14

La habitación era casi circular, como si estuviese en una torre, y se hallaba revestida de libros desde el suelo hasta el techo. Tendría quizás unos quince metros de diámetro, y el elemento dominante era un escritorio antiguo con cajoneras laterales iluminado por una lámpara de pantalla verde. Cerca había una fuente de luz más moderna, articulada, de acero inoxidable, con un foco que podía ajustarse milimétricamente, y al lado, una lupa y diversas herramientas: pequeñas cuchillas, calibradores, buriles y cepillos. Sobre el escritorio se alzaban pilas de libros de consulta, con cintas de colores para señalar las páginas. Había fotografías y dibujos que sobresalían de carpetas. El propio suelo era una maraña de libros y papeles amontonados que parecían siempre a punto de desplomarse, y sin embargo allí seguían, un laberinto de conocimientos arcanos en el cual sólo un hombre era capaz de orientarse.

Los estantes, algunos de los cuales parecían alabearse en el centro bajo el peso de tanto tomo, estaban destinados también a otros fines. Ante los libros, algunos encuadernados en piel, otros nuevos, había estatuillas, antiguas y picadas, y fragmentos de cerámica, en su mayor parte etrusca, aunque, curiosamente, ninguna pieza completa e intacta; herramientas de la Edad de Hierro, y joyas de la Edad de Bronce; y, esparcidos entre las demás reliquias como insectos extraños, docenas de escarabeos egipcios.

En toda la habitación no se advertía una sola mota de polvo, ni tenía una sola ventana desde la que contemplar el viejo pueblo de Massachusetts donde se hallaba. La única iluminación procedía de las lámparas, y las paredes absorbían todo el ruido. Pese a unos cuantos aparatos modernos, entre ellos un pequeño ordenador portátil colocado discretamente sobre una mesa auxiliar, se percibía cierta sensación de atemporalidad, como si el gabinete entero estuviese suspendido en el espacio, y uno fuera a encontrarse oscuridad y estrellas arriba y abajo en caso de abrir su única puerta de roble.

Sentado tras el gran escritorio se hallaba Herodes, con un fragmento de una tabla de arcilla ante sí. En un ojo sostenía una lupa de joyero, a través de la cual examinaba un símbolo cuneiforme grabado en la placa. Fueron los sumerios los primeros en crear y utilizar la escritura cuneiforme, que pronto adoptaron las tribus vecinas, muy en particular los acadios, un pueblo de habla semítica que habitaba al norte de Sumeria. Con el auge de la dinastía acadia en 2300 a. de C., el sumerio entró en decadencia y al final pasó a ser una lengua muerta utilizada sólo con fines literarios, en tanto que el acadio siguió en pleno apogeo durante dos mil años, evolucionando con el tiempo hacia el babilonio y el asirio.

Aparte de los desperfectos sufridos por la tablilla a causa del paso del tiempo, la mayor dificultad que encontraba Herodes para descifrar el significado exacto del logograma que examinaba residía en la diferencia entre las lenguas sumeria y acadia. El sumerio es aglutinante, lo que significa que palabras y partículas fonéticamente invariables se enlazan para formar frases. El acadio, en cambio, es flexivo, o lo que es lo mismo, la raíz de una palabra puede modificarse para crear palabras con significados distintos, aunque afines, añadiendo vocales, sufijos y prefijos. Así pues, los signos logográficos sumerios, usados en acadio, no transmitían exactamente el mismo significado, y, a la vez, el mismo signo, según el contexto, podía hacer referencia a distintas palabras, un rasgo lingüístico conocido como polivalencia. Para evitar confusiones, el acadio empleaba ciertos signos por su valor fonético, no por su significado, a fin de reproducir las flexiones correctas. El acadio había heredado también la homofonía del sumerio, es decir, la capacidad de distintos signos de representar el mismo sonido. Esto, unido a un alfabeto formado por unos setecientos u ochocientos signos, implicaba que el acadio entrañaba una gran complejidad a la hora de traducirlo. La tablilla aludía sin duda a un dios del averno, pero ¿a cuál?

Herodes disfrutaba ante tales desafíos. Era un hombre extraordinario. En gran medida autodidacta: desde la infancia le fascinaba todo lo antiguo, con cierta predilección por las civilizaciones muertas y las lenguas casi olvidadas. Durante muchos años había vagado sin rumbo por esos temas, como un aficionado con talento, hasta que la muerte lo cambió.

