Cuando sonó el timbre, Jeremiah Webber acababa de servirse una copa de vino para relajarse antes de preparar la cena. A Webber le importunaba que interrumpieran sus rutinas, y la noche del jueves era sagrada en su casa relativamente modesta, o modesta al menos conforme al opulento rasero de New Canaan, Connecticut. La noche del jueves apagaba el móvil, no atendía ninguna llamada al fijo (de hecho sus pocos amigos, conocedores de sus rarezas, sabían que no debían molestarlo, y la única excusa permisible era la mortalidad, inminente o consumada), y por supuesto no abría la puerta si sonaba el timbre. La cocina estaba en la parte trasera de la casa, y mantenía la puerta cerrada mientras cocinaba, con lo que a través del cristal de la puerta de entrada sólo se veía un fino haz de luz horizontal. Había una lámpara encendida en el salón y otra en su dormitorio, en la planta de arriba, ésa era toda la iluminación de la casa. En el aparato de música de la cocina sonaba Bill Evans a muy bajo volumen. A veces Webber se pasaba los días previos planeando con toda precisión qué música pondría mientras cocinaba y comía, con qué vino acompañaría la cena, qué platos prepararía. Concederse estos pequeños caprichos lo ayudaba a conservar la cordura.
Así pues, quienes sabían que estaba en casa un jueves por la noche difícilmente lo interrumpirían, y quienes no lo sabían con seguridad no podían confirmar su presencia o ausencia sólo por las luces encendidas. Incluso sus clientes más preciados, algunos de los cuales eran hombres y mujeres ricos acostumbrados a ver satisfechas sus necesidades a cualquier hora del día o la noche, habían acabado aceptando la inaccesibilidad de Jeremiah Webber los jueves por la noche. Ese jueves en particular su rutina ya se había visto un poco alterada por una serie de prolongadas conversaciones telefónicas, con lo que había llegado a casa pasadas las ocho, y eran ya casi las nueve y aún no había cenado. Por tanto, si normalmente no estaba de humor para interrupciones, esa noche lo estaba todavía menos.
Webber era un cincuentón de pelo oscuro, refinado, atractivo de una manera que habría podido considerarse un tanto afeminada, impresión acentuada por su afición a las pajaritas con topos, los chalecos vistosos y un abanico de intereses culturales que incluía el ballet, la ópera y la danza interpretativa moderna, aunque no se limitaban a eso. Todo ello inducía a presuponer a los conocidos circunstanciales que Webber tal vez fuese homosexual, pero no lo era; nada más lejos, en realidad. Apenas tenía canas, rareza genética por la cual aparentaba diez años menos, y que le había permitido salir con mujeres que eran, desde todos los puntos de vista, demasiado jóvenes para él sin atraer la clase de atención condenatoria, motivada acaso por la envidia, que suelen suscitar tales emparejamientos de edad dispar. Su relativo encanto para el sexo opuesto, unido a cierto grado de generosidad hacia quienes se granjeaban su favor, tenía sus pros y sus contras, como Webber había podido comprobar. A causa de eso había fracasado en dos matrimonios, cosa que sólo lamentaba en el primer caso, ya que en su momento quiso a su primera mujer, aunque no lo suficiente. Gracias a la hija de ese matrimonio, su única descendiente, las líneas de comunicación entre los dos miembros distanciados de la pareja habían permanecido abiertas, y ahora Webber, como consecuencia de ello, tenía la impresión de que su primera esposa sentía por él, en general, una especie de afecto. El segundo matrimonio, en cambio, fue un error, un error que no tenía la intención de cometer de nuevo, y la razón por la que ahora prefería la informalidad al compromiso en lo que al sexo se refería. Así las cosas, rara vez deseaba compañía femenina, pese a haber pagado antes un precio por sus apetitos en forma de matrimonios rotos, y las correspondientes penalizaciones económicas. Por consiguiente, Webber atravesaba desde hacía un tiempo graves problemas de liquidez, y forzosamente había tenido que tomar medidas para rectificar tal situación.
Se disponía a quitar la espina a la trucha colocada sobre un pequeño tajo de granito cuando oyó el timbre. Se limpió los dedos en el delantal, cogió el mando a distancia y bajó el volumen un poco más a la vez que aguzaba el oído. Se acercó a la puerta de la cocina y miró la pequeña pantalla del portero automático.
