Geagan y Stunden se pusieron en pie, dispuestos a marcharse.
– Por lo visto no estoy de suerte. Una vez más -dijo Geagan-. Perdone, señorita -añadió.
– No es necesario que se disculpe -contestó Saunders-. Y esto es profesional, no personal.
– ¿Significa eso que tengo todavía alguna posibilidad? -preguntó Geagan.
– No.
Geagan dejó escapar un suspiro exagerado. Stunden le dio una palmada en la espalda.
– Vámonos, dejémoslos con lo suyo. Seguro que en casa tengo en algún sitio una botella para ayudarte a aliviar tus problemas.
– ¿Whisky? -preguntó Geagan.
– No -respondió Stunden-. Alcohol etílico. Pero puede que tengas que rebajarlo con algo…
Se excusaron y se fueron, no sin que antes Geagan recreara la vista en Saunders por última vez. Era evidente que el pobre llevaba demasiado tiempo en el bosque: si no conseguía un poco de acción pronto, incluso los alces correrían peligro.
– ¿Su club de admiradores? -preguntó Saunders en cuanto la camarera le sirvió una Mich Ultra.
– Parte del club.
– Es más numeroso de lo que esperaba.
– Me gusta considerarlo pequeño pero estable, a diferencia de su lista de pacientes, que parece disminuir a diario. Tal vez deba plantearse una profesión alternativa, o llegar a un acuerdo con una funeraria.
Saunders frunció el entrecejo. Uno a cero a favor del resentido.
– Harold Proctor no era paciente mío. Parece que un médico del pueblo le recetaba los medicamentos. Me puse en contacto con él para que participase en mi estudio, pero se negó a cooperar, y no me pidió ayuda profesional. Y no me hace ninguna gracia esa frivolidad suya respecto a mi trabajo, o respecto a los ex militares que han muerto.
– Déjese de pontificar, doctora Saunders. La última vez que nos vimos, cuando yo tenía la errónea impresión de que perseguíamos un objetivo común, no se dio prisa en ofrecerme ayuda.
– ¿Y cuál era ese objetivo?
– Averiguar por qué un pequeño grupo de hombres, todos conocidos entre sí, morían suicidándose. Y sin embargo recibí el discurso oficial del partido y un poco de terapia barata.
– No era eso lo que usted quería averiguar.
– ¿Ah, no? ¿También aprendió telepatía en la escuela de loqueros? ¿O a eso se dedica cuando se cansa de sentar cátedra?
Me miró con severidad.
– ¿Algo más?
– Sí, ¿por qué no pide una copa de verdad? Me está abochornando.
Cedió. Tenía una sonrisa bonita, pero había perdido la costumbre de usarla.
– ¿Una copa de verdad? ¿Vino tinto, por ejemplo? -preguntó-. Esto no es una reunión parroquial. Me extraña que el dueño no lo haya sacado a la calle y apaleado con un bastón.
Me recliné en la silla y levanté la mano en un gesto de rendición. Ella apartó la Mich y llamó a la camarera.
– Tomaré lo mismo que él.
– Parecerá que esto es una cita -dije.
– Eso sólo lo pensaría un ciego, y probablemente tendría que ser también sordo.
Sin duda, Saunders era una mujer de buen ver, pero cualquiera que contemplase seriamente la posibilidad de relacionarse con ella en un plano íntimo tendría que ponerse chaleco antibalas para protegerse de las púas. Llegó su vino. Bebió un sorbo, no pareció desaprobarlo de forma activa, y tomó otro sorbo.
– ¿Cómo me ha encontrado? -pregunté.
– La policía me ha dicho que estaba en Rangeley. Uno de ellos, el inspector Walsh, incluso me ha descrito su coche. Me ha pedido que le pinchara las ruedas cuando lo encontrara, sólo para asegurarme de que no se movía de aquí. Ah, y sólo por el placer de hacerlo.
– En cierto modo la decisión de quedarme me ha venido impuesta.
