Es imposible que a esta máquina la llamen así. O bien emplean términos griegos y lo llaman «autocinético» o bien utilizan el latín y lo llaman «ipsomóvil». Pero llamarlo «automóvil» no tiene sentido. No puede prosperar ese nombre.
Fue, según me contaron, lo que dijo un sabio cuando le hablaron por primera vez, a finales del XIX, de la invención de un vehículo autopropulsado.
Con el término «homosexual» sucede algo parecido.
En su originaria confección, con fines incriminatorios y clínicos también a finales del Xix, se toma «homo» del griego y «sexual» del latín. Homo en griego no significa «hombre», sino «igual», «equivalente», «semejante». La creencia de que el prefijo «homo» proviene del latín, donde sí significa «hombre» y no del griego, ha hecho que la confusión se acreciente. Siguiendo con el término que inventa Kertbeny para condenar las prácticas sodomíticas entre varones, y que populariza Krafft-Ebing para «patologizarlos», se podría cuestionar que si la «homosexualidad» es el sexo entre semejantes, debería referirse a todas aquellas interacciones sexuales que no se establecen con animales u objetos inertes. Es decir, homosexuales, al menos de vez en cuando, somos todos los humanos que practicamos sexo con otros seres humanos.
Del mismo modo, términos como «homofobia» significan literalmente «temor o aversión por lo semejante». Sucede que el creador del neologismo utiliza «homo» como apócope de «homosexualidad» y añade «fobia» para intentar encontrar un término conveniente que designe a los que sienten animadversión por los homosexuales, cuando en realidad «homofobia» significaría, en buena ley, un odio hacia los seres humanos (los semejantes), o lo que es lo mismo, «misantropía». Las palabras nunca son claras cuando el concepto no lo es. La confusión de las palabras es siempre una confusión de los conceptos. No existe un buen significante cuando el significado continúa oscuro.
En un pueblo de la serranía andaluza, encontré un día a una señora muy peripuesta que me indicó que su pueblo era muy antiguo y que había sido fundado por los «ficticios». Posiblemente, esta señora no sabía gran cosa de los fenicios.
Pero si el significante «homosexual» es cuestionable y el significado al que remite tampoco está claro, designar a las personas que aman, comparten su vida o formalizan sus sentimientos con otras personas del mismo género, de «homosexuales», es como decir que los «filántropos» son aquellos seres que se acuestan con todos los humanos que se menean.
El término «homosexual» hace referencia exclusivamente a una preferencia sexual, pero alguien que ama a alguien de su mismo género hace mucho más que interaccionar sexualmente con él. Tildar a un amante de alguien de su mismo género de «homosexual» es convertirlo en un elemento que hace exclusivamente de su preferencia una actitud de interacción sexual; una máquina folladora de lo mismo. ¿Cómo llamaríamos al casto que ama a los de su mismo género?
No he tenido, las razones son obvias, muchos encuentros sexuales con varones homosexuales. Pero recuerdo uno.
«Gay» es el término que la comunidad de san Francisco eligió para designar a sus miembros masculinos y que se consolida, como denominación, en Nueva York, a finales de la década de los sesenta. «Lesbiana» es un término de uso más antiguo, del que ya se tiene constancia en la literatura decimonónica. «Gay» parece derivar del latín gaudium (alegre) y esa misma connotación festiva mantiene en lengua anglosajona. «Lesbiana» se asocia con la isla griega de Lesbos, donde habitaba la poetisa Safo, rodeada de un nutrido grupo de mujeres a las que les cantaba. En los primeros momentos de uso del término, la lesbiana no era necesariamente una mujer que amara o interactuase sexualmente con otras mujeres, sino una mujer que compartía vida o inquietudes culturales con otras mujeres.
Ambos términos intentaron y siguen intentando suplir al genérico de «homosexualidad». El acrónimo que quizá agrupa más comúnmente su preferencia es el de LGBT, tomado de Lesbians, Gays, Bisexuals y Trans.
