Walsh me obligó a esperar sentado hasta que levantaron el cadáver de Proctor. Creo que me castigaba por no ser más comunicativo, pero al menos me dirigía la palabra y no se había sacado de la manga ninguna vaguedad legal para tenerme encerrado en una celda esa noche. Como tardaría casi tres horas en llegar a Portland, y estaba cansado y quería ducharme, decidí buscar un sitio cerca para pernoctar. No fue una decisión exclusivamente mía. El equipo forense prefería aguardar hasta la mañana para llevar a cabo un reconocimiento exhaustivo del recinto, y los perros rastreadores llegarían poco después. Walsh había comentado que quizá yo, en un espíritu de cooperación y buena voluntad, no tuviera inconveniente en quedarme en la zona, por si al día siguiente, o durante la noche, se le ocurría alguna pregunta que hacerme.
– Tengo un cuaderno en la mesilla de noche sólo para eso -explicó mientras apoyaba su considerable mole contra el coche.
– ¿En serio? -pregunté-. ¿Por si le viene a la cabeza alguna pregunta incómoda para mí?
– Exacto. Le sorprendería saber la de policías que podrían decir eso mismo.
– No, no me sorprendería.
Movió la cabeza en un gesto de desesperación, como un adiestrador canino ante un perro obstinado que se niega a entregar la pelota. A cierta distancia, Soames nos observaba con expresión disgustada. Una vez más saltaba a la vista que quería participar en la conversación, pero Walsh lo excluía aposta. Resultaba interesante. Auguré tensiones en su relación. Si hubiesen sido pareja, esa noche Walsh habría dormido en la habitación de invitados.
– Algunos dirían que nosotros, los policías estatales mal pagados, tenemos razones más que justificadas para guardarle cierto resentimiento por cómo acabó Hansen -prosiguió, y de inmediato recordé a Hansen, un inspector de la policía estatal de Maine, en la casa vacía de Brooklyn donde habían asesinado a mí mujer y a mi hija. Me había seguido hasta allí movido por un celo apostólico mal orientado y había sido castigado por ello: no por mí, sino por otro, un asesino para quien Hansen era intrascendente y yo era el verdadero trofeo.
– Parece que no podrá volver a trabajar -comentó Walsh-, y nunca ha quedado claro qué hacía en la casa de usted la noche que resultó herido.
– ¿Está pidiéndome que le cuente qué pasó aquella noche?
– No, porque sé que no lo hará, y además ya leí la versión oficial. El informe tenía más agujeros que los calzoncillos de un vagabundo. Si me dijera algo, sería mentira, o una verdad a medias, como todo lo que me ha dicho esta noche hasta el momento.
– Y sin embargo aquí estamos, tomando el aire nocturno y comportándonos educadamente.
– Así es. Seguro que siente curiosidad por saber cuál es la razón.
– Adelante, he picado.
Walsh se irguió y, separándose del coche, buscó el tabaco y encendió un cigarrillo.
– La razón es que, aun siendo usted un capullo, y creyéndose más listo que nadie pese a las abrumadoras pruebas en sentido contrario, considero que lucha por una buena causa. Ya hablaremos mañana, por si a lo largo de la noche he apuntado algo brillante y mordaz en mi cuaderno, o por si ha contaminado en algún sitio el lugar del hecho y el equipo forense tiene alguna pregunta que hacerle, pero después puede seguir con sus asuntos. Lo que espero a cambio es que, en algún punto del futuro cercano, se sienta obligado a descargar la conciencia y me telefonee para contarme lo que sabe, o lo que ha averiguado. Entonces, si no es demasiado tarde para hacer algo al respecto…, aparte de levantar otro cadáver, dados sus antecedentes…, tendré respuesta a lo ocurrido aquí, e incluso puede que me asciendan por resolverlo. ¿Qué le parece?
– Me parece razonable.
– Eso me gustaría pensar. Ahora puede subirse a su elegante Lexus y marcharse. Algunos tenemos muchas horas extra por delante. Por cierto, nunca lo habría imaginado con un Lexus. Lo último que oí fue que tenía un Mustang, como si fuera Steve McQueen.
– El Mustang está en el taller -mentí-. Éste me lo han prestado.
– ¿Un coche prestado de Nueva York? No me dé motivos para comprobar la matrícula. En fin, si no encuentra habitación en Rangeley, puede dormir en el coche. Hay espacio de sobra. Conduzca con prudencia.
