Yo apenas conocía los lagos de Rangeley, la zona del estado de Maine al noroeste de Portland, colindante por el este con New Hampshire y justo al sur de la frontera canadiense. Tenía fama de paraíso para los deportistas, fama que le venía ya del siglo XIX. Nunca había encontrado grandes motivos para viajar allí, aunque recordaba vagamente haber pasado por la región de niño, con mis padres en los asientos delanteros del querido LeSabre de mi padre, de camino a algún otro sitio, Canadá, tal vez, porque no imagino a mi padre yéndose tan lejos sólo para visitar el este de New Hampshire. Por alguna razón que nunca acabé de entender, siempre receló de New Hampshire, pero de eso hace mucho tiempo, y mis padres ya no están aquí para preguntárselo.
No obstante, guardaba otro recuerdo nítido de Rangeley, y procedía de un tal Phineas Arbogast, que fue amigo de mi abuelo y a veces cazaba en los bosques de Rangeley, donde su familia tenía una cabaña y, por lo visto, siempre la había tenido, ya que Phineas Arbogast poseía hondas raíces en Maine, y probablemente sus orígenes se remontaban hasta los nómadas que pasaron a Norteamérica desde Asia once mil años antes por el brazo de tierra convertido ahora en las islas Aleutianas, o se remontaban como mínimo a un peregrino empecinado que había huido al norte para escapar de los peores rigores del puritanismo. De niño, su manera de hablar me resultaba casi ininteligible, porque Phineas habría podido representar a su país en un concurso de arrastrar las palabras. Habría sido capaz de alargar incluso una palabra sin ninguna vocal que alargar. Habría sido capaz de hacerlo Hasta en polaco.
Mi abuelo apreciaba a Phineas, un hombre que, si conseguías obligarlo a sentarse y llegabas a comprenderlo, era un pozo de conocimientos históricos y geográficos. Cuando envejeció, parte de ese saber, inevitablemente, empezó a escapar de su cerebro, e intentó plasmarlo en un libro antes de que se le escurriera entre los dedos, pero no tuvo paciencia para completar la obra. Él pertenecía a una tradición más antigua, una tradición oral: contaba sus historias en voz alta para que otros a su vez las recordaran y las transmitieran, pero al final los únicos que lo escuchaban eran personas casi tan viejas como él. Los jóvenes no querían oír las historias de Phineas, no en esa época, y para cuando ciertos estudiosos de una universidad acudieron en busca de gente como él con la intención de consignar sus relatos, Phineas contaba esas historias a sus vecinos ya entrada la noche en el camposanto.
Así que el recuerdo que conservo es de Phineas y mi abuelo sentados junto a la lumbre: Phineas hablando, mi abuelo escuchando. Por entonces mi padre ya había muerto, y esa noche mi madre había salido, así que estábamos los tres solos, al calor de los leños invernales. Mi abuelo había preguntado a Phineas por qué ya no iba tanto a su cabaña, y Phineas tardó un momento en contestar. No era su pausa habitual, unos segundos para tomar aire y ordenar sus pensamientos antes de iniciar un tortuoso camino plagado de anécdotas. No, esa vez su silencio traslucía incertidumbre y -¿era posible?- reticencia a seguir adelante. Así que mi abuelo esperó, con curiosidad, y también yo, hasta que al final Phineas Arbogast nos contó por qué ya no iba a la cabaña en el bosque cerca de Rangeley.
Un día estaba cazando ardillas con su perra, Misty, una mestiza cuya ascendencia era tan compleja como la de algunas familias reales y que, como correspondía, se comportaba igual que una princesa bastarda. Phineas no les sacaba ningún provecho a las ardillas que mataba: simplemente era un animal que no le gustaba. Misty, como de costumbre, se le adelantó a todo correr, y al cabo de un rato Phineas ya no la veía ni oía. La llamó con un silbido, pero no regresó, y Misty, pese a darse tantos humos, era una perra obediente. Por tanto, Phineas fue en su busca, adentrándose más y más en el bosque y alejándose más y más de su cabaña. Empezó a oscurecer, y él siguió buscando, porque no estaba dispuesto a dejarla allí sola. La llamó por su nombre, una y otra vez, sin obtener respuesta. Comenzó a temerse que un oso la hubiera atacado, o un lince o un gato montés, hasta que al final le pareció oír los gemidos de Misty, y se dejó guiar por el sonido, alegrándose de conservar aún casi intactos, a sus setenta y tres años, el oído y la vista.
