Lejos de allí, en un apartamento de la Rue du Seine en París, justo encima de la sala de venta de los prestigiosos anticuarios Rochman et Fils, estaba a punto de cerrarse un trato. Emmanuel Rochman, el último de un largo linaje de Rochmans que se habían ganado holgadamente la vida con la venta de las antigüedades más raras, esperaba que el hombre de negocios iraní sentado frente a él se dejara de rodeos y anunciara la decisión que, como ambos sabían, había tomado ya. Al fin y al cabo, ese encuentro cara a cara en presencia de las antigüedades no era más que el último paso de una larga negociación iniciada muchas semanas antes, y piezas tan poco comunes y hermosas como esas que tenía delante difícilmente le serían ofrecidas otra vez: dos delicadas tallas de marfil de las tumbas de las reinas asirias de Nimrud y un par de exquisitos sellos cilíndricos de lapislázuli, datados cinco mil quinientos años atrás y, por tanto, los objetos más antiguos de esa clase que Rochman había conseguido poner a la venta.
El iraní dejó escapar un suspiro y se revolvió en la silla. A Rochman le complacía tratar con iraníes. Éstos habían demostrado especial interés en hacerse con las piezas robadas en el Museo de Iraq que salían al mercado, a pesar de que ellos, como los jordanos, se habían visto obligados al final a ceder la mayor parte del botín en su haber. Si bien muchos miles de objetos seguían desaparecidos, se había recuperado gran parte de los más valiosos. Las oportunidades para adquirir tesoros iraquíes eran cada vez más escasas, y la cantidad que estaban dispuestos a desembolsar los coleccionistas había aumentado de forma proporcional. Aunque Rochman no había coincidido nunca con ese comprador en particular, llegaba sólidamente recomendado por dos antiguos clientes que habían gastado mucho dinero en la tienda de Monsieur Rochman, sin preocuparse más de lo necesario sobre cuestiones como la procedencia y la documentación.
– ¿Habrá más? -preguntó el iraní. Se hacía llamar señor Abbas, «el León», que era a todas luces un seudónimo, pero su paga y señal de dos millones de dólares había sido autorizada por el banco sin el menor obstáculo, y quienes la avalaban habían asegurado a Rochman que, para el señor Abbas, dos millones de dólares representaban apenas las ganancias de un día. No obstante, Rochman empezaba a cansarse de la cacería de ese león en particular. «Vamos», pensó, «sé que vas a comprarlos. Di que sí y acabemos de una vez.»
– No como éstos -contestó Rochman, y enseguida se lo pensó mejor. A saber qué beneficios extra generaría un poco de paciencia-. Tallas de marfil como éstas, u otras siquiera la mitad de hermosas, difícilmente volverán a salir a la superficie. Si las rechaza, desaparecerán. En cuanto a los sellos… -Hizo un movimiento oscilante con la mano derecha en el ademán universal para indicar posibilidad, decantándose por el lado de la negación-. Pero si queda satisfecho con esta adquisición en particular, quizá podamos poner a su disposición otras piezas de calidad similar.
– ¿Y la procedencia?
– La Casa de Rochman responde de todo lo que vende -contestó Rochman-. Por supuesto, si surgiera alguna complicación legal, el comprador sería el primero en enterarse, pero tengo la seguridad de que, en este caso en concreto, no se producirán tales dificultades.
Era la respuesta habitual que daba Rochman en las infrecuentes ocasiones en que transgredía realmente los límites de la legalidad. Desde luego, a veces existían dudas en torno al lugar de partida de ciertos tesoros antiguos, pero aquí eso no era problema. Tanto él como Abbas conocían la procedencia de las tallas de marfil y los sellos. Sólo que no era necesario mencionarla en voz alta, y ningún recibo acompañaría esa venta en particular.
Abbas asintió, aparentemente satisfecho.
– Bien, me doy por contento -dijo-. Procedamos.
Metió la mano en el bolsillo, extrajo un bolígrafo de oro y pulsó el extremo superior para sacar la punta.
– No va a necesitar un bolígrafo, Monsieur Abbas -empezó a decir Rochman, y fue en ese momento cuando echaron la puerta abajo e irrumpieron varios policías armados.
El señor Abbas sonrió y dijo:
– Me llamo Al-Daini, Monsieur Rochman. Mis colegas y yo tenemos que hacerle unas preguntas…