Volví a Rangeley y pregunté si tenían habitación en el Rangeley Inn. El edificio principal, con cabezas de ciervo y un oso disecado en el vestíbulo, aún no había abierto para la temporada, así que me dieron una habitación en los alojamientos de la parte de atrás. Vi un par de coches aparcados cerca, uno de ellos con un mapa de la zona en el asiento del acompañante y una pegatina de una emisora de televisión de Bangor en el salpicadero a la que habían añadido un rótulo escrito a mano con la súplica: «¡Por favor, grúa no!». Me duché y me cambié la camisa por una camiseta que había comprado en una gasolinera. Aún tenía impregnado en mí el hedor a descomposición de Proctor, pero era más el recuerdo que un olor real. Y mi inquietud por la sensación de malestar que había experimentado en la habitación contigua a la del cadáver de Proctor era mayor. Era como si yo hubiese aparecido allí justo al final de una discusión, a tiempo de oír sólo el eco de las últimas palabras, puro veneno y malevolencia. Me pregunté si eran las mismas palabras que había oído Harold Proctor antes de morir.
Me acerqué a la taberna Sarge's para comer algo. No fue una elección difícil: por allí era el único sitio que parecía abierto. El Sarge's tenía una larga barra curva con cinco televisores que emitían cuatro deportes distintos y, en la última pantalla detrás de la barra, un noticiario local. Habían quitado el volumen de los televisores con programación deportiva, y varios hombres veían el telediario en silencio. La muerte de Proctor era la noticia de cabecera, tanto por la peculiaridad de su fallecimiento como por el hecho de que era una noche sin muchas noticias. Por lo regular, los suicidios no merecían tanta cobertura, y normalmente las emisoras locales tendían a respetar los sentimientos de los familiares del difunto, pero era obvio que algunos de los detalles de la muerte de Proctor habían captado su atención: un hombre encerrado en una habitación de un motel abandonado, muerto aparentemente a causa de una herida autoprovocada. No mencionaban los disparos de Proctor contra alguien que estaba fuera de la habitación antes de quitarse la vida.
Oí un murmullo de voces cuando tomé asiento lejos de la barra, y un par de cabezas se volvieron hacia mí. Una era la de Stunden, el taxidermista. Pedí una hamburguesa y una copa de vino a la camarera. El vino llegó al instante, seguido de cerca por Stunden. Me maldije en silencio. Me había olvidado por completo de mi anterior promesa. Lo mínimo que le debía, tanto por la información que me había dado como por su interés en Harold Proctor, era una visita personal y algunas aclaraciones en cuanto a lo ocurrido.
Aquellos que se habían quedado en sus asientos miraban todos en dirección a mí. Stunden esbozó una sonrisa de disculpa y lanzó una ojeada a los hombres situados detrás de él, como diciendo: «Bueno, ya sabe cómo son los pueblos». En honor a la verdad, debo reconocer que los de la barra intentaban claramente compensar la curiosidad con cierto aire abochornado, pero la curiosidad llevaba la delantera de lejos.
– Perdone que lo moleste, señor Parker, pero hemos oído que fue usted quien encontró a Harold.
Señalé la silla frente a mí y se sentó.
– No se disculpe, señor Stunden. Debería haberle hecho una visita de cortesía en cuanto la policía me ha dejado marchar, pero ha sido un día muy largo y se me ha pasado. Lo siento.
Stunden tenía los ojos enrojecidos. Había bebido un poco, pero pensé que quizá también había llorado.
– Lo comprendo. Ha sido un disgusto para todos nosotros. No he podido abrir el bar, no después de algo así. Por eso estoy aquí. He pensado que quizás alguien estaba mejor informado que yo, y entonces ha entrado usted y, bueno…
– No puedo decirle gran cosa -contesté, y él, inteligente como era, captó de inmediato el doble sentido de mis palabras.
– Me basta con lo que sí puede contar. ¿Es verdad lo que dicen de él?
– Lo que dice ¿quién?
Stunden se encogió de hombros.
– En la tele. Aquí no ha llegado ningún dato oficial de los inspectores. Lo más aproximado que tenemos es la versión de la patrulla fronteriza. Según dicen, Harold se suicidó.
– Eso parece.
Si Stunden hubiese tenido una gorra entre las manos, habría estado retorciéndola, de tan inquieto como se sentía.