Llegó a un claro y allí estaba Misty, apenas visible con la luna ya en el cielo. Unas zarzas se le habían enredado en las patas y el hocico y, al forcejear para zafarse, se había quedado atrapada de tal modo que lo único que podía hacer era gemir débilmente. Phineas desenvainó su cuchillo, y se disponía a liberarla cuando advirtió un movimiento a su derecha y enfocó en esa dirección con la linterna.
De pie al borde del claro había una niña de unos seis o siete años. Tenía la piel muy pálida y el cabello oscuro. Llevaba un vestido negro de tela tosca y unos sencillos zapatos negros. No parpadeó ante el potente haz de la linterna, ni levantó las manos para protegerse los ojos. De hecho, pensó Phineas, daba la impresión de que fuera por completo indiferente a la luz; era como si su piel la absorbiese, ya que parecía emitir un resplandor blanquecino desde dentro.
– ¿Qué haces tú aquí, pequeña? -preguntó Phineas.
– Me he perdido -contestó la niña-. Ayúdame.
Tenía una voz extraña, como si hablara desde el interior de una cueva, o del tronco hueco de un árbol. Resonaba, y no tenía por qué.
Phineas dio un paso hacia la niña, quitándose ya el abrigo para cubrirle los hombros, y de pronto advirtió que Misty tironeaba otra vez de las zarzas, ahora con el rabo entre las patas. Era evidente que el esfuerzo le causaba dolor, y aun así estaba decidida a zafarse. Cuando el nuevo intento tampoco dio fruto, se volvió hacia la niña y gruñó. Phineas vio el temblor de la perra a la luz de la luna, y el pelo erizado en su cuello. Cuando miró atrás, la niña había retrocedido medio metro adentrándose en el bosque.
– Ayúdame -repitió-. Me he perdido, y estoy sola.
Ahora Phineas recelaba, aunque no habría sabido decir por qué, como no fuera por la palidez de la pequeña y el efecto que su presencia tenía en la perra. Aun así, fue hacia ella y ella se alejó un poco más, hasta que al final el claro quedó ya a espaldas de Phineas y ante él estaba sólo el bosque, el bosque y la forma imprecisa de la niña entre los árboles. Phineas bajó la linterna, pero la niña no se desvaneció entre las sombras del bosque, sino que siguió irradiando una leve luminiscencia, y aunque Phineas veía el vaho de su propio aliento ante sí, la niña no exhalaba un vaho parecido, ni siquiera cuando volvió a hablar.
– Por favor, estoy sola y tengo miedo -dijo-. Ven conmigo.
Levantó la mano para indicarle con señas que se acercara, y él vio la mugre bajo sus uñas, como si hubiera salido escarbando de un lugar oscuro, un escondrijo de tierra, gusanos y bichos que correteaban.
– No, pequeña -dijo Phineas-. Creo que no voy a ir a ningún sitio contigo.
Sin apartar la mirada de ella, retrocedió hasta hallarse junto a Misty, se agachó y empezó a cortar las zarzas a cuchilladas. Los tallos se resistían a desprenderse y eran pegajosos al tacto. Incluso mientras los segaba le pareció sentir que otros empezaban a enrollarse alrededor de sus botas, pero más tarde se dijo que probablemente la cabeza le estaba jugando una mala pasada, como si ese pequeño detalle pudiera explicar aquella mala pasada mucho mayor de la niña resplandeciente en la espesura del bosque, pidiendo a un viejo que se reuniera con ella bajo su enramada. Percibió la ira de la pequeña y su frustración, y sí, su tristeza, porque en efecto estaba sola, y en efecto estaba asustada, pero no quería que la salvaran. Quería infligir su soledad y su miedo a otro, y Phineas no sabía qué sería peor: morir en el bosque sin más compañía que la niña, hasta que finalmente el mundo ennegreciera; o morir y luego, al despertar, descubrir que era como ella, que vagaba entre los árboles buscando a otros con quienes compartir su sufrimiento.
Al final, Misty quedó libre. La perra huyó como una exhalación y al cabo de un momento se detuvo para asegurarse de que su amo la seguía, porque ni siquiera en el alivio de verse libre quiso abandonarlo allí, como él no la había abandonado a ella. Poco a poco, Phineas fue tras Misty, sin apartar la mirada de la niña, permaneciendo atento a ella el mayor tiempo posible, hasta que ya no la veía y se encontraba de nuevo en terreno conocido.
