Carrie Saunders tenía la consulta a un paso de los Servicios de Salud Mental. Su nombre -sencillamente «Dra. Saunders»- aparecía grabado en una placa de plástico junto a la puerta, y cuando llamé, abrió una mujer de alrededor de treinta y cinco años, rubia, con el pelo corto y la complexión de un boxeador de pesos ligeros. Llevaba una camiseta oscura y pantalón de vestir negro, y se le notaban unos músculos bien definidos en los antebrazos y los hombros. Medía algo menos de un metro setenta y tenía la piel cetrina. La consulta era pequeña y el espacio disponible estaba aprovechado al máximo: a mi derecha había tres archivadores y a mi izquierda estanterías con manuales de medicina y cajas de cartón llenas de documentos. De las paredes colgaban enmarcados los títulos y diplomas de la Universidad de Servicios Uniformados de las Ciencias de la Salud de Bethesda, en Maryland, y del Walter Reed. Un imponente papel daba fe de una especialización en psiquiatría de catástrofes. Una resistente moqueta gris cubría el suelo. El escritorio, un mueble funcional, estaba ordenado. Junto al teléfono había un café en un vaso desechable y los restos de un bagel.
– Como cuando puedo -dijo a la vez que recogía lo que quedaba del almuerzo-. Si tiene hambre, podemos ir a tomar algo a la cafetería.
Le contesté que por mí no hacía falta. Señaló la silla de plástico frente al escritorio y esperó a que me sentara antes de acomodarse ella.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor Parker?
– Según tengo entendido, usted investiga el trastorno de estrés postraumático.
– Así es.
– Con especial énfasis en el suicidio.
– En la prevención del suicidio -corrigió ella-. ¿Puedo preguntarle quién le ha hablado de mí?
Probablemente se debió a mi natural antipatía por la autoridad, en particular a la clase de autoridad que representaban los militares, pero me pareció mejor no mencionar de momento a Ronald Straydeer.
– Preferiría no decírselo -contesté-. ¿Le supone eso algún problema?
– No, era simple curiosidad. No suelen venir a verme detectives privados.
– Al hablar por teléfono, no me ha preguntado cuál era el motivo de mi visita.
– He hecho algunas indagaciones sobre usted. Se ha labrado toda una reputación. No podía rechazar la oportunidad de conocerlo.
– Mi reputación se ha exagerado. No se crea todo lo que lea en los periódicos. Sonrió.
– No he leído sobre usted en los periódicos. Prefiero tratar con personas.
– Eso es algo que tenemos en común.
– Puede que sea lo único. Dígame, señor Parker, ¿ha hecho alguna terapia?
– No.
– ¿Ni siquiera un tratamiento para el duelo?
– No. ¿Busca clientes?
– Como usted ha mencionado, me interesa el estrés postraumático.
– Y yo le parezco buen candidato.
– ¿Usted no lo cree? Sé lo que les sucedió a su mujer y su hija. Fue espantoso, casi más de lo humanamente soportable. Digo «casi» porque yo serví a mi país en Iraq, y lo que vi allí, lo que padecí allí, me cambió. Trato a diario con las consecuencias de la violencia. Podría decirse que dispongo de un contexto en el que situar la angustia por la que usted pasó, y por la que tal vez pasa aún.
– ¿Eso viene a cuento de algo?
– Viene a cuento si está aquí para hablar del estrés postraumático. Lo que averigüe usted hoy en esta consulta dependerá de si comprende o no el concepto. Y esa comprensión puede ser infinitamente mayor si es capaz de establecer un vínculo personal, aunque sea periférico. ¿Me he explicado bien hasta este punto?
Mantenía la sonrisa. Aunque no llegaba al paternalismo, poco le faltaba.
– Perfectamente.
