La sexología es cosa de médicos o psicólogos

¿Por qué ese señor con bigote le pone la mano por detrás a Piolé?

Piolé era un muñeco con cara de pollo y vestido de cowboy que el ventrílocuo apoyaba sobre sus rodillas.

– Porque él es quien le pone voz al muñeco -le respondí.

Sylvie se quedó un momento pensativa.

– Y si es este señor el que habla, ¿por qué no lo hace directamente?… ¿No se atreve a decir él estas tonterías?

Unos años atrás, viendo la tele acompañada de Sylvie, la hija de una compañera de trabajo.

Santa inocencia.


El sexo es el muñeco de cartón de muchos ventrílocuos. En el nombre del sexo hablan sociólogos, antropólogos, etnólogos, biólogos, psicólogos, psicoanalistas, psiquiatras, ginecólogos, andrólogos, Papas y una tía mía de la Champagne. Cada uno le da su discurso. Unos le hacen hablar de su cultura, otros le hacen contar su naturaleza bioquímica, otros le dan voz para abordar las afecciones anímicas de los seres sexuados, otros la organicidad de los genitales que sexuan y muchos otros, simplemente, le ponen la tontería en la boca.

Pero, no nos engañemos, con la excusa del sexo, de lo que se habla no es de sexo, sino de sociología, de biología, de psicología, de anatomía o de religión. Lo que conforman todos esos discursos son las propias disciplinas que los emiten, pero no el sexo. Si a través de una estadística la sociología nos muestra la incidencia de determinado comportamiento sexual, lo que es verdaderamente significativo es que la sociología emplea, para sus análisis y valoraciones sociológicas, la estadística. Porque se está haciendo sociología y no sexo. Si, por ejemplo, una religión de la abstinencia, la castidad y la mortificación nos habla de sexo, no debemos creernos que la naturaleza del sexo sea eso, sino que ésa es la naturaleza de esa religión.

Discursos sobre el dibujo en los que se dibujan bodegones, marinas o retratos, nunca nuestra propia capacidad de dibujar. Y por encima de todos los señores con bigote, el Gran Ventrílocuo del sexo: la moral. Mientras, el sexo calla y mueve los labios. Un pato no entiende nada de ornitología, pero es un pato.

En la tarea de hablar del sexo desde el propio sexo, lo primero será devolverle su voz, «indisciplinarlo» y luego, si se quiere, apreciar las explicaciones que de él se dan desde ciertas disciplinas. Después, no hablar en su nombre desde la moral, no hacer de él aquello que nos dice lo que está bien o lo que está mal, sino lo que somos; «desmoralizarlo» y luego, actuar en él éticamente. Para todo ello, para indisciplinarlo y para desmoralizarlo, sigue en «fase de construcción» algo que se ha dado en llamar «sexología»: la voz que haría inteligible el sexo desde el sexo.


La señora visita a un psiquiatra con su hija a la que le embarga la melancolía. El psiquiatra, después de examinarla, le dice que a su hija lo que le haría falta es un buen coito. La señora, preocupada, le dice al galeno que se lo procure. Al cabo de un rato sale la hija sonriente, y la madre, entusiasmada, le dice al médico:

– Doctor, porque usted y yo sabemos lo que es un «coito», porque si no, se diría que se ha pasado a mi hija por la piedra…


Lo que es un «coito» es otra cosa que la sexología, contrariamente a las apariencias, también tendría que explicar. Cuando un problema psiquiátrico se manifiesta en el sexo, se debe acudir al psiquiatra, cuando existe un problema orgánico en el aparato reproductivo, se debe visitar a un ginecólogo o a un andrólogo, cuando queremos saber cómo se manifiesta el sexo en una cultura, se debe oír la opinión de un antropólogo y cuando un delincuente delinque en el uso de su condición de ser sexuado, debe ir a los juzgados. Sobre eso estamos todos de acuerdo.

