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Herodes estaba sentado en su estudio, rodeado de libros y utensilios. No había espejos, ni superficie reflectante alguna. Incluso había trasladado el ordenador a otra habitación para eliminar toda posibilidad de ver una cara. El Capitán representaba una distracción. Tan intenso era el deseo de Herodes de ver la caja abierta que no había tenido más remedio que cubrir todas las superficies reflectantes para alejarlo de su presencia. Necesitaba paz para trabajar; hacerlo ante el Capitán habría sido enloquecedor. Desentrañar el mecanismo de los cierres requeriría tiempo: días, quizá. Debían abrirse conforme a determinada combinación, ya que había celdas dentro de celdas. Era una caja rompecabezas, una construcción extraordinaria: fueran cuales fuesen las reliquias ocultas en la última cámara, se hallaban unidas mediante alambre, y el alambre a su vez estaba conectado a todos los cierres. Si uno se limitaba a abrir por la fuerza los cierres, destrozaría las reliquias -frágiles, cabía suponer-, y si alguien había hecho tamaño esfuerzo para ponerlas a tan buen recaudo, significaba que era importante que las reliquias permanecieran intactas.

La caja estaba sobre un paño blanco. Ya no vibraba, y las voces del interior habían interrumpido sus susurros, como si no quisiesen estorbar la concentración del único que podía liberarlas. Herodes no les tenía miedo. El Capitán le había hablado de lo que contenía la caja, y del carácter de las ligaduras que lo inmovilizaban. Eran bestias, pero bestias encadenadas. Una vez abierta la caja quedarían a la vista, pero seguirían privadas de libertad. Habría que obligarlas a entender que eran las criaturas del Capitán.

Herodes se disponía a forzar la primera araña para revelar el mecanismo del cierre cuando, de repente, sonó la alarma de la casa y lo sobresaltó. Ni siquiera se detuvo a evaluar la situación. Activó los cerrojos de seguridad del gabinete y se encerró por dentro. A continuación descolgó el auricular del teléfono, pulsó el botón rojo y de inmediato estuvo en comunicación con la compañía responsable de la supervisión de la alarma. Confirmó una posible entrada sin permiso y les informó de que se había encerrado en el gabinete. Se acercó a un armario y lo abrió. Contenía una serie de monitores, y cada uno mostraba una parte de la casa, tanto del interior como del exterior y el jardín. Le pareció ver el reflejo del Capitán en las pantallas, y percibió su intensa curiosidad cuando intentó echar una ojeada a la caja, pero no le prestó la menor atención. De momento tenía asuntos más apremiantes que atender. No había prueba alguna de intrusión, y la verja de la casa permanecía cerrada. Bien podía haber sido una falsa alarma, pero Herodes no corría riesgos con su seguridad personal ni con la de su colección, y menos cuando acababa de incorporar un objeto tan raro y valioso.

Al cabo de cuatro minutos apareció ante la verja una camioneta negra sin distintivos. Por medio del panel instalado en el poste de la verja introdujeron un código numérico, que se cambiaba semanalmente para mayor seguridad, y Herodes lo confirmó. La verja se abrió y la camioneta entró en el jardín. La verja se cerró de inmediato. En cuanto la camioneta llegó frente a la casa, sus puertas se abrieron y salieron cuatro hombres armados. Dos de ellos fueron enseguida a examinar los costados y la parte de atrás del edificio, uno mantuvo el arma apuntada hacia el jardín y el otro se acercó a la puerta y pulsó el botón del intercomunicador principal.

– Durero -dijo una voz. Al igual que el código numérico, esta contraseña permitía verificar la identidad del equipo de seguridad, y también se cambiaba semanalmente.

– Durero -repitió Herodes. Activó a distancia la cerradura de la puerta de entrada, franqueando el paso a los guardias de seguridad. Uno de ellos, el que había dado la contraseña, entró en el acto. El hombre que antes vigilaba el jardín se desplazó hacia la puerta, pero permaneció fuera hasta que el equipo de registro se reunió con él, una vez comprobado que la seguridad del resto de la casa no peligraba; entonces también entró él, dejando a los otros fuera. Herodes intentó seguir sus movimientos de pantalla en pantalla a medida que desactivaban la alarma principal y comprobaban el control de incidencias; luego recorrieron la casa. Diez minutos después de iniciarse el registro de la casa, sonó el intercomunicador del gabinete de Herodes.

– Está usted fuera de peligro. Parece que ha sido algo en la zona dos: en la ventana del comedor. Pero no hay señales de intento de acceso. Podría tratarse de un fallo en el sistema. Podemos enviarle a un técnico por la mañana.

– Gracias -dijo Herodes-. Ya pueden irse.

Observó cómo se marchaba el equipo de cuatro hombres. Cuando salieron y la verja se cerró, desactivó los cerrojos de seguridad de la puerta del gabinete y ocultó las pantallas, y al Capitán. Aunque la habitación estaba bien ventilada, y solía trabajar con la puerta cerrada, no le gustaba tener los cerrojos echados. La idea de privación de libertad, o la reclusión a largo plazo de cualquier tipo lo aterrorizaba. Pensaba que por eso había disfrutado imponiéndole ese final a la Saunders. Fue una especie de transferencia, pero también un castigo. Él les había ofrecido a ella y a Tobias un trato: sus vidas a cambio del paradero del tesoro, pero se habían dejado llevar por la codicia, y habían iniciado una negociación para la que él no tenía tiempo, ni le interesaba. El segundo trato se lo ofreció sólo a Tobias: podía morir poco a poco, o deprisa, pero iba a morir. A Tobias al principio le costó creerle, pero al final Herodes lo convenció.

Cuando abrió la puerta del gabinete, seguía vagamente preocupado por la posible causa de la activación de la alarma, y no estaba del todo atento a lo que había al otro lado, por lo que, al disponerse a salir, la voz del Capitán se le antojó una sirena, un estallido incoherente de ira y advertencia y miedo. Antes de que Herodes pudiera responder, detectó un movimiento frente a él. Eran dos hombres, ambos armados. Uno de ellos olía tanto a nicotina que su presencia en la habitación pareció contaminar el aire al instante. Derribó a Herodes de un empujón y le plantó un cuchillo en el cuello.

Herodes alzó la vista y vio la cara del Coleccionista. Detrás de él se hallaba el detective, Parker. Ninguno de ellos habló, pero Herodes tenía la cabeza llena de ruido.

El sonido procedía del Capitán: eran sus gritos.

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