Hay que legalizar, prohibir o abolir la prostitución

Los dioses no han hecho más que dos cosas perfectas:

la mujer y la rosa.

Solón


El ateniense Solón nació en el 638 a. C. Es uno de los legendarios siete sabios de Grecia. Una de sus aportaciones fue dotar a Atenas de una Constitución, única en el mundo heleno, que permitió que no sólo la aristocracia tuviera capacidad política. Otra fue la de fundar los dicteriones, casas de lenocinio (conocidas ahora como prostíbulos), que se gestionaban desde el Estado. Solón, además de posiblemente el primer demócrata, fue el primer administrador de un burdel público.

Sabemos que, en la Grecia antigua, la mujer no era especialmente bien considerada. Sus derechos civiles eran escasos y sus responsabilidades públicas, nulas. Sólo una categoría de mujeres tenía acceso a una importante riqueza, que podían administrar sin la supervisión de un varón, y conseguían, a través de sus dotes diplomáticas, cierta influencia social y política. Eran las hetairas, el eslabón más alto de las distintas meretrices que laboraban en las ciudades Estado griegas. Prostitutas libres, con un espacio propio donde ejercer su labor, culminaban una «escala social» de meretrices por encima de las mujeres libres, que debían ejercer en la calle, y las mujeres esclavas o vendidas, las pornai. Con estas últimas, Solón fundó los lupanares públicos.

Sólo una de las ciudades Estado griegas se jactaba de no tener ninguna prostituta en sus dominios. Era la militarista Esparta. La única que no adoptó el sistema democrático (pese a que tuviera, en algún momento de su historia, una asamblea popular exclusivamente formal), la única de la que no se conservan restos artísticos, la misma que arrojaba desde acantilados a los niños nacidos débiles, la que hizo de la mujer una madre sana que engendra hijos para el Estado, la única que hizo del amor un compromiso eugenésico. La que adoptó como divisa: «Vuelve con el escudo o encima de él».

La Historia, más que historias, propone modelos que se le presentan a nuestro futuro.

Legalizar es aceptar condicionalmente. Regularizar legalmente una actividad.

Hacer de ella un acto común, darle carácter de «lo que se puede hacer», siempre que respete en su funcionamiento el marco jurídico que establece su legalización. Cuando se legaliza una actividad hasta entonces penada, el rango de legalización permite su despenalización.

Prohibir es impedir. Imposibilitar el uso y penalizar reglamentariamente cualquier nivel de ejecución de lo prohibido.

Abolir es eliminar, desterrar del marco legal y de uso lo abolido. Se puede abolir el precepto, la actividad o la ley que ha caído en desuso, lo que no ha cesado debe prohibirse en espera de que la represión punitiva haga que caiga en desuso.

Se puede abolir la ley que obligaba a las damas a empolvarse la cara con polvos de nácar antes de salir a la calle, porque ya nadie se pone polvos de nácar, pero no se puede abolir orinar en un sitio público, en tal caso hipotético, habría que suprimir los urinarios públicos y «prohibir» (no abolir) la meada en lugares públicos, sancionando al infractor meón que se arrimara a un árbol.

El programa de televisión se desarrollaba sin ningún inconveniente. Se me había convocado para dar mi opinión sobre el hecho de la prostitución. El presentador, un «guapito» muy popular en los medios, me escuchaba con los ojos muy abiertos, el catering había sido generoso, me habían dado camerino propio, el maquillaje correcto impedía que mi piel, como es habitual, brillase más que yo, y las preguntas eran lo suficientemente estúpidas como para no inquietarme.

Las tres acciones, legalización, prohibición o abolición, son acciones «sociales», determinadas por el conjunto de la ciudadanía para el conjunto de la ciudadanía. Individualmente uno no legaliza, prohibe o abóle un acto propio. Las tres acciones conllevan una valoración moral de lo sujeto a ser legalizado, prohibido o abolido. La legalización supone tolerancia, la prohibición, rechazo y la abolición, exterminio. Frente a las tres tomas de posición, una imagina, diferenciados, a los que las ejecutan: legalizar es asunto de juristas, prohibir remite a policías y abolir, a moralistas.

Sin duda, abolir es el más «moral» de los tres términos. Comporta, más allá de la prohibición de uso, la condena moral de conciencia; por encima de penalizar, la acción persigue la «limpieza» de cualquier vestigio que de la actividad abolida quede en la conciencia. La lógica de abolir es la estrategia de la tierra quemada, de la limpieza ética, para llegar a hacer de lo abolido algo inimaginable. Dice un proverbio judío que, cuando a uno le dan dos opciones, debe elegir siempre la tercera. Personalmente, creo que cuando te dan tres, siempre hay que buscar la cuarta.

La verdadera revolución en la aceptación y el entendimiento de la prostitución pasa por la rehabilitación ética de la prostituta. De nada sirve hacer pública a la mujer pública, mediante la regulación legal, si no se reconstituye su imagen moral. En lugar de decir en la tienda de comestibles: «Ésa es una puta», se dirá: «Ésa es una puta que paga impuestos». ¡Pobre recompensa para una puta que sigue siendo considerada puta!

