Los primeros en presentarse en el motel de Proctor fueron dos agentes de la policía estatal llegados de Skowhegan. Yo no los conocía, pero uno de ellos había oído hablar de mí. Tras un breve interrogatorio, me permitieron quedarme en el Lexus mientras esperábamos a los inspectores. Los agentes estuvieron charlando, pero a mí me dejaron en paz hasta que, pasada una hora poco más o menos, aparecieron los inspectores. Para entonces el sol ya se ponía, y encendieron las linternas para proceder al reconocimiento del lugar.
Casualmente, conocía a uno de ellos. Se llamaba Gordon Walsh, y al apearse del coche ofrecía todo el aspecto de un auténtico matón; viéndolo con sus gafas de sol, parecía un gran insecto que había evolucionado hasta el punto de poder ponerse un traje. Había jugado al fútbol en la universidad y se mantenía en forma. Me sacaba diez o quince centímetros de estatura, y sus buenos veinte kilos de peso. Una cicatriz le atravesaba el mentón allí donde alguien había tenido la temeridad de rajarlo con una botella cuando aún era agente. No quería ni pensar qué había sido del agresor. Es probable que aún intentaran extraerle la botella quirúrgicamente de allí donde Walsh se la hubiera metido.
Lo acompañaba un inspector más joven y de menor envergadura a quien no reconocí. Tenía cierto aire de novato, un barniz de severidad que no disimulaba del todo su incertidumbre, como un potrillo que intenta estar a la altura del corcel que lo engendró. Walsh me miró pero no dijo nada; luego siguió a uno de los agentes hasta la habitación donde yacía el cadáver de Proctor. Antes de entrar, se puso un poco de Vicks VapoRub bajo la nariz. Aun así, no se quedó dentro mucho tiempo, y respiró hondo varias veces al salir. A continuación, su compañero y él fueron a la cabaña y pasaron allí un rato curioseando. Después examinaron la furgoneta, sin prestarme la menor atención de forma muy intencionada. Obviamente, Walsh encontró las llaves, y metiendo el brazo por la ventanilla de la furgoneta puso en marcha el motor. Arrancó a la primera. Lo apagó y dijo algo a su compañero antes de que los dos decidieran dedicarme por fin un poco de su tiempo.
Walsh, chupeteando una patilla de las gafas y emitiendo chasquidos de desaprobación, se acercó a mí.
– Charlie Parker -dijo-. En cuanto he oído su nombre, he sabido que iba a entretenerme más que de costumbre.
– Inspector Walsh -contesté-. He oído temblar a los malhechores y he sabido que usted andaba cerca. Veo que aún subsiste a base de carne cruda.
– Mens sana in corpore sano. Y viceversa. Eso es latín. Las ventajas de una educación católica. Le presento a mi compañero, el inspector Soames.
Soames asintió, pero no dijo nada. Tenía la boca rígida, y le sobresalía el mentón como a Dudley, el policía montado de los dibujos animados. Seguro que le rechinaban los dientes por la noche.
– ¿Lo ha matado usted? -preguntó Walsh.
– No, no lo he matado yo.
– Vaya por Dios, tenía la esperanza de dejar el caso resuelto antes de las doce de la noche si usted confesaba. Seguramente me habrían dado una medalla por meterlo por fin entre rejas.
– Y yo que pensaba que le caía bien, inspector.
– Y me cae bien. Imagínese lo que dicen de usted aquellos a quienes no les cae bien. En fin, si no está dispuesto a venirse abajo y confesar, ¿quiere al menos contarme algo útil? -preguntó Walsh.
– Se llama Harold Proctor, o supongo que es él, o lo era -contesté-. No lo conocía, así que no puedo asegurarlo.
– ¿Qué lo trae por estos lares?
– Estoy investigando el suicidio de un joven de Portland, un ex militar.
– ¿Al servicio de quién?
– El padre del chico.
– ¿Cómo se llama?
– El padre se llama Bennett Patchett. Es el dueño de la cafetería Downs, en Scarborough.
– ¿Qué pinta Proctor en eso?
– Es posible que Damien Patchett, el hijo, coincidiera con él en algún momento. Proctor asistió al entierro de Patchett. Pensé que podía aportar algún dato acerca del estado anímico de Damien antes de quitarse la vida.
– ¿«Aportar algún dato acerca del estado anímico»? Habla usted bien, debo reconocerlo. ¿Hay alguna duda acerca de cómo murió ese chico, Patchett?
– No que yo sepa. Se pegó un tiro en el bosque cerca de Cape Elizabeth.
