Pese a las indicaciones de Stunden, me las arreglé para pasar de largo ante el desvío al motel en el primer intento. Me había dicho que se veían los vestigios de un gran cartel frente a la entrada del camino de acceso, pero el bosque se había espesado en torno a él y sólo por casualidad alcancé a verlo entre el follaje a la vuelta. En la madera putrefacta apenas se distinguían unas letras rojas desvaídas, junto con lo que podía ser una cornamenta de ciervo, pero una flecha verde que en su día habría destacado en contraste con el fondo blanco del cartel ahora no era más que otro tono en la paleta de colores estival.
Su origen como centro de acampada era evidente, ya que se hallaba en lo alto de un sendero curvo que se dirigía hacia el oeste a través de un denso bosque. El sendero estaba plagado de baches y hacía tanto tiempo que no se mantenía a raya la maleza que las plantas arañaban el costado del coche; aun así, advertí ramas rotas y vegetación aplastada en algunos puntos, y en la tierra se veían con toda claridad las huellas de un vehículo pesado, como las pisadas de un dinosaurio en lento proceso de fosilización.
Al final fui a dar a un claro. A mi derecha había una pequeña cabaña, sus puertas y ventanas cerradas a cal y canto pese al calor. Probablemente era una reliquia del centro de acampada original. Por su antigüedad, desde luego podría serlo. Vi lo que parecía un anexo más moderno en la parte de atrás, donde la zona de vivienda se había ampliado para habitarla a largo plazo. Entre la cabaña y mi coche había una furgoneta Dodge roja.
Otro camino de tierra llevaba de la cabaña al motel. Era un típico complejo en forma de ele, con la recepción en el ángulo donde se unían los dos brazos y un cartel de neón vertical con la palabra motel, en desuso desde hacía tiempo, señalando al cielo. Me pregunté si en su día era visible desde la carretera, ya que el motel se hallaba situado en una especie de hondonada natural. Quizá costaba demasiado mantener las cabañas del centro de acampada, y los Proctor consideraron que la clientela permanecería fiel a ellos cuando se adaptaron a los tiempos y convirtieron aquello en un motel, pero era obvio que Stunden tenía razón: nada en el motel de los Proctor inducía a pensar que había sido buena idea construirlo. Ahora las puertas y ventanas de todas las unidades estaban tapiadas, la hierba asomaba entre la piedra agrietada del aparcamiento, y la hiedra trepaba por las paredes y los tejados planos. Si seguía en pie el tiempo suficiente, se incorporaría a las filas de los pueblos fantasma y las viviendas abandonadas que tanto abundaban en el estado.
Toqué la bocina y esperé. No salió nadie de la cabaña ni del bosque. Me acordé de lo que Stunden había dicho de Proctor. Un veterano instalado allí, en pleno monte, probablemente tenía un arma, y si Proctor estaba tan perturbado como Stunden había dado a entender, no me convenía que me viese como una amenaza. Su furgoneta se hallaba allí, así que no podía haber ido muy lejos. Volví a tocar la bocina y luego salí del coche y me encaminé hacia la cabaña. Al pasar junto a la furgoneta, eché un vistazo a la cabina. En el asiento del acompañante había un paquete de donuts abierto. Lo habían invadido las hormigas.
Golpeé la puerta de la cabaña con los nudillos y llamé a Proctor por su nombre, pero no recibí respuesta. Escruté el interior a través de una ventana. Vi la televisión reventada en el suelo y, al lado, trozos de un teléfono esparcidos. La cama estaba sin hacer, y una sábana amarillenta formaba un rebujo en el suelo, como un helado derretido.
