… Sueño con jinetes en colinas humeantes, sombras a caballo, petos de junco, fustas, una luna mestiza. Otra guerra. Otra guerra antigua pero en este mismo lugar…
Crossing Over: The Vietnam Stories,
Richard Currey
La guerra huele. Huele a cloacas abiertas y a excrementos. Huele a basura y alimentos podridos y agua estancada. Huele a despojos de perros y hombres. Huele a desamparados, y a moribundos, y a muertos.
Los transportaron por aire de la base aérea McCord a la base airea Rhein-Main, y después a Kuwait. Viajaron con todo el equipo, los cerrojos de las armas retirados y guardados en el bolsillo. En Kuwait llenaron sacos de arena para revestir el fondo de los vehículos a fin de que absorbieran la metralla. Un par de días después les anunciaron que iban a entrar en acción. Los oficiales lanzaron vítores: querían ganar distintivos de combate. El frío arreció mientras avanzaban hacia el norte por el desierto en plena noche. Nunca había estado en el desierto, excepto en el de Maine, y eso no era más que un campo con un poco de arena. No se lo imaginaba tan frío, pero lo cierto era que sabía tan poco de desiertos como de Iraq. Antes de mandarlo allí, ni siquiera lo habría sabido encontrar en un mapa. Si jamás había tenido intención de visitarlo, ¿para qué molestarse en buscarlo? Pero ahora sí lo conocía…
¿A qué se dedicaba esa gente? ¿De qué vivían? Por lo que él veía, allí no crecía nada. Los niños iban descalzos y vivían en casas de adobe y ladrillo. Les decían que no se fiaran de nadie; aun así, él repartía caramelos y agua entre los niños siempre que podía. Al principio casi todos lo hacían, hasta que se desencadenó la insurgencia, y los ríos empezaron a llenarse de cadáveres, y los haji comenzaron a usar a los niños como vigías, o escudos humanos, o soldados. A partir de ese momento, ellos dejaron de tratar a los niños como niños. Para entonces, él vivía amedrentado la mayor parte del tiempo, pero había penetrado en un entorno donde el concepto «miedo» carecía ya de significado concreto, porque el miedo estaba siempre presente, en forma de susurro o grito.
Por otro lado, estaba el polvo: se metía por todas partes. Procuraba mantener su M4 limpio y engrasado, pero eso no siempre servía, y a veces el arma se le atascaba. Algunos sostenían que el producto limpiador del ejército era una mierda, y los soldados pedían a sus familias que incluyeran lubricantes comerciales en sus envíos. Más tarde leyó que el polvo iraquí tenía algo distinto del polvo empleado en los ensayos a los que se sometía a las armas en Estados Unidos. Era más pequeño y contenía más sales y carbonatos, que tendían a ser corrosivos. Además, reaccionaba con algunos de los lubricantes de armas, produciendo partículas mayores que obstruían las recámaras. Parecía que la tierra misma conspirase contra los invasores.
Aquel lugar era antiguo. Eso no lo entendieron. Tampoco él lo entendió, no entonces. Sólo más tarde, cuando empezó a remontarse en la historia del país, se dio cuenta de que aquello era la cuna de la civilización: los antepasados de esa gente que lo observaba con temor desde las casas de adobe habían creado la escritura, la filosofía, la religión. Ese ejército de tanques y misiles y aviones seguía los pasos de los asirios, los babilonios y los mongoles, de Alejandro Magno y Julio César y Napoleón. Aquél fue en otro tiempo el imperio más grande del mundo. Le costaba imaginar lo antiguo que era, incluso mientras leía sobre Gilgamesh, y Mesopotamia, y los reyes del imperio Acadio, y los sumerios.
Fue entonces cuando se encontró con los nombres, el de Enlil y su esposa Ninlil, y la historia de cómo Enlil adoptó tres formas, y fecundó a su esposa tres veces, y de esas tres uniones nacieron Nergal, y Ninazu, y otro, uno cuyo nombre se perdió, quedando ilegible por los daños causados en las viejas piedras sobre las que se había escrito la historia. Tres uniones, tres entidades: cosas del inframundo.
Demonios.
Y fue entonces cuando empezó a entender.