11

Jackie Garner se deshizo en disculpas cuando telefoneó a la mañana siguiente. Había logrado mantenerse cerca de Joel Tobias hasta Blainville, Quebec, y había visto cómo cargaban el pienso, sin advertir nada indebido. Luego siguió a Tobias hasta la frontera, donde algo en la apariencia o, posiblemente, el olor de Jackie despertó sospechas. Sometieron su bolsa de viaje a una prueba química y detectaron restos de explosivos. Habida cuenta de que aquél era Jackie Garner, el rey de la munición, lo raro habría sido que no encontraran restos de explosivos, pero como consecuencia de eso registraron el coche y lo obligaron a contestar a un sinfín de delicadas preguntas sobre sus aficiones antes de permitirle continuar, y para entonces Joel Tobias había desaparecido.

– Descuida, Jackie -dije-. Ya buscaremos otra manera.

– ¿Quieres que vuelva a su casa y lo espere?

– Sí, ¿por qué no? -Así, al menos, Jackie no tendría la sensación de haberse metido en aprietos.

– ¿Has tenido noticias de Nueva York?

– Llegarán esta noche.

– No les dirás que la he pifiado, ¿verdad?

– No la has pifiado, Jackie. Has tenido mala suerte, eso es todo.

– Debería andarme con más cuidado -dijo Jackie, pesaroso-. Pero es que me encantan los explosivos…

Poco después Bennett Patchett me envió por e-mail los nombres de unos cuantos ex militares que habían asistido al funeral de su hijo. Los dos primeros eran Vernon y Pritchard, acompañados ambos de una nota en la que indicaba que no tenía la certeza de haberlos escrito correctamente. Admitía que no recordaba los nombres de algunos de los presentes, porque no todos habían firmado en el libro de condolencias, ni todos le habían sido presentados, pero creía que hubo al menos una docena de antiguos soldados. Sí recordaba a una mujer, una tal Carrie Saunders, metida en algo relacionado con la ayuda psicológica a los veteranos; pero, que Bennett supiera, no habla tenido contacto formal con Damien antes de su muerte. Estaba también Bobby Jandreau, que ahora iba en silla de ruedas a causa de las heridas recibidas en Iraq. A éste lo tenía incluido ya en mi propia lista, formada por todos aquellos con quienes quería hablar en cuanto llegase la ayuda de Nueva York.

– ¿Había algún negro entre los asistentes al funeral?

– Vernon es de color -respondió Bennett-. ¿Es importante?

– Simple curiosidad.

Tomé nota de que debía llamar a Carrie Saunders y averiguar algo más sobre Bobby Jandreau. Antes, sin embargo, me acerqué a Scarborough Downs, donde vivía Ronald Straydeer en una cabaña a un paso del hipódromo. Ronald había servido en el cuerpo K9 durante la guerra de Vietnam, y seguía tan atormentado por la pérdida de su perro, al que había tenido que abandonar como «excedente del ejército» durante la caída de Saigón, como por la muerte de sus compañeros. Ahora su casa era una especie de área de reposo para veteranos que pasaban por la ciudad y necesitaban un sitio donde dormir, un lugar donde tomar una cerveza y fumar un porro sin que los molestaran con preguntas estúpidas. Yo no sabía bien cómo se ganaba la vida, pero es posible que tuviera algo que ver con la provisión de hierba que siempre parecía tener a mano.