A Marcos lo conocí en la primavera del 2003 en Barcelona. Fue en casa de una amiga común, durante una fiesta en la que celebraba su trigésimo cumpleaños. Enormemente atractivo y educado en sus formas, tenía un aire de melancolía que lo hacía especialmente apetecible.
Fue yo quien inició la charla, que pronto se hizo amena y cordial a medida que avanzaba la fiesta. Él había leído Diario de una ninfómana y se mostró muy interesado por mi trayectoria vital, lo que hizo que habláramos más de mí que de él. Ambos soltamos una carcajada juntos, cuando la anfitriona, con más copas de las que podía contar, inició una pintoresca danza del vientre en la que lo único que quedó cubierto de ella, al acabar, fue el vientre.
Debían de ser las tres de la mañana cuando Marcos se ofreció para llevarme a casa. Invitación que acepté encantada.
Entender es saber decir la palabra.
«Promiscuidad» deriva del latín promiscere, que significaría algo así como «propenso a mezclar». Podría decirse, entonces, que el trabajo de un pintor es promiscuo o que una ensaladilla rusa es fruto de la promiscuidad de un cocinero. Sin embargo, en el habla común, la promiscuidad ha quedado relegada a la interacción sexual frecuente con un número muy variado de partenaires.
El deseo masculino es en muy pocas ocasiones penalizado. Lo hemos visto, por ejemplo, al intentar encontrar un término despectivo que equivalga, para los varones, al de «ninfómana». El deseo masculino «voluminoso» es sinónimo de virilidad, de ajuste a género, es una expresión «comprensible» del ansia de poder del conquistador, es la saliva del depredador hambriento. El deseo masculino es «naturalmente explicable», pero el femenino es «culturalmente depravado».
Sin embargo, sí existe una situación en la que la libido masculina se penaliza catalogándola de «promiscua»: en el caso gay. El tópico de que las relaciones amatorias entre varones vienen condenadas de antemano por la promiscuidad de los miembros levanta los recelos entre los propios amantes. La promiscuidad es el preliminar de la sospecha.
No debemos olvidar que, no hace demasiado, ser gay era convertirse en un posible sujeto «contaminante». En los días en los que el sida colmaba las portadas de los periódicos, darle la mano a un gay era exponerse a un contagio irremediable. Aproximadamente lo mismo que puede ocurrir hoy al sentarse junto a un fumador activo. La causa de ese estigma era y sigue siendo la promiscuidad. La propia promiscuidad deviene el estigma.
En el portal, aceptó mi ofrecimiento y subió al piso. Fumamos un último cigarrillo de marihuana y me comentó, entre risas tontas, que su novio debía de empezar a estar preocupado. Debo reconocer que el comentario hizo desaparecer en mí, de manera súbita, los efectos de la hierba. Me levanté y le dije que sí, que muy posiblemente su pareja estaría inquieta y que era mejor que se marchase. Marcos notó mi enfado y me explicó que se encontraba confuso con la atracción que sentía por mí. Apoyé mi mano sobre su entrepierna. Deslicé suavemente la cremallera y sostuve con la mano su miembro erecto. Me pidió que esperara un momento… y empezó a hablarme de Ramón.
Sigo en contacto esporádico con Marcos. Solemos hablar de sexo y de su situación emocional. Se casó con Ramón no hace mucho. Me encontraba en Inglaterra cuando se produjo el enlace, pero, por lo que me dijo, la ceremonia fue hermosa.
Hace poco, volvió a agradecerme que sostuviera, aquel día y durante un rato, su pene erecto entre mis manos. Al parecer, le enseñó algunas cosas, entre otras que su amor por Ramón no era un asunto de género y que su fidelidad hacia él no era un problema de deseo.
Marcos me enseñó a mí muchas otras, como que queda mucho por comprender y que en las relaciones intergénero o en el colectivo humano LGBT, no valen los confusos juegos de palabras, y que, quizá, los acrónimos se queden cortos.