inquietaba así como así: su mayor preocupación era la aduana de Estados Unidos en Coburn Gore, y una vez la dejaba atrás sin percances, tendía a desconectar. En esta ocasión, además, volvía frustrado: sólo transportaba una pequeña parte de lo previsto, y estaba cansado de sobrellevar él solo el peso de esos viajes. Con el creciente número de bajas, el grupo se veía ya reducido a su núcleo. Eso implicaba más trabajo, y más riesgo, para todos, pero al final la recompensa sería también proporcionalmente mayor.
Ese día había surgido un imprevisto en el almacén. La policía canadiense rondaba por el polígono colindante como parte de una operación antidroga que lo más seguro era que se prolongaría durante un par de días, y no parecía muy sensato empezar a mover mercancía con las fuerzas del orden a un paso. Ante la alternativa de quedarse allí esperando o repetir el viaje en otro momento cuando las aguas volvieran a su cauce, Tobias se decantó por la segunda opción. Después se reprocharía no haber sido más cauto en el viaje de regreso, pero al fin y al cabo le habían asegurado que el asunto de Parker estaba resuelto, y el dispositivo de localización había confirmado que el detective continuaba en Portland cuando él llevaba una hora en la carretera.
A Tobias le preocupaba el detective, pero no tanto como Jimmy Jewel. Les había hablado a los demás de Jewel inmediatamente después de su torpe acercamiento en el Dewey's, comentándoles que al parecer sentía curiosidad por el lado económico de sus actividades, pero le habían aconsejado que esperase a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Lo más que pudo hacer fue persuadirlos de la conveniencia de interrumpir por el momento la operación, pero conforme pasaron los días sin incidentes se impacientaron, y pronto estaba otra vez en el camión de camino a la frontera, aunque mantuvieron por un tiempo vigilados a Jimmy y al enorme elefante que le guardaba las espaldas. Con todo, parecía que Jimmy había llegado a la conclusión de que Joel Tobias no era motivo de inquietud. Joel no estaba tan seguro, pero los demás hicieron lo posible para convencerlo. Así las cosas, viendo que Jimmy parecía ocuparse de sus propios asuntos, y nadie andaba husmeando, Joel empezó a relajarse un poco.
También empezaba a notar el cansancio: asumía cada vez más viajes a medida que aumentaba la demanda de lo que vendían. Ya le habían advertido que eso sucedería en cuanto se corriera la voz acerca de la calidad y la rareza del material ofrecido. Hasta fecha reciente no trasladaban nada que no estuviera ya vendido, pero ahora Joel transportaba objetos en previsión de la gran venta final: la «liquidación total», como habían empezado a llamarla. Siempre habían sabido que ese «goteo» de ventas podía disparar alarmas en algún sitio, pero era necesario para reunir fondos y confirmar el valor y el alcance de lo que en último extremo pondrían a disposición de los interesados. Ahora la gran recompensa se hallaba a la vista, pero Joel era la cabeza visible, y se puso muy nervioso cuando empezaron a husmear primero Jewel y luego el detective. Los anticipos ya se habían incrementado sustancialmente, pero no tanto como a Joel le habría gustado, considerando que él corría todos los riesgos. Tuvieron unas palabras. Eso, unido a la inicial indiferencia de los demás ante el asunto de Jewel, molestó a Joel. Sabía que se avecinaba un enfrentamiento. Tal vez debería haberse callado, pero en el fondo le constaba que tenía razón, y por eso lo había planteado. Joel no se enfadaba así como así. Él iba guardándose las cosas, pero cuando estallaba, ¡ay de aquel a quien alcanzase la onda expansiva!
Por otro lado, cada vez tenía más pesadillas, y la alteración del sueño lo había vuelto irascible con Karen, y eso le pesaba. Era una chica especial, y él se consideraba un hombre con suerte por tenerla a su lado, pero a veces ella no sabía cuándo debía dejar de hacer preguntas y callar. Desde la muerte de Damien Patchett y los otros, el comportamiento de Karen había cambiado, quizá por temor a que él corriera la misma suerte, pero Joel no tenía intención de quitarse la vida. Aun así, la muerte de Damien había afectado a Joel más que las anteriores: las bajas ya eran tres, tres miembros de su antiguo pelotón, las tres por suicidio. Pero Damien era el mejor de todos. Siempre lo había sido.
