Herodes llegó a Portland en tren a las once y media de la mañana, sin más equipaje que una bolsa portatrajes negra, con el cuero viejo pero en perfecto estado, testimonio de la calidad de su confección. No le disgustaba volar, y rara vez sentía la necesidad de llevar algo encima que durante un registro en el aeropuerto pudiera crearle complicaciones o resultarle incluso manifiestamente inoportuno, pero en la medida de lo posible prefería viajar en tren. Le recordaba épocas más civilizadas en que el ritmo de vida era más lento y la gente disponía de tiempo para los pequeños gestos de cortesía. Por otra parte, debido a su frágil salud, los viajes largos al volante de un coche le resultaban incómodos, y potencialmente peligrosos, ya que la medicación que tomaba para mantener bajo control el dolor a menudo le provocaba somnolencia. Por desgracia, ése no era un problema en el momento presente: había reducido la dosis para mantener la cabeza despejada, y por tanto sufría. En un tren, podía levantarse y deambular arriba y abajo por el vagón, o tomar algo de pie en la cafetería, cualquier cosa con tal de distraerse de los martirios del cuerpo. Había ocupado un asiento en un vagón tranquilo en Penn Station y desplegado una sonrisa de satisfacción al salir el tren de debajo de la tierra y adentrarse en la brumosa luz del sol. Llevaba la boca oculta tras una mascarilla quirúrgica azul, que sólo atrajo una o dos miradas entre las personas que pasaron por su lado.
Advirtió la presencia del Capitán justo cuando el perfil urbano de Manhattan se perdía de vista. El Capitán estaba sentado al otro lado del pasillo, visible únicamente en el cristal de la ventana, y sólo en parte: era una mancha, un borrón, una figura en movimiento capturada por la lente de una cámara cuando todo alrededor permanecía quieto. A Herodes le resultaba más fácil verlo cuando no lo miraba directamente.
El Capitán iba vestido de payaso. Muchas cosas podían decirse del Capitán, pensó Herodes, pero su afición por lo tradicional era indiscutible. Vestía una chaqueta a rayas blancas y rojas, un bombín pequeño por debajo del cual asomaba parte de una desgreñada peluca roja. Del pelo artificial colgaban telarañas, y Herodes creyó distinguir la forma de alguna que otra araña paseándose por ellas. Tenía los antebrazos en los apoyaderos del asiento, y unos guantes blancos, manchados, le cubrían casi por completo las manos, excepto las puntas de los dedos, cuyas uñas negras y afiladas sobresalían de la tela. Con el índice de la mano derecha tamborileaba rítmicamente, levantándolo despacio y dejándolo caer, como un mecanismo contrayéndose y disparándose una y otra vez. El Capitán llevaba el rostro pintado con maquillaje blanco de barra, y la boca, grande y roja, torcida en una expresión de disgusto. Manchas de colorete teñían sus mejillas, pero las cuencas de los ojos eran huecos negros. El Capitán mantenía la mirada fija al frente y sólo movía el dedo.
El vagón iba lleno, pero el asiento del Capitán, pese a estar en apariencia desocupado, permanecía vacío, al igual que el asiento contiguo al de Herodes, como si parte del aura del Capitán se hubiese propagado más allá del pasillo. La mujer sentada junto a la ventana al lado del Capitán era anciana, y Herodes vio crecer su malestar conforme transcurría el viaje. Se revolvía en el asiento. Intentó acodarse en el reposabrazos compartido, pero sólo conseguía mantener la postura un par de segundos antes de retirar el brazo y frotarse la piel con desagrado. A veces arrugaba la nariz, contraía el rostro en una mueca de asco. Empezó a pasarse las manos por el pelo y la cara, y cuando Herodes miró su reflejo, vio que unas cuantas arañas del Capitán habían empezado a colonizar los mechones grises de la mujer. Al final, cogió su abrigo y su bolsa de viaje y se marchó del vagón. Otros pasajeros atravesaban el vagón después de cada estación regional, y si bien algunos se detenían ante los dos asientos vacíos, un instinto atávico los impulsaba a seguir adelante.