Había un hombre ante su puerta. Llevaba un sombrero de fieltro y tenía el rostro ladeado respecto a la lente de la cámara del portero automático. Pero mientras Webber lo observaba, el hombre se volvió al frente, como si de alguna manera hubiese percibido que alguien lo escudriñaba. Mantuvo la cabeza agachada de modo que los ojos quedaron ocultos por la sombra, sin embargo, por lo poco que alcanzó a ver de su cara, Webber supo que el hombre plantado ante la puerta era un desconocido. Parecía tener una marca en el labio superior, pero acaso fuera sólo efecto de la luz.
El timbre volvió a sonar, y el hombre mantuvo el dedo en el botón, con lo que la secuencia bitonal se repitió una y otra vez.
– Pero ¿qué coño…? -exclamó Webber en voz alta. Pulsó el botón del portero automático-. ¿Sí? ¿Quién es? ¿Qué quiere?
– Quiero hablar -contestó el hombre-. No importa quién soy; lo que debería preocuparle es para quién trabajo. -Su dicción era un tanto ininteligible, como si tuviera algo en la boca.
– ¿Y para quién es?
– Represento a la Fundación Gutelieb.
Webber soltó el botón del portero automático y se llevó el dedo índice a la boca. Se mordió la uña, un hábito suyo desde la infancia, señal de inquietud. La Fundación Gutelieb: sólo había realizado unas cuantas transacciones con ellos. Todo se había llevado a cabo por mediación de una tercera parte, un bufete de abogados de Boston. Sus intentos para averiguar qué era exactamente la Fundación Gutelieb, y quién podía ser el responsable de las decisiones a la hora de adquirir, habían sido en vano, y al final empezó a sospechar que dicha fundación no era sino un nombre de conveniencia. Cuando persistió en sus esfuerzos, recibió una carta de los abogados advirtiéndole que la organización en cuestión era muy celosa de su privacidad, y que cualquier otra pesquisa por parte de Webber daría como resultado el cese inmediato de toda operación comercial entre la fundación y él, así como la difusión de rumores en los lugares oportunos insinuando que acaso el señor Webber no fuese tan discreto como algunos de sus clientes deseaban. A raíz de eso, Webber dio marcha atrás. La Fundación Gutelieb, real o pura fachada, le había solicitado la localización de objetos poco comunes, y caros. Los gustos de quienes se hallaban detrás parecían muy peculiares, y cuando Webber lograba satisfacerlos, le pagaban puntualmente, sin preguntas ni regateos.
Pero aquel último objeto… Debería haber sido más cauto en sus negociaciones, haber estado más atento a la procedencia, se dijo, consciente de que en realidad sólo preparaba las mentiras que en caso necesario ofrecería a modo de exculpación al hombre plantado ante su puerta.
Tendió la mano izquierda hacia el vino, pero calculó mal el movimiento. La copa cayó al suelo y le salpicó las zapatillas y los bajos del pantalón. Dejando escapar un juramento, se volvió hacía el portero automático. El hombre seguía allí.
– Ahora estoy ocupado -pretextó-. Seguramente el asunto puede tratarse dentro de un horario normal.
– Eso cabría pensar -fue la respuesta-, pero, según parece, no nos resulta fácil captar su atención. Le hemos dejado varios mensajes en su contestador, y en su lugar de trabajo. Si no lo conociéramos, empezaríamos a pensar que nos elude adrede.
– Pero ¿de qué se trata?
– Señor Webber, está usted poniendo a prueba mi paciencia, igual que ha puesto a prueba la paciencia de la fundación.
Webber se rindió.
– De acuerdo, ya voy.
Mirando el charco de vino en las baldosas blancas y negras del suelo, esquivó con cuidado los cristales rotos. Una lástima, pensó mientras se quitaba el delantal. De camino hacia la puerta se detuvo un instante para coger el arma de la repisa en el pasillo y colocársela al cinto, en la espalda, bajo el jersey. Era un arma pequeña y se escondía fácilmente. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, sólo para mayor seguridad, y abrió la puerta.
