Aquella pieza era sin duda el inicio de la banderola que culminaba el mástil. Sin embargo, Raisha se empeñaba en ponerla a los pies del pato, entre el reflejo del agua y el nenúfar. «¿No ves que no encaja? Esa pieza no coincide con las otras con las que la estás poniendo… tiene que ir en el palo.» Raisha hacía oídos sordos. Le daba la vuelta a la pieza y volvía a intentar colocarla en el mismo sitio. Luego, la dejaba de lado y seguía con otras, hasta que sus dedos volvían a topar, como sin querer, con ella. Cuando sonó el timbre y nos dispusimos a salir al salón, Raisha, enfurecida, tiró la pieza. «Pero ¿por qué, en lugar de tirarla, no la pones donde te indico?», le pregunté, mientras acababa de abrocharme la blusa. «Porque esta jodida pieza no me gusta», respondió.
Resolviendo un puzle de quinientas piezas en uno de los tiempos muertos que pasábamos en el burdel.
A veces, preferimos ser fieles a nuestra estupidez que resolver un conflicto.
Raisha, una jovencita caprichosa que llevaba dos años trabajando en la «casa» cuando yo entré, era una de ellas. De origen ruso, pero de padre italiano y madre lituana, no se llevaba bien con Louise. Sin embargo, Louise se había ofrecido a mejorar su castellano, a permitirle dormir en su piso y no en la pensión de mala muerte donde vivía, y a cuidar a la pequeña hija de Raisha cuando ella trabajaba, para que no tuviera que dejarla en manos de un amigo búlgaro de intenciones muy poco claras. Pero Raisha no consentía en trabar amistad con Louise. Bajo su animadversión hacia Louise, se escondía el miedo de Raisha, su inseguridad por considerarla más guapa y más hábil que ella y su amargura por no comprender la amabilidad gratuita de Louise. Raisha, sin embargo, no paraba de hablar de ella todo el día (aunque fuera para criticarla) y no se perdía un solo gesto de Louise para regularizar su estado de ánimo en función de él (si Louise sonreía, ella fruncía el ceño, si Louise reía, ella se lamentaba).
Solemos hacer incompatible con nosotros lo que no queremos entender, y nos conforta más sentir miedo a lo que no entendemos que satisfacción por lo comprendido. A la religión, con el sexo, le ocurre lo mismo. Quizá sea por eso por lo que las religiones de la mortificación y la castidad son las que más dependen de la sexualidad humana.
«Admirar» significa etimológicamente «mirar hacia»; las religiones de la santa cruzada contra el sexo «admiran» el sexo. Y mucho. Tanto es así que se puede definir una religión por el tratamiento que hace de la sexualidad. Cuando una religión nos dice que la sexualidad es sucia, pecaminosa, viciosa o inmoral, no nos está diciendo que el sexo sea eso, sino que ella es una religión idealista, antimaterialista, irracional y penitente. No conviene olvidar eso.
Tanta es la dependencia que manifiestan hacia el «hecho sexual humano» que, más que religiones, se convierten en auténticos tratados en torno al «uso» de la sexualidad (aunque no figure en su decálogo una sola reflexión sobre la propia sexualidad y en el cristianismo, por ejemplo, lo único que pueda parecerse a un tratado amatorio sean los relatos de pecados recogidos en los libros de confesores). Sólo evitan esta conformación de «tratados morales de la sexualidad» aquellas religiones que son formas de entendimiento, aquellas que son esfuerzos para entender al mundo y al hombre y no formas de usarlo para someterlo.
Es tanta su fijación sobre la sexualidad que estas auténticas escuelas de proselitismo moral revelado creen que sexo y moral son lo mismo, que cualquier acción realizada desde nuestra condición de seres sexuados conlleva implícita una regulación moral sancionadora y una valoración moral inculpatoria. Y acaban confundiendo a los feligreses y a los que no lo son, pero viven inmersos en su cultura de la culpa.
La religión, con demasiada frecuencia, sirve mucho más para «regular» el tráfico que para «religar» al hombre con su sentido de lo absoluto. Tampoco conviene olvidar eso. Cuando de un sentimiento humano perenne y original como el de trascendencia se hace un oficio, ocurren estas cosas; cuando no es el sentimiento al que dejamos hablar, sino a un «oficiante» de él, éste hace, en su nombre, estas cosas. El problema de la religión son los oficiantes religiosos, y el problema de los oficiantes religiosos es que hacen de la religión su sustento.
Louise tenía de cliente a un sacerdote católico. Era un tipo particular que vivía absolutamente obsesionado por dos cosas: el practicar sexo y el evitar pagar los servicios de Louise (quizá por haber hecho voto de pobreza…).
Personalmente, siento cierta inclinación por las personas que son capaces de cuestionarse y de cuestionar los dogmas para obrar en consecuencia con sus creencias. Personalmente, siento repugnancia por los corruptos. El «cura» de Louise era de los segundos. En el burdel, baboseaba sobre todo lo que pasara por sus proximidades, mientras fuera, seguía predicando y exigiendo de los demás mortales contención sexual y recato moral. Nunca vi en sus ojos la más mínima señal de duda.
