En el castillo de Bitov, en Moravia, se encuentra la mayor colección de perros disecados del mundo.
Hay cincuenta y un perros de razas distintas.
Visto como sin querer
Los humanos nos entregamos a cualquier cosa. Y cualquier cosa puede canalizar, de manera irrefrenable, toda nuestra pasión. Hasta el juntar perros con ojos de cristal.
«Adicto» es un término que proviene del latín adictus y significaría «sin discurso» o «sin palabra». Se aplicaba a aquellas personas que seguían ciegamente a un guía sin contradecirle nunca ni oponerle ninguna palabra, posiblemente sin prestar, tampoco, demasiada atención a lo que decía. Se considera hoy en día una adicción, para los que pretenden tratarlas y no sancionarlas, a aquel consumo o a aquella práctica que se impone a la propia voluntad de no consumir o no practicar. Un indicativo del nivel de adicción sería la imposibilidad de realizar una vida normalizada, siempre que esa imposibilidad se presente acompañada de un sufrimiento manifiesto por esa incapacidad. De antiguo, se conocen estos estados adictivos por ciertas sustancias o ciertos credos religiosos. Pero no por el sexo.
El psiquiatra Joan Romeu, una eminencia en su especialidad y gran amigo mío, suele saludarme más o menos con la siguiente fórmula:
«Querida Valérie, ¡mi ninfómana favorita!…»; después, se detiene un momento, agudiza su aire socarrón y concluye el saludo: «… Y la única que conozco».
Que el Dr. Romeu, que lleva más de treinta y cinco años ejerciendo la psiquiatría, con especial dedicación al tratamiento de las adicciones, no conozca otra, y la que conozca sea yo (que fumo más que beso y reivindico mucho más que folio), es algo significativo.
Cuando me propusieron, desde una cadena autonómica andaluza, la dirección de una serie de reportajes en el que uno de ellos versaría sobre la adicción al sexo, contacté con Joan y con un buen número de profesionales en busca de un testimonio en primera persona que relatara lo que significaba esta dependencia.
Escribía John Dos Passos que el único elemento que puede reemplazar nuestra dependencia a mirar al pasado es nuestra dependencia por mirar al futuro.
Memoria y esperanza son dos causas de adicción. Como las chapas de los tapones, como las máquinas que cambian duros por duros, cuando hay suerte, como los licores, como el amor, como los coches cada vez más grandes… causas. O como ninguna de ellas, porque si bien hay sustancias adictivas, que persiguen que las amemos por encima de a nosotros mismos, no existen «causas de adicción»; sólo psicologías adictivas. Nada, ni la heroína ni el alcohol, como sustancias, ni el sentido del riesgo, la fe o la melancolía, como actividades, son en sí mismas una causa de adicción. Sólo el uso que de ellas hacemos es lo que puede convertirlas en el objeto de una adicción.
Las adicciones, como las mariposas, se clasifican. Pero, mientras en el caso de las segundas, se suelen seguir criterios morfológicos y científicos, las adicciones se rigen por parámetros morales. Y la moral, mucho más allá de incluir y excluir, exculpa o condena. En el caso de la adicción al sexo, se culpa menos la adicción que el sexo. Hablar de sexoadicto es cumplir una triple condena: la propia de la adicción, la de ser considerado un adicto y la del sexo.
Resulta curioso que, como hemos apuntado ya, el término «sexo» tenga una particular inclinación a ser usado como adjetivo; unas veces para demostrar que el sexo sólo se entiende desde otros sitios que no son el propio sexo (hablamos de «antropología sexual» o «psicología sexual», rara vez de eso que está por definir y que se denomina «sexología»), y otras para hacer de un delito un delito específicamente cometido en su nombre («delito sexual» o «abuso sexual», cuando éstos son, simplemente, un delito o un abuso). Cuando el sexo abandona su condición de adjetivo, no parece que normalmente la cosa le vaya mucho mejor. Un adicto al juego es un ludópata, uno al robo, un cleptómano, uno al ejercicio físico es un vigoréxico, al alcohol puede ser un dipsomaníaco o un alcohólico, pero un sexoadicto es un adicto al sexo, no un «sexólico» o un «sexomano», no, un sexoadicto. Mientras, alguien que refleja unas poderosas dotes en el uso de su erótica no es un «sexo talento», sino un «buen amante». «Estar muy bien dotado», en un marco sexual, no es actuar con inteligencia en el uso de la propia sexualidad, es, sólo, tener unos genitales grandes. Elucubraciones mías.
