12

A primera hora de la mañana siguiente Tobias pasó por el motel de Harold Proctor. Supuso que era cosa del destino: se dirigía al establecimiento de Proctor la noche anterior cuando los mexicanos le dieron el alto, así que apenas se extrañó al oír que debía presentarse allí igualmente, pese a no tener que llevar ningún cargamento. Más inesperada era la causa del viaje, aunque cuando se detuvo a pensar en ello, cayó en la cuenta de que ya había previsto esa posibilidad.

– Proctor se raja -dijo la voz esa mañana al otro extremo de la línea-. Quiere dejarlo. Coge todo lo que hay allí y págale. De todos modos, sólo quedan cosas pequeñas.

– ¿Seguro que no se irá de la lengua? -preguntó Tobias.

– Sabe que no le conviene.

Tobias no lo tenía tan claro. Se proponía cruzar unas palabras con Proctor cuando lo viese, sólo para asegurarse de que entendía cuáles eran sus obligaciones.

Le dolían la cara y las manos. El ibuprofeno le había mitigado un poco el dolor, aunque no lo suficiente para permitirle dormir bien. En todo caso, la falta de sueño no era para él ninguna novedad últimamente. En Iraq, de puro agotamiento, era capaz de dormir bajo fuego de mortero, pero desde su regreso a Estados Unidos no conseguía descansar como es debido, y cuando se adormecía, soñaba. Eran pesadillas, e iban a peor de un tiempo a esa parte. Incluso creía tener localizado el origen de sus problemas recientes: sentía ese malestar desde una de las visitas al motel de Proctor hacia alrededor de un mes.

Tobias no era muy aficionado a las bebidas alcohólicas de alta graduación, pero en ese momento no le habría venido mal una buena copa. Proctor se la serviría, si se lo pedía, pero Tobias no tenía intención de abusar de la hospitalidad de Proctor durante tanto tiempo. Además, lo último que deseaba era que la policía le notase olor a alcohol en el aliento si lo paraban mientras conducía un camión; es más, un camión que probablemente contendría más riqueza potencial por metro cuadrado que cualquier otro que hubiera atravesado antes el estado.

Como para recordarle que lo más sensato era esperar a llegar a Portland para aplacar su sed, se cruzó con un vehículo de la patrulla fronteriza que circulaba en dirección este. Tobias saludó despreocupadamente con la mano, y el agente le devolvió el gesto. Observó al policía por los espejos retrovisores hasta perderlo de vista, y entonces respiró aliviado. Con la racha de mala suerte que estaba teniendo, no le habría extrañado tropezarse con la policía después de lo ocurrido la noche anterior. Proctor no era más que el baño de mierda de ese pastel de bosta en particular.

Tobias no apreciaba mucho a Proctor, un hombre mayor que él. Era un borrachín, y creía que los dos eran hermanos del alma por el hecho de haber servido ambos en el ejército, pero Tobias no veía el mundo así. Ni siquiera habían servido en la misma guerra: más de una década separaba sus conflictos. Proctor y él recorrían caminos distintos. Proctor estaba matándose a fuerza de beber, en tanto que Tobias aspiraba a ganar un dinero y mejorar su vida. Pensaba que a lo mejor podría proponerle matrimonio a Karen, y una vez unidos se marcharían al sur, escaparían del condenado frío de Maine. Allí en el norte el verano era mejor, no tan húmedo como en Florida o Luisiana, a excepción de algunos días de agosto, pero no era tan bueno como para compensar los inviernos, ni remotamente.

Volvió a pensar en tomar una copa. Se conformaría con un par de cervezas cuando llegase a Portland. Se aborrecía a sí mismo cuando se emborrachaba, y también aborrecía ver a otros bebidos. Lo asaltó el recuerdo de Bobby Jandreau en el Sully's, de Bobby hablando más de la cuenta y llamando la atención, y eso en un lugar como el Sully's, donde la mayoría de la gente estaba tan ocupada entonándose que permanecía indiferente a lo que sucedía alrededor. Bobby le daba lástima. Joel no sabía hasta qué punto él habría sido capaz de seguir viviendo si hubiese sufrido heridas tan graves como aquéllas. A él le bastaba con las suyas: cojeaba y aún experimentaba dolor de miembro fantasma allí donde antes tenía los extremos de los dedos perdidos. Pero las heridas de Bobby no eran excusa para vociferar y decir lo que había dicho. Le habían prometido una tajada, y Joel estaba dispuesto a respetar el trato, aun después del cruce de palabras en el Sully's, pero ahora Bobby no la quería. No quería saber nada de ellos, y eso preocupaba a Joel. También inquietaba a los otros. Había intentado en vano hacer entrar en razón a Bobby. Joel supuso que le habían herido el orgullo al tratarlo de aquel modo en el Sully's, pero no les había quedado más remedio.

