Si a Herodes le sorprendió encontrarnos esperándolo, lo disimuló bien. Atrajo a Karen Emory hacia sí para utilizar su cuerpo como escudo y apretó el cañón del arma contra su cuello, apuntado hacia arriba, en dirección al cerebro. Sólo veíamos el lado derecho de su cabeza, y ni siquiera Louis iba a intentar hacer blanco en esas circunstancias. La sangre manaba de la espantosa herida en la boca de Herodes, manchándole los labios y el mentón.
– ¿Se encuentra bien, Karen? -pregunté.
Ella quiso asentir, pero su temor a la pistola era tal que el gesto fue poco más que un temblor. A Herodes le resplandecían los ojos. No prestaba atención a Ángel y Louis. Tenía la mirada fija en mí.
– Yo a usted lo conozco -dijo Herodes-. Lo vi en el bar.
– Debería haberse presentado entonces. Nos habríamos ahorrado mucho tiempo y energía.
– No, no lo creo. Al Capitán no le habría gustado.
– ¿Quién es el Capitán? -Pero me acordé de la segunda figura que me había parecido ver en el coche, un espectro con cara de payaso.
– Usted tiene muy intrigado al Capitán, y no es fácil despertar el interés del Capitán. Al fin y al cabo, ya ha visto tanto que son pocas las cosas que lo sacan de su letargo.
– Te está liando -advirtió Louis.
– ¿Ah, sí? -dijo Herodes. Ladeó la cabeza, como si escuchara una voz que sólo él oía-. Dominus meus bonus et benignitas est. ¿Le suena de algo, señor Parker?
Reacomodé la mano en la empuñadura. Había oído esa frase antes. Tenía distintas funciones: era un saludo en clave, una broma macabra, una declaración de fe en una entidad que no tenía nada de buena, y un nombre o algo así. «Mi señor es bueno y generoso.» Bueno y generoso, good y kind. Goodkind, o señor Goodkind. Así lo llamaban sus seguidores, o algunos de ellos, pero ahora estaba allí Herodes dando a entender que Goodkind y el ser llamado el Capitán eran una única cosa.
– Da igual -contesté-. No me interesan sus historias de fantasmas. ¿Qué hay en la bolsa?
– Otra historia de fantasmas -respondió Herodes-. La caja prisión. Tengo la intención de salir de aquí con ella, y ustedes van a permitírmelo.
– Lo dudo mucho. -Esta vez fue Ángel quien habló. Estaba apoyado casi lánguidamente contra el marco de la puerta-. Puede que no se haya dado cuenta, pero lo apuntan tres armas.
– Y yo tengo una apuntada a la cabeza de la señorita Emory -repuso Herodes.
– Si la mata, nosotros lo mataremos a usted -advirtió Ángel-. Y entonces no podrá jugar con su caja.
– Usted piensa, señor Parker, que tienen todos los movimientos calculados, usted y sus amigos -dijo Herodes-. Siento mucho tener que sacarlo de su error. Señorita Emory, meta la mano muy despacio en el bolsillo exterior izquierdo de mi chaqueta y extraiga lo que encuentre ahí. Pero hágalo con delicadeza, o no se enterará de cómo acaba esta historia.
Karen hurgó en su bolsillo y lanzó algo al suelo entre ellos y nosotros. Era un bolso pequeño de mujer.
– Adelante -dijo Herodes-. Échele un vistazo.
Había caído cerca del pie izquierdo de Louis. Lo empujó hacia mí, sin apartar los ojos de Herodes. Lo abrí. Contenía cosméticos, unas cuantas pastillas y un billetero. En el billetero estaba el carnet de conducir de Carrie Saunders.
– La he enterrado -aclaró Herodes-. No a mucha profundidad. La caja es de acero… de fabricación militar, supongo, porque la he encontrado en el sótano de su casa… y no quería que la tapa cediera bajo el peso de la tierra. Además, tiene aire gracias a un agujero y un tubo de plástico para respirar. Pero no debe de ser agradable estar atrapado en la oscuridad, y a saber qué podría pasarle si algo obstruyera el tubo. Bastaría con una hoja caída de un árbol, o un terrón de tierra desplazado por un animal al pasar. A estas alturas debe de estar al borde del pánico, y si sucumbe al pánico, en fin… Tiene las manos atadas. Si no mantiene los labios pegados a ese tubo, probablemente no podrá vivir más de quince minutos, como mucho. Pero serán quince minutos muy largos, eso sí.