Y el Capitán continuó allí sentado en todo momento, tamborileando con el dedo…
Herodes se apeó en la nueva terminal de transporte de Portland. Recordaba aún la vieja Union Station, donde antiguamente acababa la línea de Boston. Había tomado ese tren por última vez…, ¿cuándo? En 1964, pensó. Sí, en el 64, sin duda. Casi podía representarse aún el enorme vagón plateado con la B azul y la M blanca entrelazadas. El hecho de que ahora volviese a existir una línea de ferrocarril entre Boston y Maine, pese al forzoso trasbordo de Boston, le complacía.
Fue en taxi al aeropuerto para recoger un coche de alquiler. La reserva, como el billete de tren, no iba a su nombre. Viajaba bajo el alias de «Uccello». Herodes siempre empleaba el nombre de un artista del Renacimiento cuando se veía obligado a identificarse. Tenía permisos de conducir y pasaportes a nombre de Durero, Bruegel y Bellini, pero sentía especial apego por Uccello, uno de los primeros artistas en usar la perspectiva en pintura. A Herodes le agradaba pensar que también él tenía conciencia de la perspectiva.
El Capitán ya no estaba con él. El Capitán estaba… en otra parte. Herodes se dirigió en el coche a Portland y localizó el bar propiedad del tal Jimmy Jewel. Aparcó detrás del edificio de enfrente, y se metió la pistola en el bolsillo del abrigo antes de encaminarse hacia el otro lado del muelle. El bar parecía cerrado, y no vio señales de vida en el interior. Mientras miraba por la ventana, reapareció el Capitán, el nítido reflejo de una silueta. Permaneció allí inmóvil por un momento, la mueca roja de disgusto fija en su cara; por fin se volvió y fue a la parte trasera del bar. Herodes lo siguió, viendo cómo se deslizaba por los cristales de las ventanas, igual que los fotogramas de una película proyectada demasiado despacio. En la puerta de atrás, Herodes se arrodilló y examinó el umbral. Tocó con los dedos las manchas de sangre y observó la puerta por un momento antes de mover la cabeza en un gesto de asentimiento y darse media vuelta.
Estaba de nuevo en el coche, a punto de poner en marcha el motor, cuando sintió un tacto frío en el antebrazo. Miró a la derecha y en la ventanilla del acompañante vio la imagen del Capitán, que lo obligaba a detenerse con la mano izquierda, sus uñas como aguijones de insectos. El Capitán permanecía atento al bar. Había un hombre ante la puerta, y sus actos eran una repetición de los anteriores intentos de Herodes para ver el interior. Medía más o menos un metro setenta y cinco y tenía las sienes canosas. Herodes lo observó con curiosidad. El recién llegado transmitía una sensación de amenaza: era por la actitud, por una especie de severo autocontrol. Pero también se advertía «algo más», y Herodes, con la ayuda del Capitán, reconoció a un ser afín, un hombre que se proyectaba en dos mundos. Se preguntó qué habría abierto en su caso la fisura, qué habría permitido a ese hombre ver como veía Herodes. ¿El dolor? Sí, inevitablemente, pero no sólo físico, no en el caso de ese hombre. Herodes percibió sufrimiento, y rabia, y culpabilidad, transmitido todo ello a través del Capitán en forma de señales, de pulsos de emoción.
Como en respuesta al interés de Herodes, el hombre se volvió. Fijó la mirada en Herodes. Arrugó el entrecejo. Herodes notó mayor presión en la mano apoyada en su brazo y comprendió que el Capitán deseaba marcharse. Arrancó y se alejó, pasando por delante de otros dos hombres al girar a la derecha: un hombre negro, ataviado exquisitamente, y otro blanco, de menor estatura, que parecía haberse vestido a toda prisa con prendas del cubo de la ropa sucia. Por el espejo retrovisor los vio observarlo, y al cabo de un momento desaparecieron, y también el Capitán.
– ¿Has visto a ese tipo del coche? -le pregunté a Louis.
– Sí, el de la mascarilla. No he podido verlo bien, pero diría que tiene alguna enfermedad.
– ¿Iba solo?
– ¿Solo?
– Sí. ¿Había alguien más a su lado, en el asiento del acompañante?
Louis parecía desconcertado.
– No, sólo iba él. ¿Por qué?
