Si no siento placer, es que soy anorgásmica

Creo verdaderamente que las decisiones que he tomado harán un mundo mejor.

Georges Bush

Declaraciones en Time evaluando la invasión de Irak


El orgasmo no es una casualidad que se presenta, es una decisión que se toma. Una determinación a la que se llega, después de haber realizado una valoración, durante la interacción sexual, de esas circunstancias concretas que nos proponen la posibilidad del orgasmo. Como en cualquier toma de decisión, por inconsciente que sea, nuestro sistema de valores evalúa lo que está sucediendo, juzga la conveniencia o no de optar por la posibilidad que tenemos y decide si queremos adoptar esta alternativa o no. Sucede que, muchas veces, esta decisión la tomamos, sin saber que estamos tomando una decisión. Normalmente, es un proceso implícito que no requiere que tomemos lápiz y papel, pero que, en cualquier caso, sí exige que se haya aprendido a tomar esa decisión de manera implícita.

Un orgasmo no se tiene, se aprende a tenerlo, mejor dicho, se aprende a «permitirse» obtenerlo. Hay que instruirse no sólo en un conocimiento de la propia reacción sexual frente a determinados estímulos anatómicos (saber cómo es nuestro cuerpo y qué y de qué forma nos procura placer), sino, sobre todo, hay que formarse en el difícil arte de dejarse llevar, de dejar que la decisión quede en manos de nuestra respuesta sexual y no de nuestras «razones». Cuando la razón aparece, el orgasmo huye como los corderos del lobo. Cuando la razón toma la decisión, el orgasmo ya ha tomado la decisión antes.

Más que decir, como la coletilla, que no existen mujeres frígidas, sino amantes que no saben tocar, convendría disculpar un poco al amante (sabiendo que, efectivamente, hay demasiados amantes que no merecen ese calificativo) y matizar que, normalmente, no existen mujeres frígidas, sino mujeres que no han aprendido a dejarse tocar.

El papel del amante en el proceso tiene muchísima menos importancia de la que se suele atribuir. Alcanzar el orgasmo es una decisión estrictamente personal en la que el amante es sólo un elemento más de los que interpretamos en nuestra decisión de dejarnos o no alcanzar el eretismo. El orgasmo no nos lo procuran, lo alcanzamos nosotros solos. Decía Catherine Millet que no creía en absoluto que el sexo fuera un medio para comunicar, sino que es el dominio donde cada uno vive las cosas de la manera menos comparable que exista. El orgasmo es, en ese marco, una de las acciones más individualistas posibles. «¿Gofas, querida?», solía repetir Agapurnio. Y yo, o cualquiera, hasta con Agapurnio tocando el perineo o el laúd, podía haber gozado.

En cualquier caso, mi falta de orgasmo con él no era una manifestación de anorgasmia. Era, simplemente, que con él y con todo lo que rodeaba nuestra interacción sexual, yo decidía no alcanzar el orgasmo. La anorgasmia es la imposibilidad de alcanzar el orgasmo, no la imposibilidad de alcanzar un orgasmo.

Asunción era una de esas personas instaladas en la «lógica de lo peor». Todo le salía mal y, si en alguna ocasión no era así, ya se ocupaba ella muy mucho de que así fuera. Cualquier circunstancia de su existencia era «interpretada» por Asunción como el signo inequívoco de que las cosas «le venían de culo».

Sin embargo, su vida podía ser, a los ojos de cualquier otro que no fuera Asunción, envidiable. Adinerada, con una profesión liberal que le permitía marcar sus horarios, disponía de un extenso patrimonio que lo componían, además de su vivienda principal, varias propiedades en zonas turísticas del sur de España. Aficionada a la música clásica y a las películas romanticonas, no se perdía ningún estreno musical en la Fundación Caja Madrid.

Pero sucedía que, desde niña, le había acompañado el sufrimiento, con un padre que la había repudiado y una madre que la maltrataba lo suficiente como para que ella asociara el cariño con el maltrato (sólo porque creyó en los cuentos de hadas, en los que las madres son unas reinas y nunca la bruja de la manzana). Hasta que hizo de su sufrimiento su seña de identidad.