– ¿Por qué ella? -pregunté.
– Creo que ya lo sabe, y si no lo sabe, es que no es tan listo como yo pensaba. Me encantaría quedarme aquí e informarle de todos los detalles, pero me limitaré a decir que el señor Tobias y sus amigos hace un rato estaban muy ocupados matando a mexicanos, y, al acabar, se han reunido en casa de la señorita Saunders. He averiguado muchas cosas gracias al señor Tobias antes de que expirase: sobre un tal Jimmy Jewel y cómo murió, y sobre alguien que se llamaba Foster Jandreau. Según parece, la señorita Saunders puede llegar a ser toda una seductora cuando se lo propone. Podríamos decir que ha sido el cerebro de la operación. Ella los mató a todos: Roddam, Jewel, Jandreau. Si me deja ir, quizá tenga ocasión de interrogarla usted mismo. Cuanto más prolongue esta situación, menores serán las probabilidades de supervivencia de la señorita Saunders. Todo es un intercambio. Todo es una negociación. Soy un hombre de honor, y cumplo mis promesas. Le prometo la vida de la señorita Emory y el paradero del ataúd improvisado de Carrie Saunders a cambio de la caja. Los dos sabemos que no va a dejar morir a la señorita Emory. No es usted la clase de hombre que podría vivir fácilmente con eso en la conciencia.
Volví a mirar el carnet de conducir y el rostro aterrorizado de Karen Emory.
– ¿Cómo sabemos que cumplirá su parte del trato? -pregunté.
– Porque siempre cumplo mi parte de un trato.
Me tomé un par de segundos antes de asentir con la cabeza.
– ¿Lo dices en serio? -exclamó Ángel-. ¿Vas a aceptar ese trato?
– ¿Acaso tengo otra opción? -respondí-. Bajad las armas. Dejadlo marchar.
Ángel y Louis vacilaron por un momento; al final, Louis bajó lentamente su arma, y Ángel lo imitó.
– ¿Tiene un móvil? -preguntó Herodes.
– Sí.
– Deme el número.
Se lo di, y pregunté:
– ¿Quiere que se lo anote?
– No, gracias. Tengo una memoria excepcional. Dentro de diez minutos dejaré a la señorita Emory en una cabina y a ella será a quien le diga dónde está enterrada Carrie Saunders. Incluso le daré a la señorita Emory el dinero para la llamada. Entonces usted podrá ir en su rescate, y nuestro asunto habrá concluido.
– Si falta a su promesa, lo buscaré. A usted y a su Capitán.
– No se preocupe, tiene mi palabra. No mato a nadie innecesariamente. Ya tengo manchas más que suficientes en el alma para toda una vida.
– ¿Y la caja?
– Voy a abrirla.
– ¿Se cree capaz de controlar lo que hay dentro?
– No, yo no, pero el Capitán sí puede. Adiós, señor Parker. Dígales a sus amigos que se aparten. Los quiero a los tres en el rincón más alejado, por favor. Si los veo salir de la casa, o si intentan seguirme, daré por anulado nuestro acuerdo. Mataré a la señorita Emory y Carrie Saunders quedará abandonada a su suerte en su caja prisión. ¿Entendido?
– Sí -contesté.
– No creo que volvamos a vernos -dijo Herodes-. En cuanto a usted y el Capitán, eso ya es otra cosa. Estoy seguro de que a su debido tiempo tendrán ustedes ocasión de conocerse de forma más íntima.
Ángel se apartó de la puerta, y él, Louis y yo nos desplazamos hasta el rincón situado en el extremo diagonalmente opuesto a la puerta de la calle. Manteniendo aún a Karen como escudo, Herodes salió de la casa, caminando hacia atrás, y Karen cerró la puerta por orden suya. Alcancé a verla una última vez, y desaparecieron. Al cabo de un momento oímos un coche que arrancaba y se alejaba.
Louis hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, pero lo detuve.
– No -dije.
– ¿Confías en él?
– En esto, sí -respondí.
– No me refería a Herodes.
– Yo tampoco.