Eras, que era un dios para los Antiguos, es un problema para los Modernos.
Denis de Rougemont
El metro trotaba como una cebra loca por la sabana.
De todos los metros que conozco, el de París es probablemente el más funcional, pero a buen seguro no es el más cómodo. Volvía del apartamento de Claire y me dirigía hacia el Instituto de Lenguas Orientales para asistir a clase. En el vagón y junto a mí (contra mí, adherido a mí) un joven magrebí, grueso y desaliñado, hablaba acaloradamente con otro. Aunque apenas les separaba la distancia de un papel de fumar, el tono de su voz era alto, de manera que todos los del compartimento (y probablemente los de media Francia) podíamos oír sus opiniones:
– Lo que yo te diga: maricones los ha habido siempre.
El otro asentía.
– Y además, ¡los maricones siempre han sido maricones! Me sujeté con firmeza a la barra, no para golpearle, sino porque me caía; el metro de París, a hora punta, podría ser una atracción de éxito en Eurodisney. Pédé fue el término francés que empleó. Un término despectivo que he optado por traducir, muy a mi pesar, por «maricón».
Las palabras no son inocentes. Conllevan implícito, en su semántica, algo más que aquello que significan. Una connotación despectiva como la de este término siempre implica una condena moral a la práctica que representa. Es la doble humillación del prejuicio: en palabra y obra.
Solemos creer, como mi vecino de «trote» en el metro, que los estigmas y prejuicios en el sexo siempre han sido los mismos a lo largo de la historia de nuestra cultura. Esto es un engaño de nuestro «discurso normativo del sexo» que hace que creamos que nuestro Modelo de sexualidad es eterno, único y por lo tanto infalible (y posiblemente dictado por algún Dios legislador o por una «biopolítica» o «sanidad pública» tan eterna, cierta y aparentemente única como Él). Ni siempre ha habido las mismas condenas a determinadas prácticas eróticas, ni siempre a estas prácticas se las ha denominado con un apodo despectivo.
A Claire la conocí en la iglesia de Saint Julien le Pauvre. Los centros de culto, contrariamente a lo que se pueda pensar, no son un mal sitio para activar el deseo. Había quedado con unos amigos para asistir a un concierto que una orquesta de cámara interpretaba en el recinto de esta iglesia. El programa incluía una pieza para flauta de Antonio Vivaldi: II cardellino.
Cinco minutos antes de iniciarse el recital, el público comenzó a ocupar sus asientos, pero mis amigos no llegaban, así que decidí no esperarlos más y entré. A mi izquierda se sentó una chica. Con su corto pelo negro arreglado «a lo garçon», impecablemente vestida con un traje de tul oscuro generoso de transparencias y un fular verde, el aleteo de sus pequeñas manos parecía rebuscar por el aire algún recuerdo perdido.
Nos miramos furtivamente durante todo el concierto. Cuando concluyó, se dirigió a mí con un aire tímido y una sonrisa que hubiera embrujado a todas las hadas del bosque: -Aquí, en Saint Julien, los jilgueros cantan de otra manera. Aquella noche no regresé a casa. Pasé la noche, la aurora y el alba en el apartamento de Claire, en el distrito quinto.
Nuestros prejuicios existen desde que existe «nuestra» sexualidad moderna. Posiblemente se pueda datar este inicio en el primer tercio del siglo xix (ese momento que se recoge bajo el epígrafe, un tanto anglófilo, de época victoriana). Es en ese tiempo en que los sistemas de producción (la Revolución Industrial), la consolidación de una clase social poderosa (la burguesía) o los avances científicos (Darwin y el evolucionismo) generan un marco que obliga a que la ciudadanía y sus prácticas tengan que empezar a estar sometida a control. Es el nacimiento de la «clínica», de la sociedad de «control» (Foucault dixit) frente a una pretérita de «encierro» y es el momento en el que la sexualidad, sometida a los rigores de una diagnosis clínica, se hace «problemática». Y ya sabemos; para que surjan los estigmas, los prejuicios, las condenas y los miedos, tiene que existir algo que consideremos un problema.