– Uno de los agentes de la patrulla fronteriza le ha comentado a Ben -señaló con el pulgar a un hombre obeso en camisa de camuflaje, con el cinturón tan cargado de llaves, navajas, teléfonos y linternas que el pantalón casi le caía a la altura de los muslos- que en la muerte de Harold hay cierto tufo raro, pero no ha querido explicar por qué.
Otra vez esa palabra: tufo. En Joel Tobias había también un tufo raro. Todo despedía un tufo raro.
Ben y otros dos hombres que habían estado sentados en la barra se fueron acercando a nosotros, atraídos por la posibilidad de recibir alguna aclaración. Sopesé mis opciones antes de hablar, y comprendí que nada ganaba ocultándoles información. Al final todo saldría a la luz, si no esa misma noche al entrar a tomar una copa algún policía fronterizo fuera de servicio, como muy tarde a la mañana siguiente, cuando las fuentes de información del propio pueblo se pusieran en marcha. Pero también era consciente de que si por un lado había aspectos de la muerte de Harold Proctor que ellos ignoraban, por otro existían partes de su vida que yo no conocía y ellos sí. Stunden había supuesto una gran ayuda para mí. Algunos de aquellos hombres también podían serlo.
– Disparó todas las balas de su pistola antes de morir -dije-. Se reservó la última para sí mismo.
Probablemente a todos se les ocurrió la misma pregunta al mismo tiempo, pero fue Stunden quien la planteó:
– ¿A qué le disparó?
– A algo en el exterior -respondí, arrinconando de nuevo en el fondo de mi cabeza la disposición de los orificios de bala en la habitación.
– ¿Cree que lo persiguieron hasta allí? -preguntó Stunden.
– Es difícil que un hombre perseguido tuviera tiempo de clavar la puerta al marco -contesté.
– Dios santo, Harold estaba loco -comentó Ben-. Nunca volvió a ser el mismo después de Iraq.
Todos asintieron. De haber sido por ellos, habrían grabado en la lápida: HAROLD PROCTOR. NO TE ECHAMOS MUCHO DE MENOS. ESTABA LOCO.
– Bien, pues -dije-. Ya saben tanto como yo.
Empezaron a alejarse. Sólo se quedó Stunden. Era el único de los presentes que parecía sinceramente afectado por las circunstancias de la muerte de Harold.
– ¿Está bien? -le pregunté.
– No, la verdad es que no. Supongo que de un tiempo a esta parte ya no estaba tan unido a Harold como antes, pero seguía siendo su amigo. Me atormenta pensar que él estuviera tan…
No encontró la palabra.
– ¿Asustado? -pregunté.
– Sí, asustado y solo. Morir así, en fin…, no me parece bien, sencillamente.
La camarera se acercó con mi hamburguesa y pedí otra copa de vino, pese a que apenas había tocado la que tenía delante. Señalé el vaso de Stunden.
– Bushmills -dijo-. Sin agua. Gracias.
Aguardé a que llegaran las copas y se marchara la camarera. Stunden echó un largo trago de la suya mientras yo empezaba a comer.
– E imagino que me siento culpable -continuó-. ¿Tiene alguna lógica? Me da la sensación de que si me hubiese esforzado más por mantener el contacto con él, por sacarlo de su cascarón, por interesarme en sus problemas, esto no habría pasado.
Podría haberle mentido. Podría haberle dicho que la muerte de Proctor no tenía nada que ver con él, que Proctor había enfilado un camino distinto, un camino que en último extremo llevaba a una muerte en medio de la soledad y el terror en una habitación cerrada, pero me abstuve. Habría sido menospreciar al hombre que tenía ante mí, un hombre con decencia y sentido del honor.
– No sé si esto es verdad o no -contesté-. Pero Harold se había metido en algo raro, y de eso no tuvo usted la culpa. Al final, ésa ha sido la causa de su muerte, seguramente.
– ¿Algo raro? -repitió-. ¿Qué quiere decir con eso de «raro»?
– ¿Alguna vez vio entrar y salir camiones del motel de Harold? -pregunté-. Camiones grandes, quizá procedentes de Canadá.
– Uf, no me habría enterado. Si venían de Portland o Augusta, tal vez sí, pero si venían por Coburn Gore, llegaban al motel de Harold sin pasar por Langdon.
– ¿Alguien podría saberlo?
– Ya preguntaré.