– Bien. Mis investigaciones aquí forman parte de un esfuerzo continuado del ejército para abordar los efectos psicológicos del combate, tanto en aquellos que han servido y han recibido la baja por invalidez, como en aquellos que lo han abandonado por razones ajenas a las heridas. Ése es uno de los aspectos. El otro tiene que ver con la prevención activa del trauma. De momento estamos introduciendo programas de resistencia emocional destinados a mejorar el rendimiento en el combate y minimizar los efectos en la salud mental, incluido el TEPT, la ira, la depresión y el suicidio. Estos síntomas han podido identificarse cada vez con mayor claridad conforme los soldados cumplían sucesivos periodos de servicio.
»No todo soldado que experimenta el trauma padece de estrés postraumático, del mismo modo que en la vida civil los individuos reaccionan de manera distinta ante situaciones como la agresión, la violación, los desastres naturales o la muerte violenta de un ser querido. Se producirá una respuesta en forma de estrés, pero el TEPT no es una consecuencia automática. También inciden la psicología, la genética, el estado físico y los factores sociales. Un individuo con una buena estructura de apoyo…: familia, amigos, intervención profesional…, tiene menos probabilidades de desarrollar un TEPT que, por ejemplo, una persona solitaria. Por otro lado, es muy posible que cuanto más tarde en desarrollarse el TEPT, más graves sean las consecuencias. Por lo general, el estrés postraumático inmediato empieza a mejorar después de tres o cuatro meses. El TEPT diferido puede aparecer a más largo plazo, hasta diez años después o más, y por tanto es más difícil de tratar. -Se interrumpió-. Bueno, por ahora se ha terminado la lección. ¿Alguna pregunta?
– No. Todavía.
– Bien. Le toca a usted participar.
– ¿Y si no lo hago?
– Entonces ya puede marcharse. Esto es un trueque, señor Parker. Usted quiere mi ayuda. Yo estoy dispuesta a ofrecérsela, pero sólo a cambio de algo: que admita de buena voluntad si reconoce o no algunos de los síntomas que voy a exponerle. Me basta con que responda de manera general. No quedará constancia de esta conversación. Si en el futuro viniera a explicarme con mayor profundidad su experiencia, le estaría agradecida. Incluso puede que le resultase beneficioso o terapéutico. En cualquier caso, volvemos a lo que le he dicho al principio. Usted está aquí para informarse sobre el TEPT. Ésta es su oportunidad.
No pude por menos de admirarla. Podría haberme marchado, pero no habría aprendido nada, excepto a no infravalorar a las mujeres con aspecto de boxeador, y a esa conclusión ya había llegado mucho antes de conocer a Carrie Saunders.
– Adelante -dije. Intenté disimular el tono de resignación. Creo que no lo conseguí.
– El estrés postraumático se divide en tres categorías principales. La primera va acompañada de flashbacks, la reexperimentación del suceso que quizás haya desencadenado el trastorno, o más comúnmente, y de menor gravedad, de una serie de pensamientos intrusivos, no deseados, que pueden parecer flashbacks pero no lo son. Me refiero a sueños y malos recuerdos a cierto nivel, o a establecer asociaciones con el suceso a partir de situaciones que no guardan relación: le sorprendería saber a cuántos soldados les molestan los fuegos artificiales, y he visto a hombres traumatizados tirarse al suelo al oír un portazo, o incluso el ruido de una pistola de juguete. Lo ocurrido puede revivirse realmente a otro nivel, hasta el punto de que parece tan real que altera la vida cotidiana, la normalidad. Un colega mío lo llama «producción de fantasmas». Personalmente no me gusta el término, pero me consta que algunas personas que padecen ese estado se identifican con el concepto.
La consulta quedó en silencio. Un pájaro pasó al otro lado de la ventana y, por efecto del sol, su sombra revoloteó dentro del despacho: algo invisible, separado de nosotros por un cristal y la pared de ladrillo, por la solidez de lo real, dejando sentir su presencia entre nosotros.
– Tuve flashbacks, pensamientos intrusivos, o como quiera que los llame -contesté por fin.
– ¿Graves?
– Sí.
– ¿Frecuentes?
– Sí.
– ¿Qué los provocaba?