Volví a la puerta, casi esperando ver salir del bosque a Proctor, airado, blandiendo un arma y hablando entre dientes de fantasmas, y accioné el picaporte. Cedió sin más. Se oía el zumbido de las moscas, y columnas de hormigas avanzaban por el suelo de linóleo. La cabaña entera apestaba a tabaco. Eché un vistazo al frigorífico. La leche aún no había caducado, pero eso era allí lo que más se aproximaba al concepto de dieta sana, porque el resto consistía en la clase de comida ante la que un dietista perdería la voluntad de vivir: comida preparada barata, hamburguesas para calentar en microondas, carne enlatada. No había el menor indicio de la presencia de fruta o verdura, y al menos la mitad del espacio lo ocupaban botellas de Coca-Cola normal. En el rincón, la bolsa de basura rebosaba de envoltorios de patatas fritas, pollo y hamburguesas de establecimientos de comida rápida, latas de Red Bull aplastadas y frascos vacíos de Viks Nyquil. Aparte de latas de sopa y alubias, los estantes de la cocina de Proctor almacenaban esencialmente caramelos y galletas. También encontré un par de tarros grandes de café, y media docena de botellas de ginebra y vodka baratas. Junto a la cama habla más frascos de Nyquil, unos cuantos antihistamínicos y Sominex. Proctor vivía a base de estimulantes -azúcar, bebidas energéticas, cafeína, nicotina- y luego usaba fármacos que no necesitaban receta para ayudarlo a dormir. Vi también una caja vacía de clozapina, recetada hacía poco por un médico local, lo que significaba que Proctor había estado tan desesperado como para buscar ayuda profesional. La clozapina era un antipsicótico empleado como sedante y servía también para tratar la esquizofrenia. Me acordé de mi conversación con la hermana de Bernie Kramer, y de que, antes de quitarse la vida, Kramer decía que oía voces. Me pregunté qué voces oiría Harold Proctor.
En la cama estaban las llaves de la furgoneta, con la funda vacía de una pistola.
Seguí registrando la cabaña, y así encontré un sobre con dinero. Se hallaba debajo del colchón, sin cerrar, y contenía 2.500 dólares en billetes de veinte y cincuenta, todos bien colocado cara arriba. Ni siquiera allí, en pleno bosque, tenía mucho sentido que un hombre dejara dinero así bajo el colchón, pero la verdad era que nada de aquello tenía mucho sentido. Caía por su propio peso que Proctor no había puesto los pies en la cabaña, ni en la furgoneta, desde hacia un tiempo. Si hubiese tenido intención de marcharse, se habría llevado el dinero y la furgoneta. Si la hubiese dejado por alguna avería, se habría llevado igualmente el dinero. Volví a mirar el sobre. Estaba limpio y nuevo. No había pasado mucho tiempo debajo del colchón.
Volví a dejar el dinero donde lo había encontrado y me acerqué al motel. Sólo la recepción permanecía sin tapiar. La puerta no estaba cerrada con llave, así que eché un vistazo al interior. Saltaba a la vista que Proctor la había utilizado como almacén: en un rincón guardaba latas de comida -alubias, chili y estofado, sobre todo-, junto con grandes paquetes de papel higiénico y unas cuantas mosquiteras viejas. Un leve zumbido salía de algún sitio. Más allá del mostrador había una puerta cerrada, que daba, cabía suponer, a un despacho. Levanté la trampilla del mostrador y entré. Allí el sonido era más fuerte. Empujé la puerta con el pie.
Ante mí tenía una consola de madera con dieciséis bombillas pequeñas dispuestas en hileras de cuatro, cada una con su número. El sonido procedía de un altavoz situado junto a la consola. Supuse que era un antiguo sistema intercomunicador, que permitía a los huéspedes ponerse en contacto con la recepción sin usar un teléfono. Nunca había visto nada semejante, pero tal vez los Proctor no se tomaron la molestia de instalar teléfonos en todas las habitaciones cuando se inauguró el motel, u optaron inicialmente por un sistema menos convencional y luego lo conservaron a modo de curiosidad. La consola no tenía marca, y pensé que quizás era de fabricación casera. En todo caso, era evidente que el motel tenía aún suministro eléctrico.
El sonido me inquietaba. Tal vez se debiera sólo a un fallo, pero ¿por qué ahora? Por otro lado, con o sin suministro, era raro que el sistema siguiera funcionando después de tantos años. Aunque también es cierto que antiguamente construían las cosas para que durasen, y hoy día resultaba deprimente lo mucho que nos sorprendían los trabajos bien hechos. Examiné la consola, golpeteando las bombillas una tras otra.
Cuando toqué la bombilla de la habitación número quince, produjo un parpadeo rojo.
Desenfundé la pistola, volví a salir y recorrí las puertas de la derecha. Al llegar a la catorce, vi que habían retirado los tornillos del tablero con el que se había tapiado la puerta, y ahora el tablero se hallaba sólo apoyado contra el marco. Pero cuando me acerqué a la habitación número quince, el tablero permanecía en su sitio. Aun así, oí dentro el zumbido reverberante del intercomunicador.