Recientemente Ronald también había empezado a implicarse en la reivindicación de derechos para los veteranos. Al fin y al cabo, había tenido experiencia directa con la problemática de un veterano a su regreso de Vietnam, y tal vez pensara, sobre todo después del 11-S, que esas indignidades no volverían a suceder. Sin embargo, un nuevo aluvión de indignidad había caído sobre los veteranos, peor incluso que el padecido por sus predecesores de Vietnam. Por aquel entonces el conflicto guardaba relación con el retorno de soldados a quienes se culpaba de una guerra impopular, enfrentados a unos detractores enardecidos por las imágenes, que circulaban por las universidades, de niños moribundos o envueltos en napalm mientras cruzaban un puente vietnamita. Ahora, en lugar de esa ira, imperaban el desconocimiento de las secuelas del combate en los ex militares, tanto físicas como psicológicas, y cierta reticencia por parte de quienes los habían mandado alegremente a la guerra a la hora de cuidar de esos hombres heridos y desolados, fueran visibles o no sus heridas, cuando volvían a casa. Yo había visto a Ronald en la televisión local un par de veces, y a menudo la prensa del estado acudía a él en busca de declaraciones cuando, por una razón u otra, rebrotaba el tema de los veteranos discapacitados. Había fundado una organización informal llamada Veteranos Preocupados de Maine, y por primera vez desde que yo lo conocía parecía tener un verdadero objetivo, una nueva batalla que librar en lugar de revivir las antiguas.

Cuando llegué a su casa, vi moverse una cortina. Sabía que Ronald tenía un sensor instalado al principio del camino de acceso, y el rayo detectaba cualquier cosa mayor que un pequeño mamífero. Como persona inteligente que era, no guardaba en casa un alijo demasiado grande, con la idea de que si se producía una redada, pudieran acusarlo de posesión pero no de posesión con intenciones de venta. Por otra parte, las actividades de Ronald eran una especie de secreto a voces entre ciertas secciones de las fuerzas del orden locales, pero éstas las pasaban por alto gustosamente porque Ronald no vendía a jóvenes, no usaba la violencia y cooperaba con la policía siempre que surgía la necesidad. En cualquier caso, Ronald no estaba al frente de un imperio de la droga. Si hubiera sido así, no habría estado viviendo en una pequeña cabaña en Scarborough Downs.

Habría estado viviendo en una gran cabaña en Scarborough Downs.

Ronald se acercó a la puerta cuando me bajé del coche. Era un hombre corpulento, de pelo negro muy corto, veteado de plata. Vestía unos vaqueros ajustados y una holgada camisa de cuadros que le colgaba por encima del cinturón. Una bolsa de piel pendía de su cuello.

– ¿Qué es eso? -pregunté-. ¿Gran medicina?

– No, aquí guardo el dinero suelto.

Al estrechar mi mano con la suya, curtida y surcada de músculos y venas, pareció engullirla como un bagre viejo y nudoso devorando un pececillo.

– Eres el único nativo americano que conozco -dije-, y no haces nada propio de un nativo americano.

– ¿Te decepciono?

– Un poco. Da la sensación de que no te esfuerzas.

– Ni siquiera me gusta que me llamen «nativo americano». A mí «indio» ya me parece bien.

– ¿Lo ves? Seguro que si hubiera llegado aquí vestido de vaquero, ni siquiera habrías pestañeado.

– No. Puede que te hubiera pegado un tiro, pero sin pestañear.

Nos sentamos a una mesa en el jardín, y Ronald sacó un par de refrescos de una nevera. En la cocina sonaba música en un radiocasete a bajo volumen, una mezcla de blues indio, folk y country alternativo: Slidin' Clyde Roulette, Keith Secola, Butch Mudbone.

– ¿Una visita de cumplido? -preguntó.

– No, una visita de amigo -contesté-. ¿Te acuerdas de un tal Damien Patchett? Un chico del pueblo, sirvió en Iraq con la infantería.

Ronald asintió.

– Fui al funeral.

Debería haberlo supuesto. Ronald, siempre que le era posible, asistía a los funerales de los veteranos en la zona. Aducía que al honrar a uno los honraba a todos. Formaba parte de su permanente sentido del deber personal para con los caídos.

– ¿Lo conocías? -pregunté.

– No.

– Ha llegado a mis oídos que quizá se quitó la vida él mismo.

– ¿Quién te lo ha contado?

– Su padre.

Ronald se tocó una diminuta cruz de plata que llevaba en la muñeca, prendida de una tira de cuero, un gesto por el dolor de Bennett Patchett.