Damien y los otros habían empezado a aparecérsele en sueños, ensangrentados y maltrechos. Le hablaban, pero no en inglés. Él no los entendía. Era como si hubiesen aprendido un idioma nuevo al otro lado de la tumba. Pero, incluso mientras soñaba, se preguntaba si de verdad eran sus antiguos compañeros de armas a quienes veía. Le daban miedo, y algo les pasaba en los ojos: los tenían negros y llenos de líquido, como agua aceitosa. Tenían el cuerpo contrahecho, la espalda encorvada, los brazos demasiado largos, los dedos huesudos y en ademán de agarrar algo…
Dios santo, con razón estaba tenso.
Al menos los viajes a través de la frontera acabarían pronto. Se había granjeado la simpatía de la policía aduanera y de los matones de los controles antiterroristas. El marco de la matrícula lo identificaba como veterano, al igual que las pegatinas y calcomanías de la cabina. Llevaba una gorra del ejército y se tomaba la molestia de escuchar las anécdotas de los veteranos de mayor edad que ahora vigilaban la frontera. De vez en cuando les daba un paquete de tabaco, e incluso explotaba sus heridas cuando era necesario, y ellos, por su parte, le allanaban el camino. Los demás no tenían ni idea del esfuerzo que le había representado forjarse esa imagen, ni de hasta qué punto el éxito de la empresa dependía de él.
Con todo eso en mente, no había prestado tanta atención como debería al coche que tenía detrás. Cuando lo adelantó, se alegró de verlo alejarse, pero en un camionero ésa era la reacción natural a cualquier vehículo que se acercaba demasiado. Sabía que tarde o temprano intentaría adelantarlo, y sencillamente esperaba que lo hiciera con sensatez. Sí, había camioneros a quienes les gustaba andar jugando con los conductores impacientes, y otros que se veían a sí mismos como los mayores hijos de puta de la carretera, los más malos, y si alguien pretendía tocarles los huevos, ése era su funeral, a veces literalmente. Joel nunca había sido así, ni siquiera antes de los viajes al otro lado de la frontera, en los que atraer la atención de la policía por conducir de forma temeraria podía llevarlo a la cárcel durante mucho tiempo. Pese a que el arcén era muy estrecho, y los árboles casi rozaban la cabina, se había apartado un poco para dejar paso al coche. No era un buen sitio para adelantar, porque se acercaban a una curva, y si alguien venía a cierta velocidad en sentido contrario, todos los implicados necesitarían la mayor cantidad de asfalto posible para no acabar envueltos en un accidente mortal. Pero por delante el camino estaba despejado, y vio desaparecer las luces rojas y cómo la carretera quedaba vacía y oscura.
Al cabo de un kilómetro vio el parpadeo de unas luces de emergencia y a alguien que agitaba un par de barras luminosas de neón. Pisó el freno en cuanto el Plymouth amarillo que lo había adelantado antes apareció en el haz de sus faros. Estaba colocado transversalmente, dividido en dos por la línea blanca de la carretera. A su lado había otro coche, el que llevaba encendidas las luces de emergencia rojas y azules. Sin embargo no distinguió ningún distintivo, cosa que le extrañó.
Una silueta uniformada, de cabeza un tanto deforme, se acercó a él. Joel bajó la ventanilla.
– ¿Qué problema hay? -preguntó cuando una linterna le enfocó la cara, obligándolo a levantar la mano para protegerse los ojos.
La silueta sacó un arma y otros dos hombres salieron de detrás de los árboles, provistos de semiautomáticas. Llevaban los rostros cubiertos con máscaras macabras, y en ese momento el hombre uniformado se enmascaró también, pero no antes de que Joel alcanzara a verlo y pensara: mexicano. Su impresión quedó confirmada cuando el hombre habló.
– Mantén las manos donde podamos verlas, buey [1] -ordenó-. No queremos que nadie salga herido. ¿Nos lo tomamos con calma?
Joel asintió. El hecho de que fueran enmascarados significaba que no pretendían matarlo, y eso lo tranquilizó. En una carretera solitaria unos asesinos no tendrían por qué preocuparse de que la víctima los identificase.
– Mis amigos van a subir a la cabina contigo y te dirán adónde ir. Haz lo que te digan, así esto se acabará enseguida y podrás volver a casa con tu novia, ¿sí?
Joel volvió a asentir. Sabían, pues, que tenía novia, y de ahí se desprendía que esa gente, o alguien cercano a ellos, había estado vigilándolo en Portland. Archivó el dato.
Las puertas de la cabina no tenían el seguro puesto. Tobias mantuvo las manos en el volante mientras los dos hombres subían. Uno se colocó en el hueco detrás del asiento y el otro se quedó junto a Joel, un tanto ladeado para recostarse contra la puerta, con el arma apoyada despreocupadamente en el muslo. La despreocupación parecía ser la consigna de la noche, pensó Joel, aunque eso cambió en cuanto la radio del hombre uniformado, fuera del camión, cobró vida con un chirrido de interferencia estática.