Me apoyé en la sección de pared que separaba las dos puertas y llamé.
– ¿Señor Proctor? ¿Está usted ahí?
No hubo respuesta. Aparté con un rápido movimiento el tablero de delante de la habitación catorce. La puerta estaba cerrada. Probé el picaporte y se abrió sin dificultad. La luz del día iluminó el armazón desnudo de una cama colocado verticalmente contra la pared, lo que dejaba casi todo el espacio despejado. Las dos mesillas de noche estaban en un rincón, una encima de la otra. Aparte de eso, no había ningún otro mueble. En la alfombra, que olía a moho, se veían hebras blancas. Cogí una y la sostuve al trasluz: era viruta de madera. Al lado de las mesillas descubrí un par de trozos de gomaespuma. Deslicé la mano por la alfombra y percibí las marcas dejadas por algún tipo de caja. Con cautela, me aproximé al pequeño cuarto de baño situado al fondo, pero estaba vacío. Las habitaciones catorce y quince no se hallaban comunicadas mediante una puerta.
Me disponía a salir cuando reparé en unas señales en la pared. Tuve que alumbrarlas con la linterna para verlas bien. Tenían forma de huellas de manos, pero parecían grabadas a fuego en la pintura. Cuando las rocé con los dedos, desprendieron ceniza y pintura descascarillada. Experimenté una desagradable sensación de contaminación, y aunque la cama estaba desnuda, y la habitación húmeda, presentí que había sido ocupada recientemente, tanto que casi pude oír el eco menguante de una conversación.
Volví a salir y examiné la entrada tapiada de la habitación número quince. El tablero debería haber estado sujeto mediante tornillos, igual que en las otras puertas ante las que había pasado, pero no se veían las cabezas. Sin hacerme grandes ilusiones, logré deslizar los dedos por la brecha entre el tablero y la puerta y tiré.
El tablero se soltó fácilmente, tanto que casi caí de espaldas. Advertí que lo sostenía apenas un único tornillo largo que traspasaba el marco y el tablero. El tornillo había sido colocado desde el interior, no desde fuera. Esta vez, cuando accioné el picaporte, la puerta no se abrió. Asesté una patada a la puerta, pero estaba bien cerrada. Regresé al coche y saqué una palanca del maletero, pero tampoco con ella tuve suerte. La puerta había sido atrancada con firmeza desde dentro. Opté por intentarlo con el tablero que tapaba la ventana. Fue más fácil, ya que estaba sujeto al marco con clavos, no con tornillos. Al desprenderse, reveló un cristal grueso y mugriento, agrietado, pero no roto, a causa de un par de orificios de bala. Dentro las cortinas estaban corridas.
Aunque no sin cierto esfuerzo, conseguí romper el grueso cristal con la palanca y de inmediato me puse a cubierto tras la pared por si acaso quien estuviera dentro se hallaba aún en condiciones de pegarme un tiro, pero del interior no llegó sonido alguno. En cuanto percibí el olor, supe por qué. Aparté las cortinas y entré en la habitación.
Habían roto la cama y clavado los tablones al marco de la puerta para atrancarla. Más clavos, introducidos en ángulo oblicuo, sujetaban la puerta al marco, aunque algunos se habían salido, parcialmente o por completo, como si quien los había colocado se lo hubiese replanteado después y hubiese empezado a retirarlos; eso, o eran tan largos que habían traspasado totalmente el marco y alguien desde fuera los había hundido a martillazos, aunque no vi las señales en las puntas.
