Soneto LXXV

Ésta es la casa, el mar y la bandera.

Errábamos por otros largos muros.

No hallábamos la puerta ni el sonido

desde la ausencia, como desde muertos.

Y al fin la casa abre su silencio,

entramos a pisar el abandono,

las ratas muertas, el adiós vacío,

el agua que lloró en las cañerías.

Lloró, lloró la casa noche y día,

gimió con las arañas, entreabierta,

se desgranó desde sus ojos negros,

y ahora de pronto la volvemos viva,

la poblamos y no nos reconoce:

tiene que florecer, y no se acuerda.

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