– ¡Ándale! -ordenó, indicándolo primero con la mano a los otros vehículos y luego a Joel. Apuntó a Joel con su pistola a través del parabrisas para asegurarse de que captaba el mensaje-. ¡Apúrate!
El Plymouth retrocedió un poco antes de seguir adelante, hacia el sur. El segundo coche apagó las luces de emergencia mientras el hombre uniformado se echaba a correr para reunirse con él. Se apartó para dejar paso a Joel y luego se situó detrás, de modo que el camión quedó encajonado entre los dos coches.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
– Tú estate atento a la carretera, buey -fue la respuesta.
Joel obedeció y guardó silencio. Habría podido preguntarles si sabían con quién trataban, o proferir alguna amenaza de venganza si no abandonaban la cabina en el acto y lo dejaban seguir con lo suyo, pero calló. Su único deseo era salir de aquello entero, con el cuerpo y, si había suerte, el camión intactos. Una vez sano y salvo en Portland empezaría a hacer llamadas, pero ya barajaba distintas posibilidades. Si era un secuestro corriente, esos hombres se habían equivocado de camión o estaban mal informados, lo que significaba que no iban a sacar nada más lucrativo que un par de miles en pienso deshidratado. La otra opción era que no se tratase de un secuestro corriente, y en tal caso estaban muy bien informados, lo que sólo podía acarrear problemas, y posiblemente dolor, para Joel.
Frente a él, el Plymouth puso el intermitente de la derecha.
– Síguelo -ordenó el hombre situado detrás de él, y Joel empezó a aminorar para torcer en el desvío. Era una carretera estrecha y con una ligera inclinación descendente.
– ¿Quieres que, ya puestos, pase el camión por el ojo de una aguja? -preguntó.
El cañón de la pistola ametralladora, frío como el hielo, le rozó la mejilla.
– Sé conducir un camión -dijo el hombre, hablándole tan cerca de la oreja que Joel sintió el calor de su aliento en la piel-. Si no quieres hacerlo tú, lo haré yo, pero entonces ya no nos servirás de nada, mi hijo.
Joel supuso que el tipo fanfarroneaba, pero no tenía intención de poner a prueba su teoría. Trazó la curva perfectamente y siguió de nuevo las luces del Plymouth.
– ¿Qué? ¿Ves lo que se puede hacer con un pequeño incentivo? -preguntó el pistolero.
El Plymouth encendió las luces de advertencia cuando se detuvieron en un claro ante una casa en ruinas que tenía la chimenea de piedra todavía en pie e intacta, junto al tejado hundido. Otros dos hombres esperaban al lado de un cuatro por cuatro. Como los demás, llevaban máscaras, pero en lugar de cazadoras de cuero, vestían trajes. Trajes baratos, pero trajes. Joel frenó.
– Sal -ordenó el pistolero.
Joel obedeció. El coche marrón había llegado también, y ahora el camión y él permanecían iluminados por los faros de tres vehículos. Uno de los hombres trajeados dio un paso al frente. Medía treinta centímetros menos que Joel, como mínimo, y era robusto sin llegar a gordo. Le tendió la mano, y Joel, tras una breve vacilación, se la estrechó. El hombre de menor estatura hablaba en inglés casi sin acento.
– Puedes llamarme Raúl -dijo-. Resolvamos esto cuanto antes y sin complicaciones. ¿Qué llevas en el camión?
– Pienso.
– Ábrelo. Déjamelo ver.
Encañonado por dos armas, Joel abrió el portón de dos hojas del camión. Las linternas iluminaron los sacos de pienso, apilados en seis palés de madera. Raúl señaló el interior del remolque con dos dedos, y dos hombres subieron con navajas y empezaron a abrir metódicamente los sacos a cuchilladas y a desparramar el contenido.
– Espero que después lo recojan todo -comentó Joel.
– Por eso no te preocupes -dijo Raúl-. Te garantizo que si no encuentran lo que buscan, tendrás preocupaciones mucho mayores.
– ¿Y qué buscan? ¿Más proteínas en su dieta? Eso es pienso. Te has equivocado de camión, amigo.
Raúl guardó silencio. Encendió un cigarrillo y ofreció otro a Joel, que lo rechazó. Se quedaron mirando mientras los dos hombres abrían y registraban los sacos hasta llegarles el pienso a la altura de los tobillos.
– Es un buen camión -observó Raúl-. Sería una lástima estropearlo.
