Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos.
Evangelio según San Mateo 19,12
Es difícil encontrar un acto más sexual que la emasculación voluntaria. Castrarse, para intentar liberarse de la condición de ser sexuado, para borrar, desde la amputación física, cualquier atisbo de sexo en uno mismo, es un gesto de infinita exaltación del sexo. Un gesto que sólo un ser sexuado, extremadamente consciente de su naturaleza, puede hacer única y exclusivamente a través del sexo. Un gesto que añade más que borra, que realza más que oculta y que criminaliza a los que, de nuestra naturaleza sexual, han hecho un crimen, mucho más que lo que purifica.
Hacer del sexo una condena es, ante todo… hacer sexo.
«Sin embargo, es seguro que un eunuco sólo puede satisfacer a los deseos de la carne, a la sensualidad, a la pasión, al libertinaje, a la impureza, a la voluptuosidad, a la lubricidad. Como no son capaces de engendrar, están más cerca del crimen que los hombres perfectos, y son más buscados por las mujeres libertinas, porque les dan el placer del matrimonio sin que corran los riesgos.» Así lo contaba AntiUon en su Tratado de los eunucos, una curiosísima obra de principios del xvm.
Orígenes, el alejandrino del siglo II, uno de los principales exegetas de la doctrina cristiana, hizo de la autoextirpación de sus genitales una ofrenda. Se mutiló en un arrebato de deseo por dejar de desear… para entregar un eunuco a los cielos. Apasionadamente.
Al abrir mi correo electrónico, vi que había recibido una nota de Paul. Junto a unas líneas, en las que sublimaba el hecho de haberme conocido y me animaba en mi curiosidad por la erótica masoquista, enviaba tres imágenes: Paul atado en una cruz de San Andrés, Paul escarificado en una jaula cilindrica y el escroto de Paul clavado en una tabla. Supongo que era una carta de amor.
En la letra de la mortificación, que come de lo que reprime, el sexo también escribe.
Sofía temía el que su marido la cogiera de la mano cuando llegaba a casa. Temía su mano meciéndole los cabellos, temía los gestos de complicidad, cuando sólo él era el cómplice, y temía cualquier cosa que pudiera indicar que el encuentro sexual estaba próximo. A cambio, a sus sesenta y tres años, regentaba una cadena de establecimientos de ropa, practicaba el paddle o el golf antes de incorporarse al trabajo, fumaba dos cajetillas de tabaco inglés al día y su móvil no se apagaba nunca. Sin embargo, los dolores de cabeza sólo aparecían cuando no quedaba otra excusa.
La conocí a finales de 1999. Ella sabía que yo, en aquella época, ejercía la prostitución, sencillamente porque había contratado mis servicios para demostrarse que su desapego a la sexualidad no era un asunto de preferencia sexual. Desde entonces, y pese a lo fallido, en lo erótico, del encuentro, habíamos entablado una peculiar amistad.
Epicuro, en su teoría hedonista, clasificaba las apetencias en naturales y necesarias, naturales y no necesarias y ni naturales ni necesarias. El hambre, por ejemplo, era de las primeras, comer un soufflé de langosta, de las segundas y tomar un sorbete de frambuesa después de haberse comido un soufflé de langostas en el restaurante más chic de la ciudad, de las terceras. La felicidad consistiría en satisfacer las primeras, no depender de las segundas y prescindir de las terceras.
El sexo, como condición consustancial a la naturaleza de lo humano, es natural y necesario, además de irrenunciable. El sexo no se emascula por más voluntad que se le ponga. Pero otra cosa es la puesta en práctica de las actividades que el deseo sexual propone, lo cual es una apetencia natural pero no necesaria.
El sexo es la propuesta, la capacidad infinita que tenemos de proponer, no sólo la concreción de estas propuestas. Igual que la escritura es la propuesta de escritura, no sólo la concreción en un libro. Los que escribimos libros somos escritores, igual que los que follamos somos sexo, pero eso no significa que el que no los escribe o el que no interacciona sexualmente no sea literatura o sexo.
Perder el habla no es perder el lenguaje; el afónico, el mudo o el que quiere quedarse callado siguen siendo lenguaje, porque el lenguaje es su condición de humano. Y la humanidad no atiende a negociaciones, a voluntades o a mutilaciones. Hablar es algo natural pero no necesario. El voto de silencio y el voto de castidad no eliminan ni el lenguaje ni el sexo, no eliminan nuestra humanidad, sólo la mortifican.
Sofía me propuso que me acostara con su marido.
Se cuenta que el esteta John Ruskin abandonó las prácticas sexuales cuando descubrió que su esposa tenía vello en el pubis. De Schopenhauer, sabemos que su misoginia le hizo permanecer célibe toda su existencia; de Bataille, que pese a sus magistrales y sicalípticos relatos, sentía terror cuando debía hablar de sexo o cuando veía una obra de Magritte que representaba una cara en la que los ojos y la boca habían sido sustituidos por unos pechos y un pubis. Georges Sand dejó escrito que Chopin sólo tocaba el piano.
De Ruskin, Schopenhauer, Bataille o Chopin, se puede decir que tenían particularidades con la puesta en práctica de lo que su sexo les escribía. Pero ninguno de ellos murió de eso. Y a ninguno de ellos les dejó de hablar su sexo.
Hace poco volví a encontrarme con Sofía y me interesé por su ánimo. Nos sentamos en la terraza de un bar frente a dos cafés, y en su tono siempre vehemente y jovial, me habló. Llevaba veinte años de matrimonio y amaba profundamente a su esposo, pero las estrategias para evitar el «roce» se le estaban acabando. Me contó que, de joven, tuvo la regla durante seis meses, prácticamente de manera ininterrumpida, y que estaba convencida de que fue ella la que se la provocó para poder justificar el no tener encuentros sexuales con su novio de entonces. Me contó que su ginecólogo le había dicho que nunca había visto un caso de falta de deseo semejante al suyo. Me contó las dolencias que fingía frente a su parienaire, alguna de ellas tan pintoresca como que sufría un «síndrome agudo de espasmo perineal». Y me contó que, ocasionalmente, cuando todo lo demás fallaba, transigía.
Deduje de sus extensas explicaciones que, por encima de todo, lo que más le inquietaba era su presunta «anormalidad». Le expliqué que ella tenía más sexo que nadie. Que, en mi opinión, el sexo ocupaba más espacio en su cabeza que ninguna otra actividad. Que lo único que le sucedía era que no le gustaba «follar», posiblemente porque había perdido o no tenía el hábito, la «cultura», de la interacción sexual.
Ella me miró con curiosidad y, dando un brinco, me dejó con la taza de café en las manos. Se despidió rápidamente alegando no sé qué. Posiblemente le inquietó pensar que pensaba.