– Estamos otra vez en las mismas -dijo-. Uno espera que los altos mandos y los políticos aprendan, pero nunca es así. La guerra cambia a los hombres y las mujeres, y algunos de ellos cambian tanto que ya no se reconocen nunca más, y detestan aquello en lo que se han convertido. Si quieres saber mi opinión, simplemente estamos elaborando mejor las estadísticas de suicidios. Desde que acabó la guerra de Vietnam se han quitado la vida más veteranos que hombres cayeron allí, y este año, a juzgar por la evolución de las cifras, se habrán quitado la vida más veteranos de Iraq que hombres caerán allí. Se cumple la misma pauta en las dos guerras: un trato lamentable allí, un trato lamentable aquí tras el regreso.

– ¿Qué se decía de Damien?

– Que se había aislado, que le costaba dormir. A la mayoría les cuesta dormir cuando vuelven. Les cuesta hacer muchas cosas, pero si no duermes… En fin, ya sabes, se te trastoca la cabeza y pasas a ser una persona inestable y deprimida. Entonces quizá bebes más de la cuenta, o tomas algo para equilibrarte y necesitas cada vez un poco más. Él tomaba trazodona, pero de pronto lo dejó.

– ¿Por qué?

– Tendrías que preguntárselo a alguien que lo conociera mejor que yo. Hay gente a la que no le gusta tomar somníferos: descubren que a la mañana siguiente tienen resaca y les estropea el sueño en fase REM, pero en el caso de Damien todo eso lo sé por terceros. ¿Su padre te ha contratado para que investigues su muerte?

– En cierto modo.

– No me pareció que hubiera dudas sobre cómo murió.

– No las hay, al menos sobre sus últimos momentos. Lo que su padre intenta entender es qué lo llevó a hacerlo.

– ¿Ahora investigas, pues, un posible trastorno de estrés postraumático?

– En cierto modo.

– Veo que todavía te cuesta contestar preguntas a las claras.

– Prefiero pensar que me aproximo a las cosas en círculo.

– Ya, como antes de un bombardeo aéreo. Tal vez sí deberías haber venido con sombrero de vaquero.

Tomó un sorbo del refresco y desvió la mirada. No era exactamente una actitud de enfado, sino la versión de eso mismo, más circunspecta, propia de un indio.

– De acuerdo -cedí-, me rindo. Te daré un nombre: Joel Tobias.

Ronald sabía poner cara de póquer. Advertí sólo una mínima palpitación en sus párpados al mencionar a Tobias, pero eso bastó para revelar que no sentía mucho aprecio por él.

– Tobias también estaba en el funeral -dijo-. Unos cuantos que sirvieron con Damien vinieron a presentar sus respetos, algunos desde muy lejos. En el cementerio se armó un pequeño alboroto, pero se las arreglaron para que la familia Patchett no se enterara.

– ¿Un alboroto?

– Rondaba por allí un fotógrafo de un pequeño periódico, el Sentinel-Eagle. Sacaba fotos, parte de un reportaje gráfico que estaba preparando con la esperanza de vendérselo al New York Times. Ya sabes, el entierro del guerrero caído, el dolor, la liberación. Alguien de la familia, seguramente Bennett, le había dicho que no tenían inconveniente. Pero resulta que algunos sí tenían inconveniente. Un par de antiguos compañeros de Damien cruzaron unas palabras con él, y el fotógrafo se marchó. Uno de ellos era Tobias. Me lo presentaron más tarde, en un bar. Para entonces estábamos como cubas.

– ¿Tobias ha aparecido en tu radar?

– ¿Por qué iba a aparecer?

– Algunos sospechan que se dedica al contrabando.

– Si es así, no entra hierba. Yo lo sabría. ¿Has hablado con Jimmy Jewel?

– Él tampoco lo sabe.

– Si Jimmy no lo sabe, yo menos aún. En cuanto pagas un dólar, ese hombre oye el ruido del cambio en el mostrador.