– Oye, ya te lo he dicho: te equivocas de cargamento.
Raúl se encogió de hombros. Joel oyó un movimiento tras de sí. Lo sujetaron con fuerza por los brazos y lo obligaron a arrodillarse. Raúl encendió otro cigarrillo y se acuclilló para quedar cara a cara ante Joel. Lo agarró por el pelo y acercó la punta del cigarrillo a su mejilla derecha, justo por debajo del pómulo, hasta entrar en contacto con la piel. No hubo amenaza, ni aviso previo, sólo un intenso dolor, el tufo a carne quemada y una leve crepitación ahogada por el alarido de Joel. Al cabo de unos segundos, Raúl retiró el cigarrillo. El ascua aún ardía ligeramente. Raúl sopló en ella hasta que adquirió de nuevo una viva coloración roja.
– Escúchame bien -dijo-: podríamos desguazar tu camión, pieza por pieza, y luego prenderle fuego ante tus ojos. Podríamos incluso matarte y enterrarte en el bosque. Podríamos enterrarte sin tomarnos siquiera la molestia de matarte antes. Todas esas opciones están ahí, pero no queremos hacer nada de eso, porque aún no tengo un problema personal contigo. He aquí la cuestión, pues: sé que te dedicas al contrabando. Quiero saber qué mercancía transportas. Dicho de otro modo, vas a enseñarme las trampillas, o seguiré quemándote hasta que lo hagas. Habla.
A la tercera, Joel habló.
Lo abandonaron en el claro. Antes de marcharse, Raúl le dio una pomada para las quemaduras. La herida de la cara presentaba mal aspecto; las dos de las manos pintaban aún peor. Raúl había hundido el cigarrillo entre el pulgar y el índice de cada mano. Como eso no surtió efecto, amenazó con apagárselo en el ojo derecho, y Joel lo creyó capaz. Le dijo dónde estaba la trampilla, pero ni siquiera después de darle indicaciones la encontraron. Era un trabajo profesional, concebida para pasar inadvertida durante cualquier registro a no ser que fuera muy minucioso. Tuvo que mostrársela, explicando primero cómo se desmontaba el asiento para acceder al hueco, que se extendía a todo lo ancho de la cabina. Después la abrió presionando con cuidado en los dos ángulos inferiores.
En función de la mercancía transportada, el compartimento podía dividirse en secciones menores. En esta ocasión contenía una caja de herramientas de plástico con una docena de pequeños objetos cilíndricos en el interior, de longitud comparable a barras de tiza, envueltos en paño y plástico para protegerlos. Los hombres subidos a la cabina entregaron a Raúl uno de ellos después de retirar la protección. Exquisitamente labrado, estaba rematado en oro por ambos extremos y tenía piedras preciosas engastadas. Raúl lo sostuvo en la palma de la mano, sopesándolo, y preguntó:
– ¿Qué es esto?
– No lo sé -contestó Joel-. Sólo soy el transportista. No hago preguntas.
– Parece antiguo y valioso. -Raúl tendió la mano, y le colocaron en ella una linterna. La empleó para examinar mejor las piedras-. Son esmeraldas y rubíes, y eso de la punta es un diamante.
Lo que tenía Raúl en la mano databa de 2100 a. de C. Era un antiguo utensilio burocrático, un sello con el cual, plasmándolo en documentos grabados sobre tablas de arcilla, se validaban transacciones comerciales y jurídicas. A esas alturas Joel había visto ya más que suficientes para saberlo, pero calló.
Con suma delicadeza, Raúl envolvió el sello y se lo entregó a uno de sus hombres.
– Cogedlos todos -ordenó-. Y tratadlos con cuidado. -Encendió otro cigarrillo y sonrió al ver que Joel contraía el rostro involuntariamente-. Así que tú, según dices, sólo conduces, y no sabes nada de los objetos por cuyo transporte te pagan -observó Raúl-. No te creo, pero eso ahora es intrascendente. Voy a hacer indagaciones sobre esos pequeños cilindros, y si son tan valiosos como parece, quizá me quede con unos cuantos. Puedes decir a tus jefes, si eso es lo que son, que lo consideren un castigo por intentar montar una operación como ésta sin informar a las autoridades pertinentes, y no me refiero a la aduana de Estados Unidos. Si quieren seguir transportando esta mercancía, deben venir a hablar conmigo, y ya buscaremos una solución.
– ¿Por qué tienen que hablar contigo? -preguntó Joel-. ¿Por qué no con los dominicanos, o con Jimmy Jewel? -Vio un destello en los ojos de Raúl, y supo que había tocado en lo vivo.