No se hará daño a nadie: ése era en esencia el acuerdo al que habían llegado. Nadie debía salir lastimado. Por desgracia, eso no siempre era posible en el mundo real, y aquel principio se había visto sutilmente alterado, convirtiéndose en «no saldrá lastimado ninguno de los nuestros». El detective, Parker, se lo había buscado, y Foster Jandreau también. Puede que Tobias no hubiese apretado el gatillo contra él, pero había estado de acuerdo en que era necesario.

Tobias esperaba ver de un momento a otro el cartel del motel de Proctor y permanecía atento para tener tiempo de preparar el giro. Estaba nervioso. Un camión entrando en un motel abandonado era justo la clase de maniobra que atraía la atención en un lugar tan cercano a la frontera. Tobias prefería las ocasiones en que se transportaban objetos pequeños y el intercambio podía realizarse en una gasolinera o una cafetería. Con el traslado de piezas de mayor tamaño, que lo obligaban a ir al motel, siempre pasaba un mal rato, pero sólo quedaban uno o dos cargamentos así, y ya encontraría un sitio cerca de Portland donde guardarlos. Después de la muerte de Kramer, se había decidido que la mayoría de los objetos grandes no merecían el riesgo, presentando como presentaban toda clase de complicaciones logísticas. Buscarían un medio alternativo para desprenderse de ellos, aunque eso implicara menores beneficios. Al fin y al cabo, se habían tomado la molestia de transportarlos hasta Canadá, y ni por asomo iban a dejarlos tirados en una cantera o enterrados en un hoyo. Aun así, ya habían encontrado compradores para varias estatuas, y Tobias era el encargado de pasarlas por la frontera. El primer cargamento, bajo la certificación de adornos de piedra baratos para jardín, destinados a aquellos con más dinero que gusto, lo había transportado sin percance derecho hasta un almacén de Pensilvania. El segundo había quedado almacenado un par de semanas en el motel de Proctor, y para moverlo fueron necesarios cuatro hombres y cinco horas. Durante todo ese proceso Tobias permaneció con el alma en vilo, esperando la irrupción en cualquier momento de la policía estatal o la aduanera, y recordaba aún la sensación de alivio cuando el trabajo concluyó y estuvo otra vez en la carretera, de vuelta a casa y a Karen. Sólo tenía que liquidar ese último asunto con Proctor, y aquello habría terminado. Si era verdad que Proctor quería abandonar, tanto mejor. Tobias no lo echaría de menos, ni a él ni el hedor de su cabaña, ni la imagen de aquel inmundo motel que se hundía lentamente en la tierra.

Un hombre incapaz de controlar la afición a la bebida no era de fiar. Eso era señal de una debilidad más profunda. Tobias habría apostado diez contra uno a que Proctor había vuelto de la primera guerra contra Iraq como candidato preferente a terapia por TEPT, o como quiera que lo llamaran entonces. En lugar de eso, optó por retirarse a un motel ruinoso en medio del bosque e intentar luchar solo contra sus demonios, sin más auxilio que el de la botella y cualquier alimento envuelto en plástico con una etiqueta donde se indicara el tiempo de cocción en microondas.

Tobias nunca había pensado que él padeciera estrés postraumático. Sí, era verdad que le costaba relajarse, y aún tenía que contener la necesidad de encogerse instintivamente al oír fuegos artificiales o el petardeo de un coche. Había días en que no deseaba levantarse de la cama, y noches en que no deseaba acostarse, no deseaba cerrar los ojos por miedo a lo que pudiera venir, y eso era antes de las nuevas pesadillas. Pero ¿estrés postraumático? No, él no. Bueno, no del grave, no de ese con el que, sólo para poder llegar al final del día, había que tomar tal cantidad de droga que se te salía por los poros en forma de sudor descolorido, no de ese en el que uno rompía a llorar sin motivo, o sacudía a su mujer porque se le quemaba el beicon o derramaba la cerveza.