– La sangre. Ver a una niña por la calle, con su madre o sola. Cosas sencillas. Una silla. Un cuchillo. Los anuncios de cocinas. Ciertas formas, formas angulosas. No sé por qué. Con el paso del tiempo, las imágenes que originaban el problema se fueron reduciendo.
– ¿Y ahora?
– Me pasa rara vez. Tengo pesadillas, pero no muy a menudo.
– ¿Y por qué cree que es así?
Me daba cuenta de que yo iba reduciendo al mínimo las pausas al contestar para no dar a Saunders la impresión de que tal vez había encontrado un filón interesante que explorar. La perspectiva de que yo creyese que me habían rondado los fantasmas de mi mujer y mi hija, o una versión siniestra de ellas sustituidas después por formas menos amenazadoras pero igualmente incognoscibles, se habría considerado un interesante filón incluso en una sesión de terapia de grupo con Hitler, Napoleón y Jim Jones. Dadas las circunstancias, me complació que mi respuesta a su última pregunta fuese casi inmediata.
– No lo sé. ¿Por el paso del tiempo?
– El tiempo no cura todas las heridas. Eso es un mito.
– Tal vez uno, simplemente, se acostumbra al dolor.
Ella asintió.
– Puede que incluso llegue a echarlo de menos cuando ya no lo sienta.
– ¿Usted cree?
– Si ese dolor le da un objetivo, podría ser.
Si ella quería otra respuesta, no iba a obtenerla. Pareció darse cuenta porque siguió adelante.
– Se dan también síntomas de evitación: insensibilidad, distanciamiento, aislamiento social.
– ¿No salir de casa?
– Puede no ser tan literal. Podría consistir sólo en mantenerse alejado de personas o lugares relacionados con el incidente: familia, amigos, antiguos compañeros. A quienes lo padecen les resulta difícil sentir apego por algo. Pueden pensar que no tiene sentido, que no hay futuro para ellos.
– En mi caso, hubo cierto distanciamiento -admití-. Sentí que no formaba parte de la vida normal. Para mí eso no existía. Sólo había caos, siempre a punto de desencadenarse.
– ¿Y los compañeros?
– Los eludía, y ellos me eludían a mí.
– ¿Los amigos?
Pensé en Ángel y Louis, que me aguardaban fuera en su coche.
– Algunos de ellos no permitieron que los eludiera.
– ¿Se enfadó usted con ellos por eso?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque eran como yo. Compartían mi objetivo.
– ¿Cuál?
– Encontrar al hombre que mató a mi mujer y mi hija. Encontrarlo y hacerlo pedazos.
Ahora las respuestas se sucedían con más rapidez. Estaba sorprendido, incluso furioso conmigo mismo por permitir que aquella desconocida hurgara bajo mi piel, pero encontré en ello cierto placer, una especie de liberación. Quizás era simple narcisismo, o quizá yo no había sido tan clínicamente incisivo conmigo mismo desde hacía mucho tiempo, si es que alguna vez lo había sido.
– ¿Tenía la sensación de que había un futuro para usted?
– Un futuro inmediato.
– Que consistía en matar a ese hombre.
– Sí.
Se había inclinado un poco sobre la mesa, y advertí en sus ojos un resplandor blanco. No supe de dónde procedía hasta que caí en la cuenta de que veía mi propia cara reflejada en el fondo de sus pupilas.
– Síntomas de agitación nerviosa -prosiguió-. Dificultad para concentrarse.
– No.
– Reacciones exageradas al sobresalto.
– ¿Como al ruido de un disparo?
– Por ejemplo.
– No, mis reacciones a los disparos no eran exageradas.
– Rabia. Irritabilidad.
– Sí.
– Insomnio.
– Sí.
– Estado hiperalerta.
– Justificadamente. Mucha gente parecía desear mi muerte.
– Síntomas físicos: fiebre, cefalea, mareos.
– No, no en exceso.
Volvió a reclinarse en el asiento. Casi habíamos terminado.