Maite se mostró reservada y confusa.
Un reconocido psiquiatra de Barcelona me habló, con cierta reserva, de ella y de su disposición a dar su testimonio, siempre que camufláramos, en la emisión o durante la grabación, su rostro.
Vivía casada desde hacía algunos años con un diletante que exigía en su casa una escrupulosa disciplina religiosa. Tenía un hijo de unos seis meses del que podía asegurar a quién correspondía la paternidad.
Intenté que se relajara sin ningún éxito.
Cuando le pedí que me aclarase un poco mejor en qué consistía su adicción, ella balbuceó que no podía resistirse a la tentación de sucumbir frente a las insinuaciones de algunos compañeros de trabajo. Cuando le pregunté que me cuantificara el número de encuentros fortuitos o estables que había tenido en, por ejemplo, el último año, ella me dijo que dos. Le pregunté por si mantenía actualmente alguna relación paralela a su matrimonio y ella respondió que no. Que se estaba curando.
Después, igual de confusa, pero menos inhibida, me habló de sentimientos mezclados y del sufrimiento que le producía desear a la chica que venía los martes o al chico de la garita de entrada.
«No lo puedo evitar…»
Insistí en si, con alguno de los dos, había mantenido relaciones eróticas. Respondió que no, que debía de ser gracias a la medicación. Sobre si, antes de tomar la medicación, las hubiera mantenido, dudó y concluyó que tampoco, pero que sin duda hubiera sufrido más porque le hubiera distraído de su trabajo, prueba irrefutable de su adicción maníaca al sexo. No supe qué más preguntar. Le di las gracias.
En un aparte, mientras a la invitada le quitaban el micrófono, le inquirí al médico sobre por qué me había propuesto ese testimonio. «A ella le gusta pensar que es adicta al sexo. El diagnóstico se lo ha puesto ella, no yo… a veces es mejor curarles de lo que no tienen…» Ante la brillante respuesta que me dio el médico, lo convencí para entrevistarlo a él al día siguiente.
Saludé a Maite con un gesto y abandoné rápido la consulta… no fuera a ser que me imaginara desnuda, a mí, que aquel día no me había arreglado el pubis. Con las ninfómanas, nunca se sabe…
La adicción al sexo es cosa de determinados «tiempos» y de determinadas costumbres. «¡Oh, témpora, oh, mores!», como dijo Cicerón, cuando todavía no existía la adicción al sexo. En EE UU pueden encontrarse infinidad de asociaciones locales, estatales y federales de unidad y apoyo a los afectados por esta auténtica plaga que asóla el territorio norteamericano, mientras que en Europa, hay que buscar a los afectados como Diógenes buscaba un hombre: con un farol y la paciencia de un cínico. Parece que, mientras más estricta sexualmente es una sociedad, más adictos al sexo hay. Cuando no se puede hacer nada, algo es demasiado.
Quizá, a lo que falte un adicto al sexo no sea a un uso normalizado de su propia sexualidad, sino a un orden moral siempre sensible a las cosas del comer y el sufrimiento de la adicción sea mucho más por vulnerar la castidad y las buenas formas que por ningún otro motivo. Un sufrimiento propio que no se origina en lo propio, sino en lo impropio de los demás. Quizá, el adicto al sexo sea «un enfermo» que manifiesta no un nivel de exceso de sexo, sino un defecto de moral en sangre, un uso demasiado bajo de puritanismo. Quizá, la adicción al sexo no sea una adicción al «sexo», sino a la culpa.
Si disecaran a los culpabilizados…