No, de ése no.

Todavía no, pero ha empezado. Le sacudiste, ¿verdad que sí?

Echó una ojeada alrededor, en la cabina, convencido de que alguien había hablado, una voz extrañamente familiar. El volante giró un poco, y Tobias, dándole un vuelco el corazón, rectificó la trayectoria, temiendo salirse de la carretera y despeñarse, temiendo volcar, acabar atrapado en la cabina, atrapado con el viejo motel casi a la vista.

Todavía no.

¿De dónde salía esa voz? Y de pronto se acordó: un almacén, con las paredes agrietadas y goteras en el tejado a causa de los anteriores bombardeos y la mala calidad de la construcción; un hombre, reducido ahora a poco más que una pila de ropa ensangrentada, y escapándosele la vida de los ojos. Tobias estaba de pie junto a él, apuntándolo a la cabeza sin vacilar con el cañón de su carabina M4, el arma que lo había destrozado, como si aquel muñeco de trapo ensangrentado representase aún alguna amenaza.

– Llévatelo, llévatelo todo. Es tuyo.

Los dedos, manchados de rojo, señalaron las cajas, las estatuas envueltas, que llenaban el almacén. A Tobias le asombró que aún pudiese hablar. Debía de tener cuatro o cinco balas en el cuerpo. Y allí estaba, moviendo una mano bajo el haz de la linterna, como si algo de aquello le perteneciera y estuviera en situación de darlo o conservarlo.

– Gracias -dijo Tobias, y notó que se le escapaba una mueca burlona al pronunciar la palabra, y percibió el sarcasmo en su propia voz, avergonzado. Se había rebajado delante del moribundo. Tobias lo odiaba, lo odiaba tanto como odiaba a todos los de su clase. Eran terroristas, haji: suníes o chiítas, extranjeros o iraquíes. Al final eran todos lo mismo. Daba igual cómo se llamaran: al-Qaeda, o cualquiera de esos absurdos títulos de conveniencia que inventaban a partir de su maraña de frases hechas, como esas colecciones de palabras magnéticas que uno pegaba a la nevera y usaba para crear poesía barata: Mártires Victoriosos de la Brigada de la Yihad, Frente Asesino de los Imanes en Resistencia, todos intercambiables, todos idénticos. Haji. Terroristas.

Así y todo, en momentos como aquél se producía cierta intimidad con la muerte, al darla y al recibirla, y él acababa de incumplir el protocolo, respondiendo no como un hombre, sino como un adolescente adusto.

El haji sonrió, y aún se veía algo de blanco en medio de la sangre que le llenaba la boca y le manchaba los dientes.

– No me dé las gracias -dijo-. Todavía no…

Todavía no. Ésa era la voz que había oído, la voz de un hombre a quien esperaban en el otro mundo las vírgenes prometidas, la voz de un hombre que había luchado para proteger el contenido de ese almacén.

Había luchado, pero no con suficiente empeño. Eso dijo Damien: habían luchado, pero no con suficiente empeño.

¿Por qué?

El motel ya se veía. A su izquierda, avistó la hilera de habitaciones tapiadas y se estremeció. Ese lugar siempre le ponía la carne de gallina. No le extrañaba que Proctor se hubiese convertido en lo que era, allí enterrado, sin más compañía que los troncos de los árboles a sus espaldas y el patrimonio heredado de sus padres, ese pudridero, ante sí. Resultaba difícil mirar esas habitaciones sin imaginar huéspedes invisibles, huéspedes no deseados, moviéndose detrás de las paredes: huéspedes a quienes les gustaba la humedad, y el moho, y la hiedra enroscándose alrededor de las camas; huéspedes que se hallaban ellos mismos en estado de descomposición, sombras malévolas entrelazadas sobre camas cubiertas de hojas, cuerpos viejos y estragados unidos en un movimiento rítmico, seco, desapasionado, con cuernos en la cabeza…

Tobias cerró los ojos y apretó los párpados de tan vívidas, tan poderosas, como eran esas imágenes. Le recordaron a algunas de sus pesadillas, sólo que en éstas únicamente veía moverse sombras, cosas ocultas. Ahora, en cambio, tenían forma, contorno.

Dios santo, tenían cuernos.