Y por eso Phineas Arbogast dejó de ir a su cabaña en los bosques de Rangeley, donde quizás aún podían verse sus ruinas en algún lugar entre Rangeley y Langdon, rodeadas ya de zarzas mientras la naturaleza se apropiaba de ella.
La naturaleza, y una niña de piel pálida y luminosa, que en vano buscaba a un compañero de juegos.
Yo todavía conservaba una edición antigua de un folleto que me dio Phineas. Se titulaba Maine te invita y era una publicación del Departamento de Promoción Turística de Maine, aparecida a finales de los años treinta o principios de los cuarenta, ya que la carta de salutación en la cara interior de la cubierta era del gobernador Lewis O. Barrows, que ocupó el cargo desde 1937 hasta 1941. Barrows era un republicano de la vieja escuela, uno de esos ante los que sus descendientes más recalcitrantes habrían cambiado de acera para no cruzarse con él: ajustó el presupuesto, mejoró la financiación del sistema escolar público y reinstauró las pensiones de jubilación, a la vez que redujo el déficit. Rush Limbaugh lo habría calificado de socialista.
El folleto era un conmovedor homenaje a unos tiempos lejanos en que era posible alquilar una cabaña de categoría alta por treinta dólares semanales, y cenar pollo por un dólar. La mayoría de los lugares que se mencionaban ya habían desaparecido -el hotel Lafayette de Portland, el Willows y el Checkley en Prouts Neck-, y los autores encontraban algo agradable que decir casi de cualquier sitio, incluso de aquellos pueblos donde ni siquiera los propios habitantes entendían por qué se quedaban allí, y menos aún por qué alguien de fuera iba a querer viajar allí durante las vacaciones.
Dedicaba una página completa a Langdon, una localidad a medio camino entre Rangeley y Stratton, y era interesante observar cuántas veces aparecía el nombre de Proctor en los anuncios: entre otros, estaban el Centro de Acampada Proctor, y la Cafetería Bald Mountain, de E. y A. Proctor, y el excelente restaurante Lakeview de R H. Proctor. Saltaba a la vista que por aquel entonces los Proctor eran los amos de Langdon, y el pueblo tenía suficiente gancho turístico -o eso pensaban los Proctor- para justificar varios anuncios muy visibles, cada uno adornado con una fotografía del establecimiento en cuestión.
El encanto que en su día hubiese podido tener Langdon para los visitantes, fuera cual fuese, ya no estaba presente, eso si no había sido de buen principio una fantasía fruto de las ambiciones de los Proctor. En la actualidad no era más que una calle con casas decrépitas y comercios en franco declive, más cerca de la frontera con New Hampshire que de la canadiense, pero de fácil acceso desde uno y otro lado. La cafetería Bald Mountain seguía en pie, pero daba la impresión de que no hubiese servido una comida al menos en una década. En la única tienda del pueblo, un cartel anunciaba que estaba cerrada por defunción y volvería a abrir al cabo de una semana. El letrero tenía fecha del 10 de octubre de 2005, lo que inducía a pensar en la clase de periodo de duelo reservado normalmente a la muerte de los reyes. Aparte de eso, había una peluquería, un taxidermista y un bar llamado Belle Dam, nombre que podía ser un ingenioso juego de palabras refiriéndose a las presas, dams, de Rangeley o, como parecía más probable al verlo de cerca, el resultado de la pérdida de la letra «e» al final de «dame». En las calles no se veía un alma, aunque había un par de coches aparcados. Irónicamente, sólo en el establecimiento de taxidermia se advertían señales de vida. La puerta estaba abierta, y un hombre que vestía un mono salió a observarme mientras yo tomaba conciencia de la vitalidad urbana de Langdon, calculé unos sesenta años o más, pero quizás era mayor y mantenía a raya los estragos de la edad, gracias acaso a las sustancias conservantes con que trabajaba.
– Esto está muy tranquilo -dije.
– Puede ser -contestó a la manera de alguien que no estaba del todo convencido de que así fuera, y al que, no obstante, si se diera el caso, ya le parecía bien.
Volví a mirar alrededor. A mi modo de ver, no cabía discusión alguna, pero tal vez él sabía algo que yo ignoraba sobre lo que ocurría detrás de todas aquellas puertas cerradas.
– Hace más calor que en un infierno metodista -añadió.