– Pero ¿sabes algo de Tobias?

Ronald se revolvió en el asiento.

– Rumores, sólo eso.

– ¿Qué rumores?

– Que Tobias está montándose un tinglado por su cuenta. Es de ésos.

– ¿Fue uno de los que no querían salir en las fotos?

– Por lo que recuerdo, hablaron con el fotógrafo cuatro o cinco, entre ellos Tobias. Uno de los otros salió en los diarios al cabo de una semana.

– ¿Y eso?

– Era un tal Brett Harlan, de Caratunk.

El nombre me sonaba. Harlan. Brett Harlan.

– Suicidio con asesinato -dije-. Mató a su mujer y luego se quitó la vida.

– Con una bayoneta M9. Ésas fueron muertes difíciles de digerir. Especialista Brett Harlan, Stryker C, Segunda Brigada Sable, Tercer Regimiento de Infantería. Su mujer, del 72 Batallón de Inteligencia Militar, estaba de permiso.

– Damien Patchett sirvió en la Segunda Brigada Sable.

– También Bernie Kramer.

– ¿Quién es Bernie Kramer?

– El cabo Bernie Kramer. Se ahorcó en la habitación de un hotel de Quebec hace tres meses.

Recordé las palabras de Karen Emory: «Todos ellos están muriendo».

– Es un clúster -comenté-. Un clúster de suicidios.

– Eso parece.

– ¿Hay alguna razón para eso?

– Puedo hablarte de causas generales, pero ninguna concreta. En Togus hay una mujer, una ex militar, que se llama Carrie Saunders, y creo que conoció a Harlan y a Kramer. Deberías hablar con ella. Lleva a cabo una investigación, y vino a pedirme ciertos datos: nombres de personas que pudieran estar dispuestas a dejarse entrevistar, tanto de mis tiempos como posteriores. Le facilité toda la información que pude.

– Bennett dijo que Carrie Saunders asistió al funeral de Damien.

– Es posible que estuviera en la iglesia. Yo no la vi.

– ¿Qué investiga?

Ronald apuró su refresco, aplastó la lata y la lanzó a un cubo de basura reciclable.

– El trastorno de estrés postraumático -dijo-. Su especialidad es el suicido.


***

El sol alcanzó su cumbre. Había quedado un hermoso día de verano, con un cielo azul despejado y una levísima brisa, pero Ronald y yo ya no estábamos fuera. Él me había llevado a su pequeño despacho, desde donde dirigía Veteranos Preocupados de Maine. Cubrían las paredes recortes de periódico, listas de caídos y fotografías. Una de éstas, justo encima del ordenador de Ronald, mostraba a una mujer ayudando a su hijo herido a levantarse de la cama. La imagen se había tomado desde atrás, de manera que sólo se veía el rostro de la madre. Tardé un momento en advertir qué había de anormal en la fotografía: al joven le faltaba casi media cabeza, y lo que quedaba era una maraña de cicatrices y hendiduras, como la superficie lunar. El semblante de la madre traslucía una mezcla de emociones demasiado complejas para interpretarlas.

– Una granada -explicó Ronald-. Perdió el cuarenta por ciento del cerebro. Necesitará atención permanente el resto de su vida. Su madre… no parece joven, ¿verdad? -Lo dijo como si reparase en ello por primera vez, aunque debía de verla a diario.

– No, no lo parece.

Y me pregunté qué sería mejor: que el muchacho muriese antes que la madre, para que su dolor acabase y el de ella adoptase una forma distinta, quizá menos desgarradora; o que el muchacho la sobreviviese, para que ella pudiera compartir su tiempo con él, y lo cuidara maternalmente como cuando era niño, en una época en que para ella la posibilidad de una vida así sólo podía presentarse en un mal sueño. La primera sería la mejor opción, concluí, porque si el muchacho vivía demasiado, la madre desaparecería, y al final él se convertiría en una sombra en el rincón de un cuarto, un nombre sin pasado, olvidado por los demás y sin recuerdos propios.