Era el estado de shock, decidió, una reacción retardada a la difícil experiencia de la noche anterior. Se detuvo a la vista de la cabaña y esperó a que Proctor saliera, pero éste no dio la menor señal de vida. Su furgoneta estaba aparcada a la derecha. En circunstancias normales Tobias habría tocado la bocina y despertado a aquel viejo cabrón, pero no convenía alborotar en el bosque, y menos pensando que Proctor tenía un vecino capaz de presentarse para ver a qué venía tanto ruido.

Tobias apagó el motor y se apeó de la cabina. Sentía humedad bajo las vendas de las manos, y supo que las heridas supuraban. El único consuelo al dolor y la humillación era saber que la represalia no tardaría en llegar. Los espaldas mojadas habían despertado la ira de quienes menos les convenía.

Se acercó a la cabaña y pronunció en voz alta el nombre de Proctor, pero siguió sin recibir respuesta. Llamó a la puerta con los nudillos.

– Eh, Harold, despierta -dijo-. Soy Joel.

Sólo después de anunciarse probó a abrir, y aun así actuó con cautela, muy despacio. Proctor siempre dormía con un arma cerca, y Tobias no quería arriesgarse a que aquel individuo, al despertar de la borrachera, descerrajara un par de tiros en dirección a un supuesto intruso.

No había nadie. Joel lo adivinó incluso en la penumbra creada por las cortinas disparejas. Encendió la luz y descubrió la cama revuelta, el televisor destrozado y el teléfono hecho pedazos, la cesta de la ropa sucia desbordada en un rincón, y el olor a desidia, a un hombre que se había abandonado. A su derecha estaba el salón-cocina. Tobias, viendo lo que contenía, soltó un juramento. Proctor había perdido la cabeza, el muy capullo.

Las cajas restantes, las que en teoría debían permanecer escondidas en las habitaciones 11, 12, 14 y 15, estaban allí apiladas casi hasta el techo, a la vista de cualquiera que casualmente asomase la nariz en la cabaña de Proctor para ver qué ocurría. El viejo chiflado las había llevado hasta allí a rastras él solo en lugar de esperar a que apareciese Tobias y se las quitase de las manos. Ni siquiera se había tomado la molestia de cerrarlas todas. Desde una de ellas lo miraba la cara pétrea de una mujer; en otra se atisbaban más sellos, y las piedras preciosas resplandecieron cuando Tobias se acercó.

Y lo peor de todo: en la mesa de la cocina, totalmente al descubierto, había una caja de oro, de unos cincuenta por cincuenta centímetros, y unos veinticinco de alto, con una tapa bastante sencilla salvo por una serie de círculos concéntricos que irradiaban desde un pequeño remate en pico. En los márgenes tenía inscripciones en árabe, y cuerpos entrelazados decoraban los flancos: figuras retorcidas, dilatadas, con cuernos en la cabeza.

«Igual que las figuras que me he imaginado dentro de las habitaciones del motel», pensó Tobias. Recordó que había ayudado a trasladar esa misma caja aquella primera noche: abrieron el cofre de plomo que la contenía y la enfocaron con las linternas. El oro despidió un resplandor mate; más tarde, Bernie Kramer, de una familia de joyeros, les explicaría que alguien había limpiado la caja recientemente. Aún se distinguían rastros de pintura, como si en otro tiempo la hubiesen camuflado para ocultar su verdadero valor. En ese momento Tobias apenas le prestó atención, desbordado por la cantidad de objetos, y con la adrenalina corriendo aún por el organismo después del combate. Hasta ahora no se había fijado siquiera en los flancos; sólo recordaba la tapa. Era imposible que conociera la existencia de esas criaturas labradas en la superficie, imposible que se las hubiera representado tan claramente en la imaginación.