En esa habitación había más muebles que en la contigua: incluía una cómoda alargada y un soporte de televisión, además de dos camas individuales y dos mesillas. Estaba todo amontonado en un rincón, tal y como un niño habría construido una fortaleza en su casa. Me acerqué. Un hombre yacía desmadejado en el rincón detrás de los muebles, con la cabeza apoyada en el botón del intercomunicador empotrado en la pared. Una mancha difusa de sangre y hueso se extendía detrás de su cabeza. Medio sostenía una Browning con la mano derecha. Tenía el cuerpo hinchado, y tan invadido de gusanos e insectos que se creaba una impresión de movimiento y vida. Se habían cebado en los ojos, dejando las cuencas vacías. Me tapé la boca con la mano, pero el hedor era demasiado intenso. Me asomé por la ventana, respirando entrecortadamente, y procuré no vomitar. Cuando me recobré, me quité la chaqueta y me cubrí la cara con ella. A continuación llevé a cabo un rápido reconocimiento de la habitación. Había una caja de herramientas junto al cadáver, además de una pistola de clavos. No se veía la menor señal de comida ni agua. Deslicé los dedos por el revestimiento metálico de la puerta y noté más orificios de bala. Los iluminé con la linterna y vi más en las paredes. Conté doce en total. El cargador de una Browning contenía trece balas. Había reservado la última para sí mismo.
En el Lexus llevaba una botella de agua. La usé para quitarme de la boca el sabor a putrefacción, pero aún notaba el olor en la ropa. Ahora apestaba a jabón, a ciervo muerto y a hombre muerto.
Telefoneé al 911 y esperé a que llegara la policía.
Los nombres seguían obsesionándolo. Estaba Gazaliya, quizás el barrio más peligroso de Bagdad, donde todo había terminado, y estaban también Dora y Sadiya, lugares donde mataron a los basureros para que la inmundicia se amontonara en las calles y fuera imposible vivir allí. Estaba la mezquita de Um al-Qura, en el oeste de Bagdad, foco de la insurgencia suní, que, en un mundo ideal, ellos habrían borrado de la faz de la tierra sin más. Estaba el hipódromo de Amiriya, donde se compraba y vendía a las víctimas de los secuestros. Desde el hipódromo, una carretera conducía directamente a Garma, controlada por los insurgentes. En cuanto te llevaban a Garma, estabas perdido.
En Al-Adhamiya, el bastión suní en Bagdad, cerca del río Tigris, los escuadrones de la muerte chiítas se vestían de policía e instalaban falsos puestos de control para atrapar a sus vecinos suníes. En teoría, los chiítas estaban de nuestro lado, pero en realidad no había nadie de nuestro lado. Por lo que él veía, la única diferencia entre suníes y chiítas residía en la manera de matar. Los suníes decapitaban: una noche, él y otros dos vieron una decapitación en un DVD que les entregó su intérprete. Todos querían verla, pero él se arrepintió de pedirlo nada más aparecer las primeras imágenes. Salía el hombre, amedrentado: no era un americano, porque no querían ver morir a uno de los suyos, sino un pobre desdichado, chiíta, que se había equivocado de camino en un desvío, o se había detenido cuando debería haber pisado el acelerador y haberse arriesgado con las balas. Lo que más le chocó fue la naturalidad del verdugo, lo ajeno que parecía a su tarea: aquella forma de cortar metódica, sobria, práctica, como si se tratase del sacrificio ritual de un animal; una muerte espantosa, pero sin sadismo más allá del hecho mismo de matar. Después, todos coincidieron en sus comentarios: no permitáis que me cojan. A la menor posibilidad de que eso ocurra, y si lo veis, matadme. Matadnos a todos.
Los chiítas, por su parte, torturaban. Sentían especial afición por el taladro eléctrico: rodillas, codos, entrepierna, ojos. Así eran las cosas: los suníes decapitaban, los chiítas martirizaban, y todos rezaban al mismo dios, sólo que existían ciertas discrepancias sobre quién debía ser el sucesor del profeta Mahoma tras su muerte, y por eso ahora cortaban cabezas y taladraban huesos. Todo se reducía a qisas: la venganza. No se sorprendió cuando el intérprete le dijo que, según el calendario islámico, aún estaban en el siglo XV: 1424 o algo así, cuando él llegó a Iraq. No le extrañó en absoluto, porque aquella gente se comportaba como en la Edad Media.
Pero ahora formaban parte de una guerra moderna, una guerra librada con gafas de visión nocturna y armas pesadas. Respondían con lanzagranadas, y morteros, y bombas escondidas dentro de perros muertos. A falta de eso, se valían de piedras y cuchillos. Respondían a lo nuevo con lo viejo; armas viejas y nombres viejos: Nergal y Ninazu, y aquel cuyo nombre se perdió. Tendieron la trampa y esperaron a que llegaran.