– No dispongo de tanto tiempo, señor Stunden. Mire, no soy policía, y usted no está obligado a darme información, pero ¿recuerda lo que le he dicho antes?
Stunden asintió con la cabeza.
– Sobre el chico que se mató.
– Sí. Y ahora Harold Proctor ha muerto. Y parece otro suicidio.
Podría haber mencionado a Kramer en Quebec, y a Brett Harlan y su mujer, para asegurarme el trato, pero si lo hacía, se convertiría en la comidilla del bar, y tarde o temprano llegaría a oídos de la policía. Había diversas razones por las que no deseaba que eso ocurriera. Acababa de recuperar la licencia, y pese a vagas garantías de que no existía riesgo de una nueva revocación inmediata, no me convenía dar a la policía estatal ninguna excusa para venir a por mí. En el mejor de los casos, contrariaría a Walsh, que me inspiraba cierta simpatía, aunque si alguna vez acabábamos los dos en la cárcel, preferiría no compartir celda con él.
Pero, más aún, reconocí en mí la avidez de otros tiempos. Deseaba explorar lo que estaba sucediendo, desvelar los vínculos más profundos entre las muertes de Harold Proctor, Damien Patchett y los otros. Ahora sabía que era un investigador privado sólo nominalmente, que los casos rutinarios, como los fraudes a las compañías de seguros, las infidelidades conyugales y los empleados que robaban a sus empresas, quizá bastaran para pagar las facturas, pero no eran más que eso. Por fin había comprendido que mi deseo de incorporarme a la policía y mi breve y no del todo distinguida carrera en el Departamento de Policía de Nueva York no se debía sólo al intento de compensar las supuestas faltas de mi padre. Él había matado a dos jóvenes antes de quitarse la vida, y sus actos habían mancillado su recuerdo y me habían marcado a mí. Yo fui mal policía -no corrupto, ni violento, ni incompetente-, pero malo en todo caso, porque carecía de la disciplina y la paciencia que el trabajo requería, y quizá me sobraba ego. Obtener la licencia de investigador privado se me había antojado una solución intermedia con la que podía vivir, una manera de tener una vaga sensación de finalidad mediante la adquisición de los símbolos de la legalidad. Sabía que nunca más podría ser policía, pero aún poseía los instintos necesarios, y la sensación de finalidad, de vocación, que distinguía a aquellos que no lo hacían exclusivamente por las prestaciones, ni por la camaradería, ni por la promesa de jubilarse tras veinte años y abrir un bar en Boca Raton.
Por tanto, habría podido poner a disposición de Walsh todo lo que sabía o sospechaba y marcharme. Al fin y al cabo, él contaba con más recursos, y yo no tenía ninguna razón para pensar que su sentido de finalidad era inferior al mío. Pero yo quería otra cosa. Sin eso, ¿a qué quedaba reducido? Así que correría el riesgo; intercambiaría lo que tuviera que intercambiar, y acapararía cuanto pudiera. En algún momento hay que confiar en los instintos, y en uno mismo. Algo había aprendido desde que me arrebataron a mi mujer y mi hija y di caza al responsable: se me daba bien lo que hacía.
¿Por qué?
Porque no tenía nada más.
Ahora estaba observando a Stunden, que reflexionaba sobre los dos suicidios. Guardé silencio. Me limité a dejar que la posibilidad de una conexión flotara ante él como una mosca de vivos colores en espera de que mordiese el anzuelo.
– Hay un tal Geagan, Edward Geagan -dijo Stunden-. Vive más allá del motel de Harold. Es imposible saberlo, a menos que uno vaya a buscarlo expresamente, pero está allí mismo. Como mucha gente de por aquí, como el propio Harold, lleva una vida aislada, pero no es un hombre raro ni nada por el estilo. Sencillamente es callado. Si alguien sabe algo, ése es Edward.
– Quiero hablar con él antes que la policía. ¿Tiene teléfono?
– ¿Edward? He dicho que era callado, no que fuese primitivo. Se dedica a no sé qué a través de Internet. Marketing, creo. Yo ni siquiera sé qué significa «marketing», pero allí hay más ordenadores que en la NASA. Y un teléfono -añadió.
– Llámelo.
– ¿Puedo prometerle que lo invitará a una copa?
– ¿Sabe esas películas del Oeste antiguas en las que el héroe dice al camarero que deje la botella?
Stunden parpadeó.
– Llamaré a Edward.
