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No sé si Carrie Saunders sucumbió al pánico o no. No sé si el tubo se le escapó de la boca y, maniatada como estaba, fue incapaz de recuperarlo. A veces no puedo evitar imaginarla en sus últimos momentos, y cada vez veo a Herodes dejar la pala a un lado y fijar la mirada en la tierra ya compacta, y luego retirar el tubo de la boca de la mujer enterrada. Lo hizo porque ella había roto un acuerdo no escrito con él, pero también por el placer de hacerlo. Por mucho que hablara de honor, y de negociaciones, y de promesas, Herodes era un hombre cruel, o eso pensaba yo. En cuanto a Karen Emory, mantuvo su palabra: la soltó y, antes de abandonarla, le dijo dónde estaba enterrada Carrie Saunders. Pero, según la autopsia, Carrie Saunders llevaba varias horas muerta cuando fue hallada.

Sí, sé esto: Carrie Saunders mató a Jimmy Jewel, y mató a Foster Jandreau. En su casa encontraron una pistola, una Glock 22. Las balas coincidían con las empleadas para eliminar a Jimmy y Jandreau, y en el arma no había más huellas dactilares que las de ella. En cuanto a Roddam, no había manera de saber con certeza si era ella la responsable de su muerte, pero Herodes había dicho la verdad acerca de su implicación en los otros asesinatos, así que no había razones para pensar que mentía respecto a Roddam.

Después de hallarse el cadáver de Saunders, se contempló la posibilidad de que el autor del crimen le hubiera cargado a ella los otros asesinatos, pero se descartó cuando Bobby Jandreau declaró voluntariamente que había comentado a su primo Foster su sospecha de que las muertes de Damien Patchett, Bernie Kramer y los Harlan guardaban relación con una operación de contrabando dirigida por Joel Tobias, pese a que carecía de pruebas formales en apoyo de sus afirmaciones. Foster Jandreau era ambicioso, pero no había progresado en la vida tanto como quería, y se sentía estancado. Si encontraba pruebas de manejos ilegales por parte de Joel Tobias, tal vez podría resucitar una carrera moribunda. Pero Bobby Jandreau había cometido el error de hablar del asunto con Carrie Saunders durante una de sus sesiones de terapia, y ella había matado a Foster para impedirle ahondar en la operación y había empañado su reputación dejando a su lado las ampollas de droga. Ignoro si lo hizo con el consentimiento y la aprobación de Joel Tobias, y quienes podrían habérmelo aclarado estaban muertos. Recordé lo que otros habían dicho sobre Tobias: era listo, pero no tanto. No era capaz de dirigir una operación en la que podía haber en juego millones de dólares en antigüedades robadas, pero Carrie Saunders sí lo era. En París, Rochman reveló que su contacto en la adquisición de las tallas de marfil y los sellos había sido una mujer con el seudónimo de «Medea» y que el dinero se había transferido a un banco de Bangor, Maine. Surgieron rumores de que tal vez Saunders y Roddam habían sido amantes durante su etapa en Abu Ghraib, pero eran una pareja poco probable. La guerra creaba esas uniones anómalas, pero seguramente Roddam y Saunders actuaron en provecho mutuo, y Saunders había acabado imponiéndose, porque Roddam había muerto. Saunders y Tobias habían estudiado en el mismo instituto de Bangor, ella se había graduado un año después. Se conocían desde hacía mucho tiempo, pero si era Saunders la inteligencia rectora de la operación, no había necesitado el permiso de Joel Tobias ni de nadie para hacer lo que fuera necesario a fin de asegurar su éxito.

Yo estaba presente cuando abrieron la caja y vi el rostro de Carrie Saunders. Al margen de cuáles fuesen sus actos, no merecía morir así.

Poco después de descubrirse el cadáver, presté declaración ante la policía en presencia de dos agentes del ICE, el Departamento de Inmigración y Aduanas. Detrás de ellos rondaba un hombre pequeño, con barba y piel oscura, que se presentó como el doctor Al-Daini, antes responsable del Museo de Iraq de Bagdad. Los agentes pertenecían al JIACG, el Grupo Conjunto de Coordinación Interdepartamental, un cajón de sastre que reunía elementos del ejército, el FBI, la CIA, Hacienda y el ICE, y cualquiera que pasara por allí y tuviera interés en Iraq y en cómo se financiaban las operaciones terroristas. El interés de todos ellos en el saqueo del Museo de Iraq estribaba en la posibilidad de que las piezas robadas se vendieran en el mercado negro a fin de recaudar fondos para la insurgencia. El hombre que me había interrogado en el Blue Moon mentía, tanto a mí como a sí mismo: había gente que salía mal parada por lo que ellos hacían, pero esa gente moría en las calles de Bagdad y Paluya y en todos los demás lugares de Iraq donde los norteamericanos eran blanco de ataques. Se lo conté todo a los agentes y al doctor Al-Daini, omitiendo sólo un detalle. No les hablé del Coleccionista. El doctor Al-Daini se tambaleó ligeramente al oír que la caja se había perdido, pero calló.

Cuando acabamos, subí a mi coche y me dirigí hacia el sur.

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