El hombre era más bajo de lo que preveía, y vestía un traje de color azul marino que quizás en su día fue una adquisición cara, pero en la actualidad se veía anticuado, pese a sobrellevar el paso de los años con cierta elegancia. En el bolsillo del pecho lucía un pañuelo de topos a juego con la corbata. Mantenía la cabeza agachada, aunque ahora como parte del ademán de quitarse el sombrero. Por un momento, a Webber le vino a la cabeza una extraña imagen: al visitante se le desprendía lo alto de la cabeza junto con el sombrero, como la cáscara de un huevo al romperse limpiamente, permitiéndole echar un vistazo al interior de su cavidad craneal. Pero no, allí había sólo mechones sueltos de pelo blanco, como hebras de algodón de azúcar, y una cabeza abovedada rematada en una punta claramente perceptible. De pronto, el hombre alzó la vista y Webber, en una reacción instintiva, dio un pequeño paso atrás.
Tenía la cara más bien pálida, y los orificios nasales eran minúsculos los agujeros oscuros en la base de la nariz estrecha y perfectamente recta. En torno a los ojos, la piel presentaba un sinfín de arrugas y hematomas, indicio de enfermedad y declive. Los ojos en sí apenas eran visibles, ocultos por los pliegues de piel que habían descendido sobre ellos desde la frente como la cera fundida de una vela impura. Bajo los globos oculares asomaba una carne roja, y Webber pensó que aquel individuo debía de padecer continuas irritaciones a causa de la arenilla y el polvo.
Pero saltaba a la vista que otros dolores reclamaban también su atención. Tenía el labio superior deformado, y a Webber le recordó las fotografías de los niños con paladar hendido empleadas en los dominicales para arrancar donaciones generosas, sólo que aquello no era un paladar hendido: era una herida, una incisión en forma de punta de flecha bajo la que asomaban unos dientes blancos y unas encías descoloridas. Estaba, además, muy infectada, en carne viva, y salpicada de puntos violáceos, casi negros. Webber tuvo la impresión de que casi veía a las bacterias devorar la carne, y se preguntó cómo podía soportar aquel hombre semejante martirio, y qué fármacos tendría que tomar sólo para poder dormir. De hecho, ¿cómo podía siquiera mirarse en el espejo y encontrarse ante ese recordatorio de la traición de su cuerpo y su propia mortalidad a todas luces inminente? Debido a su mal, era imposible calcularle una edad, pero Webber le echó entre cincuenta y sesenta años, aun teniendo en cuenta los estragos que padecía.
– Señor Webber -dijo, y pese a la herida, habló con voz delicada y amable-. Permítame que me presente. Me llamo Herodes. -Sonrió, y Webber tuvo que obligarse a mantener el semblante inexpresivo, sin delatar su repugnancia, por temor a que un movimiento en los músculos faciales del visitante abriera aún más la herida del labio, desgarrándolo hasta el tabique nasal-. A menudo me preguntan si me gustan los niños. Yo me lo tomo con humor.
Webber, sin saber qué contestar, se limitó a abrir la puerta un poco más para franquear el paso al desconocido y, como quien no quiere la cosa, se llevó la mano derecha a la cintura, donde la apoyó a un palmo del revólver. Cuando Herodes entró en la casa, movió la cabeza en un gesto cortés y lanzó una ojeada a la cintura de Webber, y éste tuvo la certeza de que adivinaba la presencia del arma sin inquietarse en absoluto por ello. Herodes miró luego hacia la cocina, y Webber le indicó que entrara. Vio que Herodes caminaba despacio, pero no por su enfermedad: sencillamente era un hombre que se movía con parsimonia. Una vez en la cocina, dejó el sombrero en la mesa y echó un vistazo alrededor, desplegando una sonrisa de benévola aprobación ante lo que veía. Sólo la música pareció molestarle, y arrugó un poco la frente al mirar el aparato de música.
– Parece…, no, lo es: es la Pavana de Fauré -observó-. Pero no puedo decir que apruebe lo que está haciéndose con la pieza.
Webber se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
– Es Bill Evans -informó-. ¿A quién no le gustaba Bill Evans?
Herodes contrajo el rostro en una mueca de aversión.
– Nunca me han gustado esos experimentos -declaró-. Mucho me temo que soy un purista para casi todo.
– Allá cada cual con sus cosas -respondió Webber.
– Muy cierto, muy cierto. Este mundo sería muy aburrido si todos compartiéramos los mismos gustos. Aun así, es difícil no pensar que ciertos gustos conviene más evitarlos que cultivarlos. ¿Le importa que me siente?