Tenía razón. Mientras estaba en el coche no me había dado cuenta, pero empecé a sudar nada más bajarme. El taxidermista, por su parte, más que sudar se cocía en su propio jugo. Una nube de diminutos mosquitos flotaba en torno a nosotros.
– ¿No se llamará usted Proctor por casualidad? -pregunté.
– No, yo soy Stunden.
– ¿Me permite que le haga unas preguntas, señor Stunden?
– Ya ha empezado a hacérmelas, por lo que se ve.
Esbozaba una sonrisa sesgada, pero sin la menor malevolencia. Se limitaba a romper la monotonía de la vida cotidiana en Langdon. Se apartó del marco de la puerta y me indicó con la cabeza que lo siguiera al interior. Dentro estaba a oscuras. Dispuestas en el suelo o colgadas de las viejas vigas había cornamentas, etiquetadas y numeradas. Una lubina negra recién disecada y montada en su soporte descansaba en lo alto de una nevera, y a la derecha se alzaban estanterías repletas de tarros de productos químicos, pintura y ojos de cristal de diversas clases. En un lado de la nevera se había coagulado un hilo de sangre, que más tarde había corroído el metal. Dominaba la sala un banco de trabajo de acero sobre el que en ese momento había una piel de ciervo y una desolladora de hoja redonda. La carne desechada se amontonaba en el suelo bajo el banco. Vi que conocía su oficio: ponía especial cuidado en limpiar el cuero hasta la dermis, sin dejar el menor residuo de grasa que pudiera convertirse en ácido, con lo que después podía oler mal el cuero o caerse el pelo. Cerca tenía un maniquí de la cabeza de un ciervo hecho con gomaespuma, esperando a que le revistieran la piel. Todo olía a carne muerta. No pude evitar fruncir la nariz.
– Perdone por el olor -se disculpó-. Yo ya ni lo noto. Hablaría con usted en la calle, pero tengo que acabar esta piel de ciervo, y además estoy trabajando en un par de patos para la misma persona.
Señaló dos recipientes transparentes de maíz molido, donde dejaba los patos a desengrasar.
– Es imposible descamar la piel de un pato -explicó-. No resistiría.
Como jamás había sentido el menor deseo de descamar un pato, me limité a comentar que aún no era temporada de caza.
– El ciervo murió de muerte natural -contestó Stunden-. Tropezó y cayó encima de una bala.
– ¿Y los patos?
– Se ahogaron.
Mientras trabajaba con la descarnadora, empezó a sudar aún más.
– Parece una tarea pesada -observé.
Stunden se encogió de hombros.
– El ciervo se las trae. Las aves acuáticas no tanto. Puedo dejar listo un pato en un par de horas, e incluso dar rienda suelta a mi lado artístico. Hay que tener cuidado con los colores, o no queda bien. Me embolsaré quinientos dólares por ésos. Y me consta que el tipo pagará, cosa que no siempre pasa. Corren tiempos difíciles. Ahora exijo una paga y señal; antes no hacía falta.
Siguió descarnando la piel del ciervo. El sonido resultaba un tanto desagradable.
– ¿Y qué le trae por Langdon?
– Busco a un tal Harold Proctor.
– ¿Está metido en algún problema?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Sin ánimo de faltarle al respeto, pero tiene usted todo el aspecto de esos hombres que sólo aparecen cuando hay problemas.
– Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.
– Eso no contesta a mi pregunta. ¿Está Harold metido en algún problema?
– Podría ser, pero no por mí.
– ¿Le ha llovido algún dinero?
– Se lo repito: podría ser, pero no por mí.
Stunden apartó la vista de su trabajo.
– Vive en las afueras, al lado del motel de la familia, más o menos a un kilómetro y medio en dirección oeste. Pero si no conoce la carretera, es como encontrar una aguja en un pajar.
– ¿El motel sigue en activo?
– Aquí lo único que sigue en activo soy yo, y no sé si podré decirlo durante mucho tiempo. El motel lleva cerrado diez años o más. Antes era un centro de acampada, pero los moteles parecían estar a la orden del día, o eso pensaron los Proctor. Era de los padres de Harold, pero murieron y el motel se cerró. De todos modos, nunca dio mucho dinero. Para un motel, está mal situado, allí perdido en el monte. Harold es el último Proctor. Cuesta creerlo. Antes eran dueños de medio pueblo, y la otra mitad les pagaba arriendos, pero no se reproducían mucho, los Proctor; ni eran muy guapos, ahora que lo pienso, cosa que tal vez tuviera algo que ver. Las Proctor eran tirando a feas, me parece recordar.