– Por nada, debe de haber sido el reflejo del sol en la ventanilla. No hay ni rastro de Jimmy Jewel. Volveré a intentarlo más tarde. Vámonos…
Herodes fue a Waldoboro en el coche, porque allí vivía su contacto, la vieja de la tienda de antigüedades. Pidió un café y un bocadillo en una cafetería, y llamó desde un teléfono público mientras esperaba a que le sirvieran la comida. Había sólo unos cuantos clientes más, ninguno de ellos cerca, así que nadie lo oía.
– ¿En qué punto estamos? -preguntó cuando descolgaron.
– Vive en Lewiston, encima de un almacén. Una antigua panadería.
Herodes escuchó mientras le describían el lugar con todo detalle.
– ¿Lo acompañan otros como él? -preguntó.
– Algunos.
– ¿Y las piezas?
– Según parece, ya han aparecido partes interesadas, pero todavía las tiene él en su poder.
Herodes hizo una mueca.
– ¿Cómo se han enterado de su existencia esas otras partes?
– Es un hombre descuidado. Ha corrido la voz.
– Voy hacia allí. Póngase en contacto con él. Dígale que me gustaría que habláramos.
– Le diré al señor Rojas que es posible que haya un comprador, y que no dé ningún paso más hasta que nos reunamos. Como usted sabe él no desconoce el valor de esos objetos. Podría ser una operación cara
– Seguro que puedo convencer al vendedor para que sea razonable, y más si pensamos que no me interesa lo que vende, sino la procedencia.
– El caso es que no es un hombre razonable.
– ¿Ah, no? -dijo Herodes-. Lástima.
– Tampoco carece de inteligencia.
– Así que inteligente y poco razonable…, pensaba que eran dos cualidades autoexcluyentes.
– Tengo una fotografía de él, por si le sirve de ayuda. La imprimí a partir de la grabación de la cámara de vigilancia de la tienda.
Herodes describió su coche y explicó dónde lo tenía aparcado. Dijo a la mujer que lo había dejado abierto, y que debía dejar todo el material útil bajo el asiento del acompañante. Era preferible, pensó, que no se vieran. La mujer procuró disimular su decepción al oírlo.
Herodes colgó. Había llegado su comida. Comió despacio, en un rincón alejado de los otros clientes. Sabía que su aspecto físico quitaba el apetito a los demás, y de hecho a él lo incomodaba comer sometido a tal observación. Ya bastante le costaba comer: en circunstancias normales estaba inapetente, pero debía consumir alimentos a fin de conservar las fuerzas. Ahora eso era más importante que nunca. Mientras comía, pensó en el hombre que había visto junto a la ventana del bar, y la reacción del Capitán ante su presencia.
En la pared frente a su reservado había un espejo. Reflejaba la carretera, donde una niña con un vestido azul roto, de espaldas a la cafetería, sostenía un globo rojo y veía pasar los coches y los camiones. Un enorme tráiler Mack avanzaba hacia la pequeña, pero ella no se movió, y el conductor, desde lo alto de su cabina, no parecía verla. Cuando el camión embistió a la niña y la arrolló, Herodes apartó la mirada del espejo y casi dejó escapar una exclamación, y cuando el camión se alejó, la niña había desaparecido. No quedaba la menor señal de que hubiese estado allí.
Poco a poco Herodes dirigió la mirada de nuevo hacia el espejo, y la niña seguía allí, sólo que ahora se había vuelto de cara a la cafetería y a Herodes. Parecía sonreírle, a pesar de que las cuencas oscuras de sus ojos escapaban a la luz. Su imagen se desvaneció gradualmente y, en ese mundo reflejado, el globo se elevó hacia los nubarrones negruzcos veteados de violeta y rojo, como heridas abiertas en el firmamento. De pronto el cielo aclaró, y ahora el espejo era sólo una imagen de este mundo apagado, no una ventana a otro mundo.
Cuando Herodes acabó de comer todo lo que pudo, se entretuvo con el café. Al fin y al cabo tenía tiempo de sobra. Aún tardaría en anochecer, y Herodes trabajaba mejor en la oscuridad. Entonces haría una visita al señor Rojas. Herodes no tenía intención de esperar hasta el día siguiente para iniciar las negociaciones. En realidad, no tenía la menor intención de negociar.