– Está usted en su casa -contestó Webber mostrando apenas un asomo de disgusto.
Herodes tomó asiento, reparando en el vino y la copa rota en el suelo.
– Espero no haber sido el causante de eso -observó.
– Ha sido un simple descuido por mi parte. Ya lo recogeré después. -Webber no quería tener las manos ocupadas con una escoba y un recogedor estando ese hombre en su cocina.
– Veo que lo he interrumpido mientras preparaba la cena. Continúe, se lo ruego. No es mi intención apartarlo de sus quehaceres.
– No se preocupe. -Webber decidió nuevamente que prefería no darle la espalda a Herodes-. Ya seguiré cuando usted se marche.
Herodes se detuvo a pensar por un momento, como si reprimiese el impulso de hacer un comentario al respecto, y por fin lo dejó correr, como un gato que desiste de perseguir y aplastar a una mariposa. Optó por examinar la botella de borgoña blanco colocada en la mesa, volviéndola delicadamente con un dedo para leer la etiqueta.
– Ah, excelente -declaró. Se volvió hacia Webber-. ¿Le importaría servirme una copa, por favor?
Aguardó pacientemente mientras Webber, poco habituado a que sus invitados le plantearan semejantes exigencias, cogía dos copas del armario de la cocina y vertía una cantidad para Herodes que, en esas circunstancias, era más que generosa, y otra para él. Herodes levantó la copa y la olisqueó. Sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón, lo dobló con cuidado y se lo puso bajo el mentón mientras tomaba un sorbo de la copa con la comisura de los labios, evitando la herida. Un hilo de vino resbaló por la barbilla y mojó el pañuelo.
– Exquisito, gracias -dijo. Alzó el pañuelo en un gesto de disculpa-. Uno se acostumbra a sacrificar un poco de dignidad a fin de seguir viviendo conforme a sus deseos. -Volvió a sonreír-. Como habrá deducido, no soy un hombre sano.
– Lamento oírlo -respondió Webber. Se esforzó por imprimir cierta emoción a sus palabras.
– Agradezco el sentimiento -dijo Herodes con sequedad. Levantó el dedo y se señaló el labio superior-. Tengo el cuerpo plagado de cánceres, pero éste es reciente: una enfermedad necrotizante que no respondió a la penicilina ni a la vancomicina. El posterior desbridamiento no eliminó todo el tejido necrótico, y parece que ahora serán necesarias nuevas exploraciones. Curiosamente, cuentan que mi tocayo, el infanticida, sufrió de fascitis necrotizante en las ingles y los genitales. Un castigo de Dios, podríamos decir.
¿Se refiere al rey o a sí mismo?, se preguntó Webber, y fue como si de algún modo Herodes hubiera oído ese pensamiento, ya que se le demudó el rostro, y la escasa benevolencia que había mostrado pareció esfumarse.
– Siéntese, señor Webber, por favor. Puede que también prefiera retirar el arma que lleva bajo el cinturón. Estará más cómodo sin eso ahí, y yo no voy armado. He venido para hablar.
Un poco abochornado, Webber sacó el arma y la dejó en la mesa a la vez que se sentaba frente a Herodes. El revólver seguía a su alcance si lo necesitaba. Por si acaso, sostuvo la copa de vino con la mano izquierda.
– Vayamos al grano, pues -empezó Herodes-. Como le he dicho, represento los intereses de la Fundación Gutelieb. Hasta hace poco teníamos la impresión de que nuestra relación con usted era mutuamente beneficiosa: usted nos proporcionaba material, y nosotros pagábamos sin rechistar y con toda puntualidad. A veces le pedíamos que actuara en representación nuestra, adquiriendo algo en subasta cuando preferíamos mantener en el anonimato nuestros intereses. También en tales casos, creo, se vio usted compensado de sobra por el tiempo que nos dedicó. De hecho, se le permitió comprar tales objetos con nuestro dinero, y vendérnoslos con un margen de beneficio muy superior a la comisión de un agente. ¿Me equivoco? ¿Acaso distorsiono el carácter de nuestro acuerdo?
Webber negó con la cabeza pero no habló.
