Soneto LXXVI

Diego Rivera con la paciencia del oso

buscaba la esmeralda del bosque en la pintura

o el bermellón, la flor súbita de la sangre

recogía la luz del mundo en tu retrato.

Pintaba el imperioso traje de tu nariz,

la centella de tus pupilas desbocadas,

tus uñas que alimentan la envidia de la luna,

y en tu piel estival, tu boca de sandía.

Te puso dos cabezas de volcán encendidas

por fuego, por amor, por estirpe araucana,

y sobre los dos rostros dorados de la greda

te cubrió con el casco de un incendio bravío

y allí secretamente quedaron enredados

mis ojos en su torre total: tu cabellera.

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