Rodeado de todo eso, Ronald me habló de suicidas y desvalidos; de adicción y de pesadillas en estado de vigilia; de hombres con miembros amputados que luchaban por recibir la incapacidad total del ejército; de las reclamaciones pendientes de solución, cuatrocientas mil y en aumento, y de aquellos cuyas cicatrices no se veían, que habían sufrido daños psicológicos pero no físicos, y cuyo sacrificio por tanto no disfrutaba aún del reconocimiento del Gobierno, siendo prueba de ello el hecho de que se les negaba el Corazón Púrpura. Y mientras Ronald hablaba, crecía su rabia. En ningún momento levantó la voz, en ningún momento apretó el puño siquiera, pero vi que emanaba de él, como el calor de un radiador.

– Es el coste oculto -dijo al fin-. Los chalecos antibalas protegen el torso, y un casco es mejor que nada. La respuesta de los servicios médicos mejora, y es más rápida. Pero una de esas bombas de fabricación casera estalla a tu lado, o debajo del Hummer en que viajas, y puedes perder un brazo o una pierna, o acabar con un trozo de metralla en la nuca que te deje paralizado de por vida. Ahora es posible sobrevivir con heridas catastróficas, pero también puede ocurrir que llegues a lamentarlo. Si lees el New York Times, y si lees USA Today, verás aumentar la lista de bajas en Iraq y Afganistán en esa casilla que reservan para las malas noticias, pero no al mismo ritmo que antes, o al menos no en Iraq, y tienes la impresión de que quizá las cosas estén mejorando. Y así es, si cuentas sólo las víctimas mortales, pero debes multiplicar esa cifra por diez para contabilizar los heridos, y en todo caso es imposible saber cuántos lo son de gravedad. Uno de cada cuatro militares que vuelven de Iraq y Afganistán necesita tratamiento médico o psicológico. A veces ese tratamiento no es tan accesible como debiera, e incluso si tienen la suerte de recibir parte de lo que necesitan, el Gobierno intenta regateárselo una y otra vez. No te imaginas lo que cuesta obtener la incapacidad total, y luego los mismos que enviaron a esos soldados a la guerra intentaron cerrar el Walter Reed para ahorrar unos dólares. Nada menos que el Walter Reed. El país combate en dos frentes, y quieren cerrar el centro médico más emblemático del ejército porque consideran que sale demasiado caro. Esto no tiene nada que ver con estar a favor o en contra de la guerra. No tiene nada que ver con el progresismo o el conservadurismo, ni con ninguna otra etiqueta que quieras ponerle. Tiene que ver con hacer lo correcto por aquellos que van a la guerra, y no se está haciendo lo correcto. Nunca se ha hecho. Jamás… -Se le apagó la voz. Al reanudar el monólogo, su tono era distinto-. Cuando el Gobierno no quiere hacer lo que debería, y el ejército no puede atender a sus heridos, quizá corresponda a otros tomar cartas en el asunto. Joel Tobias es un hombre indignado, y es posible que haya captado a otros como él para su causa.

– ¿Su causa?

– Lo que hace Tobias, sea lo que sea, empezó con buenas intenciones. Conocía a hombres y mujeres en serios apuros. Todos conocemos a gente en esa situación. Les hicieron promesas. Los ayudarían.

– ¿Quieres decir que el dinero de lo que entran por la frontera estaba destinado a los soldados heridos?

– Parte sí. La mayor parte. Al principio.

– ¿Qué cambió?

– Es mucho dinero, o eso he oído. Cuanto más alta la suma, mayor la codicia.

Ronald se puso en pie. Nuestra conversación tocaba a su fin.

– Tienes que hablar con otra persona -propuso.

– Dame el nombre.