– Y de pronto, hace unos meses, le pedimos que comprase en nuestro nombre un grimorio: siglo XVII, francés. Según la descripción, encuadernado en becerro, pero sabemos que eso sólo era una estratagema para eludir una atención no deseada. La piel humana y la de becerro, como los dos sabemos, presentan texturas muy distintas. Es una pieza única, pues, por decir poco. Le dimos toda la información necesaria para llevar a cabo una compra preferente con éxito. No deseábamos que el libro saliera a subasta, aun tratándose de uno tan discreto y especializado como en apariencia era ése. Pero, por primera vez, fracasó usted en la adquisición de la pieza. Por lo visto, se le adelantó otro comprador. Nos devolvió el dinero, informándonos de que obtendría mejores resultados en la próxima ocasión. Por desgracia, en el caso de un objeto único, la noción de «próxima ocasión» carece de toda validez.
Herodes volvió a sonreír, esta vez con pesar: un maestro defraudado ante un alumno incapaz de asimilar un concepto sencillo. El ambiente en la cocina había cambiado desde la llegada de Herodes, y de manera muy palpable. No era sólo la escalofriante desazón que invadía a Webber por el rumbo que tomaba la conversación. No, era como si la fuerza de la gravedad aumentara lentamente, como si el aire se viciara. Cuando Webber intentó acercarse la copa a los labios, le sorprendió su peso. Pensó que si se ponía en pie e intentaba caminar, sería como vadear el lecho embarrado o cenagoso de un río. Era Herodes quien alteraba la esencia misma del ambiente, emanando elementos de su propio interior que modificaban la composición de cada átomo. Aquel moribundo, pues con toda certeza estaba muriéndose, transmitía una sensación de densidad, como si no fuese de carne y hueso, sino de un material desconocido, algo constituido por compuestos contaminados, una masa extraña.
Webber consiguió acercarse la copa a los labios. El vino le goteó barbilla abajo en una desagradable imitación de la indignidad previa del propio Herodes. Se lo enjugó con la palma de la mano.
– No pude hacer nada -adujo Webber-. Siempre habrá competencia para los hallazgos esotéricos o poco comunes. Resulta difícil mantener en secreto su existencia.
– En el caso del grimorio de La Rochelle, su existencia sí era un secreto -afirmó Herodes-. La fundación dedica mucho tiempo y esfuerzo a seguir el rastro a piezas de interés que pueden haber caído en el olvido, o haberse extraviado, y es muy cauta en sus indagaciones. El grimorio se localizó después de años de investigación. Fue catalogado de manera incorrecta en el siglo XVIII, error que se constató mediante un arduo cotejo por nuestra parte. Sólo la fundación conocía la trascendencia del objeto. Incluso su propietario lo consideraba una simple curiosidad, y aunque le atribuía cierto valor, ignoraba la importancia que podía llegar a tener para determinados coleccionistas. La fundación, por su parte, le designó a usted para actuar en su representación. Su única responsabilidad era cerciorarse de que el pago se hacía efectivo y organizar luego el transporte del objeto en condiciones seguras. La parte difícil del trabajo ya estaba hecha.
– No acabo de entender qué insinúa -dijo Webber.
– No insinúo nada. Estoy describiendo lo ocurrido. Usted se dejó llevar por la avaricia. Ya había tratado antes con el coleccionista Graydon Thule, y sabía que Thule sentía especial pasión por los grimorios. Le dio a conocer la existencia del grimorio de La Rochelle. A cambio, él accedió a pagarle honorarios de descubridor y, a fin de asegurarse de que el grimorio acabara en sus manos, ofreció cien mil dólares más de lo que la fundación tenía presupuestado. Usted no entregó toda esa cantidad al vendedor, sino que se quedó con la mitad, más los honorarios como descubridor. Después pagó a un subagente de Bruselas para que actuase en representación suya, y Thule se hizo con el grimorio. No me dejo ningún detalle, ¿verdad?