– Culpabilidad del superviviente -dictaminó en voz baja.
– Sí -contesté.
Sí, a todas horas.
Carrie Saunders salió de la consulta y regresó con dos tazas de café. Sacó varios sobres de azúcar y una tarrina de leche del bolsillo y los dejó en el escritorio.
– No hace falta que se lo diga, ¿verdad? -preguntó mientras se echaba tal cantidad de azúcar que la cucharilla habría podido mantenerse en posición vertical por sí sola.
– No, pero tampoco es usted la primera en intentarlo.
Tomé un sorbo de café. Era fuerte y amargo. Entendí por qué lo endulzaba tanto.
– ¿Y ahora cómo le va? -preguntó.
– Me las arreglo.
– ¿Sin tratamiento?
– Encontré una salida a mi rabia. Es permanente, y terapéutica.
– Da caza a otras personas. Y a veces las mata.
No contesté. Me limité a preguntar:
– ¿Dónde sirvió?
– En Bagdad. Era comandante, al comienzo estaba adscrita a la Fuerza Expedicionaria Caballo de Hierro del Campamento Bum, en Baquba.
– ¿El Campamento «Bum»?
– Porque había muchas explosiones. Ahora se llama Campamento Gabe, por un zapador, Dan Gabrielson, que resultó muerto en Baquba en 2003. Cuando llegué, no teníamos ni lo básico: ni tuberías, ni aire acondicionado, nada. Para cuando me fui, había CHEWS, agua corriente para las duchas y las letrinas, red eléctrica, y habían empezado a instruir a la Guardia Nacional Iraquí.
– ¿CHEWS? -pregunté. Tenía la impresión de estar escuchando a alguien hablar en pidgin.
– Unidades de vivienda prefabricadas. Para usted, cajas grandes.
– Debió de resultarle duro ser mujer soldado en un sitio así.
– Lo fue. Esta es una guerra nueva. Antes las mujeres soldado no vivían ni luchaban junto a los hombres, no como ocurre ahora. Eso ha conllevado sus propios problemas. En rigor, no podemos incorporarnos a unidades de combate, así que estamos «adscritas». A la hora de la verdad, luchamos y morimos como los hombres. Quizá no en igual cantidad, pero en Iraq y Afganistán han muerto unas cien mujeres, y centenares han sido heridas. Aun así, siguen llamándonos zorras y tortilleras y putas. Seguimos expuestas al acoso y las agresiones de nuestros propios hombres. Todavía nos aconsejan que paseemos de dos en dos en nuestras propias bases para evitar las violaciones. Pero no me arrepiento de haber servido a mi país, ni por un momento. Por eso estoy aquí: hay muchos soldados con los que aún se está en deuda.
– Ha dicho que empezó en el Campamento Bum. ¿Y después?
– Me trasladaron al Campamento Caballo de Guerra, y luego a Abu Ghraib como parte de la reestructuración de la prisión.
– ¿Puedo preguntarle, si no es indiscreción, cuáles eran sus responsabilidades?
– Al principio traté con los prisioneros. Queríamos información, y ellos, lógicamente, se mostraban hostiles, sobre todo después de lo ocurrido en la prisión al principio. Era necesario encontrar otras maneras de inducirlos a hablar.
– Cuando dice «otras maneras»…
– Ya habrá visto las fotografías: humillación, tortura…, simulada o no. Eso no benefició a nuestra causa. Aquellos idiotas que se rieron de eso en la radio no se hacían la menor idea del impacto que tuvo. Dio a los iraquíes una razón más para odiarnos, y lo pagaron los militares. Por culpa de Abu Ghraib murieron soldados norteamericanos.
– Sólo unas cuantas manzanas podridas.
– En Abu Ghraib no pasó nada que no contara con el visto bueno de los de arriba, a nivel general y en los detalles.
– Y entonces llegó usted con un enfoque nuevo.