– ¿Por la policía? Deben de adorarlo.
– Es un amor a prueba, pero mutuo. ¿Cómo ha sabido lo de Harold Proctor? -pregunté.
– La policía ha encontrado mi tarjeta en su cabaña, y según parece su médico está de vacaciones en las Bahamas.
– Es un viaje muy largo para tratarse de un hombre a quien usted apenas conocía.
– Era militar, y también se ha suicidado. En esto consiste mi trabajo. La policía ha pensado que tal vez podría aclarar algo sobre las circunstancias de su muerte.
– ¿Y ha podido?
– Sólo lo que he sido capaz de contar acerca de mi única visita a su casa antes de esta noche. Vivía solo, bebía demasiado, fumaba un poco de hierba, a juzgar por el olor de la cabaña, y carecía prácticamente de toda estructura de apoyo.
– Entonces, ¿era un claro candidato al suicidio?
– Era vulnerable, sólo eso.
– Pero ¿por qué ahora? Había dejado el ejército hacía quince años o más. Usted me explicó que el estrés postraumático podía tardar hasta una década en manifestarse, pero que se desate a los quince años me parece excesivo.
– Para eso no tengo explicación -contestó Saunders.
– ¿Cómo es que vino a verlo?
– Cuando entrevistaba a ex militares, les pedía que me propusieran a otros dispuestos, quizás, a participar, o a quienes consideraban vulnerables, personas a las que les sería útil una conversación informal. Alguien propuso a Harold.
– ¿Recuerda quién fue?
– No. Tendría que consultar mis notas. Quizá fuera Damien Patchett, pero no podría asegurarlo.
– No sería Joel Tobias, ¿verdad?
Arrugó la frente.
– Joel Tobias no trata con psiquiatras.
– ¿Así que lo ha intentado?
– Llevó a cabo la última parte de su fisioterapia en Togus, pero el tratamiento incluía un aspecto psicológico. Me lo asignaron a mí, pero no avanzamos mucho. -Fijó la mirada en mí por encima de la copa-. No le cae bien, ¿verdad?
– Apenas lo conozco, pero no me gusta lo que he averiguado sobre él hasta ahora. Joel Tobias conduce un camión enorme con un remolque aún más grande. En una caja de ese tamaño hay mucho espacio para esconder algo.
No parpadeó.
– Parece usted muy convencido de que ahí se esconde algo.
– Al día siguiente de empezar a investigar a Joel Tobias, recibí un tratamiento muy profesional: sin huesos rotos, sin marcas visibles.
– Puede que no guardara relación con Tobias -me interrumpió.
– Oiga, soy consciente de que por ahí hay gente a la que no le caigo bien, pero en su mayoría no son muy listos, y si contratasen a alguien para darme una paliza, se asegurarían de atribuirse el mérito. No van de donantes anónimos. Estos usaron agua, y un saco. Me dejaron claro que no debía meter la nariz en los asuntos de Joel Tobias, y por extensión, los suyos.
– Por lo que ha llegado a mis oídos, casi todos los que podrían tener algún conflicto con usted no están ya en situación de contratar a alguien para darle una paliza, a menos que sean capaces de hacerlo desde la tumba.
Desvié la mirada.
– Se sorprendería -dije, pero ella no pareció oírme. Estaba abstraída en sus propios pensamientos.
– La primera vez que nos vimos me negué a ayudarlo porque no creía que usted quisiera lo mismo que yo. Mi función es ayudar a estos hombres y mujeres en la medida de mis posibilidades. Algunos de ellos, como Harold Proctor y Joel Tobias, no quieren mi ayuda. Puede que la necesiten, pero consideran que confesar sus temores ante un psiquiatra es una señal de debilidad, aunque sea una psiquiatra ex militar que cumplió servicio en el mismo desierto que ellos. Se ha escrito mucho en la prensa sobre los índices de suicidio entre el personal militar, sobre cómo hombres y mujeres con heridas físicas y psicológicas se han visto abandonados por su propio Gobierno, sobre cómo pueden llegar a ser incluso una amenaza para la seguridad nacional. Han combatido en una guerra poco popular, y sí, es verdad que no es igual que Vietnam, ni por el número de bajas allí ni por la animadversión hacia los veteranos aquí en el país, pero no se puede echar en cara a los militares que actúen a la defensiva. Cuando usted se presentó en mi consulta, pensé que tal vez era otro capullo que pretendía demostrar algo.