Webber se sintió tentado de rebatirlo, de desmentir las acusaciones de Herodes, pero fue incapaz. Sólo en retrospectiva se le ocurrió que había sido una estupidez pensar que saldría airoso del engaño. Pero en su momento se le antojó del todo factible, incluso razonable. Necesitaba el dinero: en los últimos meses había perdido liquidez, ya que su negocio no era inmune al declive económico. Por otra parte, su hija estudiaba segundo de medicina, y el coste de su educación era una sangría. Si bien la Fundación Gutelieb, como la mayoría de sus clientes, pagaba bien, no pagaba bien con la debida frecuencia, y Webber pasaba estrecheces desde hacía un tiempo. Con la adquisición del grimorio para Thule había ingresado en total ciento veinte mil dólares, descontado ya el pago al subagente de Bruselas. En sus circunstancias, eso era mucho dinero: le permitía aligerar sus deudas, cubrir su parte de la matrícula de Suzanne para el curso siguiente y guardarse un pequeño colchón en el banco. Empezó a sentir cierta indignación ante Herodes y su actitud. Webber no trabajaba para la Fundación Gutelieb. Sus obligaciones para con ellos eran mínimas. Cierto que, en rigor, su actuación en la venta del grimorio no había sido honrada, pero acuerdos como ése se producían continuamente. Al carajo Herodes. Ahora Webber tenía dinero suficiente para ir tirando, y contaba con el favor de Thule. Si la Fundación Gutelieb ponía fin a su relación comercial con él, que así fuese. Herodes no podía demostrar nada de lo que acababa de decir. Si se llevaba a cabo una investigación en torno a la procedencia del dinero, Webber disponía de facturas de venta falsas más que suficientes para justificar una pequeña fortuna.
– Me parece que debería irse ya -dijo Webber-. Me gustaría seguir preparando la cena.
– No dudo que le gustaría. Pero mucho me temo que, por desgracia, no puedo dejar correr el asunto. Se requiere algún tipo de compensación.
– Yo no lo creo. No sé de qué me habla. Sí, he trabajado alguna vez para Graydon Thule, pero él tiene sus propios proveedores. No se me puede responsabilizar de todas las ventas fallidas.
– No se le responsabiliza de todas las ventas fallidas, sino sólo de una. A la Fundación Gutelieb le preocupa mucho la cuestión de la responsabilidad. Nadie lo obligó a actuar como lo hizo. Ésa es la gran virtud del libre albedrío, pero también su maldición. Debe usted asumir la culpabilidad de sus actos. Se tiene que reparar el daño ocasionado.
Webber empezó a hablar, pero Herodes levantó una mano para obligarlo a callar.
– No me mienta, señor Webber. Me ofende, y usted mismo se pone en ridículo. Compórtese como un hombre. Primero reconozca su culpa, y ya veremos después cuál puede ser la indemnización. La confesión es buena para el alma.
Alargó el brazo y apoyó la mano derecha en la de Webber. Herodes tenía la piel húmeda y fría, hasta el punto de resultar desagradable, pero Webber fue incapaz de moverse. Herodes parecía lastrarlo.
– Vamos, lo único que le pido es franqueza -instó Herodes-. Sabemos la verdad, y ahora sólo se trata de encontrar una manera para que tanto usted como nosotros podamos dejar esto atrás.
Sus ojos oscuros destellaban como espinelas negras en la nieve. Webber quedó paralizado. Asintió una vez, y Herodes respondió con un gesto similar.
– Últimamente las cosas se me han complicado mucho -explicó Webber. Le ardían los ojos y no le salían las palabras, como si estuviera al borde del llanto.
– Lo sé. Corren tiempos difíciles para mucha gente.
– Yo nunca había actuado así. Thule se puso en contacto conmigo por otro asunto, y yo lo dejé caer. Estaba desesperado. Obré mal. Presento mis disculpas: a usted, y a la fundación.
– Sus disculpas son aceptadas. Ahora, por desgracia, debemos hablar del asunto de la indemnización.
– He gastado ya la mitad del dinero. No sé en qué cantidad han pensado, pero…
Herodes pareció sorprenderse.
– Ah, no, no es cuestión de dinero -dijo-. No exigimos dinero.
Webber dejó escapar un suspiro de alivio.
– ¿Qué quieren, pues? -preguntó-. Si necesitan información sobre objetos de su interés, quizá me sea posible proporcionársela a un precio módico. Puedo hacer indagaciones, consultar a mis contactos. Seguro que encuentro algo para compensar la pérdida del grimorio y…
Dejó de hablar. De pronto había aparecido un sobre marrón en la mesa, de esos con el dorso de cartón que se usan para proteger fotografías.
– ¿Qué es? -preguntó Webber.
– Ábralo y lo verá.