– Yo, y otros. Nuestra máxima era muy sencilla: nada de tortura. Si se tortura a un hombre o una mujer, al cabo de un tiempo dirá exactamente lo que uno desea oír. Al final, lo único que quieren es que la tortura termine.
Debió de ver algo en mi rostro, porque dejó de hablar y me miró fijamente por encima del café.
– ¿Ha sufrido usted esa clase de agresión?
No contesté.
– Lo interpretaré como un «sí» -dijo-. Incluso una presión moderada, y con eso me refiero al dolor físico que no genera en uno el miedo a la muerte, deja huella. Desde mi punto de vista, una persona que ha padecido torturas no vuelve a ser la misma nunca más. Esa experiencia la despoja de una parte de sí, se la extirpa de raíz. Llámelo como quiera: paz de espíritu, dignidad. A veces me pregunto incluso si tiene nombre. En todo caso, ejerce un profundo efecto desestabilizador en la personalidad a corto plazo.
– ¿Y a largo plazo?
– Bueno, en su caso, ¿cuánto tiempo ha pasado?
– ¿Desde la última vez?
– ¿Le ha ocurrido más de una vez?
– Sí.
– Dios santo. Si tuviera ante mí a un soldado en su situación, me aseguraría de que se somete a terapia intensiva.
– Me tranquiliza saberlo. Volviendo a usted…
– Después de mi etapa en Abu Ghraib pasé a dedicarme a la asesoría psicológica y la terapia. Ya muy al principio quedó claro que los niveles de estrés traían problemas, y aumentaron cuando los militares instituyeron los periodos de servicios reiterados, los reenganches forzosos, y empezaron a incorporar a reservistas. Me integré en un equipo de salud mental que trabajaba en la Zona Verde, pero con responsabilidad concreta sobre dos bases de operaciones: Punta de Flecha y Caballo de Guerra.
– Punta de Flecha. Ahí tenía su base el Tercero de Infantería, ¿no?
– Algunas brigadas, sí.
– ¿Se topó alguna vez con alguien de una unidad Stryker cuando estaba allí?
Dejó la taza. Le cambió la expresión.
– ¿Para eso ha venido, para hablar de los hombres de Stryker C?
– Yo no he mencionado Stryker C.
– Ni falta que hace.
Esperó a que yo siguiera.
– Por lo que sé, tres miembros de Stryker C, todos conocidos entre sí, han muerto por su propia mano -dije-. Uno de ellos se llevó consigo a su mujer. Eso a mí me suena a clúster de suicidios, cosa que probablemente sea de su interés.
– Lo es.
– ¿Habló usted con alguno de esos hombres antes de morir?
– Hablé con todos ellos, pero con Damien Patchett de manera informal. El primero fue Brett Harlan. Acudía al Centro de Ayuda al Veterano de Bangor. También era drogadicto. Para él fue útil que el dispensario del programa de intercambio de jeringuillas estuviera al lado de un centro de veteranos.
No supe si hablaba en broma.
– ¿Qué le contó?
– Eso es confidencial.
– Está muerto. A él ya no le importa.
– Aun así, no voy a revelar el contenido de mis conversaciones con él, pero puede deducir claramente que padecía un trastorno de estrés postraumático, aunque…
Se interrumpió. Esperé.
– Experimentaba fenómenos auditivos -añadió, un poco a su pesar.
– Oía voces, pues.
– Eso no se corresponde con los criterios de diagnóstico del TEPT. Se acerca más a la esquizofrenia.
– ¿Investigó más?
– Él abandonó el tratamiento. Y luego murió.
– ¿El problema se desencadenó a raíz de algún suceso concreto?
Saunders desvió la mirada.
– Por lo que pude averiguar no fue nada concreto.
– ¿Qué quiere decir?
– Tenía pesadillas y le costaba dormir, pero era incapaz de relacionarlo con un hecho concreto. Es lo máximo que estoy dispuesta a decir.
– ¿Existía alguna señal de que pudiera llegar a asesinar a su mujer?