«Todo ha salido mal. A Asunción, todo le sale mal. Por lo tanto, soy Asunción.»

Tememos más el perder la que creemos que es nuestra identidad que el sufrimiento.

Vivía sola, en una casa grande en las afueras de Madrid, con varias personas a su servicio que le hacían sufrir lo necesario (la trataban con el «cariño» que ella exigía). Asunción gozaba, además, de una mala salud de hierro, que le permitía vivir constantemente preocupada por ella, aunque sus achaques no derivaran nunca a mayores.

Los casos de anorgasmia derivados de un problema orgánico son apenas del cinco por ciento del total. El área donde el terapeuta que pretende remediar una anorgasmia debe intervenir no es, por tanto y normalmente, en el organismo, sino en los procesos sexológicos que atañen a esa «decisión» de alcanzar un orgasmo.

«Frigidez» es un término que, por su connotación despreciativa, ha caído bastante en desuso en la escritura científica. No así tanto en el lenguaje coloquial. Resulta curioso como la sexualidad femenina siempre es nominalmente castigada si exhibe, a los ojos de no se sabe bien quién, un deseo sexual demasiado corto o demasiado largo. Frígida o ninfómana (nuevamente términos a los que el «discurso normativo del sexo» no contempla equivalencia para los varones), el ejercicio de la sexualidad femenina se enmarca en límites muy estrechos.

Organismo y orgasmo (y organización y orgía) tienen una misma raíz común etimológica. Algo querrá decir… El prefijo «org» significa «trabajo». El orgasmo necesita «trabajarse», «organizarse» en su consecución.

Dentro de los casos en los que no se consigue un orgasmo, se establecen diferenciaciones conceptuales entre aquellas personas que no lo alcanzan porque en su respuesta sexual no logran la fase inicial de deseo y las que, alcanzando las fases de deseo, excitación y meseta, no consiguen el orgasmo. De manera genérica, también se puede hablar de las condiciones de esa imposibilidad, si es porque nunca se ha conseguido, si es que se ha dejado de conseguir o si no se consigue de determinada manera en la que se supone que podría procurarse.

En cualquier caso, el gran enemigo del orgasmo es la necesidad de procurarse un orgasmo y la ansiedad por el orgasmo es el peor amigo del aprendizaje para la consecución del orgasmo. Nuestra maquinaria sexual es un mecanismo que, normalmente, funciona muy bien a poco que lo dejemos funcionar. El desconocimiento, muchas veces, nos lleva a encontrar un problema donde sólo había una circunstancia. Hacemos de la ignorancia un problema, cuando el único problema es la propia ignorancia. Una falta de reacción orgásmica en la puesta en práctica de nuestra sexualidad no significa, casi nunca, que nuestro diagnóstico sea la anorgasmia. Pero si creemos que es éste, entonces muy probablemente padeceremos anorgasmia.

Naturalmente, Asunción «decidía» siempre no tener orgasmos. Asumir esa exaltación del gozo que supone el orgasmo era, inconscientemente, inconcebible para ella. Le resultaba mucho más gratificante, pese a que ello fuera contra su voluntad consciente, la insatisfacción que la aceptación del placer. La buena mujer se esforzaba (puedo decirlo en primera persona porque me acosté con ella tres veces en uno de sus apartamentos de la costa andaluza), pero tras un eterno «¡ya me viene!», Godot no venía nunca. Inmediatamente después, volvía a su exaltado discurso amoroso. Porque Asunción me amaba a su manera, al día de hoy sigo sin dudarlo. La mejor prueba de ello era la negación del gozo. El amor, como le enseñaron de niña, y ella no consigue olvidar, nada tiene que ver con el placer.

No hay peor guerra civil que la que uno sostiene contra sí mismo. Decía Gide que hay muy pocos monstruos que se merezcan el miedo que les tenemos. Uno de esos monstruos a los que, quizá, sí debamos temer es el miedo a dejar de ser lo que creemos que somos; los otros, a veces, gobiernan naciones.

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