– ¿Y los hombres?
– Verá, yo no me fijaba en los hombres, así que no puedo decírselo. -Le chispearon los ojos en la penumbra, e imaginé que el señor Stunden acaso habría sido todo un rompecorazones en sus tiempos si hubiese habido allí alguna fémina con quien poner a prueba sus encantos aparte de esas mujeres feas de la familia Proctor-. Cuando empezaron a morir, el pueblo murió con ellos. Ahora vamos tirando con el turismo con el que Rangeley no da abasto, lo que no es gran cosa.
Esperé mientras acababa de trabajar con el cuero. Apagó la descarnadora y se limpió la grasa de las manos con jabón lavavajillas.
– Debo advertirle que Harold no es muy sociable -dijo-. Nunca ha sido lo que podría decirse extrovertido, pero volvió tocado de Iraq, de la primera guerra, no de ésta. En general vive allí muy aislado. De vez en cuando me cruzo con él por la carretera, y los domingos lo veo en el Our Lady of the Lakes, en Oquossoc, pero eso es todo. Ahora lo máximo que consigo arrancarle es un gesto con la cabeza. Como le he dicho, nunca ha sido precisamente cordial, pero hasta hace no mucho siempre saludaba y hacía algún comentario sobre el tiempo. Venía al Belle Dam y, si estaba de humor, hablábamos. -Lo pronunció «bel deim»-. Por si lo dudaba, yo soy también el dueño de ese bar. Durante la temporada de caza me saco unos pavos. El resto del año no es más que una ocupación para entretenerme por las noches.
– ¿Le ha hablado alguna vez de su época en Iraq?
– Por lo general prefería beber solo. Se compraba la bebida en New Hampshire o al otro lado de la frontera canadiense y se la llevaba a su casa, pero una vez por semana salía del bosque y se relajaba un poco. Él odia aquello. Decía que se pasaba la mayor parte del tiempo aburrido o cagado de miedo. Pero, le diré… -Se interrumpió, y siguió secándose las manos a la vez que me evaluaba con la mirada-. ¿Por qué no me cuenta a qué se debe su interés por Harold antes de que siga adelante?
– Da la impresión de que lo protege.
– Éste es un pueblo pequeño, si es que llega a pueblo. Si no nos cuidamos entre nosotros, ¿quién va a hacerlo?
– Y sin embargo Harold le preocupa lo suficiente como para hablar de él con un desconocido.
– ¿Quién ha dicho que estoy preocupado?
– De lo contrario no estaría usted hablando conmigo, y lo veo en sus ojos. Ya se lo he dicho: no pretendo hacerle daño. Por si le interesa saberlo, trabajo para el padre de un ex soldado que sirvió en Iraq esta última vez. Su hijo se suicidó después de volver a casa. Según parece, el comportamiento del chico había cambiado las semanas previas a su muerte, y su padre quiere saber a qué podría deberse. Harold conocía un poco al chico, creo, porque asistió al entierro. Sólo quería hacerle unas preguntas.
Stunden movió la cabeza con pesar.
– Ésa es una carga difícil de sobrellevar. ¿Tiene usted hijos?
Ante esa pregunta siempre tardaba un poco en contestar. «Sí, tengo una hija. Y en su día tuve otra.»
– Una niña -respondí.
– Yo tengo dos chicos, de catorce y diecisiete años. -Debió de advertir algo en mi expresión, porque aclaró-: Me casé ya mayor. Demasiado mayor, creo. Ya era un hombre de costumbres fijas, y nunca conseguí perder el interés por las chicas. Ahora mis hijos viven con su madre en Skowhegan. Yo no querría que se alistaran en el ejército. Si uno de mis hijos quisiera alistarse, le haría saber lo que opino al respecto, pero no intentaría impedírselo. Aun así, si tuviera un hijo en Iraq o Afganistán, me pasaría todas las horas del día rezando por él. Creo que me costaría algunos de los años que me quedan de vida.
Se apoyó en el banco de trabajo.
– Como le he dicho, Harold cambió -continuó-. No es sólo a causa de la guerra y su herida. Creo que está enfermo, por dentro. -Se tocó la sien para que no me llevara a engaño en cuanto al carácter de los trastornos de Proctor-. La última vez que entró en el bar, y de eso hará un par de semanas, lo noté distinto, como si no durmiera bien. Habría dicho que estaba asustado. Tan evidente era que no pude evitar preguntarle qué le pasaba.
