De tiempo en tiempo, una mujer es un substituto razonable a la masturbación. Pero, naturalmente, exige de mucha imaginación.
Karl Kraus
Un día, decidí que ya no entrarían más hombres en mi cama. Debía de ser hacia mediados de noviembre de 2004.
Decía el cómico que lo malo de los cuernos es que tienes que cargar con toda la vaca. A mí me había tocado una mala racha de oportunistas, simplones, pretenciosos y enamoradizos, de esos que lees en medio polvo, que los tienes del todo vistos antes de que se bajen los calzoncillos y que se acaban por donde empezaron. A cambio, había tenido que cargar con pamplinas de seducción, cenas de charlas mal guionizadas, polvos que ensucian más que edifican y despedidas a la francesa. Mucha vaca para tan poca cornamenta. Pensé que ya había trotado bastante. Y que no hay mejor sexo que el que una se procura.
La algarroba es un sucedáneo del chocolate sólo para los que creen que no existe nada más que el chocolate. Para los demás, es el fruto del algarrobo, de vainas alargadas y color marrón oscuro, cuando maduran, y un saludable alimento.
El origen del término «masturbarse» no parece estar del todo claro para los filólogos. De origen latino, podría derivar de la locución manu stupare, algo así como violarse o forzarse con la mano, o de manu turbare, turbarse con la mano. El matiz entre la condena y el gozo es amplio, pareciendo quedar a gusto del consumidor el sentido que le pueda dar a la práctica de esta erótica: la culpa o el placer.
Hemos hablado ya de que hemos construido una sexualidad humana eminentemente «masculinizada». Sabemos lo que mide un pene, pero ignoramos lo que mide una vagina, la respuesta sexual femenina sigue siendo un terreno lleno de brumas y pantanos (que si orgasmo vaginal, que si punto de cruz, que si eyaculaciones femeninas…), el deseo sexual se anatemiza en las hembras y se aplaude en los varones (una «guarra» o una ninfómana es un donjuán o un sátiro) y hemos hecho del coito, que satisface especialmente a quien satisface, el fundamento finalista de nuestras posibilidades eróticas. «Masturbación», que procede en cualquier caso de una acción cometida con la mano, no parece salvarse de esta tendencia a nombrar los elementos de la sexualidad humana de manera varonil; el término digiturbar, por ejemplo, no existe.
Esta excesiva «dependencia de la mano» no pasó desapercibida para los sexólogos de principios del siglo xx. Havelock Ellis, en su Studies in the Psychobgy of Sex, prefiere emplear el de «autoerotismo», para hacer referencias a todas aquellas prácticas que tendían a producir placer a través de la interacción sexual con uno mismo.
El sexólogo italiano Rinaldo Pellegrini, en la década de los cincuenta, utiliza, creo que por primera vez, el término ipsación (equivalente al de «autoerotismo» de Ellis), derivado también del latín y que significaría algo así como «a sí mismo» o «acción sobre uno mismo». La ipsación sería, entonces, todas aquellas prácticas que, con ayuda o no de elementos instrumentales (consoladores, dildos, vibradores, etc.), procuran placer en solitario. El mismo Pellegrini, para eliminar las connotaciones morales de masturbación y para hacer referencia exclusiva a esas prácticas de ipsación que usan la mano, introduce el término, tomado del griego, quiroerastia («amar con la mano»).
Una cosa son las prácticas en solitario y otras, las que se realizan con la mano. Una cosa es amarse a sí mismo y otra, amar con la mano. Una cosa no conlleva la otra y la otra no es sinónimo de la primera. El matiz es fundamental. Cuando las cosas las entendemos, las nombramos correctamente.
Mientras encendía mi portátil y colocaba una película porno en el lector de dvd, recordaba, en los inicios de mi deseo, a Diógenes de Sínope, el cínico, que se masturbaba públicamente cada vez que su apetencia lo requería. «¡Ah!, si pudiera saciar mi apetito del mismo modo que sacio mi deseo sexual… con sólo frotarme el vientre…», cuentan que decía cuando se le increpaba.
En mi recién estrenado estado voluntario de celibato (nada casto), el hacer uso de mi condición de ser sexuado sin necesidad de un (a) pelmazo/a era una bendición. Por eso desabroché el botón de mi tejano y deslicé los dedos por debajo del tanga. Como otras veces habían hecho otros.
Dos son los grandes errores malintencionados que circundan al hecho masturbatorio: el habernos engañado con que es un acto exclusivamente solitario, y el creernos que es una práctica sustitutoria de otras eróticas (como la algarroba del chocolate). Ambas creencias erróneas se apoyan en el hecho de que el «discurso normativo del sexo» sanciona las prácticas sexuales no «productivas», haciendo de ellas, como ya hemos visto, preliminares de algo, o mortificando al que las acomete convirtiéndolo, en el caso del masturbador, en una especie de «deficiente social».
En la Roma antigua, el orgasmo no podía procurárselo uno solo. Por más solo que estuviese. Se requería siempre la ayuda de un genio, de un manes, que era el que, a través de la práctica ipsatoria, viniera a procurar el eretismo. En el siglo xviii, Crébillon hijo escribió una novela en la que le dio el nombre de Sylphe a ese genio portador de orgasmos. Tampoco en latín, como parece que cuenta Marcial, existía el sustantivo «masturbación», aunque sí existiera el verbo «masturbar». Un verbo implica, o al menos no descarta, la participación. Uno, aquí y en Roma, puede masturbar a otro.
Creo que fue a Arrabal al que oí mencionar el hecho de que Sartre, cumplidos los cincuenta, se declaró exclusivamente como un «masturbador de clítoris». Salvo que el existencialismo, en su infinita sabiduría, le hubiera procurado a Sartre un clítoris, Sartre masturbaba en compañía. La quiroerastia, el amar con la mano, no es sólo asunto privado.
Yo tenía un amigo que amaba a su esponja. Tenía una hermosa esponja natural con la que practicaba el coito en la soledad de la bañera. Una amiga prefería las berenjenas, con las que se unía en su cama.
El coito, la cópula, el ayuntamiento y hasta la fornicación pueden ser también una práctica en soledad (si alguien tiene dudas de lo que digo, que consulte el diccionario de la Real Academia); sin embargo, cuando así sucede, decimos que es una masturbación. ¿Por qué?
La segunda condena proviene de creernos que las eróticas ipsatorias son un sucedáneo de algo que pretendemos y no logramos. Un sucedáneo de la interacción sexual en compañía (de follarse a alguien atractivo, por ser más explícitos).
Contaba Dion Crisóstomo, el retórico, que el dios Pan ardía en deseos de poseer a la ninfa Eco. Ante la imposibilidad de lograr su objetivo, Hermes, su padre, le reveló los secretos del placer en solitario. Secretos que él pronto difundió entre los pastores de la Arcadia, posiblemente junto al de la zoofilia.
En su origen legendario, ya se hace de la ipsación el sustituto de una unión imposible, el fruto de una carencia. Sin embargo, sabemos que el vivir en pareja no elimina el que mantengamos nuestro «amor propio» (que, como decía Wilde, es una aventura de por vida). La ipsación permanece aún cuando tengamos un partenaire, o un grupo de partenaires que satisfagan plenamente nuestra puesta en práctica del sexo.
Un día, decidí que ya no entrarían más hombres en mi cama. Debía de ser hacia mediados de noviembre de 2004. La decisión me duró apenas quince días. La vida me determinó a encamarme, en el día más largo, con Jorge. Aunque mi nueva determinación, esto lo puedo asegurar, no fue por un quítame allá esas pajas…