El tener como preferencia erótica, por ejemplo, el voyeurismo no es un problema psiquiátrico, el que esa elección comporte una neurosis no es un problema psicológico, lo es de entendimiento del hecho sexual. El tener, por ejemplo, una disfunción eréctil o eyaculatoria o vaginismo no es, en el 99,9 por ciento de los casos, un trastorno orgánico, es un asunto de entendimiento de lo que es el sexo.

Sin embargo, cada vez que nos asalta una «alteración» como las precedentes, acudimos al médico (psiquiatra o del aparato reproductor) o al psicólogo o al confesor; porque hemos hecho del sexo una patología. Hemos «medicalizado» nuestra condición de seres sexuados y hemos dejado que la moral, venga de donde venga, sea quien la juzgue (cuando uno no tiene más que no hacer daño al otro, y el otro y el uno, que no dejarse engañar por la chachara de los demás).

Una vez, alguien me dijo al oído lo siguiente: «Busca quién te solventa el problema y tendrás, muchas veces, el que lo ocasiona» (los políticos suelen ser un magnífico ejempío de esa máxima). Será porque, muchas veces, los mismos que nos absuelven nos inculcaron la culpa.

Al sexo lo hemos «normalizado» (tantas veces, de tantas formas y en tanto tiempo), lo hemos «normalizado» (tanto mide, tanto dura) y lo hemos hecho «finalista» (el famoso «coitorgasmo»), consiguiendo que se convierta en una actividad neurotizante. Que genera la neurosis de la culpa, y sus vastagos, la pena y la angustia.

Querer cortarse las uñas con una llave inglesa es muy frustrante, pero el origen de la neurosis es tan sencillo como saber para qué sirve una llave inglesa. Conviene que algunos que saben lo que es una llave inglesa lo expliquen, sin contarnos solamente los huesos que se pueden romper golpeando con ella, sin hacer que nos olvidemos la llave inglesa en casa porque estamos obsesionados con ponernos los guantes de soldador antes de usarla y sin dedicarse a curar las posibles lesiones que pueda ocasionar el uso de una llave inglesa, como si esas lesiones partieran de otra cosa que no fuera el hecho de no saber usar una llave inglesa.

La sexología puede ser el gran enemigo de la moral, quizá por eso, su existencia, pese a tener cien años de historia, sigue difuminada como una palabra rotulada en tinta a la que le hubiéramos escupido encima. Es una sabiduría sin formación específica propia (al menos, en España), sin colegiados, con sus puertas abiertas de par en par para el intrusismo y la charlatanería y sigue siendo tan extraña y puede llegar a ser tan demoledora que ni siquiera le hemos encontrado ni la necesidad ni el merchandising.

He conocido a lo largo de mi trayectoria y de mi formación a extraordinarios sexólogos; algunos actúan como tal, otros lo hacen bajo el amparo de las ciencias médicas y otros, desde la más profunda reflexión en las catacumbas de algún aula donde todavía se puede fumar. A todos ellos, mi ánimo y mi respeto.

Era una mañana de finales de marzo de 2007 y los ciruelos empezaban a mostrar las yemas de sus flores blancas. Allá en Japón, los tambores «taiko» debían tronar celebrando el fin del invierno. En casa, sonaba Mónteseos y Capuletos, de la suite de baile Romeo y Julieta, de Prokofiev. Tenía el sabor del eretismo todavía en el aliento y el olor de su piel en mi retina. Me incorporé en la cama y cogí la libreta en la que en la noche anterior había anotado algunas cosas que me habían interesado de la lectura de Elfriede Jelinek. Aparté de mi regazo a Monsieur Alfred, el gato mitad siamés mitad yo, que habíamos recogido hacía un año de un refugio, y con el mismo lápiz que había utilizado, empecé a escribir este libro.

Y anoté: Antimanual de sexo.

Para contar cosas como éstas.

Para hablar de Piolé, de los patos y de las llaves inglesas.

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