Edward Geagan podría haber pertenecido a la sección de bichos raros en cualquier agencia de actores de reparto. Alto, pálido y delgado, tendría unos treinta y cinco años, el pelo rojizo, largo, llevaba gafas sin montura, y vestía un pantalón de poliéster marrón, zapatos marrones baratos y una camisa de color habano claro. Era como si alguien le hubiera puesto una peluca a una jirafa y la hubiera llevado a comprar ropa a un mercadillo.
– Te presento al señor Parker, el hombre del que te he hablado -dijo Stunden-. Le gustaría hacerte unas preguntas.
Habló como si se dirigiera a un niño. Geagan lo miró enarcando una ceja.
– Stunds, ¿por qué insistes en hablarme como si fuera retrasado mental? -preguntó, pero no se advertía en su voz el menor asomo de hostilidad, sólo un tonillo vagamente risueño mezclado con algo de impaciencia.
– Porque parece que tu sitio está en el MIT, no en un bosque de Franklin County -contestó Stunden-. Tengo la sensación de que debo cuidar de ti.
Geagan le sonrió, y Stunden, por primera vez aquella noche, sonrió también.
– Capullo.
– Paleto.
Al final, el camarero se negó a dejarnos la botella, pero estuvo dispuesto a seguir rellenándonos las copas mientras Stunden y Geagan pudieran seguir pidiendo sin que se les trabara la lengua. Por desgracia para mí, su tolerancia al alcohol era tan alta como su tolerancia mutua. El bar empezó a vaciarse más o menos al mismo ritmo que la botella detrás de la barra, hasta que pronto sólo quedábamos nosotros. Charlamos un rato de todo un poco, y Geagan me contó que había acabado en Franklin County ya harto de la vida urbana en Boston.
– El primer invierno fue duro -dijo-. Boston me parecía espantoso cuando nevaba, pero aquí…, en fin, uno tiene la impresión de hallarse bajo un alud. -Hizo una mueca-. También echo de menos a las mujeres. La compañía femenina, ya me entiende. En estos pueblos pequeños, las que no están casadas se han marchado. Es como estar en la Legión Extranjera.
– Mejora cuando vienen los turistas -observó Stunden-. No mucho, pero un poco sí.
– Maldita sea, para entonces me habré muerto de frustración.
Los dos fijaron la mirada en el fondo de sus vasos, como si esperaran que una sirena asomara la cabeza desde el whisky y meneara la cola en actitud invitadora.
– Y en cuanto a Harold Proctor… -dije, intentando cambiar el rumbo de la conversación.
– Me he sorprendido al enterarme -comentó Geagan-. No era de ésos.
Esa frase empezaba a repetirse quizá demasiado. Bennett Patchett la había empleado referida a su hijo, y Carrie Saunders había dicho más o menos lo mismo sobre Damien Patchett y Brett Harlan. Si estaban todos en lo cierto, había muchos muertos que no tenían por qué haber muerto.
– ¿Por qué lo dice?
– Era un tipo duro. No lamentaba nada de lo que había hecho allí, y había hecho auténticas barbaridades, o eso decía. Bueno, a mi me parecían barbaridades, pero, claro, yo no he matado a nadie. Ni mataré a nadie, espero.
– ¿Usted se llevaba bien con él?
– Tomábamos una copa juntos alguna que otra vez en invierno, y me ayudó cuando se me averió el generador. Teníamos una buena relación de vecindad sin ser amigos. Así son las cosas aquí. Pero Harold cambió de pronto. Se lo comenté a Stunds, aquí presente, y él dijo lo mismo. Harold empezó a mostrarse cada vez más reservado, y eso que nunca había sido precisamente una cotorra. Lo oía volver en su furgoneta a horas extrañas: ya de noche, y a veces pasadas las doce. Luego empezó a llegar el camión. Uno enorme…, rojo, creo, con remolque.
Un camión rojo, como el de Joel Tobias.
– ¿Llegó a ver la matrícula?
Geagan la recitó de memoria. Era Tobias sin lugar a dudas.
– Tengo memoria fotográfica -explicó-. Me viene bien para mi trabajo.
– ¿Cuándo sucedió?
– Cuatro o cinco veces, que yo recuerde: dos veces el mes pasado, una éste, y la última vez ayer.
Me eché hacia delante.
– ¿El camión pasó por aquí ayer?
Geagan pareció aturullarse, como si temiera haberse equivocado. Hizo la cuenta de los días.