Webber cogió el sobre. No llevaba el nombre ni las señas del destinatario; tampoco sello. Introdujo los dedos en él y extrajo una única fotografía en color. Reconoció a la mujer de la instantánea, capturada sin que ella advirtiera la presencia de la cámara, con la cabeza vuelta un poco a la derecha mientras miraba por encima del hombro, sonriendo a alguien o algo situado fuera de la imagen.
Era su hija, Suzanne.
– ¿Qué significa esto? -preguntó-. ¿Está usted amenazando a mi hija?
– No exactamente -respondió Herodes-. Como ya le he dicho, la fundación está muy interesada en la noción del libre albedrío. Usted tenía una alternativa en el asunto del grimorio, y se decantó por una de las opciones. Ahora mis instrucciones son plantearle otra alternativa.
Webber tragó saliva.
– Usted dirá.
– La fundación ha autorizado la violación y el asesinato de su hija. Quizá le sirva de consuelo saber que dichos actos no tienen por qué cometerse en ese orden.
Instintivamente, Webber lanzó una mirada al revólver y de inmediato hizo ademán de cogerlo.
– Debo advertirle -prosiguió Herodes- que, si algo me ocurre, su hija no llegará a ver el sol mañana, y sus padecimientos aumentarán considerablemente. Es posible que encuentre utilidad a esa arma, señor Webber, pero no en este momento. Permítame acabar, y luego piénselo bien.
Ante la duda, Webber no hizo nada, y su suerte quedó decidida.
– Como he dicho -continuó Herodes-, se ha autorizado una acción, pero no tiene por qué llevarse a cabo. Hay otra opción.
– ¿Cuál?
– Quítese usted la vida. Ésa es la alternativa: su vida, poniéndole fin rápidamente, o la vida de su hija, arrebatada muy despacio y con mucho dolor.
Webber, atónito, fijó la mirada en Herodes.
– Está usted loco. -Pero incluso mientras lo decía, supo que no era así. Había mirado a Herodes a los ojos y no había visto en ellos más que una cordura absoluta. Cabía la posibilidad de que una persona, sometida a grandes dolores, enloqueciera, pero ése no era el caso del hombre sentado frente a él. Por el contrario, el sufrimiento lo había dotado de una lucidez perfecta: no se hacía ilusiones sobre el mundo; poseía sólo una visión clara de la capacidad de éste para infligir padecimientos.
– No, no lo estoy. Tiene cinco minutos para decidirse. Pasado ese tiempo, será tarde para impedir lo que está a punto de suceder.
Herodes se reclinó en la silla. Webber cogió el revólver y apuntó a Herodes, pero éste no parpadeó siquiera.
– Llame. Dígales que la dejen en paz.
– ¿Ha tomado una decisión, pues?
– No, no hay ninguna decisión que tomar. Estoy advirtiéndole que, si no hace esa llamada, lo mataré.
– Y su hija morirá.
– Podría torturarlo. Podría pegarle un tiro en la rodilla, en la entrepierna, y seguir haciéndole daño hasta que acceda.
– Su hija morirá igualmente. Usted lo sabe. A un nivel muy primario se da cuenta de que lo que acaba de oír es verdad. Debe aceptarlo y elegir. Cuatro minutos, treinta segundos.
Webber amartilló el revólver.
– Le digo por última vez…
– ¿Cree que es usted el primer hombre a quien se le ofrece esa alternativa, señor Webber? ¿De verdad piensa que no he hecho esto antes? Al final deberá decidir: su vida o la vida de su hija. ¿Qué valora más?
Herodes esperó. Consultó su reloj, contando los segundos.
– Quería verla crecer. Quería verla casarse y llegar a ser madre. Quería ser abuelo. ¿Lo entiende?
– Lo entiendo. Ella aún tendrá toda la vida por delante, y sus hijos le pondrán a usted flores. Cuatro minutos.
– ¿No tiene a ningún ser querido?
– No.
El revólver tembló en la mano de Webber cuando tomó conciencia de la inutilidad de sus argumentos.
– ¿Cómo sé que no miente?
– ¿En cuanto a qué? ¿En cuanto a la violación y el asesinato de su hija? Ah, me parece que usted sabe bien que hablo en serio.
– No. En cuanto a… a dejarla en paz.