– ¿Y qué dijo?
– Para entonces ya llevaba unas cuantas copas encima, y eso incluso antes de entrar en el Dame, pero me dijo que le rondaban fantasmas. -Dejó flotar la palabra en el aire por un momento, esperando a que la carne muerta y las pieles viejas la cubriesen y le diesen forma-. Dijo que oía voces, que no le dejaban dormir. Le aconsejé que fuera a ver a un médico militar, que a lo mejor tenía eso del estrés postraumático, o como se llame.
– ¿Qué le decían esas voces?
– No las entendía. No le hablaban en inglés. Fue entonces cuando me quedó claro que tenía que ver con algo que le pasó allí. Hablamos del tema un poco más, y dijo que quizá se pusiera en contacto con alguien.
– ¿Y lo hizo?
– No lo sé. Esa fue la última vez que entró en el bar. Pero me quedé preocupado, y al cabo de una semana me acerqué a su casa para ver cómo andaba. Había un coche aparcado frente a su cabaña, así que deduje que tenía visita y decidí no molestarlo. Cuando echaba marcha atrás cuesta abajo, se abrió la puerta de la cabaña y salieron cuatro hombres. Harold era uno de ellos. No reconocí a los otros tres. Se limitaron a verme marchar. Pero más tarde esos tres vinieron aquí y se plantaron donde está usted ahora. Me preguntaron qué hacía en casa de Harold. El negro, el que más habló, fue muy correcto, pero me di cuenta de que no le gustaba que yo me hubiese presentado allí. Les dije la verdad: que era amigo de Harold y estaba preocupado por él, que últimamente no parecía el mismo. Me dio la impresión de que le bastaba con eso. Me explicó que eran viejos compañeros de Harold del ejército, y que a Harold no le pasaba nada.
– ¿No vio ninguna razón para dudar de su palabra?
– Eran militares, de eso no cabía duda. Tenían el porte. Uno cojeaba un poco y le faltaba algún dedo. -Stunden levantó la mano izquierda-. Pensé que era una herida de guerra.
Joel Tobias.
– ¿Y el tercero?
– No dijo gran cosa. Un hombre grande, calvo. No me gustó nada.
Ése era Bacci, pensé, recordando la fotografía anotada de Ronald Straydeer. A Karen Emory tampoco le caía bien. Me pregunté sí fue él quien sugirió violarme en el Blue Moon.
– El caso es que el calvo me preguntó si sería capaz de embalsamar a una persona, y bromeó acerca de ciertos trofeos para su pared -explicó Stunden-. «Haji», fue la palabra que utilizó: trofeos haji para su pared. Supuse que se refería a terroristas. El otro, ese amigo suyo de la mano mutilada, lo mandó callar.
– ¿Y usted no ha vuelto a hablar con Harold desde esa noche en el bar?
– No. Lo he visto un par de veces de pasada, pero no ha vuelto al Dame.
Stunden no tenía nada más que añadir. Le di las gracias por su tiempo. Me pidió que no le dijera a Harold Proctor que habíamos hablado, y se lo prometí. Mientras nos dirigíamos a la puerta, Stunden preguntó:
– Ese chico, el que se mató, ¿dice usted que su padre lo notó cambiado antes de morir?
– Sí.
– ¿Cambiado?, ¿cómo, si no es indiscreción?
– Se distanció de sus amigos. Se volvió paranoico. Le costaba dormir.
– Como Harold.
– Sí, como Harold.
– Puede que cuando usted haya hablado con él me acerque por allí para ver cómo está. Quizá yo pueda convencerlo antes de que…
Su voz se apagó gradualmente. Le estreché la mano.
– Creo que haría bien, señor Stunden. Intentaré pasar por aquí antes de irme, para contarle cómo ha ido.
– Se lo agradecería -respondió.
Me indicó cómo llegar a la casa de Proctor, y luego, cuando me alejé en el coche, levantó la mano en un gesto de despedida. Hice lo mismo, y la fragancia del jabón que Stunden usaba para lavarse, y que había impregnado mi mano, se propagó por el coche. Era intensa, pero no lo bastante, ya que por debajo se percibía el olor animal a carne y pelo quemado. Abrí la ventanilla, pese al calor y los bichos, pero no se disipó. La tenía en la piel y me acompañó hasta el motel de Proctor.