Su muerte.

El ordenador emitió un leve pitido a la derecha de Herodes. No le gustaba tener el portátil en su mesa de trabajo. No le parecía bien mezclar de esa manera lo antiguo y lo moderno, pese a que con el ordenador muchos de sus quehaceres eran infinitamente más sencillos. Le complacía aún trabajar con papel y pluma, con libros y manuscritos. Todo lo que necesitaba saber se hallaba contenido en uno u otro de los muchos libros de ese gabinete, o almacenado en algún lugar de su cabeza, de la que la biblioteca en la que bregaba era una representación física.

En circunstancias normales, Herodes no habría abandonado una tarea tan delicada para contestar a un mensaje, pero tenía el gestor de correo configurado de tal forma que lo alertaba de los mensajes de ciertos contactos en concreto, ya que el acceso a él estaba regulado con gran meticulosidad. El mensaje recién llegado era de una fuente de la máxima confianza, y había entrado por su buzón de máxima prioridad. Herodes se quitó la lupa y tamborileó ligeramente en el plexiglás con la yema de un dedo, igual que un ajedrecista obligado a abandonar el tablero en un momento crucial, como si dijera «Aún no hemos acabado. Tarde o temprano, te rendirás a mí». Se puso en pie y se abrió paso con cuidado entre las torres de papel y libros hasta llegar al ordenador.

Al abrir el mensaje apareció una serie de imágenes en alta resolución de un sello cilíndrico con piedras preciosas engastadas en los casquillos. El sello, colocado sobre un tapete de fieltro negro, aparecía en una posición un poco distinta en cada fotografía, de modo que quedasen expuestas todas sus partes. Determinados detalles -las gemas, un grabado perfecto de un rey en su trono- se mostraban en primer plano.

Herodes notó que se le aceleraba el corazón. Con los ojos entornados, se acercó a la pantalla; luego imprimió todas las imágenes y se las llevó al escritorio, donde volvió a examinarlas con una lupa. Cuando terminó, hizo la llamada. La mujer contestó casi de inmediato, como él preveía, con voz vieja y cascada, un instrumento muy adecuado para la arpía marchita que era. No obstante, llevaba mucho tiempo en el mundo de las antigüedades, y jamás había señalado a Herodes un camino incorrecto. También sus personalidades se parecían, si bien la malevolencia de ella no era más que un pobre eco de las aptitudes de Herodes.

– ¿De dónde ha sacado esto? -preguntó él.

– No lo tengo. Me lo trajeron para saber mi opinión acerca de su valor.

– ¿Quién se lo llevó?

– Un mexicano. Se hace llamar Raúl, pero su verdadero nombre es Antonio Rojas. Trabaja en estrecha colaboración con un hombre llamado, irónicamente, Jimmy Jewel, que opera desde Portland, Maine. Rojas me dijo que había más sellos; lamentablemente, algunos han sido destruidos.

– ¿Destruidos?

– Desmontados para extraer el oro y las piedras preciosas. También me enseñó los fragmentos. Apenas pude contener las lágrimas.

En otras circunstancias Herodes también habría lamentado la eliminación de un objeto tan hermoso, pero había más sellos, y los tesoros de esa clase no eran únicos. Lo que deseaba encontrar era inconmensurablemente más valioso.

– ¿Y usted cree que esto guarda relación con lo que busco?

– Según el catálogo, se guardó en el Contenedor Cinco. También se encontraron otros sellos menos valiosos procedentes del Contenedor Cinco en el almacén donde se cometieron los asesinatos, junto con el candado de la caja de plomo en que se almacenaron.

– ¿De dónde sacó Raúl los sellos? -preguntó Herodes.

– No quiso decirlo, pero no es un coleccionista. Es un delincuente, un narcotraficante. Ya en otras ocasiones he actuado como mediadora para él en la venta de ciertos objetos, y por eso ha acudido a mí ahora. Si de verdad tiene otros sellos, deduzco que los ha robado, o se los ha quedado en pago de una deuda. En todo caso, ignora su verdadero valor.

– ¿Y usted qué le dijo?

– Que haría averiguaciones y me pondría en contacto con él. Me dio dos días. Amenazó con extraer las joyas de los otros sellos y venderlas si no tiene respuesta para entonces.