– Porque yo no miento. No me hace falta. Son otros los que mienten. A mí me corresponde darles a conocer las consecuencias de esas mentiras. Cada desliz exige una reparación. Cada acción provoca una reacción. La cuestión es: ¿a quién quiere usted más? ¿A su hija o a sí mismo?
Herodes se levantó. Tenía un móvil en la mano, la copa de vino en la otra.
– Le concederé un momento a solas -anunció-. Por favor, no intente usar el teléfono. Si lo hace, el trato quedará roto y me encargaré de que su hija sea violada y asesinada. Ah, y mis colaboradores se asegurarán además de que usted no vuelva a ver la luz del día.
Webber no hizo ademán siquiera de detener a Herodes cuando salió lentamente de la cocina. Parecía inmovilizado por la estupefacción.
En el pasillo, Herodes examinó su imagen en un espejo. Se arregló la corbata y se sacudió un poco de pelusa de la chaqueta. Le encantaba ese traje viejo. Se lo había puesto en muchas ocasiones como ésa. Consultó el reloj por última vez. Oyó hablar a Webber en la cocina. Se preguntó si habría cometido la estupidez de hacer una llamada, pero el tono de voz descartaba esa posibilidad. A continuación pensó que tal vez Webber estuviera haciendo un acto de contrición o despidiéndose de su hija sin que ésta lo oyera, pero al acercarse distinguió claramente las palabras de Webber.
– ¿Y tú quién eres? -preguntaba-. ¿Eres tú? ¿Eres tú el que va a hacer daño a mi Suzie? ¿Eres tú? ¿Eres tú?
Herodes se asomó a la cocina. Webber tenía la mirada fija en la ventana. Herodes vio el reflejo de Webber y el suyo propio en el cristal, y por un breve instante tuvo la impresión de que quizá se viese una tercera silueta, demasiado etérea, pensó Herodes, para ser alguien que observaba desde el jardín. Sin embargo, en la cocina no había nadie aparte del hombre vivo o, mejor dicho, a punto de morir.
Webber se volvió hacia Herodes. Sollozaba.
– Maldito -dijo-. Maldito seas.
Se llevó el revólver a la sien y apretó el gatillo. A Herodes le vibraron los tímpanos al reverberar la detonación en las paredes alicatadas y el suelo embaldosado de la cocina. Webber se desplomó y quedó tendido, entre convulsiones, junto a la silla volcada. Era una manera poco profesional de apuntarse con una pistola, reflexionó Herodes, pero no podía esperarse que Webber fuese un experto en el arte del suicidio. La naturaleza misma del acto lo impedía. El cañón del revólver se había levantado en el momento del disparo, con lo que se había volado un fragmento de la parte superior del cráneo, pero no había conseguido matarse. Con los ojos de par en par, abría y cerraba la boca espasmódicamente, casi como el pescado que había puesto en el tajo durante sus últimos instantes de vida. En un arranque de compasión, Herodes cogió el arma de la mano de Webber y remató la tarea por él. Luego apuró el vino de su copa y se dispuso a marcharse. Se detuvo en la puerta y volvió a escrutar la ventana de la cocina. Allí había algo fuera de lo normal. Se acercó raudo a la encimera y observó el jardín de Webber, bien cuidado y tenuemente iluminado. Lo rodeaba una tapia alta e imposibilitaban el acceso sendas verjas a ambos lados de la casa. Herodes no vio el menor rastro de otra persona, y sin embargo se quedó preocupado.
Consultó su reloj. Ya había pasado allí demasiado tiempo, sobre todo si los disparos habían llamado la atención de alguien. Encontró el cuadro de distribución eléctrico de la casa en un armario bajo la escalera y cortó la luz con el interruptor general antes de sacar una mascarilla quirúrgica azul del bolsillo interior y taparse con ella la mitad inferior del rostro. En cierto modo la gripe A había sido una bendición para él. Sí, la gente a veces aún lo miraba de pasada, pero, para una persona con señales de enfermedad tan manifiestas como las suyas, eran miradas comprensivas a la vez que curiosas. Acto seguido, oculto entre las sombras, Herodes se fundió con la noche y se quitó de la cabeza para siempre a Jeremiah Webber y su hija. Webber había tomado una decisión, la decisión correcta a juicio de Herodes, y su hija viviría. Pese a sus amenazas a Webber, Herodes, que actuaba solo, no le haría daño.
Ya que, a su manera, era un hombre de honor.