– Hubo una pelea en el Sully's. -El Sully's era un barucho de Portland-. Fue después del entierro de Patchett. Unos cuantos estábamos en un rincón, y Tobias y otros en la barra. Uno de ellos iba en silla de ruedas, con las perneras del pantalón recogidas con alfileres por encima de las rodillas. Había bebido más de la cuenta, y de pronto la emprendió contra Tobias. Lo acusó de renegado. Mencionó a Damien, y al otro, Kramer. Salió un tercer nombre, uno que no alcancé a oír. Empezaba por erre: Rockham o algo así. El chico de la silla de ruedas dijo a Tobias que era un embustero, que robaba a los muertos.

– ¿Y cómo reaccionó Tobias?

Ronald contrajo el rostro en una mueca de repugnancia.

– Lo empujó hacia la puerta. El de la silla de ruedas no pudo hacer nada más que echar el freno de la silla. Casi se cayó al suelo, pero Tobias no lo dejó estar. Cuando el inválido se negó a quitar el freno… y les lanzó el puño cuando intentaron obligarlo…, sencillamente lo levantaron en volandas, con silla y todo, y lo plantaron en la calle. Lo despojaron de toda dignidad, así sin más. Le recordaron su impotencia. Después no se rieron, y dio la impresión de que uno o dos se sentían asqueados, pero eso no cambia lo ocurrido. Lo que le hicieron a ese muchacho fue una bajeza.

– ¿Se llama Bobby Jandreau?

– Exacto. Parece que sirvió con Damien Patchett. Por lo que he oído, le debía la vida a Damien. Yo salí a asegurarme de que estaba bien, pero él no quiso ayuda. Ya había sufrido humillación de sobra. Así y todo, necesitaba ayuda. Lo vi claramente. Estaba en pleno declive. En fin, ya sabes más de lo que sabias al venir aquí, ¿no?

– Sí, gracias.

Él asintió.

– Parte de mí deseaba que lo consiguieran -reconoció-. Tobias, y quienquiera que esté ayudándolo… Yo deseaba que les saliera bien, lo que sea que se traen entre manos.

– ¿Y ahora?

– Ha tomado un mal camino. Deberías andarte con cuidado, Charlie. No va a gustarle que metas las narices en sus asuntos.

– Ya han intentado disuadirme hundiéndome la cabeza en un barril de petróleo.

– ¿Ah, sí? ¿Y se han salido con la suya?

– No del todo. El que más hablaba tenía una voz suave, quizá con cierto dejo sureño. Si se te ocurre quién podría ser, me gustaría saberlo.


***

Más tarde ese mismo día traté de localizar a Carrie Saunders en la delegación de la Administración de Veteranos en Togus, pero la llamada pasó directamente a su servicio contestador. A continuación telefoneé al Sentinel-Eagle, que era un semanario local de Orono, y su director me facilitó el número telefónico de un fotógrafo llamado George Eberly. No estaba en plantilla, pero colaboraba a veces con el periódico. Eberly descolgó al sonar el timbre por segunda vez, y cuando le expliqué lo que quería, pareció más que dispuesto a hablar.

– Lo había acordado con Bennett Patchett -dijo-. Habló con el resto de la familia de lo que me proponía hacer. Sería como un homenaje para su hijo, le aclaré, pero también una manera de establecer un lazo con otras familias que habían perdido a hijos e hijas, o a padres y madres, debido a la guerra, y él lo comprendió. Le prometí no estorbar, y cumplí mi palabra. Me quedé en segundo plano. La mayoría de la gente ni siquiera me vio, hasta que de pronto me abordó una panda de matones.

– ¿Le explicaron cuál era el problema?

– Me dijeron que aquello era una ceremonia privada. Cuando señalé que la familia me había dado permiso para tomar fotografías, uno intentó quitarme la cámara mientras los demás lo tapaban. Yo retrocedí, y otro, un tipo grande sin un par de dedos, me agarró del brazo y me exigió que borrase todas las fotografías que no fueran de la familia. Me amenazó con romperme la cámara si no lo hacía, y romperme luego, con la ayuda de sus amigos, otra cosa que no tenía lente ni podía sustituirse.