– Ninguna. ¿De verdad cree que nos habríamos quedado al margen si hubiésemos previsto ese riesgo? Vamos, por favor.
– ¿Es posible que el mismo estímulo indujera a los tres a actuar como actuaron?
– No sé bien si acabo de entenderlo.
– ¿Podría haber ocurrido algo en Iraq que los llevase a alguna forma de… trauma colectivo?
Contrajo los labios en un asomo de sonrisa.
– ¿Está inventándose términos psiquiátricos, señor Parker?
– Me ha parecido una manera bastante exacta de expresarlo. No se me ocurre ninguna otra.
– Bueno, como intento no está mal. Traté con Bernie Kramer dos veces, poco después de su regreso. Por entonces mostraba síntomas leves de estrés, similares a los de Brett Harlan, pero ninguno de ellos mencionó que hubieran sufrido en Iraq un hecho traumático común. Kramer se negó a seguir el tratamiento. A Damien Patchett lo vi brevemente después de la muerte de Bernie Kramer, como parte de mi investigación, y tampoco él habló de nada que pudiera corresponderse con lo que usted plantea.
– Su padre no comentó que estuviera en tratamiento.
– Eso es porque no lo estaba. Hablamos un rato después del funeral de Kramer, y posteriormente nos vimos una vez, pero hubo terapia formal. De hecho, habría dicho que Damien parecía muy bien adaptado, salvo por el insomnio.
– ¿Recetó fármacos a alguno de esos hombres?
– Forma parte de mi trabajo cuando es necesario. No me entusiasma medicar en exceso a los pacientes con problemas. Eso sólo sirve para enmascarar el dolor, sin afrontar el problema subyacente.
– Pero sí recetó fármacos.
– Trazodona -contestó.
– ¿A Damien Patchett?
– No, sólo a Kramer y Harlan. A Damien le aconsejé que consultara con su médico si no dormía bien.
– Pero sus problemas no acababan ahí.
– Por lo visto, no. En el caso de Damien, es posible que la muerte de Kramer fuera el catalizador en la aparición de sus propias complicaciones. Para serle sincera, me sorprendió que Damien se quitara la vida. Pero en el funeral hablé con varios ex compañeros de Kramer, incluido Damien, y me ofrecí a proporcionarles asistencia psicológica si deseaban recibirla.
– ¿Con usted?
– Sí.
– Porque le habría venido bien para su investigación.
Saunders se enfadó por primera vez.
– No, porque les habría venido bien a ellos. Esto no es sólo un ejercicio académico, señor Parker. Se trata de salvar vidas.
– Con Stryker C no parece haber dado muy buen resultado -comenté. Estaba provocándola, y no sabía por qué. Sospeché que me sentía molesto conmigo mismo por haberme abierto a ella y ahora pretendía vengarme. Fuera cual fuese la razón, debía ponerle fin, cosa que precipitó ella levantándose e indicándome que nuestro tiempo había terminado. Me puse en pie, le di las gracias por la información y me volví para marcharme.
– Ah, una última cosa -dije, mientras ella empezaba a abrir carpetas en el escritorio para reanudar su trabajo.
– Sí -contestó sin alzar la mirada.
– ¿Asistió usted al funeral de Damien Patchett?
– Sí. Bueno, estuve en la iglesia. Habría ido también al cementerio pero no fui.
– ¿Me permite preguntarle por qué?
– Se me comunicó que no sería bien recibida.
– ¿Quién se lo comunicó?
– Eso no es asunto suyo.
– ¿Joel Tobias?
Se quedó inmóvil por un instante, pero enseguida siguió pasando las páginas.
– Adiós, señor Parker -se despidió-. Si quiere mi opinión profesional, aún le quedan muchos conflictos por resolver. Yo que usted hablaría con alguien de todo eso. Alguien que no sea yo -añadió.
– ¿Significa eso que no quiere incluirme en su investigación?
Esta vez sí alzó la mirada.
– Creo que ya sé lo suficiente sobre usted -respondió-. Cierre la puerta al salir, por favor.