Pese a sus prioridades, Herodes dejó escapar un silbido de desaprobación, y no pudo por menos de despreciar ya al hombre que había proferido la amenaza. Tanto mejor. Así lo que debía hacer a continuación le resultaría más fácil.

– Ha hecho usted muy bien las cosas -dijo-. Será sobradamente recompensada.

– Gracias. ¿Quiere que averigüe algo más sobre Raúl?

– Por supuesto, pero sea discreta.

Herodes colgó. El cansancio empezó a disiparse. Aquél era un asunto importante. Habla iniciado la búsqueda hacía mucho tiempo, y ahora, al parecer, se acercaba a su objetivo: el mito hecho forma.

Sintió la apremiante necesidad de ir al baño propia de un viejo, así que, rompiendo su burbuja de soledad, abandonó la biblioteca y cruzó el salón hasta el dormitorio. Siempre usaba el baño de su habitación, nunca el principal, porque era más fácil limpiarlo. Permaneció en pie ante el inodoro, con los ojos cerrados, experimentando el grato alivio. Un placer insignificante, sí, y sin embargo no debía infravalorarse. El cuerpo lo traicionaba de tantas maneras que siempre lo invadía una sensación de euforia ante el menor triunfo de un órgano que funcionase debidamente.

Al dejar de oírse el goteo, Herodes abrió los ojos y se contempló en el espejo mural del baño. La herida de la boca lo atormentaba. Los cirujanos consideraban necesario retirar el tejido necrótico y querían intentarlo de nuevo, y Herodes no tendría más remedio que acceder. Así y todo, ya habían fracasado antes, del mismo modo que la quimioterapia no había detenido la metástasis. Lo estaba devorando vivo, por dentro y por fuera. Un hombre más débil ya habría sucumbido, habría optado por poner fin a todo, pero Herodes tenía una misión. Se le había prometido una recompensa: un final a su sufrimiento, y al mismo tiempo un sufrimiento mayor para otros. Le habían hecho esa promesa cuando murió, y él, al volver a esta vida, había iniciado su gran búsqueda, y su colección había empezado a crecer.

Suspiró y se abotonó la bragueta. No quería saber nada de las cremalleras. Era un hombre de gustos más antiguos. Tuvo problemas con uno de los botones y bajó la vista para pasarlo por el ojal.

Cuando volvió a mirarse en el espejo, no tenía ojos.


***

Herodes había muerto el 14 de septiembre de 2003. Su corazón se había parado durante una operación para extirparle un riñón enfermo, el primero de los infructuosos esfuerzos por detener el avance de sus cánceres. Posteriormente, los cirujanos describirían el fenómeno como algo extraordinario, incluso inexplicable. El corazón de Herodes no debería haber dejado de latir, y sin embargo ocurrió. Lucharon por salvarlo, por devolverlo a la vida, y lo lograron. Un capellán lo visitó mientras se recuperaba en la UVI para preguntarle si deseaba hablar o rezar. Herodes movió la cabeza en un gesto de negación.

– Me han dicho que se le paró el corazón en la mesa de operaciones -dijo el sacerdote. Obeso y rubicundo, pasaba de cincuenta años y tenía una mirada chispeante y alegre-. Murió y regresó. No muchos hombres pueden contar algo así.

Sonrió, pero Herodes no le devolvió la sonrisa. Tenía la voz débil y le dolía el pecho al hablar.

– ¿Pretende averiguar qué hay más allá de la tumba, padre? -preguntó, y el capellán detectó la hostilidad en su voz a pesar de su débil estado-. Era como si un agua oscura me cubriera la cabeza, como si me asfixiasen con una almohada. Lo sentí acercarse y lo supe: no hay nada más allá de esta vida. Nada. ¿Contento?

El sacerdote se puso en pie.

– Le dejo descansar -dijo. No se inmutó ante la virulencia de aquel hombre. Había oído antes cosas peores, y su fe era robusta. Además, curiosamente, tuvo la impresión de que el enfermo, Herodes (¿y de dónde habría salido semejante nombre, o acaso alguien lo había elegido como broma de mal gusto?), mentía. Dentro de su extrañeza, el sacerdote se dio cuenta de otra cosa: si Herodes mentía, él no quería conocer la verdad. No esa verdad. No la verdad de Herodes.

Herodes vio marcharse al sacerdote, cerró los ojos y se preparó para revivir el momento de su propia muerte.