– ¿Y ahora?
– Sigo pensando que es un capullo, y ese inspector con el que he hablado en el motel de Proctor sin duda coincide conmigo, pero quizá nuestros objetivos últimos no sean tan distintos. Los dos queremos averiguar por qué estos hombres están suicidándose.
Tomó otro sorbo de vino. Los dientes se le tiñeron de rojo, como a un animal que acabara de devorar carne cruda.
– Oiga, yo me tomo esto en serio -continuó-. Por eso he iniciado esta investigación. Mi estudio forma parte de una iniciativa conjunta con el Instituto Nacional de Salud Mental para intentar aportar respuestas y alguna solución. Analizamos el papel que el combate y los múltiples periodos de servicio desempeñan en el suicidio. Sabemos que dos tercios de los suicidios se producen durante un periodo de servicio o después: hablamos de quince meses destinados en una zona en guerra, y luego esos hombres y mujeres agotados, cuando apenas han tenido tiempo para distenderse, son enviados de nuevo al punto de conflicto.
»Es evidente que nuestros soldados necesitan ayuda, pero temen pedirla por si queda constancia en el historial y han de arrastrar el sambenito. Pero el ejército también tiene que cambiar su actitud hacia los soldados: la supervisión de la salud mental es deficiente, y los mandos son reacios a permitir que el personal militar acceda a psicoterapeutas civiles. Están contratando a más médicos de cabecera, lo cual es un buen punto de partida, y más especialistas en salud mental, pero se concentran en las tropas en combate. ¿Qué pasa cuando vuelven a Estados Unidos? De los sesenta soldados que se suicidaron entre enero y agosto de 2008, treinta y nueve lo hicieron después de volver al país. Estamos dejando en la estacada a esos hombres y mujeres. Regresan heridos, pero en algunos casos las heridas no se ven hasta que es demasiado tarde. Hay que hacer algo por ellos. Alguien debe asumir la responsabilidad.
Se reclinó en la silla. Parte de su aire de severidad la abandonó, y simplemente se la veía cansada. Cansada y algo más joven de lo que era, como si su angustia por las muertes fuera profesional pero a la vez casi infantil en su pureza.
– ¿Entiende ahora por qué me mostré cauta cuando un investigador privado, y para colmo, con el debido respeto, un investigador a quien precede fama de violento, empezó a preguntar por los suicidios de veteranos?
Era una pregunta retórica o, si no lo era, preferí considerarla como tal. Pedí otra ronda. No volvimos a hablar hasta que nos sirvieron y ella hubo vertido el resto de la primera copa en la segunda.
– ¿Y usted qué? -dije-. ¿A usted cómo le afecta?
– No entiendo la pregunta -contestó.
– Me refiero a que debe de ser duro escuchar todas esas historias de dolor y mutilaciones y muerte, ver, semana tras semana, a todos esos hombres y mujeres heridos. Debe de hacer mella.
Ella deslizó la copa por la mesa, observando los dibujos que formaba: círculos sobre círculos, como diagramas de Venn.
