Es difícil perdonar una infidelidad

Ésta es la historia de Pasifae: la esposa de Minos, reina de Creta, se enamora del toro divino que Neptuno ha regalado al rey. Pasifae va en busca de Dédalo, el «técnico». Le pide que fabrique una becerra mecánica en donde ella pueda meterse y con un diseño tan ingenioso que logre engañar al toro para que este introduzca el «fascinus» en su vulva. Pasifae puede conocer así la voluptuosidad de los animales, los deseos no permitidos. La becerra de Pasifae es el caballo de Troya del deseo.

Pascal Quignard

El sexo y el espanto


Los animales astados no siempre han tenido mala prensa. Como vemos, en ocasiones, hasta han servido para convertir, a su vez, en cornudo a todo un rey.

Hay cosas que si hubiera sabido explicarme por qué las hacía, posiblemente no las hubiera hecho. Una de ellas fue llamar a Dieter y Elsa.

Ocurrió en 1997 y yo volvía a instalarme en Barcelona después de vivir un tiempo demasiado largo en Madrid. El anuncio decía:


Pareja liberal con buena presencia y alto nivel sociocultural, busca chica seria para mantener relaciones sexuales.


No lo dudé mucho y llamé. Supongo, como digo, que fue el no saber explicarme a mí misma por qué llamaba lo que me hizo llamar. Cogió el teléfono Dieter.

Alguna vez hemos hablado ya de que uno de los tres fundamentos en los que se apoya eso que algunos llaman la sexualidad humana (que en realidad no es más que el «discurso normativo del sexo» que nos hemos procurado para salvaguardar un sistema social articulado en la familia y destinado a la reproducción) es que la ejercitación de nuestra condición de seres sexuados debe realizarse dentro de la «asociación» pareja.

Familia y reproducción son los únicos usos que ese discurso, que nos encajan como si fuera el verdadero sexo, permite. Esto puede sonar a demodé y podemos creer que ya no está en vigor porque nos hemos comprado un vibrador, pero si alguien piensa, por ejemplo, que no es cristiano porque no visita las iglesias, que revise su sistema de valores y luego evalúe la afirmación que niega su «cristiandad» (hay muchos menos «infieles» de lo que nos imaginamos).

Para preservar esos usos hay que, entre muchas cosas, controlar de manera feroz el deseo femenino (y tolerar o aplaudir por «natural» el masculino), hay que sacralizar los genitales femeninos (que son los que «generan»; los que reproducen) basándose en un control moral oscurantista sobre su uso y a la ignorancia sobre ellos (sólo lo que desconocemos puede ser sagrado), hay que hacer de la única práctica erótica reproductiva, el coito, la finalidad del sexo o hay que dar «títulos de propiedad», a los contrayentes del contrato de pareja, sobre la genitalidad del otro, catalogando esta exótica práctica, de la exclusividad genital, como «fidelidad».

Dieter no me causó mala impresión. Quedamos para encontrarnos al día siguiente para tomar un café y charlar un rato. Me anunció que le acompañaría su pareja, Elsa.

El adulterio se despenalizó en España en 1978 y en Francia en 1975, pero en ambos países se sigue considerando una falta civil que permite, vía divorcio, disolver el acuerdo matrimonial sancionando al adúltero.

Elsa fijó enseguida sus hermosos ojos sobre los míos. Dieter se mostró calmado y cariñoso, exponiendo con claridad lo que pretendían de este encuentro. Pagó los cafés y abandonamos por separado la terraza. Aquella misma noche me recogerían para acompañarme a la casa que tenían en Sitges. Yo encaminé mis pasos hacia la lencería. Comprarme ropa interior estimulaba mi apetito.

La expresión española «poner los cuernos», en italiano, por ejemplo, se traduce por metiere le coma y si mis fuentes no me engañan, en chino se expresa como «poner un sombrero verde». En cualquier caso, con cuernos o sombreros, parece que la infidelidad está en la cabeza del que la recibe.

La gran excusa del «discurso normativo del sexo» para exigir la fidelidad y pegar a los amantes «familiares» como insectos al papel atrapamoscas es el amor. Bueno, el ejercicio de lo que los mismos redactores del discurso llaman el amor; un compromiso de por vida en el que la obligación de fidelidad se convierte en uno de los fundamentos inequívocos de su existencia.

Pero amar no es amarse a uno mismo en el otro. Es un acto culto (que requiere de cultura, de aprendizaje y de experiencia) y se basa en el aprecio, a través del entendimiento, del otro. Al amado no se le alecciona, se le observa, no se le transforma, se le ve crecer y no se le conduce, se le acompaña. Amar es algo que está mucho más cerca de comprender que de comprometer. Sin embargo, ligamos continuamente el amor al compromiso a través de fórmulas que se apoyan mucho más en las lógicas de la retención que en las de expansión; hacemos del amado una propiedad y no un recurso, una finca y no un paisaje.

Llegaron justo a la hora acordada. De camino a su casa nos detuvimos a tomar una copa en un local de moda de Barcelona. Allí, entre risas y roces, se despejaron las dudas que pudieran quedar.

En la cama nos centramos en Elsa. Dieter participó lo justo para que ella lo viera acariciarme y viera cómo yo le correspondía. Después, se fue discretamente, sin perder la sonrisa, apartándose del juego hasta convertirse en un observador activo que se deleitaba con el placer de Elsa.

Al despuntar el día y tras una ducha, Dieter me acompañó a casa. Nos despedimos con dos besos cordiales y con la promesa por ambas partes de un nuevo encuentro.

Yo no he sabido amar muy bien, lo confieso. No he sido, tampoco, una novia modélica para un novio modélico. Sin embargo, creo que siempre he entendido bien la diferencia entre afinidad y fidelidad, entre lealtad y compromiso y entre empatia y obligación. Cuando alguien me ha acompañado durante un trecho, he intentado siempre guardarle lealtad en forma de respeto a su inteligencia, tratándolo como un adulto que lo que esperaba de mí era no sentirse engañado (no necesariamente «no ser engañado»). He callado cuando podía herir y he contado cuando quería herir. Y cuando la afinidad me ha mantenido sexualmente vinculada a una sola persona, he procurado que no fuera por cumplir un contrato, sino por cumplir un deseo.

La de Dieter y Elsa no era, quizá, la historia de infidelidad que acabó incendiando Troya, ni Elsa era Emma Bovary o Desdémona, ni Dieter se parecía a Mr. Chatterley. Ninguno de los dos escribía como Homero, Flaubert, Shakespeare o D. H. Lawrence, pero en mi modesta opinión se escribieron, utilizando mi piel como papel timbrado, una hermosa carta de amor. Utilizando un juego de amor sin poner el amor en juego. Ellos tuvieron el mejor de los perdones; no tener que perdonarse.

Pasó una semana y no volví a tener noticias de ellos.


Matrimonio de setenta años él y de sesenta y cinco ella, pero con mucha marcha, busca chica que quiera compartir sus aventuras sexuales. Seriedad y discreción.


Descolgué el auricular.

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