– ¿Así que borró las fotos?

– Y una mierda. Tengo una Nikon nueva. Es un aparato complicado si uno no sabe lo que maneja. Apreté un par de botones, bloqueé la pantalla, y le aseguré que ya había hecho lo que me pedía. Me dejó ir, y sanseacabó.

– ¿Existiría alguna posibilidad de que yo pudiese echar un vistazo a esas fotos?

– Claro, no veo por qué no.

Le di mi dirección de correo electrónico, y me prometió enviarme las fotos en cuanto estuviera delante del ordenador.

– ¿Sabe que existía relación entre Damien Patchett y un cabo llamado Bernie Kramer, que se suicidó en Canadá? -añadió Eberly.

– Sí. Sirvieron juntos.

– Pues la familia de Kramer es de Orono. Después de su muerte, sacamos un texto escrito por él. Su hermana nos pidió que lo hiciéramos público. Ella aún vive en el pueblo. Ahí empezó mi interés por todo este proyecto fotográfico, si he de serle sincero. Aquí el artículo tuvo mucha repercusión, y el director tuvo problemas con los militares.

– ¿Y sobre qué escribió Kramer?

– Eso del TEPT. El estrés postraumático. Le enviaré el artículo junto con las fotos.

El material de Eberly me llegó unas dos horas después, mientras me preparaba un filete para la cena. Aparté la sartén del quemador y la dejé enfriar.

El artículo de Bernie Kramer era breve pero intenso. Hablaba de su lucha contra lo que, según creía, era un TEPT, trastorno de estrés postraumático -su paranoia, su desconfianza, sus instantes de pánico paralizador- y en particular de su indignación ante la negativa de los militares a reconocer que el TEPT es una herida de guerra en lugar de una enfermedad. Se notaba que era en esencia una carta al director ampliada, carta que nunca envió, pero el director le vio posibilidades y la incluyó en la sección de opinión. Lo más impactante era una descripción de su etapa en la Unidad de Transición del Guerrero de Fort Bragg. Kramer daba a entender que Fort Bragg era un vertedero para los soldados con problemas derivados del consumo de drogas, y debido a los continuos cambios de personal se pasaban por alto las condecoraciones, la actualización de historiales y las ceremonias de licencia. «Para cuando volvimos a casa» concluía, «ya nos habían olvidado.»

Resultaba fácil ver lo mal que debía de haber sentado en el ejército que un ex militar se manifestara públicamente de ese modo, por más que se hubieran escrito cosas peores en blogs de soldados y otros sitios. No obstante, un pequeño periódico local habría sido presa fácil para un enlace de prensa militar deseoso de complacer a sus superiores.

Imprimí el artículo y lo añadí a los que había reunido antes en relación con las muertes de Brett Harlan y su esposa Margaret. También había hecho anotaciones referentes al TEPT y los suicidios en el ejército. A continuación examiné las fotos que Eberly había tomado después del funeral de Damien. Muy solícito, Eberly había marcado con un círculo las caras de los hombres que lo habían abordado, Joel Tobias entre ellos. Me fijé en los otros detenidamente. Sólo uno era negro, así que supuse que se trataba de Vernon. Comprobé que hubiese papel en la impresora fotográfica y saqué dos copias de cada una de las mejores fotografías. Deseaba saber cómo se llamaban los otros hombres. Quizá Ronald Straydeer podría ayudarme con eso. Tenía su dirección de correo electrónico, y le reenvié algunas de las imágenes. Eberly también me había facilitado el nombre y el número telefónico de la hermana de Bernie Kramer, Lauren Fannan. La llamé y hablamos un rato. Me contó que Bernie había regresado de Iraq «enfermo», y que su estado había empeorado durante los meses posteriores. Le pareció que lo habían presionado para que no hablara de sus problemas, pero no sabía si esa presión procedía de los mandos militares o de sus propios compañeros.

– ¿Por qué dice eso? -pregunté.