– Por eso dejé el ejército y me pasé a la psiquiatría civil -explicó-. Sigo culpabilizándome por ello, pero cuando estaba allí a veces me sentía como el rey Canuto, intentando contener la marea yo sola. En Iraq, podía hacer valer su autoridad sobre mí un comandante que necesitaba soldados en acción. Las necesidades de la mayoría pesaban más que las necesidades de unos pocos, y en general lo único que yo podía hacer era dar algún que otro consejo a los soldados, como si eso pudiera ayudar a aquellos que ya no eran capaces de afrontar la situación. En Togus, tengo la sensación de formar parte de una estrategia, de un intento por ver las cosas con perspectiva, aun cuando esa perspectiva abarque treinta y cinco mil soldados con el diagnóstico de TEPT, y los que vendrán.
– Eso no contesta a mi pregunta -dije.
– No, no la contesta, ¿verdad? El nombre de lo que usted insinúa es trauma secundario, o «angustia por contagio»: cuanto más se involucran los terapeutas con las víctimas, más probabilidades tienen de experimentar parte de su trauma. De momento apenas se contempla la evaluación de la salud mental de los psicoterapeutas. Tienen que evaluarse ellos mismos, y sanseacabó. Uno sólo sabe que está roto cuando se rompe. -Se bebió la mitad del vino-. Ahora hábleme de Harold Proctor y de lo que ha visto allí.
Le conté casi todo, omitiendo sólo algún detalle de lo que me había dicho Edward Geagan, y lo del dinero encontrado en la cabaña de Proctor. Cuando acabé, guardó silencio, pero no apartó la vista de mí. Si era algún tipo de treta psiquiátrica concebida para desgastarme y sonsacarme todo lo que mantenía oculto desde la infancia, no surtió efecto. Ya le había revelado más de lo que quería sobre mí y no iba a caer en eso por segunda vez. Tenía una imagen de mí mismo cerrando la puerta de un establo mientras un caballo desaparecía en el horizonte.
– ¿Y lo del dinero? -preguntó-. ¿O se ha olvidado de mencionarlo?
Estaba claro que la policía estatal era más susceptible a sus artimañas que yo. Cuando viera a Walsh, tendría unas palabras con él para recordarle la conveniencia de conservar cierta entereza y no ponerse a reír como un colegial cuando una mujer atractiva le daba unas palmadas en el brazo y le alababa el arma.
– Todavía no he llegado a ninguna conclusión sobre eso -dije.
– Usted no es tonto, señor Parker, así que no dé por supuesto que yo sí lo soy. Le diré qué es lo que a mi juicio ha deducido, y cuando acabe, puede usted discrepar. Cree que Proctor guardaba algo en su motel, y es posible, incluso probable, que se tratase de drogas. Usted cree que el dinero hallado en su cabaña fue un pago por sus servicios. Cree que algunos o todos los hombres que han muerto pueden haber participado en la misma operación. Joel Tobias cruza una y otra vez la frontera canadiense con su camión, por lo que usted considera que es el medio de transporte más probable. ¿Me equivoco?
Como no contesté, siguió hablando.
– Y sin embargo no creo que le haya contado a la policía nada de eso. Me pregunto por qué. ¿Es por lealtad a Bennett Patchett, porque no quiere manchar la reputación de su hijo a menos que sea absolutamente inevitable? Sospecho que se trata de eso. Usted es un romántico, señor Parker, pero a veces, como todos los románticos, lo confunde con el sentimentalismo. Eso explica su cinismo en cuanto a las motivaciones de los demás.
»Pero también es un defensor de causas perdidas, y eso coincide con su vena romántica. Esa tendencia a las causas perdidas es en esencia egoísta: defiende causas perdidas porque le proporciona un sentido de finalidad, no porque se atenga a las exigencias más amplias de la justicia o la sociedad. En realidad, cuando sus propias necesidades y las del colectivo han entrado en conflicto, se ha decantado por lo general, sospecho, del lado de las primeras. Eso no lo convierte en mala persona, pero sí en una persona poco fiable. ¿Y bien? ¿Voy muy desencaminada?
– No mucho en lo que se refiere a Proctor y Tobias. No tengo ningún comentario que hacer sobre la segunda tanda de terapia gratis.