Cuando Louise, harta ya de su mezquindad y de su cicatería, lo mandó de vuelta a la parroquia, él se echó a los brazos de Raisha. Hicieron magníficas migas. A ella le bastaba con saber que la prefería a Louise y al otro le bastaba con meterla en caliente de franco. Entre los dos hicieron correr el bulo de que Louise padecía de un herpes genital, cosa que hizo que Louise tuviera que acabar abandonando aquella casa.
Interpretar el sexo como algo contaminante no ha sido siempre consustancial al cristianismo. Han sido numerosas las «herejías» que, incluso dentro de esta religión del amor fraternal, han intentado conciliar el uso de la sexualidad con la doctrina evangélica. Pero ya sabemos cómo se las gasta la ortodoxia con la heterodoxia, y si es en el nombre del Padre, más.
Los hermanos y hermanas del Libre Espíritu, una herejía que se funda en el siglo xii, de raíces gnósticas, niegan cualquier autoridad eclesiástica terrenal. En su carácter panteísta, manifiestan la ausencia de pecado (por ser Dios el Todo y estar el pecado ajeno a Él) y hacen efectiva la inmolación del hijo para redimir a los hombres del pecado (Cristo en verdad, con su sacrificio, libró de pecado al hombre). Repudian, por tanto, los sacramentos (inútiles cuando no se «puede» pecar), hacen del infierno y del cielo estados anímicos (el segundo derivado del conocimiento y el primero de la culpa ignorante) y proclaman el gozo como santificación de Dios y el sexo como ofrenda a su manifestación. Libertinos y hedonistas fueron todos pasados por la pica, algunos de ellos, según cuenta Michel Onfray, ajusticiados, otros, como Amaury de Béne, inhumados, quemados sus restos y esparcidos por los pastos. Cualquier cosa en nombre del amor y la caridad cristiana.
Beguinos, bigardos, goliardos, sarabaítas, picardos, adamitas, pietistas de Kónigsberg, nicolaítas, los chlystes (que de ascetas pasaron a condenar sólo las relaciones sexuales que se mantuvieran dentro del matrimonio y a fomentar el resto), los carpocratianos… herejes, la mayoría místicos, que en mayor o menor medida y partiendo de suposiciones muy diversas, intentaron hacer, dentro de los preceptos del cristianismo, mediante la entrega voluntaria de sus cuerpos y de su capacidad para recibir y provocar placer, una verdadera praxis del amor al prójimo.
Pero hacer del mundo un estado sensible donde la satisfacción es posible y de nuestra sexualidad un regalo para ofrecer cuando se pide y no la condena que no se pide, es algo que los que prefieren rebaños a personas no toleran con misericordia. La lógica masoquista en la que no hay más recompensa que la que procura la exaltación del sufrimiento tiene muchísimos más seguidores de los que encontramos a los pies de las «dominas». Éstos, al menos, saben lo que hacen, no imponen el proselitismo de su preferencia y revierten la mortificación en placer erótico (no la mortificación en mortificación), quizá por eso, y por ser el «retrato» irónico de los que no se reconocen, también son marginados.
La orgía (la «celebración de Dionisos») es el acto de desprendimiento por excelencia, de despojamiento de los egos viciados en la búsqueda de algo mayor, que los trasciende. Sólo existe un placer que se persigue: el común, la unidad de intervención es la comunidad, no los individuos. Es una manifestación religiosa paradigmática. En ella, se sintetizan y se ejecutan en acto todos los principios conceptuales que conforman el fenómeno religioso: la manifestación del amor a lo divino en el prójimo, el amor al otro que se conforma como yo mediante la entrega gratuita y ejemplar, la trascendencia para alcanzar místicamente (sin confesores ni gestores) una comunión directa con el sentido de la divinidad, la generación de un comportamiento que persigue el gozo… Sin dependencias de los sistemas sociales de control, demostrando que somos algo más que aquello de cómo nos caracterizan y contraviniendo los «códigos de circulación», inútiles en los páramos abiertos. Siendo amoralmente éticos.
Las expresiones de gozo suelen ser aclamaciones a la divinidad. Dios aparece mucho más en los orgasmos que en las charlas teológicas. Han hecho falta siglos de represión carnal, de mortificación de los sentidos y de neurosis culpabilizadora para olvidar eso. Y para convertir la orgía en lo que hoy es una orgía.
Sexo y religión son piezas de un mismo puzle, en el que el modelo es el ser humano. Un puzle de millones de piezas, para el que los sabios emplean una vida en completar, mientras los temerosos, los que descartan las piezas que «no les gustan», no completarán nunca. Aunque crean lo contrario y nos lo manifiesten desde tarimas. Porque para ellos, no hay más modelo que el que se inventaron ni más montaje que el que son capaces de completar.
Porque ellos confunden una pieza con el puzle.