– ¿Y cómo es que su padre le paga un buen dinero por investigar su muerte?
– Quiere saber qué empujó a su hijo a matarse. ¿Tan difícil es entenderlo?
A nuestras espaldas apareció la unidad forense, avanzando con dificultad por el sendero. Walsh tocó a su compañero en el brazo.
– Elliot, ve a ponerlos al corriente, oriéntalos en la dirección correcta.
Soames obedeció, pero no antes de formarse en su frente, por lo demás tersa, una ligera arruga de insatisfacción por verse apartado de la conversación mientras las personas mayores hablaban. Tal vez no fuera tan inepto como parecía.
– ¿Es nuevo? -pregunté.
– Es bueno. Ambicioso. Quiere resolver crímenes.
– ¿Se acuerda usted de cuando era así de joven?
– Yo nunca fui bueno, y si hubiese sido ambicioso, ahora estaría en otra parte. Aunque todavía me gusta resolver crímenes. Me da un objetivo. Sin eso, tengo la sensación de que no me gano el sueldo, y un hombre debe ganarse el sueldo. Lo que nos lleva de vuelta al tema de Patchett. -Miró por encima del hombro hacia Soames, que hablaba con un hombre que estaba poniéndose un mono blanco de protección-. A mi compañero le gusta hacer las cosas de manera oficial -explicó-. Mecanografía los informes sobre la marcha. Todo muy ordenado. -Se volvió hacia mí-. Yo, en cambio, tecleo como uno de los monos de Bob Newhart, y prefiero escribir los informes al final, no al principio. Así que mi impresión, extraoficial, es que está usted investigando el suicidio de un veterano, y eso lo ha traído hasta aquí, donde ha encontrado a otro veterano que también parece víctima de una herida de bala autoinfligida, sólo que consiguió vaciar casi todo un cargador contra alguien que estaba fuera antes de pegarse un tiro más en su propio cráneo. ¿Lo he entendido bien?
«Fuera.» La palabra me dio que pensar. Si la amenaza se hallaba fuera, ¿por qué Proctor había disparado contra las paredes de la habitación? Era ex militar, así que la mala puntería no podía ser la excusa. Pero la habitación estaba cerrada desde dentro, así que la amenaza no podía hallarse dentro, con él.
¿O sí?
Me reservé estas reflexiones, y me limité a contestar:
– Hasta ahí sí.
– ¿Qué edad tenía Patchett?
– Veintisiete años.
– ¿Y Proctor?
– Unos cincuenta, diría. O poco más. Sirvió en la primera guerra de Iraq.
– ¿Diría usted que era un hombre sociable?
– No tuve el placer de conocerlo.
– Pero él vivía aquí, y Patchett en Portland.
– En Scarborough.
– Los separan muchos kilómetros.
– Supongo. ¿Es esto un interrogatorio, inspector?
– Los interrogatorios implican luces intensas, y hombres sudorosos en mangas de camisa, y gente intentando llamar a un abogado. Esto es una conversación. La cuestión es: ¿cómo se conocieron Proctor y Patchett?
– ¿Tiene eso mucha importancia?
– Tiene importancia porque usted ha venido aquí, y porque los dos están muertos. Vamos, Parker, deme alguna opción.
No tenía mucho sentido callarme todo lo que sabía, pero decidí reservarme una parte, por si acaso.
– Al principio pensé que quizá Proctor fuera uno de los veteranos encargados de recibir a los soldados recién llegados del servicio activo, y Patchett y él se conocieran así, pero ahora contemplo la posibilidad de que Patchett y Proctor participaran en un negocio juntos.
– Patchett y Proctor. Eso suena a bufete de abogados. ¿Qué clase de negocio?
– No lo sé con seguridad, pero esto se encuentra cerca de la frontera, y recientemente se ha usado como almacén. Hay virutas de madera y bolas de gomaespuma en la habitación contigua a la del cadáver, y marcas en el suelo que parecen de cajas de embalaje. Quizá valga la pena traer a un perro rastreador.
– ¿Piensa que podrían ser drogas?
– Es posible.
– ¿Ha echado un vistazo dentro de la cabaña?
– Sólo para ver si él estaba allí.
– ¿La ha registrado?
– Eso sería ilegal.
– Ésa no es la respuesta a la pregunta, pero supondré que lo ha hecho. Yo lo habría hecho, y usted tiene al menos tan pocos escrúpulos como yo. Y como hace bien su trabajo, habrá encontrado un sobre lleno de dinero bajo el colchón.
– ¿Ah, sí? Qué interesante.