– No es gratis. Me va a pagar las copas. ¿Qué se me ha pasado en cuanto a Proctor y Tobias?
– No pienso que sean drogas.
– ¿Por qué no?
– He hablado con alguien que se habría enterado de cualquier intento de aumentar el suministro local, o de emplear el estado a modo de escala. Para eso habría que ponerse de acuerdo con los dominicanos, y quizá también con los mexicanos. El caballero con el que hablé también reclamaría su parte.
– ¿Y si los nuevos participantes decidiesen prescindir de sutilezas?
– Entonces unos hombres armados sentirían tal vez la tentación de prescindir de ellos. Está además la cuestión del suministro. A menos que ellos mismos cultiven hierba al otro lado de la frontera, o importen heroína directamente de Asia, tendrían que tratar con los actuales proveedores en algún punto de la cadena. Es difícil mantener en secreto esa clase de negociaciones, sobre todo cuando amenazan con alterar el orden de cosas.
– Y si no es droga, ¿qué es?
– A lo mejor hay algún dato en sus historiales militares -comenté, eludiendo la pregunta.
– He consultado los historiales de los fallecidos. No he visto nada.
– Mírelos con más detenimiento.
– Le repito la pregunta: ¿qué entran de contrabando? Creo que lo sabe.
– Se lo diré cuando tenga la certeza. Usted vuelva a los historiales. Tiene que haber algo. Si le preocupa el buen nombre del ejército, llevar a la policía a descubrir una operación de contrabando en la que están implicados veteranos no va a serle de mucha ayuda. Sería mejor que cualquier acción contra ellos partiera del ejército.
– ¿Y usted qué hará entretanto?
– Siempre hay un eslabón débil. Voy a buscarlo.
Pagué la cuenta, con la idea de presentarla a Hacienda como gasto desgravable si declaraba que no había disfrutado, cosa que en gran medida era cierta.
– ¿Piensa volver a Augusta esta noche? -pregunté a Saunders.
– No, me alojo en el mismo sitio que usted -contestó.
Cruzamos juntos la carretera hasta el motel.
– ¿Dónde ha aparcado?
– En la calle -dijo ella-. Lo invitaría a una última copa, pero no tengo nada que ofrecerle. Ah, y además no quiero. También está ese detalle.
– No me lo tomaré como algo personal.
– Ojalá sí se lo tomara -respondió ella, y se fue.
De vuelta en la habitación, consulté el buzón del móvil. Tenía un mensaje. Era de Louis, y me daba el número telefónico de un motel y la habitación donde se alojaba. Lo llamé desde el fijo de la habitación. El edificio principal se cerraba por la noche, y no debía preocuparme, pues, que alguien pudiera oírme. Aun así, por si acaso, mantuvimos la conversación en los términos más discretos posibles.
– Hemos tenido compañía -dijo él cuando Ángel le entregó el teléfono-. Dos a la hora de la cena.
– ¿Han llegado al segundo plato?
– No han durado ni hasta el aperitivo.
– ¿Y después?
– Se han ido a nadar.
– Bueno, al menos tenían el estómago vacío.
– Sí, toda prudencia es poca. Ahora sólo estamos nosotros cuatro.
– ¿Cuatro?
– Por lo visto, has iniciado una nueva carrera en terapia de pareja.
– Dudo que mis aptitudes basten para ayudarte a ti con la tuya.
– Si nos vemos en una situación tan difícil, antes pactaremos el suicidio. Mientras tanto, tienes que venir. Este amigo nuestro nos ha salido todo un conversador.
– He prometido a la policía estatal quedarme por aquí hasta mañana por la mañana.
– Pues van a echarte de menos, porque creo que te conviene más oír esto.
Le dije que tardaría unas horas en llegar, y me contestó que no tenían previsto ir a ninguna parte. Cuando abandoné el aparcamiento, vi luz en la habitación de Carrie Saunders, pero seguramente no la había dejado encendida para mí.