– Sí, ayer por la mañana. Lo vi marcharse cuando volvía a mi casa del pueblo, así que no sé a qué hora llegó.
Por lo poco que me había contado Walsh, sabía que Proctor llevaba muerto dos o tres días. Con el calor acumulado en la habitación, la descomposición se había acelerado, y resultaba difícil saberlo. Ahora, al parecer, Tobias había estado en el motel después de la muerte de Proctor, pero no se había tomado la molestia de buscarlo; eso, o sabía que Proctor estaba muerto y no dijo nada, cosa poco probable. A quienquiera que Proctor hubiese disparado, no era Joel Tobias.
– ¿Y seguro que era siempre el mismo camión?
– Sí, ya se lo he dicho: lo he visto unas cuantas veces. Harold y el otro hombre, el camionero… No, espere, creo que una vez eran tres…, descargaban el remolque y luego el camión se iba.
– ¿Se lo mencionó alguna vez a Harold?
– No.
– ¿Por qué no?
– A mí no me molestaba, y seguramente a Harold no le habría gustado que se lo preguntara. Debía de saber que yo podía oírlos o verlos, pero aquí no conviene interrogar a la gente sobre sus asuntos.
– ¿Y usted no sintió curiosidad por saber qué hacía?
Geagan pareció incomodarse.
– Pensé que quizá se planteaba volver a abrir el motel. A veces hablaba de eso, pero no tenía dinero para reformarlo.
Geagan eludía mi mirada.
– ¿Y? -pregunté.
– A Harold le gustaba fumar un poco de maría. A mí también. Sabía dónde conseguirla, y yo se la pagaba. No mucha, lo justo para sobrellevar los largos meses del invierno.
– ¿Harold trapicheaba?
– No, no creo. Simplemente tenía un proveedor.
– Pero pensó que quizá guardaba drogas en el motel, ¿no?
– Tendría su lógica, sobre todo si necesitaba ganar un poco de dinero para volver a abrir.
– ¿Sintió la tentación de echar un vistazo?
Geagan se incomodó más aún.
– Quizás una vez, cuando Harold no estaba.
– ¿Y qué vio?
– Todas las habitaciones estaban tapiadas, pero vi que algunas habían sido abiertas recientemente. Había virutas de madera en el suelo, y surcos en la tierra, como si hubieran metido algo pesado con una carretilla.
– Desde la ventana de su casa, ¿nunca llegó a ver qué metían allí?
– El camión siempre quedaba de frente. Si descargaban algo, convenía colocar la parte de atrás del camión hacia el motel. Nunca vi claramente qué trasladaban.
Nunca vio «claramente».
– Pero creyó entrever algo, ¿no es así?
– Va a parecerle raro.
– Estoy curado de espanto, créame.
– Verá, yo diría que era una estatua. Como una de esas estatuas griegas, ya me entiende, esas blancas, las de los museos. Al principio pensé que era un cadáver, pero no tenía brazos: como la Venus de Milo, pero en hombre.
– Vaya por Dios -exclamé en un susurro. No eran drogas: eran antigüedades. Joel Tobias era una caja de sorpresas-. ¿Ha hablado ya con la policía?
– No. Seguramente ni saben que vivo allí arriba.
– Hable con ellos mañana por la mañana, pero que sea a última hora. Cuénteles lo que me ha contado a mí. Una cosa más: la policía piensa que Harold se mató hace tres días, poco más o menos. ¿Oyó usted algún disparo por entonces?
– No, estuve en Boston hasta anteayer, visitando a mi familia. Supongo que Harold se suicidó cuando yo no estaba. Porque se suicidó, ¿no?
– Creo que sí.
– Entonces, ¿por qué se encerró en esa habitación para hacerlo? ¿A qué disparaba antes de morir?
– No lo sé.
Pedí la cuenta al camarero. Oí abrirse la puerta a mis espaldas, pero no me volví. Stunden y Geagan alzaron la mirada y les cambió la expresión, iluminándose sus rostros después del sombrío cariz de nuestra charla.
– Parece que la suerte de alguien podría estar a punto de cambiar -comentó Geagan, alisándose el pelo-, y desde luego espero que sea la mía.
Con la mayor naturalidad que me fue posible, intenté echar una ojeada por encima del hombro, pero la mujer estaba ya junto a mi mano derecha.
– ¿Me permite invitarle a una copa, señor Parker?