Walsh, apoyándose en mi coche, posó la vista primero en la cabaña, luego en la furgoneta y por último en el motel, y después volvió a recorrerlo todo con la mirada en sentido inverso. Adoptó una expresión de seriedad.
– Así que tiene dinero, comida en la nevera, bebida y caramelos suficientes para abastecer a una tienda, y parece que la furgoneta funciona. Sin embargo, se atrinchera en una habitación del motel, dispara contra la puerta y la ventana, y para acabar se mete la pistola en la boca y aprieta el gatillo.
– El teléfono, el televisor y la radio estaban destrozados -dije.
– Eso he visto. ¿Lo hizo él o fue otra persona?
– La cabaña no parecía revuelta. Todos los libros seguían en las estanterías, la ropa en el armario, y el colchón en la cama. Si alguien la hubiese registrado a fondo, habría encontrado el dinero.
– En el supuesto de que fuera ésa la intención.
– He hablado con un hombre de Langdon, un tal Stunden. Es el taxidermista, pero también lleva el bar.
– Ése es el encanto de los pueblos pequeños -comentó Walsh-. Si pudiese añadir a su lista de funciones la de enterrador, sería indispensable.
– Stunden me contó que Proctor estaba un tanto trastornado. Creía que le rondaban fantasmas.
– ¿Fantasmas?
– Es la palabra que usó Stunden, pero él pensó que podía tratarse de un síntoma del estrés postraumático, como consecuencia de su período de servicio en Iraq. No habría sido el primer soldado en volver con heridas mentales además de físicas.
– ¿Como el hijo de su cliente? Dos suicidios, dos personas que se conocían. ¿No le resulta extraño?
No contesté. Me pregunté cuánto tardaría Walsh en relacionar las muertes de Proctor y Damien con el anterior suicidio de Bernie Kramer en Quebec y el suicidio con asesinato de Brett Harlan. Y en cuanto lo hiciese, localizaría también con toda probabilidad a Joel Tobias. Tomé nota mentalmente para pedirle a Bennett Patchett que, si mantenía alguna conversación con la policía del estado, omitiese el nombre de Tobias, al menos de momento.
Cuatro soldados, tres del mismo pelotón y uno relacionado tangencialmente con los demás, todos muertos a causa de heridas en apariencia autoprovocadas, junto con la esposa de uno de ellos, que había tenido la desgracia de encontrar a su marido con una bayoneta en la mano. Había consultado los artículos de prensa sobre esas muertes, y no me costó adivinar, leyendo entre líneas, que tanto Brett como Margaret Harlan habían tenido un final atroz.
Empezaba a estar cada vez más convencido de que en Iraq había ocurrido algo horrendo, una experiencia que los hombres de Stryker C habían compartido y traído consigo, por más que Carrie Saunders descartase la idea. Aún no alcanzaba a comprender cómo ligar eso con las sospechas de Jimmy Jewel sobre Tobias: que tenía organizada una operación de contrabando amparándose en su actividad de transportista. Pero no debían olvidarse otros hechos, como las marcas en el suelo de la habitación número catorce, los restos de material de embalaje y, si Stunden no se equivocaba, la visita a Proctor de varios hombres de Stryker C antes de su muerte. Por otra parte, estaba el dinero en efectivo bajo el colchón, que inducía a pensar que Proctor había recibido un pago por algo recientemente: espacio de almacenaje, supuse. Y eso planteaba otra pregunta: ¿qué se almacenaba? La droga seguía siendo la opción más probable, pero Jimmy Jewel tenía sus dudas, y se habría necesitado mucha droga, y muy pesada, para dejar esas marcas en la moqueta. En cualquier caso, por lo que yo sabía del narcotráfico internacional, Afganistán tenía más probabilidades que Iraq de ser una fuente de suministro de droga al por mayor, y el pelotón de Tobias no había servido en Afganistán.
Soames llamó a Walsh, y éste me dejó a solas con mis pensamientos. Me pregunté qué estaría ocurriendo en Bangor. Si Bobby Jandreau no entraba en razón y empezaba a hablar pronto, habría llegado el momento por fin de someter a considerable presión a Joel Tobias.
La oscuridad se impuso, pero no refrescó el ambiente. Los insectos picaban, y oí movimientos entre los matorrales del bosque cuando las criaturas nocturnas salieron a buscar alimento y a cazar. Llegó el forense, y los reflectores iluminaron el motel mientras retiraban el cadáver de Harold Proctor, para trasladarlo al depósito del Instituto Forense de Maine en Augusta. El suyo sería allí el único cadáver, pero no por mucho tiempo. Pronto tendría compañía de sobra.