Es el tiempo en el que surgen neologismos como «sexo», como «homosexualidad», como «vida sexual»; palabras que antes no existían y que se «inventan», desde el ámbito de la clínica para designar, controlar y gestionar nuestra condición de seres sexuados. Antes, desde las instituciones morales se hablaba, por ejemplo, de «pecados de la carne», de «sodomía» o de «deber conyugal».
La importancia de los términos.
Un chiste grueso:
El joven se acerca a su padre apesadumbrado.
– Papá, es que tengo que confesarte una cosa…
– Dime, niño -responde toscamente el padre.
– Verás… es que soy homosexual.
– Pero, niño, vamos a ver, ¿tú tienes estudios?
– No, papá…
– Entonces tú no eres homosexual, ¡tú lo que eres es maricón!
Claire era una chica extraordinaria: compleja, divertida, incisiva y generosa sexualmente. El poco tiempo que pasé con ella es un hermoso recuerdo. Mientras nos amábamos (creo que yo llegué verdaderamente a amar a Claire) creí que, posiblemente, había encontrado lo que afectivamente llevaba ya mucho tiempo buscando.
Recuerdo sus salidas tempranas en busca de los croissants de la panadería de la esquina del boulevard Saint Germain, calientes, frágiles y que se licuaban en cuanto entraban en contacto con la lengua (el croissant es un invento austríaco muy popularizado, pero creo firmemente que un croissant francés es otra cosa). Recuerdo los desayunos, juntas, en el pequeño apartamento; ella tranquila y yo siempre apresurada, confundiendo en más de una ocasión las sábanas con el abrigo. Recuerdo cómo le sorprendía mi ardor sexual cuando nos entregábamos al bello fornicio y recuerdo nuestras discusiones cuando ella repetía aquello de «las mujeres siempre hemos tenido menor ardor sexual que los hombres»; porque, a mi juicio, el de entonces y el de ahora, aquello no era más que un tópico y una idea errónea insertados en nuestro imaginario para someter el deseo sexual femenino.
No, querido compañero de tren de aquel día, ni los homosexuales han existido siempre, ni siempre han sido homosexuales. En Roma, por ejemplo, existía la práctica sodomítica (antiquísima, ya que debe de remontarse, posiblemente, al día que descubrimos que los humanos teníamos un orificio entre las nalgas) y una actitud frente a ella. En la pragmática y casta Roma, no existían los «homosexuales» (y no sólo porque faltaran unos dos mil años para inventar el término); existían los activos y los pasivos. Los primeros (los que daban) eran los «virtuosos», pues conservaban la virtus, el vigor sexual que debía acompañar a todo hombre que pudiera considerarse como tal (¡cómo ha cambiado el sentido de la «virtud»!), mientras que los segundos eran los «impúdicos» y normalmente quedaba reservado este papel a esclavos, jovencitos por aprender o a cortesanas que no hubieran adquirido un rango importante en el escalafón social.
Caso similar era el de las prostitutas, hoy llamadas «putas», con todas las letras. En Roma, las lupas (las «lobas») eran respetadas y consideradas necesarias, aunque los «lupanares» solieran situarse en la periferia. Incluso el castísimo censor de Catón hacía una apología de ellas por considerarlas necesarias en el orden social para proteger la «pudicia» de las esposas. Quizá tuviera algo que ver en su apreciación que, en el origen legendario de la gloriosa Roma, una «lupa» amamantó a los fundadores. En la libertina, creativa y hedonista Grecia antigua, las hieródulas tenían además un papel sagrado y su entrega generosa al prójimo era sinónimo de amor universal y desinteresado; raros eran los templos o las festividades en los que en algún momento las mujeres de cualquier condición no se entregaban a todos aquellos que lo deseaban.
Cada marco moral tiene sus propios prejuicios, sus condenas y sus miedos; creer que el nuestro no es sólo uno más, es estar condenado a respetarlo. Como decía Georges Bataille: «Una conciencia sin escándalo es una conciencia alienada».
Dejé a Claire cuando acabé mis stage en París. Tuve noticias suyas un tiempo después, a través de un conocido común, cuando yo ya trabajaba en una multinacional de Barcelona. Supe que Claire se había casado con un publicista… y añoré los «bollos».