Hay presentadores de televisión que son como psicoanalistas. Cuando finalizas una afirmación, ellos la repiten en forma de preguntas o en forma de afirmación.


– He soñado con un pantano seco en el que beben diez docenas de suboficiales calvos.

– ¿Diez docenas de suboficiales calvos…? -repiten ellos.

– Sí, pero prusianos.

– Claro, prusianos -concluyen.


Éste era uno de ellos. Al concluir la entrevista, alabó, como buenamente pudo, mi defensa de la libertad individual como valor único que debían perseguir las (normalmente son «las») que se presentan como ejército de salvación de los derechos de la mujer. Aplaudió el concepto de la dignidad que yo defendía como defensa de los valores propios y no del uso de los genitales, asentía con la cabeza cuando yo explicaba que la prostitución era un ejercicio y no una condición de por vida y convino conmigo en que había que rehabilitar la imagen moral de la prostituta empezando por no diferenciarlas o estigmatizarlas señalándolas con el dedo. «Claro, hay que rehabilitar la imagen moral de la prostituta…»

Fue entonces cuando, más relajada, me vi por primera vez en el monitor central. Bajo mi rostro sonriente y sin demasiados brillos, pude leer el rótulo que me había acompañado durante toda la entrevista: «valérie tasso: ex prostituda».

Me pareció que sintetizaba perfectamente lo que yo había dicho y que contradecía totalmente todo lo que el entrevistador afirmaba como que había que evitar. Le hice un gesto:

– Perdona, «ex prostituta» se escribe con «t» en la última sílaba y no con «d»… Puedes empezar a rehabilitarme por ahí.

Lo de «gilipollas» que vino a continuación lo murmuré, no sé si él o el director del programa, gilipollas también, lo oyeron, pero al técnico de sonido todavía le deben de silbar las orejas.

Mi apunte final no se vio en la emisión diferida, pero el rótulo quedó perfectamente escrito.

Las (siempre suelen ser «las») abolicionistas que pretenden abolir la prostitución y mandar a las meretrices a limpiar escaleras (o a servirles café) en nombre de la libertad y la igualdad de género tienen un argumento recurrente: el de la esclavitud.

Es como un estribillo de la cancioncilla en el que el resto de la letra que conforma su argumentación lo forman estadísticas y más estadísticas (posiblemente extraídas de L'Osservatore Romano) que reflejan estrictamente y a la perfección, única y exclusivamente, lo que dicen sus estadísticas.

En la prostitución, como actividad genérica, existe una prostitución forzada, en la que mujeres, y en menor medida hombres, son obligadas a ejercer esta actividad contra su voluntad. Ese delito de inhumanidad sólo puede generarse al amparo de la prohibición, de la condena a la ilegalidad. En un entorno regularizado, los mañosos desaparecen o devienen empresarios, los trabajadores se acogen a convenios que regularizan sus horarios, sus obligaciones y sus retribuciones, la demanda se canaliza hacia los prestadores que ofrecen garantías de profesionalidad y uno tiene derecho a dimitir cuando le place y a no seguir siendo toda su vida ex prestatario de ese servicio.

Sólo lo tapado se pudre, sólo se marginaliza lo que no se atiende y sólo se duerme bajo un puente quien no recibe cobijo. El desamparo que procuran los verdugos lo recogen los explotadores. Esto lo sabe todo el mundo, salvo quizá aquellos a los que no les preocupa la mujer, sino la moral pública.

El tráfico de mujeres y la explotación no definen la actividad de la prostitución, son sus pozos muertos, nacidos, exclusivamente, de un mal sistema de alcantarillado. Del mismo modo que el esclavismo y la explotación de trabajadores en plantas desterritorializadas no define los sectores empresariales de las multinacionales que perpetran esa ignominia. Nadie, las abolicionistas tampoco, propone abolir el sector mobiliario, el del calzado o el de la confección.

La sarna no se cura eliminando al perro, cuando así se pretende, es porque lo que se detesta no es la sarna, sino a los perros. Abolir la prostitución no es acabar con la posibilidad de esclavitud, es querer acabar con las prostitutas.

No se puede abolir la brujería, sólo se puede quemar a las brujas. Eso también lo sabe todo el mundo, empezando por las abolicionistas, que a lo mejor temen, entre brujas y putas, la competencia.

Licurgo, el espartano, murió aproximadamente cuando nació Solón. A él se deben los principios fundamentales del régimen estatalista espartano; la supresión de los intereses y emociones privadas frente a los intereses del Estado, la estructuración social militarizada desde la infancia hasta la muerte y la castidad como exigencia de Estado.

Mientras, cuando escribo estas líneas, en las pantallas se emite 300, de Zack Snyder, la cinta épica que cuenta como en un cómic -para que los niños se queden bien con la copla- el quehacer lacedemónico en la batalla de las Termópilas.

El renacer de Esparta, en nombre de la libertad y la democracia.

Se cuenta un chiste:


– ¿Qué es la democracia?

– Hacer lo que te da la gana sin molestar a los otros.

– ¿Y si no te da la gana hacer nada?

– Pues, joder, ¡ya te obligarán!


A veces, la historia cuenta chistes que sólo el canalla comprende… y a las putas y a los libres les hacen muy poca gracia.

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