***

Había luz, un resplandor rojo contra los párpados. Abrió los ojos.

Yacía en la mesa de operaciones. Tenía una herida abierta en el costado, pero no le dolía. Se la tocó con los dedos y se le mancharon de sangre. Miró alrededor, pero el quirófano estaba vacío. No, no sólo vacío: estaba abandonado, y llevaba así cierto tiempo. Desde donde se hallaba veía herrumbre en los instrumentos, y polvo y mugre en los azulejos y las bandejas de acero. A su derecha oyó un correteo, y vio escabullirse a una cucaracha en busca de un escondrijo. Yacía en el círculo de luz procedente del gran foco encendido sobre la mesa, pero una iluminación más tenue, cuya procedencia no conseguía detectar, fluctuaba en las paredes del quirófano.

Se incorporó y bajó los pies al suelo. Percibió un olor desagradable, el hedor de la descomposición. Sintió el polvo entre los dedos de los pies y bajó la vista. No había huellas de otras pisadas. El lavamanos, a su derecha, presentaba manchas parduscas de sangre seca. Abrió el grifo. No salió agua, pero sí oyó el ruido de las tuberías, cuya reverberación en el quirófano le causó cierta intranquilidad. Devolvió el grifo a su posición anterior y el ruido se interrumpió.

Sólo cuando los sonidos procedentes de las tuberías alteraron la quietud, advirtió lo profundo que era el silencio. Abrió las puertas del quirófano y se detuvo un instante a contemplar el antequirófano vacío. También allí el lavamanos tenía manchas de sangre, pero además había salpicaduras en el suelo y las paredes, por efecto aparentemente de un gran chorro surgido de las propias pilas del lavamanos, como si las tuberías hubiesen escupido todos los fluidos desaguados en ellas a lo largo del tiempo. Encima, los espejos estaban cubiertos casi por entero de sangre seca, pero alcanzó a verse en una porción polvorienta pero sin manchas. Se notó pálido, con una decoloración amarillenta en torno a la boca, pero, aparte del agujero en el costado, no ofrecía mal aspecto. Seguía sin entender por qué no sentía dolor.

Debería sentir dolor. Quiero dolor. El dolor confirmará que estoy vivo y no…

¿Muerto? ¿Esto es la muerte?

Siguió adelante. Más allá del quirófano, el pasillo estaba vacío salvo por un par de sillas de ruedas, y en el puesto de enfermeras no había nadie. Cada una de las habitaciones de la sala ante las que pasó contenía una cama deshecha, las sábanas sucias apartadas a un lado o colgando hasta el suelo, arrancadas de debajo del colchón donde…

Donde se habían llevado a rastras a los pacientes, y éstos, pensó, habían opuesto resistencia, aferrándose a las sábanas en un último esfuerzo para evitar lo que estaba a punto de ocurrir. Parecía un hospital evacuado en tiempo de guerra y abandonado para siempre; o que había iniciado el traslado de pacientes cuando, en medio de ese proceso, llegaron las fuerzas enemigas y comenzó la matanza. Pero en tal caso ¿dónde estaban los cadáveres? Herodes evocó las imágenes de antiguos noticiarios de la segunda guerra mundial: pueblos purgados por los nazis, salpicados de restos humanos, como cuervos maltrechos esparcidos por una carretera en un día cálido y apacible; cadáveres pálidos amontonados en las fosas de los campos de concentración como las figuras en las pesadillas del Bosco.

Cadáveres. ¿Dónde estaban los cadáveres?

Dobló un recodo. Encontró las puertas de un ascensor abiertas ante el hueco vacío. Con cautela, sujetándose a la pared, se asomó y miró abajo. Por un momento no vio nada, sólo negrura, pero cuando se disponía a apartarse, tuvo la certeza de haber captado, muy abajo, un movimiento. Se oyó un sonido levísimo, un roce, y se adivinó un atisbo de gris en la oscuridad, como una pincelada en un lienzo negro. Intentó hablar, pedir auxilio, pero de sus labios no salió palabra alguna. Había enmudecido, se había quedado sin habla, y sin embargo, en las profundidades del hueco del ascensor, aquella presencia detuvo su avance, y Herodes percibió su mirada fija en él, como un escozor en la cara.