– Tenía un amigo, Joel Tobias. Fue sargento de Bernie en Iraq. De hecho, Bernie estaba en Quebec gracias a Tobias. Bernie hablaba francés con fluidez, y allí hacía algo para Tobias, algo relacionado con transporte y camiones. Bernie se medicaba para el insomnio, y Tobias le dijo que lo dejara, porque incidía en su capacidad de trabajo.

Si Joel Tobias había recomendado a Bernie Kramer que dejara de medicarse porque le impedía realizar debidamente las tareas asignadas, tal vez también fuera responsable de que Damien Patchett abandonase la trazodona.

– ¿Bernie buscó ayuda profesional?

– Por la manera en que empezó a hablar de su estado me dio la impresión de que contaba con algún tipo de ayuda, pero nunca precisó de quién. Cuando Bernie murió, telefoneé a Tobias y le dije que no sería bien recibido en el funeral, así que no vino. No he vuelto a verlo. Encontré la carta que había escrito Bernie sobre el estrés postraumático entre sus papeles personales, y decidí que debía publicarse en el periódico, porque la gente debía saber el trato dado por el Gobierno a esos hombres y mujeres. Bernie era un hombre encantador, un hombre amable. No merecía acabar así.

– Ha mencionado los papeles personales de Bernie, señora Fannan. ¿Los conserva?

– Algunos -contestó-. El resto los quemé.

Ahí percibí algo fuera de lo normal.

– ¿Por qué los quemó?

Ella se había echado a llorar, y me costó entender parte de lo que dijo a continuación.

– Había escrito una página tras otra de simples… desvaríos, como que oía voces y veía cosas. Creí que todo se debía a su enfermedad, pero era tan perturbador y tan delirante… No quería que lo leyera nadie más, porque si circulaba por ahí, pensé, restaría valor a la carta. Hablaba de demonios, de que lo perseguían. Nada tenía sentido. Nada.

Le di las gracias y la dejé en paz. Había llegado un mensaje al buzón de entrada de mi correo electrónico. Era la respuesta de Ronald Straydeer: había impreso una de las fotografías, había introducido sus marcas y anotaciones y la había escaneado de nuevo para reenviarla. La acompañaba una breve nota:


«Después de marcharte me he acordado de otro detalle que me chocó en el funeral. En el Sully's andaba en compañía de Tobias y los otros un veterano de la primera guerra de Iraq. Se llama Harold Proctor. Que yo sepa, nunca le ha importado nada ni nadie, y si ahora trata con Tobias, sólo puede ser porque participa en lo que se traen entre manos. Tiene un motel de mala muerte cerca de Langdon, al noroeste de Rangeley. No hace falta que te diga lo cerca que está de la frontera canadiense».


Proctor no aparecía en ninguna de las fotografías. Me constaba que existía un mecanismo por el que veteranos de guerras anteriores se reunían con los soldados que acababan de regresar del frente, pero no sabía cómo averiguar si Proctor habla participado en eso, o sí estaba entre quienes se habían reunido con Damien cuando volvió. No obstante, si Ronald no se equivocaba en su juicio sobre Proctor, y yo no tenía ningún motivo para dudar de él, el veterano de mayor edad no parecía el candidato idóneo para formar parte de un comité de recepción.

Ronald me había proporcionado otros dos nombres: Mallak y Bacci. Junto al de Mallak había escrito: «Unionville, pero criado en Atlanta». También había identificado formalmente al hombre negro como Vernon, y a un hombre con barba y baja estatura como Pritchard. Había tachado con un aspa el rostro de uno alto con gafas y escrito al lado: «Harlan fallecido». Por último, apenas visible en segundo plano a la izquierda de la imagen, había un hombre musculoso en una silla de ruedas: Bobby Jandreau. Recordé las palabras de Kyle Quinn, pronunciadas mientras miraba la fotografía de Foster Jandreau en el periódico.

Mal asunto.

Cogí el bolígrafo y añadí el nombre de Foster Jandreau a la lista de muertos.

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