– Porque ahora los cilindros los tenemos nosotros -contestó Raúl.
Dicho esto se marchó, dejando allí a Joel para que se lamiera las heridas, pero no sin antes destrozarle el móvil de un pisotón y vaciarle casi por completo los depósitos de combustible. Le quedó lo justo para llegar a un motel de las afueras de Eustis. La quemadura de la cara atrajo alguna que otra mirada cuando entró en el vestíbulo, pero nadie hizo el menor comentario. Buscó la máquina de hielo, envolvió un poco en una toalla de su habitación y lo empleó para aliviar el dolor de las manos y la cara antes de hacer la llamada desde su habitación.
– Ha habido un problema -informó cuando descolgaron al otro lado de la línea. Ofreció una detallada descripción de lo ocurrido, sin omitir casi nada.
– Tendremos que recuperarlos -fue la respuesta-. ¿Dices que ese tal Raúl quiere quedarse los sellos a modo de multa o algo así?
– Eso ha dicho.
– Dios mío. ¿Crees que va a usarlos para marcar sacas de coca?
– Creo que va a intentar venderlos.
– Hasta ahora han ido bien las cosas porque hemos andado con pies de plomo. Esos sellos no pueden salir al mercado abierto.
Joel procuró disimular su irritación. ¿Por qué presuponían, basándose en el simple hecho de que conducía un camión, que era un tarado o algo así? A fin de cuentas, había estado presente en todas las etapas de la operación desde el principio. Sin él habría fracasado mucho antes.
– Soy muy consciente de eso -dijo sin poder disimular el malestar en su voz.
– No te las des de listo conmigo. No he sido yo quien ha perdido la carga.
– Sí, ya, pero yo no he visto aún pasta suficiente para compensarme la pérdida de un ojo.
– Por adelantado, has visto más pasta que nadie. Si no te gustan las condiciones, lárgate.
Joel se miró las heridas de las manos.
– No quería decir eso. Arreglemos este lío, y punto.
– Ese Raúl no tardará en descubrir qué tiene entre manos. Después, hasta un niño sería capaz de atar cabos. Empezaré a hacer indagaciones para averiguar quién es.
– Jimmy Jewel lo sabe.
– ¿Estás seguro?
– Casi seguro. Si quieres saber mi opinión, creo que se nos han echado encima por orden de él.
– Pues empezaremos por ahí. ¿Dices que se lo han llevado todo?
– Sí. Todo.
– Vete a casa. Duerme un poco y cuídate esas quemaduras. Telefonéame mañana en cuanto hayas descansado. Ése no es el único que hay que resolver.
Joel no pidió aclaraciones en cuanto a este último comentario. Le pesaba demasiado el cansancio, y el dolor. Colgó el auricular y cruzó la carretera para comprar un paquete de seis cervezas en la gasolinera. Bebió en su habitación, llevándose de vez en cuando una botella fría a la mejilla quemada mientras contemplaba por la ventana las luces de los coches que pasaban y la oscuridad del lago Flagstaff. Después de dos cervezas sintió náuseas. Hacía tanto tiempo que no padecía un estado de shock que casi había olvidado la sensación, pero lo que le habían hecho en el claro reavivó otros recuerdos, otros momentos. Se rascó distraídamente la espinilla izquierda, notando el tejido cicatricial y el hueco en el músculo. Telefoneó a Karen, pero no la encontró en casa. Le dejó un mensaje en el contestador para anunciarle que estaba cansado y había decidido pasar la noche en un motel. También le dijo que la quería, y se disculpó por la pelea de esa mañana. Habían discutido por culpa del detective, de él y del viejo cabrón de Patchett, el muy metomentodo. Tobias, por las habladurías locales, conocía la historia del detective demasiado bien como para infravalorarlo, y dudaba que amenazarlo fuese la manera apropiada de tratar con él; pero sintió ira y alivio a la vez cuando le explicaron que había sido contratado para investigarlo a él, y su relación sentimental, no la operación en su conjunto.
Quería dormir. Se tomó unos analgésicos y se sentó en la cama con las piernas extendidas. Buscó en el bolsillo de la cazadora y sacó los dos aros de oro minuciosamente labrados. Había dicho que los mexicanos se lo habían llevado todo, pero no era verdad. Consideraba que se le debía algo por su dolor, y por el hecho de que la mercancía ya transportada valía una fortuna, una fortuna de la que hasta el momento él en realidad no había visto más que unos pavos. Además, deseaba resarcir a Karen por la pelea.
Sostuvo los pendientes en alto, a la luz, y a pesar del dolor le maravilló su belleza.