Sin hacer el menor ruido, con sumo sigilo, retrocedió, y a sus espaldas se apagaron las luces del pasillo y dejaron en penumbra el camino que él había recorrido. ¿Qué más daba?, pensó. ¿Acaso tenía allí algún motivo para volver? Debía seguir buscando. No obstante, a la vez que tomaba la decisión, las luces continuaron apagándose detrás de él y lo obligaron a avanzar si no quería verse atrapado entre las sombras, y mientras caminaba, la oscuridad le pisaba los talones, apremiándolo a seguir. Le pareció oír un movimiento a sus espaldas, pero no volvió la cabeza por miedo a que esos atisbos de gris adoptasen una forma más concreta con garras y dientes.

A medida que avanzaba, el hospital era cada vez más viejo. Al principio, vio pintura institucional desvaída, con algún que otro desconchón; luego todo eran paredes desnudas. Las baldosas dieron paso a la madera. Las puertas ya no tenían cristal. El instrumental de las salas de consulta parecía más tosco, más primitivo. Las mesas de operaciones ya no eran más que bloques de madera rayada y picada, con cubos de agua hedionda a sus pies para recoger la sangre que caía de ellas. Todo lo que cobraba forma ante sus ojos remitía a dolor antiguo y eterno, testimonio de la fragilidad del cuerpo y de los límites de su resistencia.

A la postre, llegó a un par de puertas de madera sin pulir, abiertas para franquearle el paso. Dentro lo aguardaba una luz, débil y vacilante. Detrás de él acechaba la oscuridad y todo lo que escondía. Cruzó la puerta.

La habitación, o lo que veía de ella, no tenía muebles. Las paredes y el techo eran invisibles, perdidas entre las tinieblas, pero imaginó que lo envolvía un espacio inconcebiblemente alto e infinitamente ancho. Así y todo, sintió claustrofobia y opresión. Deseó retroceder, abandonar aquel lugar, pero no tenia adónde volver. Las puertas se habían cerrado a sus espaldas, y ya no las veía. Sólo quedaba la luz: un farolillo sobre el suelo de tierra en el que ardía una llama con muy poca intensidad.

La luz, y lo que ésta iluminaba.

Al principio le pareció una masa informe, una acumulación de detritos apilados a golpes de escoba y olvidados allí. Luego, cuando se acercó, vio que esa masa estaba cubierta de telarañas, los hilos eran tan viejos que los revestía una capa de polvo, formando una cortina de hebras que ocultaba casi por completo lo que envolvía. Era mucho mayor que un hombre, aunque compartía la forma humana. Herodes distinguió los músculos de las piernas y el arco de la columna vertebral, pero no la cara, hundida en el pecho, detrás de los brazos, que mantenía en alto alrededor de la cabeza en un esfuerzo por protegerse de un daño inminente.

De pronto, como si reparase en su presencia, la figura se movió, igual que un insecto en la envoltura pupal, bajando los brazos y empezando a volver la cabeza. Palabras e imágenes invadieron de repente los sentidos de Herodes…

libros, estatuas, dibujos

(una caja)

… y en ese momento vio con toda claridad su misión.

Súbitamente, Herodes arqueó el cuerpo al sentir profanada la herida en su costado. Acto seguido lo asaltaron violentas convulsiones. Vio

luz

y oyó

voces.

Ante él, la pátina de telarañas se rompió, y de dentro asomó un dedo huesudo, coronado por una uña puntiaguda con mugre incrustada. Volvió a sentir la conmoción, ahora más larga, más dolorosa. Tenía los ojos abiertos y notaba un objeto de plástico en la boca. Alrededor había rostros con mascarillas, visibles sólo sus ojos. Unas manos se posaron en su corazón, y una voz, baja e insistente, le susurró, le habló de secretos importantes, de cosas que debían hacerse, y antes de la resurrección de Herodes, aquello pronunció su nombre y le anunció que volvería a buscarlo, y que él lo reconocería cuando apareciese.

Ahora, al apartarse Herodes del espejo del baño, el reflejo permaneció en su sitio: una máscara sin ojos ni facciones, suspendida detrás del cristal, hasta que debajo cobraron forma el cuello de un viejo traje a cuadros, como el de un voceador de feria, una pajarita roja y una camisa amarilla con estampado de globos.

Herodes miró, y lo reconoció, y no tuvo miedo.

– ¡Oh, Capitán! -susurró-. ¡Capitán! Mi Capitán…

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