Con cautela, se aproximó a la caja. Tres de los flancos tenían cierres en forma de araña, dos cada uno, y en la parte delantera había una única araña de mayor tamaño: siete cierres en total. Le contaron que Kramer había intentado abrirla, pero que no llegó a descubrir el funcionamiento de los mecanismos. Se plantearon entonces romper la tapa para ver su contenido, pero se impuso la sensatez. Mediante el pago de un soborno, consiguieron radiografiarla y averiguaron así que no era una sola caja, sino varias intercomunicadas. Cada una de las cajas interiores tenía sólo tres lados, siendo el cuarto en todas ellas una de las paredes de la caja mayor que las rodeaba; sin embargo, todas las cajas estaban provistas, al parecer, de siete cierres, sólo que la disposición de éstos difería ligeramente y su tamaño era cada vez menor. Siete cajas, siete cierres en cada caja, cuarenta y nueve cierres en total. Era un enigma, sin nada dentro salvo lo que la radiografía identificó como fragmentos óseos, envueltos, por lo visto, con alambre, y cada alambre estaba a su vez conectado a los cierres de las cajas. En la radiografía acaso semejara una bomba, pero, según Kramer, era una especie de relicario. También les había traducido el texto en árabe de la tapa. Ashrab min Damhum: «Beberé su sangre». Se decidió que debían dejar la caja intacta, sin romper los cierres.

Ahora se acercaba el final, y Proctor casi lo había echado todo a perder. Por lo que a Tobias se refería, Proctor podía quedarse allí y beber hasta reventar. Había dicho que le traía sin cuidado su parte del botín; él sólo quería perder de vista el material, y a Tobias el acuerdo le parecía bien.

Tardó más de una hora en cargarlo todo en el camión. Dos de las esculturas eran especialmente pesadas. Tuvo que usar la plataforma rodante, e incluso así le supuso un considerable esfuerzo.

Dejó la caja de oro para el final. Cuando la cogió de la mesa, creyó sentir que algo se movía dentro. Con cuidado, la ladeó, atento a cualquier indicio de movimiento, pero no notó nada. Los fragmentos de hueso, como él sabía, estaban encajados en casillas talladas en el metal y sujetos con el alambre. En todo caso, lo que había percibido no era el movimiento de un hueso, sino un cambio identificable en la distribución del peso de derecha a izquierda, como si un animal se arrastrara por el interior.

De pronto la sensación desapareció, y la caja volvió a parecerle normal. No vacía, exactamente, pero tampoco como si algo se hubiera soltado dentro. La llevó al camión y la colocó junto con un par de relieves murales. El interior era un caos de pienso y sacos rotos, pero lo había recogido todo lo mejor posible. La mayoría de los sacos aún podían utilizarse y ahora le servían como material de embalaje adicional. Tendría que inventarse alguna historia y compensar al cliente de South Portland, pero eso no le supondría un gran problema. Cerró el remolque y subió a la cabina. Con cuidado, retrocedió hacia el bosque para girar y volver a la carretera. Ahora se hallaba de cara al motel. Se preguntó si Proctor estaría dentro. Al fin y al cabo, tenía allí la furgoneta, y por tanto no podía andar lejos. Quizá le había pasado algo. Podía haber sufrido una caída.

Pero Tobias volvió a pensar en los tesoros que Proctor había dejado a la vista en la cabaña, y en el esfuerzo de trasladarlos él solo al remolque, y en el renovado dolor en las manos y la cara, y en Karen, que lo esperaba en casa, Karen con su piel tersa, impoluta, y sus pechos firmes, y sus labios rojos y sedosos. El deseo de verla, de poseerla, lo asaltó con tal fuerza que casi se tambaleó.

«A la mierda Proctor», pensó. «Que se pudra.»

Mientras viajaba hacia el sur, no sintió culpabilidad alguna por no registrar el motel, por la posibilidad de haber abandonado a un hombre herido en un motel vacío, en peligro de muerte, un veterano que había servido a su país igual que lo había servido él. No le sorprendió el hecho de que un acto así fuese impropio de él, ya que sus pensamientos y sus deseos se hallaban en otra parte, y él ya estaba cambiando. En realidad, había empezado a cambiar en el momento en que puso los ojos en esa caja por primera vez, y su predisposición a aceptar el asesinato de Jandreau y la tortura del detective no era más que otro aspecto de lo mismo, pero el ritmo de ese cambio se aceleraría enseguida notablemente. Sólo en una ocasión, al dejar atrás Augusta, sintió cierto malestar. Oyó en su cabeza un sonido similar al de las olas, como el reclamo del mar llamando a la costa. Al principio lo inquietó, pero conforme los kilómetros se deslizaban bajo él, comenzó a encontrarlo relajante, incluso soporífero. Ya no deseaba tomarse una copa. Sólo deseaba a Karen. La poseería, y luego dormiría.

La carretera se desplegaba ante él, y el mar canturreaba en su cabeza: el embate de las olas, el rumor del agua.

Un susurro.

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